Perdido 2

Sometida

Abril de 1985

SOMETIDA

Eduardo llegó cansado a su casa, reponer todas las garrafas y tubos de gas que han agotado los turistas durante el fin de semana largo ha sido un gran negocio, pero el trabajo de subir y bajarlas del camión resultó agotador.

El hombre es un coloso de un metro noventa y muy musculado por el trabajo pesado, pero sus cincuenta años, su gran panza, la nada cuidada alimentación y su gusto por la cerveza, le están pasando factura.

Se cuida de mencionarlo a su joven esposa para evitar la cantinela de que tiene que tomar un ayudante, como si el dinero de salarios, seguros y obras sociales se lo regalaran y no saliera de su esfuerzo. Para colmo había pinchado un neumático y si hablaba de ello, también saldría el tema de cambiar las cubiertas y apenas tenían seis años de uso.

Saludó con un gruñido, pasó al lavadero a lavarse las manos y se sentó a la mesa a compartir la cena con la jaca hincha pelotas y sus dos pequeños de tres y cuatro años que no levantan la mirada del plato, temerosos de sus reacciones furibundas.

Roxana es una hermosa joven, huérfana de veinticinco años, que encontró abrigo en los brazos de ese gigante amigo de sus fallecidos padres, a expensas de sacrificar su juventud.

Terminada la cena y lavado los platos, acostó a los niños, sacó los tickets de las compras de su cartera, se los presentó a su marido que revisó las cuentas y una vez satisfecho, le repuso el dinero de los gastos del día.

Luego de cerrar la casa y apagar las luces pasaron al dormitorio y como cada día desde que se casaron, se desnudó en el baño, se vistió con un largo camisón y al volver al dormitorio se arrodillo en el borde de la cama.

En el interín, Eduardo se lavó los dientes, se sacó la ropa y se quedó solo con unos holgados boxers con apertura frontal. Se paró tras su mujer, le levantó el camisón y sacando la tranca por la bragueta se la endilgó de una, comenzando una brutal follada que lo llevó al orgasmo en pocos minutos. Pasó al baño, se lavó la polla y se acostó sin bañarse. Ya lo había hecho el domingo.

Antes de que el sueño lo venza, un pensamiento de gratitud cruzó su cabeza. Había rogado en la iglesia no tener más hijos y el Señor lo había escuchado, a él eso de usar condón le parecía de maricas.

Acabada la diaria rutina, Roxana pasó al baño, se pegó una ducha, sacó de atrás del botiquín la oblea, tomó una de las veintiocho pastillas que el Señor de la farmacia le vendía todos los meses y se acostó al lado de su pareja.

Se despertó alterada, un sueño funesto que no podía recordar la llenó de angustia y le provocó un brutal escalofrío, buscó abrigo arrimándose a su esposo y le notó los pies fríos, ahogó un gemido y se persignó, como si se tratara de una macabra premonición

Abril de 1985

OBSESIÓN

Jorge recuperaba fuerzas en el jacuzzi del gimnasio, la rutina de fitness de ese día había resultado agotadora y no tenía prisa en volver a casa, a sus cuarenta años había logrado alcanzar la gerencia de la sucursal de su banco en la ciudad, conservaba todo el cabello y tenía un físico agradable y musculado. La única mancha negra de su vida habitaba su casa y se llamaba Patricia.

A pesar de sus treinta años, su gran belleza y la buena vida que llevaba como jefa titular de la sala de emergencias del hospital local, el fracaso en quedar embarazada llevaba a esta voluptuosa mujer de largos cabellos castaños y ojos color miel, por la calle de la amargura. A pesar de que sus colegas médicos no habían encontrado nada malo en la pareja, la cosa no se daba, y ella estaba perdiendo la paciencia.

Se encontraron en el mejor restaurante de la ciudad, cenaron con pocas palabras y a las diez de la noche ya estaban en la cama. Solo a dormir. Llevaban dos meses ya, en que la obsesión de Patricia le había impuesto a su pareja follar solo los días fértiles, a los fines de que Jorge llegara a ese momento con su potencia intacta y los cojones bien cargados.

Se besaron levemente en los labios y dándose la espalda cumplieron con el pacto exigido por la mujer, cuando Patricia se durmió, Jorge se levantó y se recostó en el sillón, sintiendo que su matrimonio era una cama vacía.

Agosto de 1985

AQUELARRE

Desde que la maestra titular había enfermado, el jardín maternal de la ciudad, abría sólo por las tardes. Ubicado frente a la plaza principal de la pequeña ciudad balnearia era lugar obligado de reunión y cotilleo de todas las jóvenes madres que dejaban a sus párvulos al cuidado de la veterana Luisa. Una regordeta maestra jubilada a la cual los niños llenaban de vida.

El tema de las charlas de ese día, estaban centradas en el lúgubre habitante de la plaza. Hoy había cambiado de banco y estaba sentado frente a ellas. Ramón ya se había marchado luego de retirar sus cosas y acomodarle la manta y él no les sacaba la vista de encima. Sin mover su cabeza durante largos minutos, parecía escrutarlas desde la profundidad del infierno a través de sus anteojos negros.

Entre las diferentes posturas de que era un héroe y había que cuidarlo, o de que era un demente y había que internarlo, se filtraban locas afirmaciones de asaltos y violaciones que les ponían los pelos de punta.

El parloteo intenso de las mujeres tratando de hacer valer su opinión, los aullidos de los pequeños enfrascados en sus juegos y los gritos de la buena de Luisa para que formen fila y entren al parvulario, le daban a la soleada tarde un ambiente de aquelarre, capaz de acojonar al más intrépido de los varones.

Gritos que percutían en la cabeza del veterano, transportándolo a su infierno personal.

PREMONICIÓN

Roxana, como todos los martes, iba contra reloj, nada más partir Eduardo hacia su trabajo, se metió en el baño antes que se despertaran los niños, se dió un buen baño para despejar su cuerpo del tufo de su esposo y retocó su depilado coño eliminando los últimos pelillos rebeldes.

Volvió al dormitorio, sacó el conjunto de ropa interior que guardaba bajo el colchón y se lo puso, regodeándose con su figura frente al espejo. Sobre él se calzó un vestidito corto pero discreto, una camperita corta y un par de sandalias de medio taco.

Terminada la rutina levantó a los niños, los vistió con el uniforme del parvulario, les dió de comer y los llevó al jardín. Fueron caminando disfrutando de tan agradable día y llegaron justo en hora.

Saludó a las demás madres tratando de despegarse del tema del día y cruzó la calle hacia la plaza para atravesarla apurada en diagonal y acortar camino, alcanzó el sendero justo en el momento que el abandonado y lúgubre veterano se derrumbaba irremediablemente, inclinándose peligrosamente hacia adelante.

Saltó hacia él justo a tiempo para tomarlo de los hombros y volverlo a sentar, sin poder evitar que sus grandes lentes oscuros cayeran al piso. Se agachó para levantarlos y cuando se los tendió para que los recoja, contempló los ojos verdes más hermosos y más tristes

que vió en su vida, pero con una expresión de terror tan absoluto, que le estrujó el alma. El muchacho aterrado, la tomó de las solapas y pareció rogarle…

  • ¡Quédate conmigo, no te vayas, no lo hagas, ¿No te das cuenta? ¡Es una trampa!.

Con el corazón en un puño, forcejeó unos minutos buscando no alterarlo más de lo que estaba, se soltó de sus manos y reemprendió su camino nerviosa y sacudiéndose del cuerpo tan amarga experiencia, sin percatarse del silencio que envolvió la plaza, ni de todas las miradas clavadas en ella.

El veterano, mientras tanto, miraba la nada preso de la desesperación que le provocaban las imágenes funestas de sus difusos recuerdos

LA TRAMPA

Alterada por el encuentro con el muchacho, me detuve en un chiringuito playero ubicado frente al edificio de mi cita, para tomar un té y calmarme un poco, un espacio perteneciente al balneario, que en temporada de verano sirve de comedor a los turistas y fuera de ella se transforma en bar de paso.

Parada frente a la vidriera del local, sorbía de la humeante taza mirando hacia afuera mientras recuperaba la calma, por una vez que fuese yo la que llegue tarde, Jorge no tendría por qué molestarse, sus dichosas reuniones lo habían demorado más de una vez.

Lo ví pasar a la carrera y me causó gracia, pensé con maldad que la abstinencia

forzada lo tenía ansioso y yo lo iba a aprovechar. Esas citas de los martes eran el único momento en que me sentía una mujer empoderada y no un trapo de cocina. Todavía recordaba la primera vez que nos vimos.

Ese día Eduardo llegó furioso a media mañana, había recibido el resumen de la tarjeta de crédito y en mi extensión figuraban tres débitos de perfumería de los que yo, su esposa, no le había informado.

  • ¿Se puede saber que haces con mi dinero? Puta de mierda, explícame en qué gastas la plata que te doy.

  • No sé de qué me hablas, esos gastos no son míos.

  • Pues te vas al banco y lo arreglas, o vas a recibir un azote por cada centavo que figure en la tarjeta y no puedas explicar.

Aterrada y desorientada, me presenté en la sucursal del banco y el oficial de cuentas que me atendió me vió tan nerviosa y descompuesta, que me hizo pasar a la oficina del gerente. Jorge me atendió amablemente a pesar de que me atoraba con las palabras y me explicó que era un problema mucho menos grave de lo que parecía, aunque le extrañó que estuviera tan nerviosa por tres débitos de tan poco monto.

Avergonzada y saturada de tanto desprecio, me vi en la necesidad de explicarle la razón de mi angustia. Jorge, indignado por lo que le contaba, procedió inmediatamente a acreditar el importe de los débitos en la cuenta de mi esposo, para solucionarme el problema mientras durara el reclamo y me entregó el comprobante del crédito. Solo me puso una condición, que pasara a verlo durante la semana y le contara como habían quedado las cosas en mi casa.

Desde ese día todos los Martes, después de dejar a los niños en el jardín, pasaba a tomar un café por el banco y hablar de mis cosas. No tardó Jorge en relatarme los suyos referidos a la frustrada maternidad de su esposa.

Conscientes de que la asiduidad de las visitas estaba llamando la atención, quedamos en vernos el próximo martes en un departamento de su propiedad, vivienda  que Jorge alquilaba en temporada de verano ubicada frente al mar, un pisito en un edificio moderno pegado a la antigua mansión que alberga el asilo de ancianos, un caserón antiguo, ícono de la ciudad, donado por una de las familias fundadoras del pueblo original.

Con sus pisos de Roble, los techos con cielorrasos de cedro y sus escaleras de madera tallada, había resistido a las piquetas modernistas, ávidas de terrenos para satisfacer su angurria inmobiliaria. Resistencia que no habían logrado conseguir sus

contemporáneos, cambiando la romántica apariencia nostálgica del boulevard, por un esperpento continuo de torres sin gracia, que ofenden el buen gusto en nombre de la modernidad.

Lo poco transitada que era la zona fuera de la temporada de verano y las casi nulas visitas que recibían los abuelos, convertían el lugar en un sitio discreto para poder verse sin llamar la atención de los habitantes de la pequeña ciudad.

Ese día asistí nerviosa, me bañé y me preparé a conciencia con la poca ropa que tenía, una pollerita con vuelo y una remera corta, me pinté los labios, me perfumé y me maquillé sutilmente. No tenía pensado ir más allá de una simple amistad con Jorge, pero...Mi piel erizada decía otra cosa.

Entré al edificio temblando, como si todas las miradas de la ciudad estuvieran pendientes de mi accionar, subí al ascensor y pulsé temblando el piso once. Al llegar al departamento A, noté que la puerta estaba entornada y entré despacio, como pidiendo permiso.

Nada más cruzar el umbral, la puerta se cerró, un par de brazos fuertes me abrazaron desde  atrás y una boca hambrienta se apoderó de mi cuello. No atiné a reaccionar, una súbita ola de calor ascendió por mi cuerpo y me dejé querer.

Las manos de Jorge subieron por mi abdomen y entrando por debajo de mi corpiño, hicieron diana en mis pezones endurecidos, para luego, inexorablemente seguir subiendo y dejarme con el torso desnudo. Poco acostumbrada a ser tratada dulcemente deliraba en un mar de excitación, cuando noté a mi espalda el pecho desnudo de Jorge, sus manos bajar por mi vientre y la dureza que pujaba entre mis nalgas exploté en el primer orgasmo de la tarde.

Emocionada, giré mi cuerpo y encaré el de mi amante desnudo comiéndole la boca, mientras él, bajando las manos por mi cintura me liberaba del resto de su ropa, me tomó de las corvas y llevándome a horcajadas sin dejar de besarme se internó en su cuarto y me apoyó dulcemente en la cama.

Bajó por mi cuerpo con pequeños besitos y al llegar a mi entrepierna se deleitó con mi coño como si no hubiera un mañana. Enloquecida ante tanto estímulo desconocido acabé una y otra vez al borde del desfallecimiento.

Cuando Jorge  se sació de tan suculento manjar, trepó por mi cuerpo y se clavó alucinado en mi intimidad. Poco duró la jodienda, después de casi un mes de abstinencia, en un par de minutos se vació en mí, como si no hubiera un mañana.

La sonrisa que me provocaba el dulce recuerdo se cortó de golpe por la aparición del camión de Eduardo en la puerta del edificio. Verlo bajar furioso con la garrafa en la mano me dejó paralizada. Cuando pude reaccionar corrí al teléfono de detrás del mostrador y traté de avisar infructuosamente a mi amante.

Acto, que sin saberlo, por segunda vez en el día me salvó la vida.

Una tremenda explosión en el edificio de enfrente conmovió el chiringuito y la onda expansiva reventó el vidrio donde había estado apoyada minutos antes, esparciendo restos por todos lados. Esquirlas que puede evitar agachándome tras el mostrador desde donde intentaba comunicarme con Jorge.

Conmocionada, salí titubeante a la calle y pude comprobar que el asilo estaba en llamas y los pobres ancianos clamaban por ayuda desde los pisos superiores, mientras otros escapaban como podían, ayudados por las escasas enfermeras.

Agosto de 1985

LA CAMA VACÍA

Jorge apuró el paso para no llegar tarde, la reunión de gerencia se había prolongado más allá de lo esperado y la ansiedad lo podía, entró en el edificio de la costa, escasamente habitado fuera de temporada, subió al ascensor y pulsó el piso 13, donde se halla el departamento de veraneo de sus padres. A nadie le llamaría la atención que lo hiciera si lo vieran.

Al llegar, cruzó el pasillo y tomando las escaleras, bajó dos pisos y entró en el 11A. Un hermoso departamento frente al mar con una gran sala de estar, una cocina comedor y dos dormitorios, que ocupa todo el frente y cuyas ventanas daban al mar.

Dejó el saco sobre el gran sillón, desconectó el teléfono y se fue desnudando por el pasillo, al llegar al dormitorio, solo un estrecho boxer cubría su cuerpo. Abrió la puerta temblando por la excitación y la escena que se presentó a su vista lo conmovió de tal manera, que se quedó sin habla…

La cama estaba vacía. Por primera vez, Roxana faltó a la cita.

Apesadumbrado y preocupado, se sentó en la cama para serenarse, justo en ese momento la puerta de entrada saltó en pedazos y entró Eduardo empuñando la garrafa de gas de diez kilos que había usado de ariete.

Completamente enloquecido, dejó la garrafa en el piso y buscando a su esposa arma en mano, comenzó a los gritos

  • ¿Donde están? Puta de mierda. ¿Donde están que los mato?

.

Alertado por los gritos y el violento estallido de la puerta, Jorge salió de la habitación pensando que Roxana estaba en el departamento y corría peligro, al ver al desquiciado gigante, arma en mano, se abalanzó sobre él para desarmarlo.

En un forcejeo parejo entre el grandote veterano y el entrenado muchacho que abrazado a su espalda luchaba por la posesión del arma, la refriega culminó con varios disparos, uno de los cuales impactó en la válvula de seguridad de la garrafa.

La violenta explosión voló la pared lateral del departamento, arrojando  desde el piso once el cuerpo desarticulado de Eduardo junto a los sillones en llamas, perforando el techo del asilo y cayendo sobre el altillo, cuyos antiguos maderos empezaron a arder como yesca reseca.

Milagrosamente la onda expansiva apagó el incendio del departamento y el cuerpo de Jorge malherido, quedó tendido bajo la mesa del comedor. Como paradoja del destino, el cuerpo del gigante le había salvado la vida al recibir el grueso de las esquirlas y salir volando sobre el suyo, para ir a estrellarse contra la moderna y débil pared medianera que cedió ante la presión de la explosion y el impacto de los objetos arrojados sobre ella.

CONMOCIÓN

La violenta explosión conmovió a la ciudad, la nube de humo que asomaba desde la costa y el griterío de las madres aterradas por el incendio del asilo, sacaron al veterano de su apatía y ante el asombro de todos, salió corriendo rumbo al siniestro.

Erguido en toda su generosa anatomía y dando pasos agigantados, daba una imagen de potencia que acojonaba a los que lo veían pasar. Al llegar frente al asilo, la policía tenía la vivienda vallada, impidiendo el paso por el peligro de derrumbe, a pesar del grito desgarrador de los ancianos que clamaban ayuda desde el último piso.

Sin detener la carrera, el veterano saltó sobre las vallas y se sumergió en el infierno ante la mirada atónita de los uniformados, un par de minutos después, salió con un anciano en sus brazos, lo depositó en la vereda y volvió a entrar, mientras los médicos corrían en auxilio del abuelo.

Para cuando salió con el segundo, los bomberos lo estaban esperando y mientras depositaba al anciano en la camilla preparada en la vereda, aprovecharon para empaparlo con sus mangueras.

Cuando finalmente asomó por la puerta con la cuarta y última víctima que quedaba en el lugar, minutos antes de que el edificio colapsara, la gente del pueblo congregada en las calles, estalló en gritos y aplausos, que escasamente alcanzó a escuchar, derrumbándose semi asfixiado sobre el asfalto con la anciana en brazos y perdiendo sus eternos lentes en el incidente.

La agradecida mujer lo miró a los ojos y acariciándole la cara le susurró…

  • Jesús, ¡Me has salvado!

  • ¿Ro...Rosa...eres tú?

Y la oscuridad lo devoró una vez más, acompañando su confusión

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