Perdiendo el control con mi hermano

Tras que mi hermano mayor sufriera un accidente, mis vacaciones de verano tomaron un giro inesperado.

Aquel verano, cumplidos ya los 18 años, pintaba bien para mí. Luego habérmelo currado mucho convencí a mis padres para que me dejaran ir a un viaje al mar con dos de mis entonces mejores amigas. A tres semanas vista, no tenía otra cosa en la cabeza que los preparativos del viaje y pasaba horas haciendo y deshaciendo la maleta, o acumulando en una interminable lista mental las cosas que sentía me hacían falta. De ahí que la tarde en que Ramón, apenas un año mayor que yo, sufrió el accidente y todos los demás entraron en revolución, yo apenas me di por enterada. Una semana antes, para su cumpleaños, mis padres le obsequiaron un monopatín que promocionaba no-se-qué niño prodigio y que era el ídolo de mi hermano. Loco de contento, sabiéndose la envidia de sus amigos, apenas lo veíamos durante el día pues se lo llevaba en la calle o en el parque. A mí me daba igual. Nos llevábamos bien, pero no compartíamos muchas cosas en común, y esa edad cada cual tenía su mundo a años luz del otro.

El caso es que Ramón, intentando hacer una pirueta “extrema”, se cayó, resultando con ambos brazos y varias costillas rotas. Por poco no lo cuenta. Esa noche, recibí una tremenda sorpresa cuando mis padres llegaron con mi hermano con el torso y ambos brazos envueltos en vendaje enyesado. Luego de que lo instalaron en su cuarto, mamá habló conmigo y me pidió ir a una para que Ramón estuviera lo más cómodo posible y le ayudara en cuanto pudiera. No era para menos, al pobre se le había acabado el verano y le esperaban largas semanas de fastidios. Más tarde hablé con él y me sentí tranquila cuando me confesó que lo que más le dolía era su maltrecho orgullo al haber hecho el papelón delante de los otros chicos. Le reproché su temeridad y el día terminó cuando entre mis padres y yo transformamos su habitación en una suerte de salita de recuperación. Los días siguientes fueron una verdadera procesión de amistades y familiares que no perdían oportunidad para chancear a Ramón o dejar sus ocurrencias y buenos deseos sobre el yeso. Yo me limité a encerrarme en mi habitación y continuar con los preparativos del viaje.

Tiempo después, cuando volvió la calma y Ramón ya podía levantarse y caminar por la casa, no pude menos que sentir admiración por lo bien que se lo estaba tomando; casi no se quejaba y a menos que fuera absolutamente necesario pedía ayuda para algo, y solo aceptaba asistencia de papá para el enorme engorro que era ducharse e ir al baño. Yo no perdía oportunidad para hacerle bromas pesadas y amenazarlo con sacarle fotos “íntimas” para mostrárselas a todo mundo. Él se limitaba a refunfuñar maldiciones y decirme “maruquita”, como me llamaba papá cuando era pequeña y que yo detestaba. Así estuvieron las cosas, hasta que poco más de una semana antes de mi tan ansiado viaje ocurrió lo inimaginable.

Era media tarde y me estaba despertando de una siesta. Mientras me desperezaba, descubrí que la casa estaba particularmente tranquila; la cálida brisa hacía danzar las cortinas y de la lejanía apenas llegaba un susurro de la jornada que acababa. Me levanté de la cama y me asomé al pasillo; nada. Lo mismo en el resto de la casa y nadie tampoco en el patio. Pensé que mis padres habrían llevado a Ramón al médico o a pasear un poco por el parque, ya lo habían hecho antes. Ante la perspectiva de tener la casa para mi sola regresé a mi habitación y decidí darme un largo baño de tina escuchando a todo volumen mi música favorita. Ya para entrar al baño, me di cuenta que la puerta de la recámara de Ramón estaba entreabierta y alcancé a percibir movimiento en su habitación. Me acerqué lo más sigilosamente que pude. No veía nada, por lo que empujé un poco la puerta y fue entonces que alcancé a ver a mi hermano, de espaldas a mí, viendo vídeos porno. Primero, la sorpresa; mi hermano por supuesto que no era ningún santo, pero aunque lo suponía, jamás lo había visto en tal circunstancia. Luego, el desconcierto; ¿para qué hacía eso si no podía tocarse? Y por último, vergüenza por haber invadido la intimidad de Ramón; yo no habría querido que me espiara mientras me masturbaba. Fue entonces que me di cuenta que el muy listo se las había ingeniado para colocarse muy cerca de una de las patas de su escritorio y con rítmicos movimientos frotaba suavemente su pene. Contrariada como estaba, decidí quedarme para ver cómo concluía aquello. Pero al cabo de varios minutos, jadeando y todo, Ramón no parecía haberse corrido. Apagó el ordenador y al ver sus intenciones de ponerse de pie, casi de un salto llegué al baño y me puse a salvo.

Esa noche fui al cine con mis amigos, pero no hacía más que revivir la escena de la tarde, preguntándome por qué Ramón no terminó. La explicación más simple apuntaba a la higiene, pues imaginarlo rezumando semen a la espera de que mis padres lo ayudaran a cambiarse, aun suponiendo que aquello les resultara normal, lo encontraba muy fuerte y de pena ajena. En el fondo, no podía sacudirme la sensación de que había algo más. De vuelta en casa decidí que a la primera oportunidad se lo preguntaría de la manera más amable posible. Empezó así un compás de espera durante el cual descubrí cuán dura era la situación para Ramón, pues desde que lo instalamos en casa había perdido casi por completo su intimidad. Además de las visitas, mis padres lo chequeaban intermitentemente para ver si necesitaba algo. Caí en cuenta que a la primera oportunidad que le dieran intentaría retomar sus hábitos tanto como le fuera posible. Una noche mis padres anunciaron que saldrían a cenar con amigos, por lo que me pidieron que permaneciera en casa para estar al pendiente de mi hermano. Supuse que no intentaría nada sabiéndome atenta de él, por lo que le dije que si necesitaba algo me gritara pues estaría encerrada en mi habitación. Esperé por media hora. Tan sigilosamente como pude me acerqué a su puerta; lo escuché conversando por teléfono animosamente con alguno de sus colegas, así que regresé sobre mis pasos. Casi una hora después lo intente de nueva cuenta, y esta vez tuve suerte. Ahí estaba por completo entregado a esa extraña forma de aliviarse. Consideré sorprenderlo infraganti, pero me reprimí. Así que me resigné a observar. Ramón seguía patrones regulares frotación, tras los cuales se detenía y luego de un par de minutos continuaba. Así estuvo por casi media hora. Más intrigada que nunca, regresé a mi habitación.

Pasado un rato, Ramón me llamó; quería ver una película que de pequeños nos gustaba mucho y me invitó a quedarme. Acepté. A media película no pude contenerme más y le pregunté qué hacía al tocarse así. Lejos de apenarse o cortarse, Ramón estalló en carcajadas que tuvo que contener porque empezó a dolerle. Ya repuesto, me explicó que lo que hacía era masturbarse sin eyacular, para así tener varios orgasmos, y que lo lograba ejercitando ciertos músculos de la zona pélvica; me confesó que hacía más de un año que había comenzado el “entrenamiento”, consiguiendo según él muchos progresos. Todavía sorprendida por la revelación, le pregunté si siempre se frotaba. De nuevo las risas, pues era obvio que tuvo que usar su ingenio para solventar su imposibilidad de tocarse. Ya para entonces, completamente fascinada, le pregunté cuanto hacía que no eyaculaba, y me dijo que aproximadamente 3 meses, y que aquello había influido en el fracaso de su última relación pues su ex nunca comprendió de que iba aquello e interpretaba el hábito de Ramón como una muestra de que no le gustaba follar con ella. Luego se hizo un breve silencio que rompió él diciendo: “Pero ¿sabes? Ahora mismo extraño la sensación de correrme”. Hasta hoy no comprendo qué fue lo que me sucedió y me hizo pronunciar aquel “¿Quieres que te ayude?” Ramón estaba en pleno shock; yo misma caí en cuenta de lo que estaba proponiendo y para ocultar mi vergüenza fingí una entereza que para nada sentía señalando que no era para tanto, que no era nada del otro mundo ni algo que no hubiera hecho antes, que lo considerara un favor familiar para aliviar su situación “¿O prefieres pedirle el favor a mamá?”, le dije. Pero la actuación se fue al diablo cuando, viéndome directo a los ojos, Ramón accedió.

Se colocó frente a mí, y sin que me indicara nada bajé su pantaloncillo; no llevaba ropa interior. Le pregunté si quería hacerlo mientras veía porno, pues pensaba yo que sería más fácil así. “Sí – me dijo – pero por favor ponte a un lado”. Dispuesto todo, no tomó mucho tiempo para que su pene estuviera totalmente duro; nada del otro jueves, pero el grado de excitación de mi hermano era mucho y la polla le palpitaba. “¿Ya estás listo?”, pregunté, y cerrando los ojos asintió. Apenas disimulando el temblor de la mano tomé su pene; estaba durísimo y caliente. Comencé a manipularlo muy suavemente; no pasó mucho tiempo para que Ramón comenzara a jadear, primero de forma leve y después más fuerte. Estaba realmente excitada y sentía como me hervía el cuerpo como nunca antes. Tal y como me lo había explicado, de repente sentí un intensa contracción en su pene, al tiempo que me pidió que parara. Pude ver entonces en su rostro un gesto de intenso placer. “Va el primero”, advirtió. No pude evitar reírme. “Ya puedes seguir, María Eugenia”, dijo entrecortadamente. En la vida mi hermano me había llamado por mi nombre completo y para mi sorpresa – como si no hubiera tenido ya suficientes – me sonó de lo más cachondo. Retorné a lo mío; y sin que me viera comencé a tocarme por arriba del pantalón. Estaba vuelta loca. Estaba masturbando a mi hermano. Su pene comenzó a secretar líquido preseminal, que salía casi a borbotones, mojando mi mano. Así seguimos durante más de media hora, hasta que alcanzó cuatro orgasmos más. Para entonces, fuera de mí por completo, me tragué su cacho tanto como me cupo. Aquello fue demasiado. Explotó en mi garganta espectacularmente. Jamás había visto – ni vi después – una eyaculación así: los chorros no pararon por más de 10 segundos y mojaron todo a nuestro alrededor. Sus gritos intensificaron al máximo mí ya de por sí extraordinaria excitación; metí mi mano por debajo de la ropa para aliviar la terrible urgencia de mi coño y bastó tocarme unos segundos para correrme a mares. Terminé en el suelo, retorciéndome como una posesa. Luego, recuerdo que fui hundiéndome en un delicioso sopor hasta quedarme dormida.

No sé cuánto tiempo había pasado cuando desperté. El ordenador seguía encendido y Ramón, al igual que yo, se había dormido, reclinado en su silla. Calada por dentro y por fuera, me puse de pie con dificultad y le desperté. Me atacó la ansiedad de que llegaran mis padres y nos descubrieran. Limpié a conciencia, le ayude a cambiarse y me  indicó donde esconder la ropa. Pasé al baño y me duché por lo que parecieron horas. Era increíble – lo recuerdo tan bien – que a pesar de lo que acabábamos de hacer no me sintí “sucia”, ni culpable, ni nada por el estilo. Había sido una experiencia maravillosa. Y quería más. Cuando por fin llegaron mis padres e hicieron su rutina de enfermeros, yo estaba planeando qué hacer.

No bien comprobé que mis padres dormían, me escurrí en la habitación de Ramón. Estaba despierto y leyendo frente al ordenador. Casi salta del susto al verme. Su mirada me sugirió que quería decirme algo pero yo no lo dejé. Lo amordacé con una mascada y lo sujeté a la silla con otras más. Una vez que lo tuve donde y como quería, me quité el albornoz y me paré decididamente desnuda frente a él. “Lo siento, hermanito… pero necesito que juguemos otra vez”, le dije. El pobrecito me miraba con ojos desorbitados. Sin perder más tiempo me recosté frente a él con las piernas bien abiertas y comencé a tocarme; mi clítoris estaba hinchadísimo, palpitante, ya estaba empapada incluso antes de comenzar. “¡Mírame bien, Ramón, mírame bien!”, repetía una y otra vez. Entonces alcancé el vibrador que llevaba en la bolsa del albornoz y sin misericordia comencé a atacar mi vagina; “¡Mírame bien, Ramón!”, repetía sin cesar. No sabía que era más difícil: detenerme o aguantar la tentación de gritar de placer. Mi hermano impotente pero ni siquiera parpadeaba; estaba jadeando y respiraba agitado, bañado en sudor. En medio de mi frenesí alcancé el albornoz y lo mordí con toda mis fuerzas mientras me corría con el cuerpo tensado al máximo. Ramón intentaba llamar mi atención; su afán era por demás elocuente. Aún sin recuperarme del todo me acerqué para bajar su pijama. Su pene saltó como resorte, escurriendo líquido intensamente. Se lo chupé hasta que se me entumió la quijada, pero aguantó sin problemas. “¡Ah, no, cabrón, – le dije al oído – te corres porque te corres, hijoputa!”. Aprovechando al máximo su inmovilidad, me monté sobre él y comencé a frotarme con su pene. Nuestras humedades combinadas despedían un fuerte olor que no hizo más que provocarme más. Mi pelvis se movía frenéticamente y la tentación de clavarme su pene se estaba haciendo casi insoportable, por lo que decidí cambiar de estrategia. Me tiré frente a él de nuevo y con mis pies atenacé su pene para pajearlo, mientras que yo hacía otro tanto con mi mano. Todos los músculos de mi cuerpo estaban tensados al máximo. “¡Córrete ya, joder!”, le dije entre dientes; Ramón soportaba como campeón, pero no para siempre, pues luego de unos minutos mis esfuerzos tuvieron su premio: una intensa lluvia de leche que me baño literalmente de pies a cabeza, para acabar chupando hasta la última gota que pude sacar de sus castigados cojones.

A partir de ahí, ni Ramón ni yo intentamos hablar sobre el asunto; a veces nos dirigíamos miradas cómplices, pero nada más. Como dije, no se volvió a tocar el asunto. Unos días más tarde partí hacia mi viaje y al retornar era como si nada hubiese pasado. En el fondo, lo agradecía y no sé cómo hubiese reaccionado de haberme pedido hacerlo otra vez. Con el tiempo cada uno tomó su camino y si bien nos vemos en casa de nuestros padres de tanto en tanto, la lujuria que me poseyó ese verano no se ha vuelto a manifestar. Y no puedo evitar pensar que tal vez la intensidad de lo que hicimos fue tanta que estuvimos a punto de quemarnos. Tal vez, ya es hora de hablar con Ramón sobre ello.