Perlas engastadas o Las pajas de Therion

...La miré hechizado. Se lavó la cara con rudeza y el agua cayó sobre su blusa, mostrando cual papel engrasado la crudeza de sus curvas y oscuridades. Se sentó luego sobre el inodoro y arremangándose la prenda, indiferente a mi mirada obsesiva sobre ella, comenzó a orinar...

Conocí a Violeta por mediación de mi madre. La suya concurría todos los jueves con la mía en una misa tardía que yo creía clandestina por su secretismo y a la que se referían en voz baja como "Los misterios de la hora santa".

—Su hija es pintora. O quiere serlo. Me gustaría tener un retrato tuyo, así, joven, antes de que la madurez te me arrebate —me dijo un día al volver.

La suya era una idea que repetía piadosamente y yo denegaba sistemáticamente. Yo solo profesaba como religión, a esa edad lejana, a Therion y otros del heavy metal . El poco tiempo que el trabajo a tiempo parcial y la universidad me dejaban prefería invertirlos en agitar mi gloriosa melena al son de riffs demoníacos de guitarra teñidos de coros de barítonos lúgubres.

Pero era mi madre y su paciencia era infinita, al igual que su persistencia, por lo que, al final, accedí.

Aquella tarde llamé al portal de la casa de Violeta y, tras subir las escaleras escuchando a Therion en el discman (eran otros tiempos como digo), me guardé los aparejos musicales y llamé a la puerta.

Una muchacha de tez pálida y melena boscosa y abundante me abrió y me interrogó con la mirada.

—Soy Miguel, el de la María. Vengo a por lo del cuadro —expliqué algo cohibido por su ropa.

Vestía una blusa larga y gris, sucia de manchurrones multicolores como un lienzo o, mejor, como un paño donde limpiarse. Bajo ella, como si fuesen más manchas (pero no lo eran), sus pezones y coño negros se transparentaban sin que su dueña persiguiera ningún recato o mostrara algún pudor.

Me hizo pasar hasta el salón donde me presentó a sus padres cuyas ropas eran de similar transparencia turbadora pero inmaculadas. Los tres colgaban de su cuello grandes crucifijos de madera que se balanceaban al igual que sus carnes incontenidas.

—Vamos a mi estudio —comentó Violeta al notar mi embarazo. Me cogió de la mano y la seguí con la cabeza gacha.

Cerró la puerta tras nosotros y conectó el equipo de música. Una sonata de Beethoven surgió fláccida de los altavoces.

El estudio era sombrío y estaba inundado de telas apiladas y un olor casi narcótico, mezcla de aceite espeso y aguarrás añejo, surgía de cualquier recoveco. E, incluso, de la propia Violeta.

Me senté en una silla de mimbre y Violeta, tras encender varios focos de fotógrafo y colocarme a su gusto, corrigiendo la postura de mi cara con el mango de un pincel, comenzó a bosquejar sobre una resma de papeles.

La pregunté si la importaba que escuchase mientras dibujaba a Therion y se encogió de hombros, flemática.

Sujetaba el caballete con una mano mientras con la otra asomaba intermitente su cabeza por los bordes irregulares del papel, corrigiendo mi postura con meneos en el aire del lapicero que usaba, manchando sin cesar la superficie. Bosquejaba tras unos minutos para luego arrugar el papel, tirarlo al suelo y continuar incansable con otro.

Tras varios papeles, se acercó un taburete donde se sentó a horcajadas, mostrando sus blancas piernas a ambos lados de la resma, en cuyo centro, si concentraba la mirada, intuía o imaginaba extenderse un gran borrón oscuro, mucho más negro y denso que el carboncillo, y pulsátil como los acordes de Therion.

Se levantaba con frecuencia para corregir mi pose o para mover unos milímetros los focos o para alternar discos de Beethoven. Y algunas, solo algunas veces, la blusa se rezagaba al estirarse cuando se levantaba; retazos de un coño enmarañado o una vulva hinchada donde las nalgas convergían me robaban el aliento.

Al final, tras más de dos horas, resopló disgustada. Se apeó del taburete y se acercó a mí. Apagué a Therion. Se acuclilló mirándome desde abajo estudiando los claroscuros de mi cara mientras mis ojos descendían por el escote de su blusa y atisbaban los pechos picudos coronados por sus pezones tiznados. Pero sus tetas no me ofrecían tanto interés como la vellosidad de su pubis.

—No te veo, lo siento —dijo tras permanecer varios minutos en esa postura, estudiando mis sombras y yo sus tetas—. Es mejor que lo dejemos.

Marchó al cuarto de baño que tenía al lado y se estuvo limpiando las manos manchadas de carboncillo, explicándome:

—No pienses mal; es por mi culpa, no me viene la musa.

La miré hechizado. Se lavó la cara con rudeza y el agua cayó sobre su blusa, mostrando cual papel engrasado la crudeza de sus curvas y oscuridades. Se sentó luego sobre el inodoro y arremangándose la prenda, indiferente a mi mirada obsesiva sobre ella, comenzó a orinar.

Como por ensalmo, en mi mente volvió a sonar Therion. Un atisbo de su fronda pubiana emergió de entre la taza para atormentar mi libido. Me acerqué a ella sin objeción alguna por su parte y me acuclillé entre sus piernas abiertas, viendo discurrir el chorro amarillento entre los meandros foscos de su sexo. Introduje varios dedos en el agujero que sus piernas y la taza formaban, embargándome la tibieza de su orina al recorrer mi piel. Cuando diminutos regueros fueron terminando la meada, a cada presión de su vejiga yo emitía un suspiro quedo y Therion resonaba glorioso en mi cabeza. Cuando solo gotearon sobre mis uñas los posos de su orina, alcé la mirada y me encontré con la suya, mezcla de desconcierto y fascinación.

Se dejó escurrir por el nicho de la taza hasta que sus carnosidades convergieron sobre mis dedos tensos. Inició entonces una danza inusual, contenida en la abertura del inodoro, limitándose a remover sus caderas con aire pendular. Unos gemidos sordos escaparon de su garganta a medida que iba, al son de Therion (lo juro), restregando su sexo sobre mis dedos inmóviles. La confluencia de carnosidad y vello sobre mis uñas y de Therion en mi mente me llevó a un estado de paroxismo frenético.

De repente, gimiendo sobrecogida, cogió el lapicero que llevaba prendido a la oreja, tensó la falda de su blusa como lienzo improvisado y comenzó a bosquejar ante mi mirada arrebolada, mientras seguía masturbándose sin descanso (porque yo, aparte de frotarme la bragueta insistentemente, no tenía parte activa en el asunto).

Ignoro como dibujaría con aquellos meneos y gemidos o como yo terminé por correrme sin siquiera bajarme la bragueta. Quizá Therion tuvo la culpa. Aquella situación se prolongó durante un tiempo indefinible hasta que resopló largamente, aquietando sus vaivenes y acallando sus jadeos.

Retiré la mano abotargada mientras Violeta añadía los últimos retoques. Therion desapareció igual de rápido que vino. La blusa estirada me seguía mostrando su denso coño en toda su magnitud y las últimas gotas, filtradas por los mechones acaracolados de su vulva, captaban toda mi atención, focalizando mi mirada, sublimando mis anhelos. Porque ignoraba encantado de qué conducto procedían aquellas gotas brillantes, engastadas en el vello rizado.

Cuando Violeta terminó el bosquejo me lo mostró risueña para advertir por mi cabeza ladeada que estaba del revés. Se quitó la blusa sin preámbulos y, dándole la vuelta, me mostró su obra.

Su puñetero retrato, de fondo multicolor, recibió escasa atención por mi parte, sonriendo por cortesía. Centraba mi mirada en el cuerpo que había tras él y, sobre todo, en aquella frondosidad descuidada en la cual sabía aún engarzadas las perlas de mi obsesiva duda.

—No me gusta —dijo mi madre al llevarla el retrato tras varias sesiones de parecida conclusión—. Te ha sacado medio lelo.

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Ginés Linares

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