Perdiendo la Fe.
Una chica de provincias, religiosa y acomplejada, descubre el pecado en la gran ciudad.
Leire se frotaba las manos y echaba su aliento entre los dedos intentando vanamente que estos entraran en calor. Ya había entrado el otoño y hacía algo de fresquito, sobre todo a esa hora de la mañana. Anduvo un par de manzanas hasta llegar a la parada del metro y se introdujo en la boca del ferrocarril como decenas de personas más. Sin embargo, a diferencia de ellas no entró en el primer convoy que llegó. No le agradaba la diferente fauna urbana que en su interior viajaba. No es que fuera racista, ni le desagradara el característico olor del suburbano, ni que viese al alguna persona sospechosa de hacerle pasar un mal rato. Nada de eso. Simplemente los vagones estaban demasiado vacios.
Lo que para otra muchacha de su edad, estudiante del primer curso de Filología Clásica, hubiese supuesto una ventaja en aras del confort y seguridad a ella le incomodaba. La ausencia de personal trastocaba sus planes.
Poco a poco la estación se fue poblando de personas de toda edad, condición y sexo. Era cuestión de tiempo que apareciese sobre el andén un tren atestado de gente. En cuanto las portezuelas se abrieron, Leire se introdujo en el monstruo de hierro. Empujó y fue empujada varias veces y ni ella ni el resto de los pasajeros tuvieron la delicadeza de disculparse por este hecho. En cuanto el convoy se puso en marcha ella también entró en acción, sus dedos ya estaban calientes, casi tanto como su vulva.
Dado que la proporción entre hombres y mujeres estaba tremendamente desfasada hacia los primeros no le fue difícil encontrar un objetivo. Un cincuentón con cara de sueño que fingía escuchar lo que una pizpireta señora le contaba sin cesar. Discretamente, aprovechando el tumulto y el vaivén del vagón la chica se colocó delante del hombre, dándole la espalda y extendió la mano. Rozó el paquete del buen señor produciéndose la reacción típica en aquellas ocasiones que no era otra sino una discreta retirada a tiempo del macho, sin dar más importancia al asunto. Un simple roce.
Pero Leire sabía ya por experiencia que lo que realmente decidiría su suerte iba a ser la segunda tentativa. No tenía demasiado tiempo, pronto la siguiente estación llegaría, así que volvió a palpar la entrepierna de manera vehemente. Esta vez el macho se mostró más receptivo y tras un titubeo inicial, con un ligero carraspeo aceptó el envite adelantando de forma apenas perceptiblemente la cadera. Leire supo entonces que tenía campo abierto, podía dedicarse a su vicio oculto y en verdad lo hizo a conciencia. No sabía qué le excitaba más, el notar cómo aquella verga poco a poco se iba endureciendo o comprobar gozosa cómo la acompañante de aquel buen señor no era capaz de percatase de lo que estaba sucediendo delante de sus narices. Tuvo que dejar sus maniobras al llegar a la siguiente parada pero en cuanto el convoy volvió a devorar las vías continuó con sus maniobras. La serpiente crecía y crecía más y más.
Estaba realmente enganchada a tan sórdida maniobra. Como los peores vicios lo había descubierto por casualidad, cuando un hombre en una situación similar a aquella le agarró la mano y se la llevó a la entrepierna. Leire se sorprendió e intentó despegarse pero aquel marrano se lo impidió. Era muy consciente de que lo correcto hubiera protestar pidiendo ayuda pero, quizás por su timidez casi patológica o por miedo a darse a entender, no lo hizo. Aguantó estoicamente hasta que sintió la humedad de la eyaculación masculina entre los dedos. No pudo concentrarse en las clases aquel día, estuvo tentada de tocarse aquella noche pensando en lo sucedido y al día siguiente volvió a coger el mismo tren con la esperanza de que el suceso se repitiese. Como no fue así hizo de tripas corazón y, protegida por el anonimato de la manada, decidió forzar la situación tomando ella misma la iniciativa. Y así un día tras otro repetía su rutina sobando paquetes anónimos, exactamente igual que en aquella mañana.
Estaba segura de que si su madre pudiese verla en aquel instante acariciando un cipote en medio del tumulto le daría un vahído, ella siempre tan recta y estricta no se cansaba de repetirle:
- "Cuando estés en Madrid ten mucho cuidado, hija mía. El pecado se esconde en cada esquina. Aléjate de los hombres, sólo desean tu cuerpo. Son todos unos animales..."
Las palabras de su mamá resonaban constantemente en su cabeza. Meterle mano a aquel desconocido era la forma que había encontrado liberarse del asfixiante yugo materno. Dando una vuelta de tuerca a la situación aprovechó un movimiento de la manada para introducir la punta de sus dedos por dentro del pantalón y tocar el extremo del cipote unos segundos, apenas un instante, lo justo para pringarse de líquidos preseminales las yemas. Después discretamente se llevaba la mano impregnada de macho hasta las proximidades de su nariz y mientras esnifaba la hormona masculina el vello se le iba erizando al tiempo que la humedad de su coño ahogaba el sentimiento de culpa.
Leire sintió aquella mañana cómo su culo era sobado de manera notoria. No pudo evitar una mueca de desagrado, la magia se había roto. Ella, retraída por naturaleza, prefería tomar la iniciativa como una manera de rebelarse a su condición de hembra sumisa y, sobre todo, a la estricta moral cristiana en la que había sido educada en casa. No le gustaba que su partenaire de turno hiciese otra cosa más que dejarse acariciar la verga. Para su desgracia eso rara vez ocurría. Generalmente el hombre interpretaba el gesto de la muchacha como lo que no era, como una iniciación a un ritual que en realidad la hembra no deseaba, o al menos eso creía.
Leire era virgen y no tenía el valor suficiente para dejar de serlo… o quizás sí ya que su vulva supuraba cada vez con mayor profusión durante aquellos toqueteos clandestinos y lo que otrora le parecía una quimera lo veía cada vez como algo más cercano.
- ¡Pero qué demonios estás haciendo! - bramó aquella señora en medio de la gente - ¿Le estás tocando el culo a esa pobre chica? ¡Serás puerco!
Casi de inmediato de la nada se formó un círculo en medio del vagón y en el centro del mismo aquel pobre hombre quería que se le tragase la tierra. Leire anduvo rápida y de manera discreta se separó del tumulto. Tuvo suerte, en ese instante el metro se detuvo en la estación más concurrida de la línea y salió del mismo como alma que lleva el diablo, dejando a la pareja discutiendo acaloradamente.
-¿Estás bien? - le dijo alguien al verla tan azorada.
¡Sí, sí!
Esto está lleno de pervertidos, ¿verdad? Deberían hacer como en Japón, hay unos vagones únicamente para mujeres...
Sí... eso... eso estaría bien...
Leire fijó la mirada en su interlocutor, un señor afable, algo barrigón pero de mirada cándida y condescendiente.
- Aunque... aunque el tipo ese no ha tenido toda la culpa... ¿verdad?
La chica se puso nerviosa al comprobar cómo a aquel señor se le cambiaba la expresión a otra más dura e inquietante.
¿Qué... qué quiere decir?
Venga chiquilla, no te hagas la tonta, que lo he visto todo. Soy de la Seguridad Privada del Metropolitano. ¿Cuánto cobras?
No... no sé a qué se refiere...
¡Hum! Te haces la interesante... no veas cómo me excita eso. ¿Cincuenta... sesenta? ¿Cien?
Se equivoca de persona...
No creo. Me sé perfectamente la película. Calentáis a los hombres y después les ofrecéis vuestros servicios en los baños de Callao. Normalmente suelen ser extranjeras sin papeles, más feas que Picio, que hacen de todo por veinte euros, pero tú estás muy pero que muy bien, con esas pintas de lolita y de no haber roto nunca un plato. Tienes que ser cara de cojones...
Se... se equivoca, yo...
Vas a tener que acompañarme. Sé buena chica y no me hagas enfadar, que por menos de nada te denuncio a los maderos y pasas el día en comisaría.
Leire intentó zafarse, huir de aquel tipo mas sintió como una fuerza tirando de su muñeca, exactamente igual que el día en el que alguien se masturbó utilizando su mano. Y ocurrió algo similar: se bloqueó.
- " Aléjate de los hombres..."
Aquellas palabras clavadas a fuego en su cabeza volvían una y otra vez a atormentarla.
- "Solo desean tu cuerpo..."
No dejaba de recordar una y otra vez la misma cantinela.
- "Son como animales..."
Aquel señor la condujo por entre el resto del gentío de la estación sin importarle un pimiento la opinión de la muchacha. Leire suplicaba ayuda con la mirada a las personas que se cruzaban en su camino pero de su boca no salió ni un grito, ni un lamento, ni una palabra... ni siquiera un susurro. Se dejó guiar como un corderito. Con toda la velocidad que le permitió su falda y su con la mano que tenía libre agarraba con fuerza su bolsa con los bártulos para ir a la facultad.
Detuvieron su peregrinar justo delante de una puerta en el que rezaba un cartel de prohibido el paso. Utilizando una llave que colgaba de su cinto abrió la puerta sin importarle un pimiento que alguien se percatase de ello y sin mayor preámbulo le dijo a Leire:
Entra, no me hagas perder más tiempo.
Pero...
No me toques más los huevos... - continuó el barrigón algo alterado arrastrándola hacia el interior del cubículo.
Al hacerse la luz Leire comprobó que aquel lugar no era más que servicio destinado aparentemente al personal del metro.
"A ver, chicos. Diez veintidós en la segunda planta" - dijo el hombre a través de un walkie talkie.
"¿Qué has pillado?" - respondió una voz.
"Un premio gordo..."
"¿En serio?"
" Voy para allá. Diez cuatro"
" Yo también me apunto"
La chica no comprendió nada la conversación que surgía a través del comunicador. En un momento dado, el agente de incógnito, con total ausencia de delicadeza la colocó junto al lavabo, frente a frente sobre el espejo.
- Me has puesto la mar de burro viendo cómo le sobabas la polla al gilipollas ese, putita... - le dijo al oído mientras comenzaba a acariciar el cuerpo de la joven.
Leire seguía en shock , todavía no se creía que le estuviese pasando aquello. Sintió un empentón en su trasero, de forma que tuvo que apoyarse en el espejo para evitar golpearse contra él. No le quedó más remedio que contemplar lo que este reflejaba, los desconchones en la pared, la suciedad de aquel sitio y sobre todo, el brillo de sus pupilas mientras unas manos extrañas le desabotonaban la camisa botón a botón.
Sabía que aquello no estaba bien, que era diametralmente contrario a todo lo que le habían enseñado hasta ese momento... y quizás por eso le atrajo tanto volver a caer en la tentación. Una vez más y sin saber porqué deslizó su mano en busca de lo prohibido.
- Ya sabía yo que eras una guarra... - dijo el hombre al notar el candor de los dedos de la joven jugueteando con su paquete
Él no tuvo paciencia para pelear con el cierre del sujetador y se limitó a alzarlo, dando la libertad a los senos de la chica al menos de manera transitoria, hasta que los apretó con fuerza con ambas manos.
- Buenas tetas, sí señor. Y naturales... como debe ser...
Leire gimió. Jamás había experimentado algo igual. Hasta aquel instante nadie había tocado su piel con evidentes deseos carnales por lo que acababa de descubrir lo tremendamente sensible que era aquel punto de su anatomía. Sus pezones solían endurecerse bastante a menudo, durante el frescor de la mañana o al sentir el roce de su camisón de seda, pero aquel venial cosquilleo en los senos nada tenía que ver con la electricidad desbordante que los atravesaba en aquel instante.
- Ya no puedo más... - dijo el hombre cada vez más excitado -. Me muero por clavártela...
Y con brusquedad apartó la mano de la chica de su entrepierna,
Leire se apoyó contra el cristal con ambas manos, abrió las piernas y arqueó la cabeza hacia atrás para verse bien. Su iniciación, aparentemente lejana en el tiempo, se acercaba a pasos agigantados, y no quería perderse detalle.
Mientras escuchaba el golpeteo de la hebilla del cinturón de su improvisado amante contra el suelo y lo veía pelear con sus pantalones pensaba en lo poco que se parecía aquello a su primera vez soñada. Siempre la había imaginado entre sábanas blancas, con alguien de su edad y tras pasar por la vicaría. En cambio estaba en aquella situación diametralmente opuesta. Y, pese a lo que podía parecer, no le desagradaba en absoluto .Es más, lejos de incomodarle toda aquella sordidez actuaba como lubricante en su vulva. Incluso podría decirse que se estaba comenzando a impacientar debido a la torpeza desmedida de aquel hombre que no acertaba a sacar su herramienta en tiempo y forma.
- ¡Joder con la dichosa gomita! Anda, ábrelo tú, que no sé qué cojones me pasa hoy.
Y le tendió a Leire un paquetito plateado con una especie de círculo en su interior. Leire sabía se trataba de un preservativo aunque jamás había tenido tan cerca uno de ellos. En el instituto, durante las clases de educación sexual, se ausentaba por expreso deseo parental. Lo que allí se enseñaba no era apropiado para una chica decente y católica.
¿Y...? - preguntó extrañada.
¿Quieres que te haga un mapa? ¡Que lo abras, coño! No tengo toda la mañana...
Leire miró de frente al espejo. Se vio a sí misma sudorosa, casi desnuda y dispuesta. Le gustó tanto contemplarse de aquel modo que, sin pensarlo, abrió la funda del preservativo con la boca.
- Trae, joder...
El empleado del transporte metropolitano le arrancó de entre los labios el profiláctico. Tras unos segundos de pelea logró colocárselo de forma correcta.
- Vamos allá. - dijo tirando de la falda de la muchacha hacia abajo.
Sin dejar de acariciarse apuntó:
- Esas bragas no hacen justicia a semejante monumento. Para ser una puta cara... son horrorosas...
Leire se sintió algo avergonzada. Toda su ropa interior era de lo más ordinaria, eso sin contar que le hubiera sido imposible adivinar, a la hora de vestirse, lo que iba a sucederle horas más tarde. No obstante el hombre estaba lo suficientemente excitado como para pasar por alto aquel detalle, y mucho más teniendo en cuenta que aquellas bragas de cintura alta acompañaron en su descenso a la falda en menos que canta un gallo dejando a la vista el trasero más perfecto que había visto en su vida.
- ¡Tremendo! - exclamó el hombre al tiempo que lanzaba un contundente cachete contra el culito de Leire. - Respingón y durito, como a mí me gusta.
Ante la leve agresión, ella sintió una agradable sensación similar a la experimentada cuando sus pechos fueron pellizcados. Contorsionó todavía más su cuerpo, sin ser muy consciente de lo que hacía, preparándose para la eminente monta sin saberlo.
- Tú también tienes ganas... ¿eh?
Leire negó con la cabeza, pero su poder de convicción era nulo. Su último resquicio de resistencia fue derribado cuando la mano del hombre agarró su cabello y tiró de él como si de unas riendas se tratase.
- Vamos allá, puta... - le susurró al oído a la vez que agarraba su pene dirigiéndolo hacia las entrañas de la chica.
Leire apretó los puños contra el cristal. Tuvo que esforzarse mucho para no cerrar los ojos y tratar de mitigar el dolor que de forma inminente iba a llenarle de un momento a otro. Deseaba verse entregando su más preciado tesoro, aquello que sus papás guardaban tan celosamente. Le habían contado tantas cosas, tantas exageraciones y aberraciones en cuanto al sexo y más concretamente en cuanto al coito que, cuando sintió que el pene penetraba en su cuerpo y que este reaccionaba a la agresión con poco más que un ligero pellizco no pudo por menos que sorprenderse. La tan temida y estigmatizada ruptura del himen había sido, al menos en su caso, un lance prácticamente inocuo. Habían contribuido a ello tanto la tremenda lubricación de su vulva como el tamaño nada generoso de su primer falo.
¡Qué estrechito lo tienes! - dijo el hombre comenzando la danza del vientre -. Hace poco que eres... puta, ¿verdad?
Muy... muy poco. - Contestó Leire con voz entrecortada entre embestida y embestida.
Se... se nota - apuntó él incrementando el ritmo -. E.. eres un caramelito... ti... tienes futuro en el negocio.
La joven ya no pudo contestar. Lo que su cuerpo le transmitía era algo mágico, algo impensable antes de ser experimentado. Cada penetración le abría una amalgama de sensaciones a cuál más intensa y placentera. De su garganta manaron gemidos de gozo uno tras otro, conforme los pliegues de su interior iban amoldándose al cuerpo extraño que la llenaba.
Leire no quería que aquello terminase nunca pero como la cosa no dependía de ella en exclusiva pronto su partenaire dio muestras de fatiga y fue consciente de que pronto el feliz final se desencadenaría.
En efecto, tras varios bufidos e ininteligibles bramidos, el inspector de la línea tres descargó todo su arsenal en el interior de la fundita de latex que envainaba su verga. Como si de nada extraordinario se tratase, se desacopló de la muchacha sin importarle un pimiento el estado de esta y con un rápido movimiento se quitó el preservativo, lanzándolo después sobre el lavabo.
- ¡Joder, qué polvo másbueno! - apuntó al tiempo que se agachaba en busca de sus pantalones - ¿no te parece?
Leire no supo qué contestar, intentaba asimilar lo que le había pasado al tiempo que su mirada se detenía en el esperma que se derramaba a borbotones por el desagüe.
¡Contesta, guarra! ¿Qué miras? ¿La leche? ¿Eres de esas putas a las que les gusta tragar?
No... no es eso...
¿Es por la sangre? Debe haberte llegado la regla...
La conversación se vio bruscamente interrumpida por unos sonoros golpes en la puerta. Leire reaccionó intentando adecentar lo más posible su aspecto. Por el contrario, el vigilante de seguridad ni se inmutó lo más mínimo.
- ¡Ya va, ya va! ¡Ostias, qué prisa tenéis de desenfundar, cabrones...!
Inmediatamente después de abrir el cerrojo aparecieron tras la puerta dos individuos uniformados que entraron en la pequeña estancia con una amplia sonrisa entre los labios.
Leire se quedó petrificada y confusa al verlos, hasta que el hombre que la había llevado hasta allí le dijo al oído:
- ¿Creías que ibas a librarte tan fácilmente?
Ella no dijo nada. Se limitó a colocarse de nuevo frente al espejo, apoyándose en él con la palma de sus manos. No quería perderse el espectáculo de verse usada de nuevo.
Leire oía pero no escuchaba el sermón del párroco de una de las pocas parroquias de la ciudad que celebraban misa a tan temprana hora. Debido al incidente en el metro, se le había hecho tarde para oír el primer oficio matutino. Había sopesado la opción de faltar a la eucaristía diaria pero era consciente de que no podía hacerlo ya que Don Damián, el párroco, hubiera llamado de inmediato a la Residencia del Convento de las Clarisas donde ella se alojaba y de ahí a que sus padres se enterasen de la falta había solo un paso.
Sin embargo, aunque su cuerpo estuviese obligado a estar presente, su mente vagaba hacia recuerdos cercanos. Cada roce, cada magreo, cada tirón de su cabello e incluso cada insulto que aquellos tres hombres le propinaron durante su iniciación en el sexo se entremezclaban en su cabeza con las severas palabras de su progenitora.
Se refugió en la oración, pero le era imposible concentrarse en ella ya que sentía cómo el esperma del segundo de sus amantes salía a borbotones de su entrepierna. Este había sido menos precavido que el primero, poseyéndola sin protección alguna, diseminando su simiente a lo largo y ancho del interior de la muchacha entre bufidos y alaridos animales. Suplicaba que el esperma no dejase una huella visible en su falda ya que la teórica barrera de contención de su ropa interior era inexistente ya que sus bragas habían sido tomadas como botín de guerra por alguno de aquellos tipos. Por si todo fuera poco el culo le ardía tanto que el estar sentada en aquel duro banco le suponía todo un suplicio. El último de sus amantes había decidido gozarla por aquel sucio agujero.
Uno de los cantos litúrgicos le sacó del trance. Se levantó como una autómata, colocándose en el último lugar de la fila, tras unas ancianas que apenas podían moverse. Al llegar el turno de la comunión alargó las manos una sobre otra para recoger la oblea. Era la primera vez en su vida que comulgaba de ese modo, ya que solía recibir la hostia directamente entre los labios. Pero esta vez temía que el párroco pudiese ver los restos del semen del tercero de sus amantes todavía pululando entre los dientes. Aquel enorme extranjero no se había limitado a poco menos que incrustarla contra el lavabo mientras la enculaba duramente, sino que, para rematar la faena, le había obligado a arrodillarse y a chuparle el pene de manera inmisericorde hasta descargar toda su munición entre los primerizos labios de Leire.
Después la dejaron ahí, tirada en el suelo. Se largaron sin preocuparse un instante por ella. Pasados unos minutos la joven se incorporó lentamente. No sabía exactamente qué hacer en aquel momento, su cabeza no dejaba de darle mensajes contradictorios intentando asimilar lo acontecido. Por una parte, pensaba que la reacción más lógica hubiese sido llorar, gritar y protestar amargamente ante lo sucedido, en señal de repulsa ante el trato tan vejatorio que había sufrido, pero por otra, tenía que reconocer que no era dolor, ni rabia, ni odio lo que sentía al analizar lo sucedido. Era otra cosa a la que no sabía poner nombre, al menos de momento, pero en cualquier caso mucho más cerca del placer que al rechazo total.
Al contemplar su reflejo, el concepto que tenía de sí misma cambió de forma radical. Ya no vio a la muchacha asustadiza e inocente, temerosa de Dios y de sus padres, obediente y abnegada, sino a una hermosa hembra a la que los hombres deseaban abiertamente. Hombres, animales según la nomenclatura que solía utilizar su madre, a los que había entregado su cuerpo sin la menor cortapisa. Esa sensación de haber cruzado la línea, de haber caído en lo prohibido, le produzco un cosquilleo en el espinazo, una sensación de placer que jamás había sentido y, al mismo tiempo, un sentimiento de culpa y vergüenza tremendamente intensa.
Al comenzar a recomponer su vestimenta su mirada se posó de nuevo en el profiláctico de tono rojizo que languidecía en el lavabo. Jamás supo exactamente por qué lo hizo, en cualquier otra circunstancia le hubiese parecido algo sucio y aberrante. Quizás la pregunta del hombre que la había atrapado hicieron mella en su subconsciente. Lo cierto es que, por una causa u otra, el cristal le devolvió a sí misma alargando una mano hacia el preservativo para después llevárselo a la boca. Esta vez sin prisa, se deleitó con el ácido sabor del néctar masculino mezclado con los restos de su himen, al tiempo que la mano que tenía libre comenzaba a actuar por su cuenta.
Se masturbó por primera vez en la vida en aquel sórdido vestuario del tren metropolitano mientras su lengua exploraba ávidamente el interior de la funda de látex.
Cuando terminó, el sentimiento de culpa se hizo más fuerte y buscó refugio en la iglesia pero en cuanto concluyó la eucaristía se dirigió de nuevo a la boca más próxima del metro.
Su nuevo vicio era más fuerte que su vieja fe.