Pensamientos extraños (2)
Saber lo que piensan las mujeres me proporciona placeres inesperados.
Al día siguiente, llegué al trabajo intentando no mirar fijamente a nadie. De todas formas no pude evitar fijarme en Tamara y Raúl. Entraron juntos y me di cuenta de que se habían soltado las manos en el momento de entrar. Venían un poco demacrados. Yo creo que no habían dormido mucho. Parece que habían tenido una noche muy entretenida. Inmediatamente me llegó un pensamiento: “es increíble. Si llego a saber antes que Raúl era esta fiera me habría tirado al cuello hace tiempo”. Al momento me llegó otro pensamiento: ”yo no sé cómo me atreví a lanzarme a lo bruto. Eso nunca ha sido lo mío, pero Tamara ha sido increíble. Espero que no sea un capricho de un día para ella”. “Espero que los compañeros no lo noten, me daría mucha vergüenza. Por otro lado estoy loca porque me toque. Solo de pensarlo ya tengo el tanga chorreando”
Me sonreí y pensé: “será solo una casualidad, pero vamos a seguir jugando”. Me concentré de nuevo y grité mentalmente “Raúl, en el trabajo, siempre que no os vea nadie, métele mano. Lo está deseando”.
De nuevo lo imaginé como un grito. Y de nuevo Raúl se puso tenso un instante y luego se relajó. A partir de ahí los observé de reojo y me di cuenta de que Raúl buscaba las ocasiones para rozarse con ella cuando pensaba que no los veía nadie. Le tocaba el brazo, el pecho, el trasero, cualquier parte del cuerpo, cuando nadie miraba. Al cabo de una hora volvieron a entrar los dos en el baño. Esta vez no intenté acercarme. Sabía lo que iban a hacer como si los estuviera mirando. Al salir, Tamara marcaba un paso un poco raro. No sé si irritada o molesta, porque probablemente volvía a salir sin bragas. Lo que sí sé es que las ojeras las tenía más grandes y la sonrisa no le cabía en la cara. Raúl salió con cara de agotado, pero con una gran sonrisa también.
A las doce se presentó una clienta, Marta, que buscaba una casa unifamiliar en una buena urbanización, no demasiado alejada del centro. Precisamente esa es una de nuestras ofertas más habituales. Seleccioné entre nuestra documentación las casas que se podían adaptar mejor a sus intereses y le presenté la información y las fotos de esas casas.
Sus pensamientos me alcanzaron como una ola: “Es una pena que Ramón no esté aquí para elegirla conmigo. Me habría gustado que la eligiéramos entre los dos”.
De entre las casas que le había presentado seleccionó tres y me preguntó si sería posible verlas.
― Por supuesto. Estamos a su disposición para lo que desee― yo soy consciente que cuanto más rápido la atienda, más posibilidades de hacer la operación y llevarme mi comisión―. Si lo desea, podemos ir a verlas ahora mismo.
― Me parece estupendo―contesto ella―, cuanto antes la encuentre, mejor.
― Vamos entonces. ¿Le parece bien que vayamos en mi coche o desea llevar el suyo?
― Prefiero no llevar mi coche. No conozco bien la zona y tiendo a perderme todavía por aquí.
Cogí las llaves del coche que tiene la empresa para estos casos. Puedo usar el mío, pero cuando tengo que llevar clientes prefiero coger el de la empresa, a menos que lo tenga otro compañero. Tiene más empaque e impresiona más.
Le abrí la puerta a la clienta para que se sentase en el asiento del acompañante. Escuché lo que pensaba: “¡qué chico más amable!”.
Nos dirigimos a una de las casas que había seleccionada. En estos casos yo procuro dejar la oferta que pienso que puede agradar más al cliente o la clienta para el final.
Como había previsto, la primera que vimos no le hizo mucha gracia. Era la más barata, pero no le gustó nada. Decía que las habitaciones eran más pequeñas de lo que parecían en las fotos, que no le gustaba la zona. Yo ya lo esperaba. Había empezado por esta para que viese mejor las ventajas de las otras dos. De ahí nos marchamos a la segunda que ella había seleccionado. En este caso, la casa en sí era más amplia, y estaba mejor decorada. Pero las vistas no eran muy buenas. Mi clienta no sabía que decir, pero no acababa de gustarle la zona, las vistas.
Llevo muchos años en esto, conozco a un cliente nada más verlo. Sabía que en este caso no era un problema el dinero. Esperaba que la tercera casa le gustara mucho.
Llevaba todo el camino tratando de evitar mirar a mi clienta para no “oir” lo que piensa, pero en algún momento no pude evitar mirarla y escuché; “este chico no está mal, no es mi marido, pero un revolcón tiene”.
Cuando llegamos a la tercera vivienda, vi en sus ojos que yo había acertado. La tercera casa la enganchó nada más entrar por la puerta. Un distribuidor amplio, espacios abiertos y unas vistas directas al mar que se te cae el alma a los pies. Sabía que la iba a impresionar.
― Esta casa si es maravillosa. Esto es lo que estaba buscando. Me encantas las vistas, y los alrededores de la casa. Si el resto de la casa es igual, me la quedo.
Yo sabía que no habría problema, pero le avisé.
― Esta es más cara que las otras que hemos visto antes.
― No importa. Esta es la que me gusta. El precio no será problema mientras no pase de la cantidad que nos subvenciona la empresa de mi marido ―me dijo citando una cifra astronómica.
― Entonces no habrá problema. Vamos a ver el resto de la casa.
Estábamos en la planta baja; en ella había una gran salón, con una cocina abierta, todo ello con vistas a una terraza y un gran jardín con piscina, que eran de la casa también.
― El mantenimiento del jardín y la piscina están incluidos en el precio. De él se encarga una empresa especializada que viene una vez por semana. Veamos ahora, si lo desea, el piso de arriba.
La llevé hacia la amplia escalinata que subía al piso de arriba. Yo conocía la casa. Sabía que arriba había tres dormitorios con sus correspondientes baños y un cómodo despacho. Todas las habitaciones tenían ventanales enormes cuyas vistas eran mejores aún que las del salón. Ella subió delante de mí y no tuve más remedio que ir observándola mientras subía. Escuché lo que ya en ese momento sabía qué eran sus pensamientos al llegar arriba y ver el dormitorio:
“Menudas vistas. Esta es la casa de mi vida. Me encanta. Pagaría lo que fuera, pero no se lo diré a este tipo, a ver si puedo rebajarle el precio”.
― Como puede ver, todas las habitaciones son amplias y magníficas y las vistas son espectaculares ―le dije.
― La verdad es que me gusta mucho ―contestó ella―. Pero el precio es un poco elevado. ¿No podríamos negociarlo?
― Yo estaría encantado, pero el precio no depende de mí. Si usted plantea una oferta se la enviaré a los propietarios y le daré su respuesta.
En ese momento sentí que su atención se desviaba. Miró de reojo a la cama. La escuché: “Me encantaría estrenar esta cama ahora mismo, pero este tío es demasiado formal para intentar nada”. En ese momento decidí que ya había llegado la hora de darle lo que deseaba. La llevé hasta la ventana para enseñarle un detalle de las vistas, el mar que se veía al fondo. Cuando estaba frente a la ventana me coloqué detrás y sin mediar palabra, le di un beso suave en el cuello. No sabía si a pesar de lo que pensaba, se iba a volver y me iba a dar un bofetón. Pero no se volvió. Se estremeció, pero no se movió del sitio ni se volvió. La escuché pensar: “vaya, parece que no era tan tímido”.
Al ver que no reaccionaba mal, y sabiendo que lo deseaba, empecé a acariciarle los hombros mientras seguía besándole el cuello. A ella se le escapó un suspiro. Le bajé suavemente los tirantes del vestido. El vestido resbaló sobre su cuerpo y se quedó sujeto en las caderas dejando al descubierto un sujetador espectacular. Elegante y discreto. Acaricié sus brazos y avancé sobre el sujetador, y pasé la yema del dedo por el borde superior, sobre los pechos. Ella se estremeció. Me llegó su pensamiento: “Este tío sabe cómo tocarme”. Seguí besando su cuello detrás de las orejas al tiempo que le apretaba suavemente los pechos sobre el sujetador y le seguía acariciando por el vientre y las caderas. Después paré y le desabroché suavemente el sujetador, sacándoselo por los brazos.
A continuación Le acaricié todo el pecho, el vientre y las caderas. Luego le terminé de sacar el vestido y seguí acariciándola, bajando ahora desde sus caderas hasta las braguitas. Le acaricié el monte de venus sobre las braguitas, y me fui agachando al tiempo que se las bajaba hasta sacarlas por sus pies. Ella colaboró levantando los pies para que pudiera sacarlas. Pero no se dio la vuelta hacia mí en ningún momento. Yo escuchaba sus pensamientos. “No puedo dar la vuelta, me da vergüenza mirarlo a la cara mientras dejo que me toque, pero me está poniendo muy caliente”.
La cogí por los hombros y le di la vuelta. Al principio ella se resistió levemente, pero empujé un poco, suavemente, y dejó de resistirse al giro. Pero se giró con los ojos cerrados. La besé en los labios, dulcemente. Luego la cogí de la mano y la llevé despacio hacia la cama, empujándola suavemente para que se tumbara. Ella seguía con los ojos cerrados. Yo me desnudé también y empecé a acariciarla poco a poco: los pechos, el vientre, la cara, los brazos… Comencé a besarle el pecho hasta llegar a los pezones. Y una vez allí, los lamí, los besé, los mordisqueé suavemente y la fui acariciando al mismo tiempo por el vientre y las caderas. Volví a su boca y la fui besando cada vez con más intensidad, mientras le acariciaba todo el cuerpo.
Ella pensaba: “¿A que espera este cabrón para metérmela hasta los cojones?”. No le di mas vueltas. Me coloqué encima y, tras escuchar lo que pensaba, no lo dudé. Coloqué la verga frente a su vagina y se la metí de golpe hasta el fondo. Ella soltó un gemido prolongado y pensó: “Me ha partido por medio el cabrón, ojalá mi marido fuera igual de impetuoso”. Estuve un buen rato entrando y saliendo, siguiendo los impulsos que me llegaban de ella: “despacio”, “mas fuerte”, “con cuidado”, “no pares”… Hasta hacerla descargar en un orgasmo explosivo. En ese momento me salí de dentro y con un par de movimientos de mi mano en la verga llegué yo también al orgasmo, descargando mi semen sobre su vientre. No quise correrme dentro porque no estaba preparado y no llevaba preservativo. Tampoco sabía si ella tomaba algún anticonceptivo. De todas formas, me prometí que a partir de ahora iba a llevar siempre un par de preservativos en la billetera. Ella estaba como ida. A pesar de que la miraba fijamente, no recibía ningún pensamiento. Por fin me llegó un destello: “menudo polvo. Me ha dejado destrozada. ¡Qué gusto!”
Saqué un pañuelo y se lo di para que se limpiase. Empezó a reaccionar. Se limpió, recogió su ropa y se fue vistiendo. Yo también me fui vistiendo. Apenas nos mirábamos de reojo. No quise hablar sobre lo que había pasado. Al parecer ella decidió lo mismo. Una vez vestidos los dos, seguimos como si no hubiese habido ninguna interrupción.
― Decidido. Me quedo con esta casa. Me mudo hoy mismo si es posible.
― Claro que es posible. En cuanto volvamos a la oficina y firme el contrato, le daremos las llaves y podrá venirse aquí.
En ese momento recibí un pensamiento más: “Esto ha sido la hostia. Mucho mejor que con mi marido. Tendría que repetirlo de vez en cuando”. Y preguntó:
― Quiero hacer inversiones inmobiliarias por aquí en el futuro. Quizás necesite asesoramiento. ¿Tu podrías ayudarme?
Yo contesté pensando que me estaba invitando a una cosa distinta de la que decía.
―Por supuesto. Estaré encantado cuando quieras. Tienes mi tarjeta. Solo tienes que llamarme y quedamos.
Volví a escucharla: “Mi marido viaja mucho. No estaría mal tener a alguien que me caliente la cama de vez en cuando, siempre que no se enamore. Amo a mi marido, pero necesito algo más”.
Terminamos el papeleo en la oficina y le di las llaves y mi tarjeta con un saludo final.
― No tenga ningún problema en llamarme en cualquier momento que lo necesite. Estaré siempre a su disposición.