¡Pequeña embustera!
Para ser la mejor de la clase, no basta con dejarse los codos estudiando.
Ésta es una de las muchas experiencias que viví en mi época universitaria. Al igual que para muchas de mis amigas, esos fueron los años más divertidos, trepidantes y fervorosos de mi vida. Mientras que la mayoría de ellas ingresaron en la residencia de estudiantes siendo aún vírgenes, habían sido unos cuantos los chicos que yo ya había tenido entre las piernas.
En cierto modo, llegué ventaja. De modo que, por las noches, cuando nos reuníamos en uno u otro cuarto, todas me asediaban a preguntas sobre sexo. Me interrogaban fundamentalmente sobre cómo había sido esa primera vez, en un fútil intento de aclarar unas dudas que sólo se resolverían cuando estuvieran con un chico.
En esas ocasiones, me convertía en su profesora. Por ejemplo, una de las lecciones que más demandaban mis amigas era cómo chupársela a un chico sin hacerle daño con los dientes. Con la ayuda de una banana les expliqué que la clave era abrir bien la boca y emplear los labios para estimular su miembro.
La mayoría de mis compañeras de residencia eran chicas de provincias, y la mayoría de las chicas de provincias eran bastante mojigatas. Sin embargo, la ignorancia, la represión y privación cultural vivida en el ambiente rural había generado casos curiosos. Una de esas fue María-Isabel que, siendo técnicamente virgen, resultó ser la experta en sexo anal.
Una de las cosas que siempre comentábamos al inicio de curso era el ganado masculino de ese año, y he de admitir que siempre había uno o dos profes que destacan. Algunos de ellos eran muy guapos, y otros muy sexys con unos cuerpazos que te mueres. El resto estaban para llevarlos a un asilo...
Uno de los monumentos de aquel curso era Alberto, el profesor titular de Fundamentos de Didáctica. Se trataba de un hombre con mayúsculas, alto y esbelto. Saltaba a la vista que hacía deporte, pues bajo las camisas se intuían unos brazos musculosos y una espalda ancha. Aquel atleta de ojos y piel oscura sería perfectamente capaz de echarse a una mujer sobre los hombros, si bien cualquiera de nosotras hubiera estadoencantada de seguirlo a cuatro patas.
Por aquel entonces, yo era la típica alumna de veinte añitos y con un cuerpazo de esos que provoca vértigo a los chicos. Agradecida de poseer ese regalo divino, gustaba de dejar a la vista mis largas y torneadas piernas, el ombligo, el estrecho canal entre mis senos, etc.
A pesar de ser bastante popular entre mis compañeros varones, era también la típica alumna que solía hacer la pelota y halagar a los profes. Los beneficios de esa simbiosis eran banales, un par de días extra para entregar un trabajo o un insignificante aumento de nota. Del otro lado, también a los profes les venía bien tener alumnas cómplices, alumnas que les ayudaran a manejar al resto de la clase como haría un perro pastor con un rebaño de ovejas.
Como por entonces ya tenía bastante pecho, acostumbraba a ir con camisas y blusas ajustadas con escote tipo balcón, que es como mejor se lucen las tetas. Además, en cuanto el frío empezaba a remitir, desempolvaba mis shorts y faldas muy, muy cortas. Siempre era de las primeras en lucir piernas en primavera. Las mallas y leggins, con tanga, por supuesto, quedaban para los días que me tocaba ir al gimnasio que eran muchos. Aún no lo he mencionado, pero yo estudiaba magisterio de Educación Física.
A causa de la acumulación de exámenes, me había presentado a Didáctica General sin apenas haber estudiado. Me habría mirado un tercio del temario, si acaso, y claro, el examen me salió fatal. Saqué un 4.5, mi primer suspenso en años. Con todo, mi nota me sorprendió, ya que yo no esperaba tanto teniendo en cuenta lo poco que había estudiado. Así que miré qué día sería la revisión del examen.
Evidentemente, mi suspenso en Fundamentos de Didáctica no había sido una casualidad. Puesta a tener que reclamar un aumento de nota, mejor a hacerlo a uno de los profesores más interesantes de la “uni”, que no a un vetusto catedrático.
Acudí a la revisión con una camisa muy ancha y, justo antes de entrar, me desabroché otro botón. En el borde de mi escote se veía la puntilla del encaje de mi sujetador que, por cierto, me sentaba de perlas. Gracias a ese sujetador push-up, mis tetas lucían erguidas yjuntas a pesar de su tamaño. Además, aquella elegante y sexy camisa combinaba de maravilla con la falda que me había enfundado, y que se pegaba a mi trasero casi tanto como unas medias.
— ¡Hombre, Ana! —saludó alegremente mi profesor nada más reconocerme.
— Hola, don Alberto —contesté respetuosa— Venía a la revisión.
— No me digas que esperabas aprobar —dijo extrañado— Estaba muy mal, Ana, hasta a mí me sorprendió. Te puse un 4.5 para animarte a presentarte en septiembre, pero lo que hiciste no daba ni para un 3.
— Sí, pero he trabajado mucho todo el semestre —argüí— No sé que me pasó… Me bloqueé.
— Ya, Ana, pero con tus trabajos no basta para demostrar que tienes un nivel mínimo de conocimientos.
Yo comprendí que aquel elegante profesor no estaba dispuesto a aprobarme así como así y empecé a agobiarme.
— Podría hacer algo —dije sin pensar— Un trabajo extra, un examen oral, no sé… Cualquier cosa.
Al oír mi propuesta, el profesor alzó la cabeza con los ojos muy abiertos. No estoy segura, pero creo que debió malinterpretar lo del “cualquier cosa”. Entonces, don Alberto me miró de arriba abajo.
— ¿Qué quiere decir, señorita? —inquirió suspicaz y súbitamente formal— Espliquesé.
Comprendí rápidamente que ya debían haberle hechoalguna proposición indecente a cambio de un aprobado. Por contra, a pesar de lo sexy que me había vestido, y de que me hubiese encantado follar con aquel tío, esa no había sido mi intención. Mi único propósito era engatusarlo, distraerlo como una carterista para birlarle ese aprobado. Nada más.
Por suerte o por desgracia, el mal ya estaba hecho. A todos los efectos, el profesor más buenorro del campus creía que yo era una golfa, una listilla perezosa que pretendía aprobar a cambio de “cualquier cosa”.
Enfadada conmigo misma, me puse en pie y le observé fijamente, con las manos apoyadas sobre la mesa. Don Alberto salió derrotado de aquel duelo de miradas, ya que tras un solo instante sus ojos se desviaron hacia mis pechos.
Entonces fue cuando rodeé la mesa, arrastrando los dedos de mi mano derecha sobre la lisa superficie casi sin creerme lo que estaba haciendo. Una cosa era enseñar las bragas para hacer un trato, y otra muy distinta estar dispuesta a quitárselas.
Apoyé el culo en la mesa justo a su lado y, poniendo mi mano en su rodilla, le susurré…
—Si me aprueba, aceptaré que me examine este fin de semana.
Tras meditarlo unos segundos, no muchos la verdad, mi profesoraccedió a ponerme un cinco, pero ese mismo viernes al final de clase me diría donde y cuando nos veríamos, pues esa nota estaría condicionada a que le demostrase mis conocimientos y aptitudes en su asignatura.
Ahí fue cuando me cogió por sorpresa y, tomando mi mano, la guió desde su rodilla hasta llegar a la entrepierna. Aluciné, aún sin verla, tuve la certeza de que aquel tipo tenía una polla de la ostia. Hasta la fecha, yo me había acostado con tres chavales, pero para medir eso que estaba palpando tendría que utilizar una escala mayor.
Fue una tibia sonrisa por su parte lo que me hizo salir del pasmo y retirar presurosamente la mano. Me sentí como una boba, una verdadera imbécil. Debí ponerme más colorada que un pimiento, pero cuando ya iba a salir huyendo de su despacho como una cría, le sonreí y, levantándome la falda, le enseñé mi redondo trasero adornado únicamente por la escasa tela del tanga.
Ese miércoles me crucé con don Alberto en las escaleras y, al saludarme, me comentó con discreción que ese viernes a las nueve me esperaba en un caro restaurante en la otra punta de la ciudad.
Henchida de orgullo, le informé que no acudiría.
— ¡No soy tu puta, guaperas! —le espeté sin levantar la voz— Tendrás que conformarte con mirarme el culo, igual que todos los cretinos como tú.
Don Alberto se me quedó mirando mientras yo continuaba mi camino escaleras abajo.
— ¡Ana! —me llamó alzando la voz.
— ¡Qué pasa! —repliqué dispuesta a mandarlo a la mierda.
— Me alegra de que hayas cambiado de idea —dijo casi con admiración— De todos modos, expondré tu caso en la Junta de Evaluación. Tienes el cinco, enhorabuena.
No me lo esperaba. Sin entender cómo, don Alberto había vuelto a hacerme sentir como una niñata caprichosa que había faltado asu palabra para no asumir las consecuencias.
Enfurruñada, apreté los puños y salí de allí caminando a toda prisa. Tenía unas ganas espantosas de gritar, de decirle a aquel capullo engreído que yo era mucho más mujer que ninguna de mis compañeras, y muchísimo más zorra que todas esas que andaban tras él chorreando como perras.
Esa misma mañana fui a su despacho y, puesto que él no estaba allí, me senté en el banco que había junto a la puerta. Cuando un poco más tarde Alberto salió del ascensor y me vio esperándole, se quedó parado en seco. Torció el gesto sin dejar de mirarme, sin duda estudiando al enemigo. Entonces, retomó la marcha y caminó hacia mí.
— No quiero que me apruebe —le dije no más le tuve delante.
Don Alberto abrió la puerta como si no me hubiera oído.
—Entra —ordenó con firmeza.
Resoplé con rabia, pero finalmente obedecí sosteniéndole en todo memento la mirada. Aunque casualmente llevaba puesta la misma blusa que en la primera revisión, por suerte la falda no era tan corta como la del otro día. Cierto que me había repasado en los baños antes de subir a su despacho, pero porque me hacía falta, nada más.
Aquel arrogante mecontempló de arriba a abajo sin decir ni una palabra. Si don Alberto se había creído que me haría perder los estribos tan fácilmente, estaba muy equivocado.Puede que yo tuviera que respetarle como profesor, pero él también debía tratarme correctamente y así se lo pensaba explicar pero, antes de que pudiera abrir la boca, Alberto pusoun dedo sobre mis labios.
— Silencio —sentenció— Aunque seasbuenaestudiante, tendré que castigarte. ¿Lo entiendes?
— Sí —respondí sin pensar, ofuscada como estaba por su arrebatadora proximidad y fulminante mirada.
— Ana, has de aprender a comportarte como una mujer, que es lo que eres, y no una cría de diez años —afirmó— No me vuelvas a decepcionar.
Incapaz de replicar, me limité a negar con la cabeza.
— Ahora, siéntate. Y cierra la boca, que pareces boba.
Sin dejar de observarme, mi adorado profesor me fue desabrochando la camisa. Por culpa de los nervios no podía evitar respirar con intensidad, de modo que mi generoso busto se alzaba y bajaba de modo ostensible. Entonces, aquel granuja se puso detrás de mí y procedió a soltar el broche del sujetador. No hubo de hacer nada, sólo deslizar con un par de dedos los tirantes para que el peso de mis senos hiciera caer la ligera prenda de encaje.
A mi espalda, don Alberto pasó sus manos bajo mis axilas y, con ambas manos, tanteó cada uno de mis senos. Satisfecho con el peso de mis tetas, las comenzó a amasar vigorosamente. Poco a poco fue poniéndolas firmes y endureciendo mis pezones hasta dejarlos tiesos, lo cual me hizo percibir al acariciarlos con la yema de sus dedos.
— Que lindas tetas tiene, señorita —reconoció hablando a escasos centímetros de mi oreja, haciendo que se erizara todo el bello de mi cuerpo— Me gustan mucho. Me va a encantar comértelas.
Hubo un largo silencio. Yo apretaba las piernas disimuladamente, estaba excitadísima. Incapaz de controlarme, acabé guiando una mano detrás de mí y traté de agarrar su miembro viril. La tenía tan dura que no pude evitar pensar en lo contundente que sería mi castigo.
En un arrebato,traté de darme la vuelta, pero él no me dejó hacerlo. Yo quería ponerme en cuclillas y sacarle la polla del pantalón. Literalmente chorreaba de ganas de comérsela.
— No tan deprisa —me recriminó— Me gusta esa resolución, pero ahora debes mostrar entereza… saber estar, ¿comprendes qué quiero decir?
Para entonces, yo ya tenía una de sus hábiles manos bajo mi falda y no podía dejar de gemir.
— ¿Te la han metido ya por el culo? —preguntó a quemarropa.
La mera idea me hizo alucinar. Me quedé fuera de juego ante aquella pregunta.
¡¡¡Quería meterme eso por el culo!!!
Alguna vez me había masturbadofantaseando con que unos ladrones entraban en casa por la noche y me follaban por ambos lados a la vez. En mi ensoñación, la idea de ser sometida analmente me excitaba sobremanera, pero la verdad fue casi salgo corriendo al escuchar a aquel hombre preguntarme por la virginidad de mi trasero.
— No —respondí con notoria preocupación, negando también con la cabeza.
— No te inquietes, pequeña. Más o menos, a todas les gusta —adujo mi profesor— Todas se corren como locas silas enculan como es debido.
Por la seguridad con la que don Alberto lo dijo, dio la impresión de saber de lo que estaba hablando. No me costó imaginar a la altanera profesora de Historia de la Educación, con sus ceñidos trajes de falda y chaqueta, siendo follada analmente por su atractivo compañero de claustro.
Desde luego, mi profesor era un granamante y así me lo estaba demostrando. Me estaba poniendo tan caliente que pronto perdería el control y le entregaría mí cuerpo para que gozara de él como quisiera.
El placer de sus manos amasando mis pechos mientras me decía guarradas era increíble. Entonces fue él quien hizo que me girase y, lentamente, se fue agachando frente a mí. Primero, don Alberto me comió las tetas con frenesí.
— ¡Vaya tetas tienes, muchacha! —clamó emocionado— ¡Menudas cubanas debes hacer!
Luego, utilizando la punta de la lengua, fue horadando en pequeños círculos mi ombligo y, por último, mi profesor desveló la candidez de mi húmedo coñito, parcialmente depilado y emanando un olor suculento.
Mi valeroso profesorposó uno de sus dedos en mi rajita y la acarició hasta abrirla un poco, y después fue separando lentamente mis labios hastadar conel clítoris. Sin más, lo empezó a masajear suavemente.
Noté mi humedad y su dedo penetrando. Entró muy despacito y, acercando su boca a mi sexo, me miró mientras su lengua comenzaba a tantear mi apéndice de placer. Al igual que mis abundantes jugos, sus ojos brillaron al arrancar los gemidos de ambos labios, los de mi boca y los del coño.
Inesperadamente, cuando ya estaba apunto de correrme, Alberto me atizó un fuerte cachetazo en el trasero.
— Desnúdate, aprisa —ordenó— Vas a comérmela ahora mismo.
Furiosa, me dispuse a recriminarle que me hubiera dejado a medio pero, de que quise reaccionar, le vi abalanzarse con su enorme miembro en la mano. Al final, me hizo poner de rodillas sin dejar que me desnudara. Casi no tuve tiempo de abrir la boca.
Mientras una de mis manos le acariciaba los huevos, dentro del pantalón, la otra empezó un leve movimiento de masturbación, acompañando sutilmente el vaivén de mis labios sobre el tronco de su verga. Más sereno ahora, mi profesor me permitió lucirme, de modo que le hice una mamada espectacular. En seguida me di cuenta que con unos lengüetazos bajo su frenillo empezaba a matarle de gusto.
— ¡Qué rico! ¡Qué boquita tienes, zorrita! ¡Qué bueno!
De manera casi inconsciente, comencé a masturbarme al tiempo que se la chupaba. Mis dedos frotaban febrilmente mi clítoris y con la lengua lamía su pollas desde la base hasta la punta. Me la metíahasta la campanilla y aún así quedaba bastante afuera. Tenía su pollón dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera. Le estaba dando un placer inimaginable, cuando don Alberto empezó de nuevo a amasarme las tetas. Tenía los pezones durísimos y sentía mi clímax bullir dentro de mí. Estábamos los dos al borde del orgasmo.
—¡UMMM! —murmuré al percibir como sexo entraba en erupción.
El mero temblor de mis cuerdas vocales se encargó de derrumbar la ya débil resistencia de mi profesor.
— ¡AGH!
Fue oírle gruñir y notar su miembro sacudirse dentro de mi boca. En apenas unos segundos, se sucedieron una serie de chorretones de esperma que, unidos a su grueso glande, terminaron de atestar mi boquita.
Intenté retener su esencia, pero al no dejar de follarme la boca, don Alberto acabó haciendo que el preciado líquido comenzara a rezumar por la comisura de mis labios y salpicarme las tetas.
Por supuesto tragué todo el semen que no se me escapó de la boca, e incluso chupé su miembro con todas mis fuerzas para sacarle hasta la última gota. Hasta el esperma que se había derramado sobre mis senos acabó en mi estómago.
Meses más tarde, tras la evaluación final, mi nombre figuraba en el tablón de notas con un ocho y medio. Si bien era una buena nota para lo poco que había estudiado, al verla me sentí engañada.
Un par de semanas antes, después de que María-Isabel me hubiera explicado todo la que una chica debía saber sobre la sodomía, había acudido al despacho de don Alberto dispuesta a obtener un sobresaliente.
Tal y como mi compañera había predicho, el profesor me echó de bruces sobre la mesa y, de un plumazo, puso punto y final a mi castidad anal. En un visto y no visto, mi ano había pasado de ser completamente virgen a estar saturado de verga.
Por suerte, mi atento y hábil profesor hizo tiempo, con caricias, besos y palabras, para que su joven alumna se acostumbrara a tener un pollón metido entre las nalgas. Sólo unos minutos más tarde, cuando mi maltrecho esfínter se hubo habituado un poco a la intrusión, don Alberto empezó a bogar adelante y atrás.
El profesor de Fundamentos de Didáctica, resultó también un erudito en Sodomía Femenina. Al mismo tiempo que me enculaba con parsimonia, me fue agasajando con todas las mentiras que una mujer desearía oír. Don Alberto descubrió, en mis ojos, mi piel y mi sonrisa, cualidades que yo no había advertido hasta entonces, hasta que me la estaban metiendo por detrás.
Sea como fuere, el caso es que comencé a jadear y , entonces, otro instrumento se sumó a mi desconcierto. Fue el frotar sobre mi sexo de los dedos de aquel prestigioso director de orquesta lo que me llevó a entonar los gemidos de una soprano siendo enculada por el director de escena.
El ritmo de sus embestidas fue aumentando acompasadamente con mis alaridos hasta que, en un descuido causado por querer sacármela casi toda antes de volverme a penetrar, su verga resbaló y asestó una estocada al aire. Di un grito o, mejor dicho, dos. El primero cuando su miembro escapó de mi ano, y el segundo cuando regresó brutalmente haciéndome experimentar un orgasmo como yo no había experimentado hasta entonces, un orgasmo de otra dimensión, un orgasmo total que hizo chorrear como un grifo a medio cerrar.
Al recuperar la consciencia, y asegurarle a mi profesor que estaba bien o casi, le dije que me rendía. No en vano, en aquel mismo momento me estaba sujetando a la mesa con las manos puesto que mis piernas ya no me sostenían. Las últimas estocadas que me había propinado don Alberto mientras me corría habían sido definitivas.
¡¡¡PLASH!!!
—Yo también me he corrido, preciosa —anunció él tras asestarme una nalgada— ¡Bufff! ¡Qué gozada! ¡Menudo culito tienes!
Sin previo aviso, don Alberto extrajo su miembro y de pronto noté que algo se derramaba a través de mi esfínter sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. ¡Qué horror!
¿A vosotros qué os parece? ¿Merecía o no merecía un sobresaliente?