Pequeño Castor

Un joven abandonado es iniciado como guerrero por una tribu comanche.

PEQUEÑO CASTOR

Cuando fue recogido en la pradera no contaba aún con dos años de edad, pero ya se observaban los rasgos que le darían la inmensa hermosura con la que ilumina el día. Hijo de unos misioneros que recorrían el salvaje oeste evangelizando, pronto se encontró sólo en mitad del mundo, cuando unas pestes mataron a sus padres. De seguro habría muerto, de no ser por un grupo de indios que lo encontraron caminando decidido bajo el sol, a pesar del calor y del hambre.

Y así fue como Pequeño Castor, el joven hijo de misioneros, llegó a los dieciséis años viviendo entre medio de los pieles rojas. Sin embargo, a pesar de sentirse como un indígena más, sus rasgos remarcaban la diferencia racial. Su pelo era ensortijado, rubio y largo; sus labios, delgados; su tez, blanca; sus ojos, azules y su tamaño, bastante menor que el de los otros muchachos de su edad, lo que no hacía que se sintiera disminuido, ya que a la hora de perseguir un venado o trepar un árbol, él sería siempre el primero. Los indios lo llamaban Pequeño Castor.

El hombre al que Pequeño Castor llamaba padre era un aborigen de piel dorada, cabellos largos negros casi azules de brillantes, amplia nariz y ojos negros con profundidad de clavos. Desde que la muerte le había arrebatado a su mujer y a su hijo, no se le conocía más relación que la con Pequeño Castor. No era un hombre de muchos sentimientos pero habría dado la vida por defender a su hijo adoptivo.

En la tienda india, ambos vestían a la usanza del estío, con un taparrabos por toda indumentaria. Ambos comían plácidamente un conejo cazado por Pequeño Castor mientras eran agradablemente iluminados por las llamas que subían y bajaban. Como muchas noches, después de cenar Pequeño Castor posó su cabeza en el regazo de su padre y comenzó a mirar las estrellas a través del espacio superior por donde escapaba el humo. Lobo Sereno dejó caer entonces una palma sobre la cabeza de su hijo y acarició con la otra brevemente el pezón derecho. Todo en unos segundos, ya que no sabía demostrar afectos. Pero esta noche era especial. Hace catorce años él había encontrado en una expedición a este niño. A pesar de la opinión de sus compañeros, había defendido al pequeño que los observaba con vista altanera y lo había educado en las costumbres de la aldea. Sabía que desde esta noche debería dejar partir a su hijo de dieciséis años, que se celebraría la fiesta de la mayoría de edad. Pequeño Castor, ajeno a todo lo que vendría, dormitaba grácilmente, olvidado de todo, con una mano perdida al costado y la otra acariciando sus testículos por sobre la tela.

Lobo salió de la tienda apoyando la cabeza de Pequeño Castor en una piedra y se dirigió al consejo de los hombres, del cual formaba parte.

-Les encargo que no lo hagan sufrir –dijo en su lengua mirando al más anciano.

-Tú sabes que no hay crecimiento sin dolor –fue la respuesta ante la que Lobo sólo pudo tragar saliva.

El escenario estaba preparado. Una fortaleza de troncos cerraba el altar del sacrificio. Cuatro estacas se veían clavadas en el centro, altas, con sendas cuerdas de cuero. El fuego, un poco más allá, iluminaba los rostros duros de los cinco indios. Tres de ellos, sin ningún pudor, empinaban gigantescas erecciones. Sólo Lobo Sereno y el anciano Roble Fuerte no se veían aún excitados.

-Ya es hora –dijo el anciano y cada cual tomó una antorcha en sus manos, caminando hacia la cercana tienda.

Advertidos de la ceremonia, ni un alma se cruzó en el camino de los cinco comanches, aunque las miradas furtivas a través de las tiendas daba un aire de mayor tensión al ambiente.

Castor despertó asustado, con una mano que le tapaba la boca, aunque se relajó al ver que se trataba de su padre. Pero ¿por qué estaba allí todo el consejo de la tribu?

-Pequeño Castor –habló el anciano Roble Fuerte,- ya es tiempo de dejar de ser niño. Después de esta noche serás considerado uno más entre los guerreros de la tribu.

Así que eso era. Él ya conocía de este rito, aunque, como niño, no le interesaba demasiado. Pero el ser considerado como apto para ser guerrero, a pesar de lo pequeño de su tamaño, hizo que se llenara de orgullo. Sabía que la ceremonia era difícil y más de una vez, estando su padre adoptivo ausente, se aterrorizó por los gritos que manaban del altar sagrado.

-Si así está establecido, no seré yo quien los desobedezca –dijo incorporándose.

La respuesta satisfizo a los indios, que emprendieron el retorno al altar, llevando al joven entre ellos.

Una vez en el lugar, Lobo Sereno untó ungüentos en el cuerpo de Pequeño Castor. Esto no era extraño para él, ya que habitualmente lo hacía para alejar malos espíritus. Lo diferente fue cuando desnudó el cordel que mantenía puesto el taparrabos y dejó expuesto al fuego y a la luna llena un pene blanco, más blanco que cualquiera que hubieran visto jamás los indios, y también allí untó los aceites vegetales que tan buen aroma desprendían. A pesar de lo pequeño de la víctima y su rostro infantil, su miembro era el de un hombre adulto, largo, colgando hacia un lado, con un hermoso cuerillo que cubría un glande inmenso como una callampa del campo. Lobo quitó el velo del aparato, sobresaliendo una flor rosada. Las venas se inflamaron y el pulso en el miembro comenzó a ajustarse al ritmo de los tambores. Lobo Sereno, conmovido ante la imponente prestancia de su hijo, se agachó y besó su pene. Pequeño Castor, entonces, suspiró mirando la luna y sintió algo antes inexistente, incluso cuando con sus amigos se trenzaba en peleas cuerpo a cuerpo para ver quien era el más resistente.

Entonces, los otros tres guerreros se acercaron hacia el joven y comenzaron a frotar sus manos por todo su cuerpo. Un dedo intruso se introdujo en su ano, provocando nuevos suspiros del muchacho. De pronto, notó que lo alzaban en vilo de las cuatro extremidades y lo ataban a las estacas allí dispuestas. El miembro viril del pequeño se irguió más aún, como una flecha apuntando a la luna. Y allí quedó pendiendo, mecido por el viento, mientras los cinco hombres lo miraban desde lejos. A Castor le dolían las articulaciones, pero evitó gritar, aunque una lágrima caía lentamente mojando su hermoso rostro.

Varios minutos después, vio que se acercaba el anciano Roble Fuerte llevando algo en la mano. Se trataba de unas curiosas piedras redondas unidas por una cuerda de cuero. Explicó que eran un homenaje al dios de la belleza masculina y que se harían uno con él mismo. Castor, comprendiendo las palabras del anciano, levantó lo más que pudo sus piernas e intentó abrir sus posaderas para recibir el regalo del dios. Las piedras eran ásperas, aunque el ungüento previo algo facilitaba la entrada. Así, las tres piedras se perdieron de la vista, hasta que, tiradas por el cordel, fueron retornando hacia el exterior. A pesar del sufrimiento, Castor no dijo ni una sola palabra.

Pronto, Lobo Sereno estuvo masajeando sus pezones con ambas manos, lo que hizo que el muchacho pudiera olvidarse momentáneamente del dolor en su ano. Su flecha, caída durante la penetración, volvió a erguirse por el masaje de su padre, que ahora iba lamiendo con la boca amabas axilas, alternándolas con besos en su cuello.

Así, hasta que las manos de los otros guerreros lo levantaron. Así, dejó de sentir el dolor en las muñecas y los tobillos. Miró hacia el frente y vio que Roble Fuerte se despojaba de su túnica ceremonial. A pesar de los años, su cuerpo era el de un musculado jinete, resaltando sus pectorales y bíceps. Luego, tiró lejos su taparrabos, mostrando un mástil oscuro y larguísimo; de hecho, era el más largo de toda la tribu y el más placentero, según lo dichos por varias indias e indios.

Se acercó al muchacho lentamente, posó sus manos en los muslos y con un solo movimiento, la envió hasta el fondo. Ahora sí Castor no pudo evitar un pequeño grito, que ahogó resignado prontamente. Los movimientos de Roble Fuerte masajeaban magistralmente la próstata del pequeño nuevo guerrero, arrancándole ahora gemidos de placer. Sentía como cada mano que lo sostenía era una caricia. El viento sobre su enhiesto apéndice viril le causaba sensaciones no programadas. Un insecto nocturno que se posó sobre sus labios fue como una caricia suprema. Lobo Sereno, mientras tanto, le mordisqueaba los lóbulos de las orejas. El placer era tanto, que cuando sintió que un chorro acuoso inundaba sus entrañas, no pudo evitar, con una sonrisa de abandono, que su propio pene lanzara una descarga gigantesca hacia la luna. Pronto, los tres guerreros, depositándolo en el suelo, depositaron sus ofrendas sobre su poco poblado pubis, el primero, sobre su estómago, el segundo y el tercero, en las comisuras de los labios.

Orgulloso de la habilidad amatoria del pequeño, Roble Fuerte puso su cetro guerrero sobre el hombro del muchacho y le dijo que desde ese momento era ya un hombre.

Ya solos bajo la noche estrellada, Lobo Sereno felicitó a su hijo adoptivo y se dispuso a volver a su tienda. Le dolían los testículos ya que había evitado eyacular sobre su hijo.

-No te vayas –le dijo Pequeño Castor.- Aun falta algo para ser plenamente un guerrero. Necesito que deposites en mí también tu ofrenda.

Un beso apasionado unió a ambos guerreros comanches, uno por nacimiento y el otro por adopción, mientras Lobo depositaba en Castor la semilla de la serenidad.