Penitencia (fragmento)

Traducción de un fragmento de "Penitencia" ("Penance", de Lisa Bishop) ofrecido gratuitamente por Pink Flamingo Publications

Penitencia (fragmento)


Título original: Penance

Autora: Lisa Bishop

Traducido por GGG, diciembre de 2004

Cuando esta "muchachita" se porta mal, su "papi Eric" le propina la fuerte y caliente azotaina que se merece.

Me encantaba trabajar con mi Dominante, Eric. Dos veces a la semana frecuentábamos uno de los gimnasios y trabajábamos juntos. Entre el sudor y los ejercicios, sus ojos vigilaban constantemente mi relación con los demás y esculpía mis músculos a su gusto. Eric, a quien llamaba Papi Eric, me llevaba casi veinte años, pero no lo dirías por su virilidad o su forma física, incluso aunque su cabello entreverado le delatara. Sus manos eran largas y delgadas, y cuando quería, me infligían dolor y placer a mí, su "muchachita". Adoraba a mi Papi Eric y haría cualquier cosa que pidiera a su muchachita.

Aunque era una mujer de negocios, Papi Eric siempre me trataba como a una niña. Un día, en el gimnasio, uno de las nuevas monitoras se puso un poco demasiado cerca de mí para su gusto. Miré por encima y me encontré con el resplandor rojo de la envidia en su rostro mientras ajustaba las pesas de una máquina, y luego me tocó en el hombro con su mano leve y cuidada. Karen tenía algo conmigo desde el primer día. Su pelo rubio teñido y su excitante y provocativa ropa de aeróbic en rosa cálido y púrpura oscuro la hacían parecer como una Barbie lista para un trabajillo aparente.

No había que desmerecer la habilidad de Karen para menear el culo cuando era necesario, pero todavía estaba por ver que rompiera a sudar. Su maquillaje estaba siempre impecable; su cuerpo endulzado con perfume, nunca brillante de sudor o ensuciado con olor corporal. Siempre había disfrutado con las bromas entre nosotras, el coqueteo, y, por supuesto, los sobes, que otros días él toleraba. Esos mismos sobes llevaron a Papi Eric más allá del límite ese día. Cuando hubo terminado sus ejercicios en la máquina, se pasó la toalla alrededor de su fuerte cuello y se dirigió hacia donde yo estaba trabajando mis pectorales y se inclinó hacia mí de forma que su cara estaba cerca de la mía.

"Termina tus ejercicios y cámbiate. Nos vamos."

"Pero, mi clase de aeróbic..."

"Ya me has oído, y no pierdas el tiempo, tengo asuntos de los que ocuparme."

Cómo odiaba esa expresión, "asuntos de los que ocuparse". Significaba que había cruzado la línea otra vez. Mierda, ¡y no había hecho nada! Ella vino hacia mí, me sobó, y yo no hice nada para animarla. Él pensaría otra cosa; Papi Eric siempre lo hacía.

La obsesión de Papi Eric con mi cuerpo era suprema. Era como un toro en el campo, que cornearía hasta la muerte a cualquier otro que se acercara a lo que consideraba de su propiedad. Estaba segura de que Karen no estaría allí cuando acabara la semana, porque la mayor parte del personal sabía que era mejor no acercarse a mí cuando estaba allí, pero ella era nueva, hermosa, e ingenua ante Eric y su posesividad.

Al no estar esperándome para salir en las taquillas supe que había ido a sacar su Beemer del aparcamiento. Iba a agilizar su castigo. El viaje de cinco minutos de vuelta a casa se hizo en silencio. Todo lo que oía eran los resoplidos de su nariz cuando cambiaba de marcha. Eché un vistazo a su mandíbula rectangular y al pelo entreverado pegado atrás.

"No hice nada," deseaba decir; sabiendo que lo había visto todo. Tendría que haberla rechazado, nada de sonreírle o facilitar la cercanía que había tenido con ella. Sabía a quién pertenecía, y sabía lo que recibiría a cambio de mi desobediencia.

"Vete a tu habitación, ponte el vestido azul. Ya sabes como colocarte el pelo."

"Sí, Papi," repliqué, antes de salir del coche y caminar hacia la casa. Dejé caer mi bolsa de deportes en el vestíbulo y me volví a mi habitación cerrando la puerta tras de mí.

Mi habitación no parecía la de una mujer adulta. Era de tema juvenil, cortinas rosa caramelo de rayas, con ositos de peluche por todas partes, muebles pintados de blanco y un gran caballito balancín, de madera de nogal con pecas negras, que tenía correas de cuero rodeando sus patas izquierdas delantera y trasera. Me quité los leotardos de licra y los pantalones cortos y los tiré al cesto. Después de lavarme en el baño anexo, me cubrí la espalda y el estómago con polvos de talco de bebé, su aroma favorito. Me preparé meticulosamente el pelo en coletas y me las até con cintas azules a juego, antes de meterme en el vestido azul, el que me hacía parecer la Lucy de los Peanuts (N. del T.: se refiere a uno de los personajes de la tira cómica Charlie Brown de Charles M. Schultz). Una vez que me puse los calcetines blancos de encaje con adornos y las bragas con volantes tipo rumba con hileras de encaje cruzando el culo, metí los pies en los zapatos negros Mary Jane (N. del T.: se trata de una muñeca clásica) y me abroché las hebillas. Me revisé en el espejo y ensayé mis mejores pucheros, luego abrí la puerta. Allí estaba él, apoyado contra la pared, sujetando la paleta.

"Dile a Papi que has hecho," replicó entrando en la habitación.

"Yo... Yo..." tartamudeé, utilizando mi voz más infantil, "le dejé que me sobara."

"La animaste a que te sobara. Querías que te toqueteara. ¿No son suficientes para ti los toqueteos de Papi?"

"Sí Papi."

"Si fuera así no le habrías dejado que te tocara."

"Sí Papi."

"Papi está muy defraudado con su muchachita. Tienes que ser castigada."

"No, por favor, Papi," supliqué, mientras mis súplicas y lloriqueos le animaban. Papi Eric me tomó de la muñeca, me colocó a continuación sobre el asiento de cuero del caballito y me enganchó las muñecas las correas de cuero de los cascos. Me levantó el vestido y vio las bragas tipo rumba y los polvos de talco que no me había extendido por la piel.

Me levantó los pies de uno en uno, desabrochando y quitando cada zapato, luego me colocó estratégicamente los dedos de los pies por debajo de los balancines del caballo, de manera que cuando me azotaba el caballo oscilaba sobre ellos, magullándome los dedos con las tachuelas metálicas que había clavado en la madera con un martillo. Al día siguiente del castigo cada paso que diera con los zapatos de tacón alto sería un recordatorio constante de que yo le pertenecía. Papi estabilizó la distancia entre mis piernas bajándome las bragas hasta las rodillas y haciendo que mis dedos apuntaran hacia dentro de manera que no pudiera proteger mis partes íntimas de su paleta.

"Bien, muy bien," dijo, mientras levantaba la paleta y la estrellaba contra mi nalga izquierda, dejándome un marca roja redonda en el culo para dejarlo sonrosado hasta que estuviera tan rojo como el cuero rojo de la paleta con la que me atizaba.

"Te adoro, Papi," respondí obedientemente.

Me volvió a golpear, esta vez en la nalga derecha, con más fuerza que la última. Me quedé sin aliento y tartamudeé.

"¡Dilo, dilo ahora!"

"Yo... te adoro, Papi."

"Eres una muchachita mala," dijo, levantando la paleta de manera que cayera sobre la delicada carne de mi chocho. Grité, sabiendo que era yo quien la había hecho caer sobre mí por no contestarle con la suficiente rapidez.

"Te adoro, Papi," repliqué aún más rápidamente esta vez, intentando todavía recuperar el aliento.

Papi Eric se rió por lo bajo tras de mí mientras volvía a levantar la paleta, repitiendo los primeros tres golpes antes de trasladarse hacia abajo, a la piel fresca e inmaculada entre el culo y los blancos muslos. Me retorcí contra mis ataduras, intentando desesperadamente liberarme. Estrelló la paleta en mi pierna izquierda y me doblé mientras exclamaba, "Te adoro, Papi," y recuperé el equilibrio, mientras las tachuelas de metal y los balancines de madera me aplastaban los pies. Mientras intentaba recuperar el equilibrio y volver sobre mis pies levantó una vez más la paleta, dejando esta vez su impronta mientras las piernas me temblaban como las de un potro al intentar mantener el equilibrio.

Cuando apretó aún más en la suavidad de mi carne volví a perder el equilibrio. Esta vez las lágrimas me corrían por la cara. Llorando dije, "Te adoro, Papi," con voz suave porque los sollozos y la saliva tomaban el mando. La cabeza me colgaba hacia abajo, volviéndose roja de sangre para hacer juego con mi culo febril.

Papi Eric podía ser brutal cuando tocaba disciplinar, pero la única cosa que nunca podía tolerar era oírme llorar. Me soltó las ataduras de las muñecas, me subió las bragas y luego me quitó del caballo. Sacando el pañuelo del bolsillo, el que tenía en monograma en relieve, Papi Eric me limpió la cara y me apretó contra él.

"¿Estás arrepentida?" me preguntó. Asentí mientras mi cara encontraba el camino en su cuello.

Me retuvo solo unos pocos instantes, hasta que dejé de llorar y regularicé la respiración.

"Quítate el vestido y cuélgalo. Prepara la cama y a ti misma, luego colócate en posición."

"Sí, Papi," repliqué, sorbiendo los sollozos al respirar. Salió de la habitación y cerró la puerta tras él. Cuando la puerta blanca estuvo totalmente cerrada, me quité el vestido y lo colgué en la percha rosa cubierta de raso, puse las bragas en el cesto y los zapatos en su estantería dentro del armario. Con una nueva vuelta alrededor del caballo localicé todo lo que estaba desordenado incluido el cinturón. Me lavé la cara y solté los lazos. Liberé el pelo de las coletas y me lo cepillé de manera que formase ondas alrededor de mi cara. Me volví para mirar en el espejo el culo y los muslos enrojecidos. Había pasado el dolor; pronto empezaría el placer.

Cuando me volví a la cama y coloqué los cojines simulados a un lado dejé al descubierto las gélidas sábanas de raso rosa en las que me había ordenado dormir, incluso en el tiempo más caluroso, cuando hubiera preferido algodón. Arreglé la colcha, las sábanas y los cojines, luego miré mi ser desnudo en el espejo y me cubrí los labios con lápiz de labios rojo brillante. Tomando del tocador el pañuelo de encaje blanco cuidadosamente doblado, dejé una rendija de la puerta abierta para indicar que ya estaba preparada y salté sobre la cama donde me arrodillé con la cara hacia abajo, levantando el pañuelo de encaje blanco y cubriéndome el rostro con él como si fuera un velo de confesión. Coloqué las manos juntas como una muchachita tomando la primera comunión.

Papi Eric entró en la habitación y se colocó al lado de la cama. Sabía que estaba allí, incluso aunque tuviera los ojos cerrados.

"Perdóname, Papaíto, porque he pecado," dije con la voz más aniñada que pude.

"¿Qué has hecho?"

"Dejé que Karen me toqueteara después de haber tonteado con ella."

Levantó el velo de mi rostro y me tomó la barbilla con la mano para hacer que le mirara. Me manchó la mejilla con el pulgar, extendiendo la pintura de los brillantes labios perfectamente pintados. Sonrió ante mi humillación.

"En penitencia chúpale la polla a tu Papi."

Tomando la punta húmeda entre mis labios de rubí, la lamí por arriba, paladeando su aroma mientras la movía entre los dientes. Llevó las manos a mi mandíbula, empujándome la cara adelante y atrás sobre su polla mientras ardía en mi boca, tan cálida y dura, palpitando en mi orificio.

"No," dijo cuando aceleré el ritmo, luego me empujó la cara hacia atrás para que su poste saliera de la boca. Temblorosa, le miré a los ojos con cautela. Tenía que hacer bastante creíble que lamentara el tontear con Karen, mi Barbie entrenadora.

"Ponte a cuatro patas," me ordenó.

Con las rodillas cerca del borde y las pantorrillas colgando de los laterales inspeccionó su trabajo, arañándome con sus uñas cuidadas, percibiendo mi agitación al hacerlo.

"Pon los pies en el suelo, la cara en el colchón, quiero que pongas las manos tras la espalda."

Luego me agarró de ambas muñecas, se precipitó en mi coño dolorido con su grueso miembro. La humedad que se escurría por mis piernas abajo, me quemaba la carne enfebrecida, el pelo enmarañado me cayó sobre la cara tapándome los ojos, metiéndoseme en la boca y las narices. Sabía que era mejor no protestar, de modo que soporté el dolor adecuadamente mezclado con placer. Él siguió avanzando con rudeza su miembro en mi interior, forzándome a separar las piernas.

"Oh, por favor, por favor," supliqué tan cerca del borde de mi propio e inseguro pico del orgasmo. Un empujón, un empujoncito y perdería pie mientras caía por la ladera de aquella montaña. Intenté resistirme. Cuando ocurrió más humedad me cayó entre las piernas, más sal para restregar en mis heridas, especialmente cuando se corrió, y no embistió en mi interior ni dejó su semen profundamente hundido dentro de mí. No, tuvo que mantener los movimientos rápidos y cortos, cerca del borde de mi coño mientras su corrida se escapaba entre mis piernas. Me quemaba, haciendo que patease el suelo con los pies mientras con la punta del dardo se limpiaba su leche salada en mis heridas. Cuando pude dejarme caer en la cama, supe que no había terminado el asunto. Papi me volvió sobre la espalda y me metió la polla en la boca para que la resucitara. La volvería a insertar de nuevo en mi coño dolorido. Para ser un hombre de mediana edad sin Viagra podría pasar tres horas follándome sin sentido hasta que estuviera tan cansada que no me importara otra cosa que dormir. Cuando finalmente me dejé caer, agotada y dolorida sobre el colchón cubierto de raso, me dejó dormir mientras atendía otros asuntos. No volvió a casa hasta después de anochecer.

Cuando volvimos al gimnasio al día siguiente, me llevó a una de las oficinas privadas y me forzó a quitarme los leotardos y sentarme desnuda en una silla sin mirar a la puerta. Mientras me sentaba escuché que la puerta se abría y alguien entraba.

"Quítate los leotardos," dijo Papi Eric, "quiero que veáis lo que las perras como vosotras reciben por avergonzarme con vuestro comportamiento de ayer," replicó, "y que toméis nota de que la próxima vez que os toquéis os iréis a la calle, las dos."

Tomándome de la muñeca me hizo ponerme en pie mientras Karen estaba con las piernas separadas y las manos contra la pared como si fueran a cachearla, con los leotardos y las medias alrededor de las rodillas. Vi la sonrosada calidez de su chocho y su culo debida a los azotes. Así que allí era donde había ido. Sonreí a Eric y supe que puesto que no había sido la única castigada, era realmente justo cuando se trataba de disciplina.