Perra vida
Mis andanzas como perro-hombre. No hay fotos, lo siento.
La leyenda del hombre-lobo es una de las creencias más arraigadas en la mitología popular, presente en casi todos los pueblos de la Tierra. Ya saben, esa de que te muerde un lobo y, en las noches de luna llena, te crece el pelo de la espalda y los colmillos te rozan la nariz y la barbilla. Un cuento muy bonito, pero más falso que los billetes del Monopoly.
Yo mismo, Juan Suárez López, 35 años, de profesión electricista, puedo dar fe de ello. Juan -con apellidos, hipoteca y DNI- o Crispín -sin apellidos, sin una miserable caseta y ficha abierta en el hogar de acogida de la Sociedad Protectora de Animales-, puesto que soy perro pastor alemán-hombre, dependiendo de la fase lunar.
Mi propia experiencia personal me lleva a afirmar, sin ningún género de dudas, que el mito del hombre-lobo es falso; mientras que es muy probable que el del lobo-hombre sea cierto, aunque no conozco ningún caso de primera mano. En cambio, colegas perrunos-hombres, conozco un montón. Podría hablarles de Andrés (galgo-hombre), Gonzalo (caniche-hombre) o del desgraciado caso de Felisa (gran danés-mujer. Ni je, je, ni hostias, pobre chica), que se está volviendo loca con tanto cambio de especie y de sexo. Pero centrémonos en mi caso, ya que creo ser el primero que da la cara. El resto, que se joda, pues no me hacen ni puto caso cuando les digo que tenemos que formar una asociación, pregonar a los cuatro vientos nuestra situación y solicitar una subvención estatal.
Estoy pensando en aparecer en uno de los programas de casquería de la tele, en horario de máxima audiencia, y soltar el rollito lacrimógeno creo que te dan un pastón por contar tu historia; así que, con la mía, me puedo forrar. Pero antes de tirarme a la piscina, quiero pulsar la reacción del público, no quiero acabar en un laboratorio o en un zoológico. Para eso les necesito a ustedes mis conejitos de indias.
Las desgracias comenzaron hace poco más de tres meses, con la basura. Quiero decir que vivo solo, estoy soltero y no soy gay. Es que tiene huevos tener que andar siempre lo mismo: tengo 35, soltero (mirada inquisitiva de la interlocutora) y no, no soy gay. Prosigo, vivo solo y como todo tío que no tiene que dar cuentas a nadie, se me acumula la basura de un día para otro. Estaba acarreando bolsas de basura, un mal día -una mala noche, para ser exactos-, desde mi casa al contenedor, cuando me tropecé con un puto chucho con malas pulgas, que andaba revolviendo entre la basura. No me gustan los perros, pa su puta madre. Así que le devolví el saludo (me enseñó los dientes) con una patada en los huevos.
Normal que se mosqueara. Lo que demuestra que era un hijoputa con malas pulgas, es que casi me arranca la pierna a mordiscos.
Me curaron en urgencias y me metí en la cama, que al día siguiente tenía un montón de visitas a domicilio que hacer y había que estar bien descansado. Uno nunca sabe con qué te saldrá la maruja de turno cuando le haces una chapuza alguna se pone tan contenta que ustedes ya me entienden.
Hablando de titis, no tengo novia formal. Bueno, por aquella época no tenía y no, no soy gay. Mi situación sentimental actual es un poco complicada, mejor se lo cuento después y así deciden; yo no sabría definirla con una sola palabra.
El puto despertador sonó a las 7.00 h, como siempre; y, como siempre, le lancé un directo de izquierda, pero fallé. ¡Hostias, no tenía mano! Lo que tenía era una zarpa peluda, poco adecuada para el noble arte del pugilato.
Seguro que todos han visto pelis de hombres-lobo, dónde, con un desparrame de efectos especiales, te muestran la progresiva transformación del tipo en un monstruo bípedo, peludo y sediento de sangre humana. ¡Una mierda! Yo me acosté normal, con la pierna jodida, pero normal y me desperté siendo un puto chucho, cuadrúpedo, peludo y sediento de agua. Tengo que contarles un par de cositas a esos de Hollywood.
Les ahorraré la agonía psicológica que pasé, porque seguía pensando y razonando como humano, aunque el instinto animal tira lo suyo. El caso es que me pasé dos días encerrado en casa, antes de atreverme a salir de paseo, bebiendo de la taza del inodoro y comiendo los restos de la basura. La falta de práctica. Ahora ya sé abrir una nevera y servirme yo solito.
Estarán pensando ustedes cómo me las arreglé para abrir la puerta, ¿no? Yo también. El caso es que lo primero que pensé nada más salir fue: ¡Mierda, las llaves!
Cosas que uno extraña cuando ejerce de perro-hombre:
a) Ladras. En lugar de hablar, ladras. Y es un palo, porque los chuchos no te entienden me miraban con cara de estar pensando: mira, un guiri- y los humanos tampoco. Los únicos que te entienden son los pringaos que se encuentran en tu misma situación, pero aún no me había tropezado con ninguno.
b) Que te olisqueen el culo. ¡Me toca los cojones que me huelan el culo! Literalmente: el hocico siempre se les escapa y acaba tropezando con mis cojones.
c) El menú es una mierda.
d) El cambio de perspectiva. De golpe y porrazo, mi altura se redujo más de un metro; y es muy jodido volver a la altura de cuando tenías tres años.
e) ¿Cómo cojones se las arreglan los chuchos para echar un kiki? Después de una semana, andaba tan salido que ya me estaba planteando aprender a hacerme pajas con la lengua. Antes de intentar esa guarrada, probé con alguna perra. ¡La hostia, qué mala baba tienen las muy putas! Por mi integridad física, decidí dejar de intentarlo hasta descubrir cómo saber cuando están en celo siempre había un cabrón que llegaba primero.
f) Empiezas a sentir fobia por los gatos.
g) Los derechos del perro-hombre no existen. No tienes libertad de expresión (no hablas), ni de reunión (ríete tú de los pandilleros, comparados con una jauría de chuchos callejeros), ni asistencia letrada al detenido (como pude comprobar cuando me echaron el lazo los de la perrera municipal).
Ahora toca hablar de la perrera, no sé si podré. Peor que una cárcel en Turquía, ¿recuerdan el Expreso de Medianoche? Pues un jardín de infancia, comparado con una perrera. Joder, si lo primero que me pasó fue que un rotweiler abusón me quiso dar por culo. Me defendí a puñetazos, con un directo y un gancho. Pero se me olvidó apoyar la pata con la que le había lanzado el directo, antes de soltar el gancho, aterrizando de morro. De todas formas, se me había olvidado que tenía uñas y el violador ya tenía el hocico hecho unos zorros.
Con los cuidadores de la perrera también había que tener cuidado, sobretodo cuando querían darte una golosina y por culo. Menos mal que tenía un buen rabo (rabo de cola, el otro daba grima verlo), para cubrirme tan codiciado orificio. En resumen, que acabé con tortícolis de tanto mirar para atrás.
Allí conocí a Andrés, el galgo-hombre, que me tranquilizó mucho, asegurándome que dentro de poco sería luna llena, volveríamos a ser hombre-hombre y nos escaparíamos de la perrera.
El tío lo tenía todo muy bien organizado, gracias a sus muchos años de oficio. La ropa estaba enterrada cerca de la perrera, tenía una casita con las llaves escondidas fuera y una amiga que no dudó en compartir conmigo. Pobre chica, casi la reventamos a polvos entre los dos. Luego me enteré de que era Felisa, la gran danés-mujer, que acababa de sufrir la transformación escondida en la casa. Felisa estaba muy arrepentida de haber tenido aquel desliz con su gran danés.
La fase de luna llena dura poco, así que me las tuve que apañar para acondicionar mi casa, comprar un collar de chinchetas y hacerme con una placa sanitaria falsa y así evitar que volvieran a meterme en la perrera, o algo peor, cuando volviera a convertirme en perro-hombre con el cambio de luna. Antes me tiro a las vías del tren que volver a pasar por semejante experiencia. Aprovecho la ocasión para reclamar un trato digno y denunciar la existencia de campos de concentración y exterminio perrunos, que ahora estoy muy concienciado.
Tenía el contestador del teléfono saturado de llamadas de marujas desesperadas. Escogí a media docena de las habituales, las más guarras, y les cobré la tarifa abusiva acostumbrada por la chapuza de turno, con el polvo preceptivo y otro cortesía de la casa. Cuando volvió a cambiar la luna estaba en los puros huesos.
Había preparado una entrada disimulada en mi casa, para evitar tener que pasarme todo el día fuera y minimizar el riesgo de caer de nuevo en manos municipales. Al cabo de una semana, volví a notar los efectos de la abstinencia. Y las perras seguían siendo tan ariscas como siempre.
Conocí a Robustiana en el parque. Era humana, aunque por el nombre, lo mismo podría haber sido una doberman. Si éste fuera un relato inventado, Robustiana se llamaría Vanessa y sería una belleza morena, joven y alta. Pero esto es la cruda realidad y Robustiana no desentonaba con el nombre, tenía 52 años, medía 1,62, le sobraban bastantes kilos y le faltaba pelo, teñido de un color indefinible.
Por mi parte, tengo que reconocer que como humano soy del montón, pero como perro soy el Brad Pit canino. Un perrazo cachas y con personalidad, como no cesan de repetirme Robustiana y sus amigas. También elogian otras partes de mi anatomía: la lengua y el rabo (el otro rabo), más concretamente.
Bien, creo que ya van pillando el tema. Yo me había acercado a Robustiana buscando calor humano, sin temor a que la dulce dama quisiera darme por culo; y la muy bruja me trincó por el collar, miró con disimulo -por si había testigos del secuestro- y me arrastró hasta su casa con perversas intenciones.
-"Perrito guapo, ¿quién te quiere más que mamita? Verás que bien vas a estar conmigo Crispín". Tengo el dudoso honor de ser el primer perro que escoge su nombre y se lo hace grabar en la placa del collar.
Del perrito guapo y rascarme detrás de las orejas, pasamos al perrito guapo y echar mano a mi polla. Y de ahí al:
-"¿No quieres un poco de miel, perrito guapo? Ven y lame un poquito, anda sé bueno y obedece a mamita". Tres días después. Y supongo que hará falta decirles dónde tenía que lamer la miel. Del chochazo peludo de Robustiana, espatarrada encima del sofá del salón, cubierto con un plástico -que Robustiana es muy cuidadosa con el mobiliario- y mirándome con una cara de vicio que habría acojonado a un curtido estibador portuario.
Pero es que la miel, desde que soy perro, es superior a mis fuerzas. Antes, ni probarla; pero ahora es que babeo en cuanto veo el tarro de miel. Y la muy bruja me tiene calado.
Cada dos días, la misma historia. Llega a casa por la tarde, tarareando boleros. Oír boleros y ver un tarro de miel, tiene en mí un curioso efecto: me empalmo. Se mete en la ducha con el tarro de miel y deja la puerta abierta, para que yo me quede babeando y empalmado, mirando el tarro de miel, mientras ella me enseña su culazo y se enjabona a conciencia. Luego se acaricia las tetas, pellizcándose los pezones y me dice guarradas, mientras el agua de la ducha se lleva el gel por el desagüe. Y, por fin, cuando ya no puedo aguantar un minuto más sin abalanzarme a por la miel, abre el tarro y se embadurna de miel por delante y por detrás, desde el cuello a las rodillas, sin olvidarse de meter dos dedos pringosos dentro del chocho y uno en el culo. Sé que se ha corrido cuando me llama hijo de perra. Tiene esa manía, Robustiana.
Cuando se espatarra en el sofá, rezumando miel, yo me vuelvo loco. Soy incapaz de dejar un solo centímetro cuadrado de su piel sin lamer y relamer, haciendo que ella se revuelque de placer y cosquillas y, como fin de fiesta, se abre de piernas y me invita a buscar miel dentro de su chocho. Mi lengua, si quisiera, podría llegar hasta el final del útero. Pero con las lamidas que le doy por fuera y por dentro, sin dejar el más mínimo rastro de miel, tiene más que de sobra para llamarme hijo de perra media docena de veces seguidas.
Cuando me recupero del atracón y empiezo a salivar oliendo la miel que aún queda en su culo, se pone a cuatro patas separándose con las manos las nalgas, y me enseña eso. Soy un cerdo, lo reconozco. Hay que estar zumbao para meter la lengua en ese pozo negro. Pero yo la meto. Joder, la meto hasta el intestino si hace falta. Me temo que con ésta dieta estoy condenado a terminar diabético perdido.
Menos mal que es cada dos días. El que no toca miel, toca follar. Follar como dios manda. Ya dije que soy un perro cachas; es decir, guapete y con un carajo de la hostia. Aquí es cuando Robustiana hace honor a su nombre, aguantando como una jabata mis embestidas. Iba a decir que sin rechistar, pero no, arma unos escándalos de cojones. A veces, hasta se descontrola y me llama hijoputa en lugar del más fino hijo de perra.
Y eso no es lo peor. Ahora resulta que soy un profesional. Con la debida discreción, con la que se llevan estos asuntos, ha convencido a un par de viudas pensionistas para disfrutar de mis servicios, una vez por semana, por 30 cada una. No puede decirse que mi cotización sea de altos vuelos.
Comprenderán que la primera noche de luna llena saliera por pies. Iba a decir por patas, pero no está el horno para coñas.
Y ahora llega lo increíble de la historia. Porque lo anterior puede resultar un poco raro, pero es que lo que sigue ya es para nota.
¡Estoy enamorado de Robustiana! Ya sé que me secuestró, abusa de mí y me prostituye; pero, como ser humano, estoy enamorado de ella.
Tuve que reconocerlo al día siguiente, cuando un impulso me llevó hasta el parque, y la vi llorando desconsolada la perdida de Crispín. Me acordé de quitarme el collar antes de sentarme a su lado (recuerden que estábamos en fase lunar humana) y preguntarle el motivo de tal desparrame lacrimal.
No me hizo ni puto caso. Joder, como que empezó a chillar llamando al guarda y llamándome de todo menos bonito.
Volví con ella en cuanto cambió la fase lunar. Como Crispín no la aguanto, aunque la miel lo hace más llevadero; pero como Juan, no puedo vivir sin mi gordita.
En las dos siguientes ocasiones, como ser humano, intenté abordarla finamente. Joder, hasta le regalé bombones. No hubo manera, mi Robustiana le es fiel a Crispín y jamás le pondría los cuernos.
Tampoco me atrevo a revelarle mi secreto, podría tener fatales consecuencias para su salud mental. Así que estoy valorando la posibilidad de revelarme mi amor como ya dije, de forma original, a través de un programa de la tele.
Si alguno de ustedes tiene una idea mejor, soy todo orejas.
Apostilla del autor.
¿Diría que su perro le entiende cuando le habla? ¿Tiene reacciones casi humanas? No sé yo, mejor lo vigila en las noches de luna llena.