Pedro, mi amigo de la infancia
A unos metros de la casa, un hombre cortaba leña. Su físico era impresionante. No podía creerlo, ese hombre tan recio y varonil, no era más que aquel niño con el que solía jugar a escondidas de mi padre.
Después de tanto tiempo, finalmente regresaba a mi hogar, a mi tierra, luego de amargas experiencias y noches de recuerdos. Me había marchado once años atrás. Mi padre, empecinado en que sólo tendría una buena educación si estudiaba en el extranjero, me envió a un colegio en Europa, a pesar de que mi madre le rogó que no lo hiciera. Al principio quise creer que mi papá quería lo mejor para mí, que aunque no lo demostraba, le dolía que me alejara de casa. Después me convencí de que lo único que él buscaba, era librarse de su hija no deseada. En todo el tiempo que estuve fuera, no me escribió o llamó al menos una vez. Siempre deseó tener un varón, pero nací yo. Creo que por eso no me quería. Y si le agregamos que después de mí, mi madre no pudo embarazarse, bueno, me sentía afortunada de que me hubiera mandado lejos en lugar de echarme a la calle.
El costoso colegio europeo era como todos los demás. Algunos maestros eran buenos, otros no tanto. Había estudiantes modelo, de los que se la viven en las bibliotecas y obtienen cien; pero también estaban los inadaptados, por no llamarlos de una manera peor. Yo me encontraba dentro de éste último grupo. Desde que llegué a la escuela, hice amistad con Verónica y Lourdes. Juntas las tres, éramos como dinamita. Todo el dinero que mi padre mandaba puntualmente cada mes, no sirvió de mucho, terminé la preparatoria, y después la carrera, sabiendo menos que al principio. Era la doctora Méndez, pero no podía ni curar una gripe.
Los planes eran, que regresara después de finalizar los nueve años de "arduos" estudios, pero surgieron algunos imprevistos que cambiaron todo. Conocí a un lindo muchacho del cual me enamoré perdidamente. Se llamaba Antonio, y era en verdad guapo. Su carita de niño, me atrapó desde que nos vimos por vez primera. Terminó de cautivarme, cuando me invitó a una de sus competencias. Era nadador, y se veía divino en su diminuto traje de baño. Su firme trasero se marcaba a la perfección, y por delante...digamos que estaba bien dotado, para no entrar en detalles. Ese mismo día, cuando recibió el premio por haber ganado el primer lugar, me propuso matrimonio. No dudé un segundo en darle el sí. Acordamos casarnos a los dos meses.
Preparé mi boda con mucha emoción. Mis amigas del colegio me ayudaron con eso. Les envié la invitación a mis padres, pero como era de esperarse, sólo mi madre asistió. Mi padre estaba muy molesto. No le gustó para nada que fuera a casarme, no después de haber gastado tanto en mi educación, decía que al menos debería haber ejercido un tiempo para desquitar la inversión. No le di importancia a sus palabras, después de todo nunca fui santo de su devoción. El día que mi querido Antonio y yo contrajimos nupcias, fue el más dichoso de mi vida. La fiesta fue perfecta, y nos subimos en un crucero por Asia para la luna de miel. Éramos la pareja más feliz del mundo.
Los primeros meses fueron maravillosos, entre otras cosas, porque hacíamos el amor todo el día. No era virgen cuando me casé, no podría serlo, de alguna forma había que terminar la escuela, pero mi esposo fue quien me volvió poco menos que una ninfómana. Él me enseñó muy bien las artes del sexo. Me levantaba deseando su verga, y me acostaba con la misma necesidad. Éramos tan felices. Pero todo tiene un final. Antonio cayó en cama, presa de una enfermedad extraña que lo fue consumiendo poco a poco. Luego de poco más de un año de matrimonio, quedé viuda. Los médicos no pudieron hacer nada para salvarlo. Lloré día y noche, me auto culpaba por su muerte. Me decía que de haber tomado en serio la escuela, él todavía estaría vivo. Fue entonces cuando decidí volver a mi pueblo. Fue entonces que tomé un avión y regresé a mi país, esperando poder olvidarme del amor de mi vida.
Cuando llegué, mi madre me recibió con besos y abrazos. Mi padre, no se digno siquiera a saludarme. No presté mucha atención a ninguno de los dos. A unos metros de la casa, un hombre cortaba leña. Su físico era impresionante. No llevaba camisa, por lo que con cada hachazo que daba sobre los troncos, se podía ver como se marcaban los músculos de sus brazos, pecho y abdomen. Espalda ancha, piernas gruesas, trasero abultado. Y su piel, oscura, como los pensamientos que surgieron en mi cabeza nada más de verlo. Ese era un hombre de verdad, pensé, uno que podía aliviar un poco mi tristeza.
Le pregunté a mi madre quien era, si era uno de los trabajadores de la hacienda. Su respuesta me sorprendió. Me dijo que era Pedro, el hijo del capataz. No podía creerlo, ese hombre tan recio y varonil, no era más que aquel niño con el que solía jugar a escondidas de mi padre. Los años lo habían cambiado bastante. Ya no quedaba ni rastro del chiquillo esquelético, quien entre juegos, me dio mi primer beso. Ese chamaco de extrema delgadez, se había convertido en un macho imponente. Tenía que reestablecer nuestros lazos afectivos. Ese sería el primer paso para poder después, llevarlo a mi cama.
Entré a la casa nada más para subir las maletas a mi recámara, y acomodar mi ropa en el clóset. Me puse algo más cómodo y bajé de inmediato. Le dije a mi madre que daría un paseo por la hacienda, que quería reforzar los recuerdos que de ésta tenía. Salí corriendo como cuando era una niña. Y así me sentía, estaba emocionada de volver a ver a Pedro, no porque lo hubiera extrañado todos los años que permanecí fuera, sino por lo que representaba en ese momento, un hombre al que sólo de ver, ya deseaba. Desafortunadamente, él ya no estaba cortando leña. Tendría que encontrarlo.
Fui a los establos, quería un caballo para buscar con más facilidad y rapidez. Todos los trabajadores se quitaban el sombrero a mi paso, como saludo. No se si lo hacían por que era la hija del dueño, o porque mi cuerpo despertaba en ellos las más bajas pasiones. Algunos eran realmente atractivos, de no ser porque Pedro se había clavado en mi mente, de seguro uno de ellos habría sido el afortunado. Cuando estaba a punto de subirme al caballo, una mano se posó en mi hombro. Escuché que me decían, con voz grave y masculina: "Señorita Patricia, permítame ayudarla". Volteé mi cara para ver quien era el dueño de esa mano y esa voz. Frente a mí, estaba mi amigo de la infancia, con toda la belleza que ganó con el tiempo. Mis piernas casi se doblan de la impresión.
Ya traía una playera encima, pero las curvas de sus pectorales y brazos se dibujaban a la perfección bajo la tela. Miré la mano que estaba tocándome. Era grande y negra, con las uñas rosadas sobresaliendo. Creo que pensó que estaba molesta porque me había tocado, porque la retiró de inmediato y bajó la cabeza. Le dije que si quería que me ayudara, con lo que conseguí librarlo de la pena. Me regaló una bella sonrisa. Sus dientes blancos, hacían un maravilloso contraste con el color de su piel. Di media vuelta. Él se acercó para ayudarme a montar al animal.
Me tomó por la cintura para poder impulsarme. El simple roce de sus dedos por encima de mi blusa, me excitó. Sentí que mis pezones empezaban a ponerse duros. Pasé una pierna hacia el otro lado del caballo. Me senté sobre la silla y el retiró sus manos. Cuando lo hizo, una de ellas tocó mi nalga. De seguro fue accidental, pero a mí terminó por encenderme. Mi entrepierna estaba mojada. Cuando me vio arriba del animal, Pedro se despidió. Antes de que se marchara, con el pretexto de que no recordaba muy bien los caminos, le pedí me acompañara a recorrer la hacienda. Con otra de sus brillantes sonrisas me dijo que sí. Se subió a otro caballo y partimos, él dispuesto a ser mi guía de turistas, y yo con la intención de tener su cuerpo y darle el mío.
Cabalgamos unos minutos sin decir palabra. Aquella amistad que tuvimos de niños, no era suficiente para animarnos a entablar una conversación. Tampoco me atrevía a mirarlo, aunque deseaba con ansias recorrer su cuerpo. No quería que pensara que era una ofrecida, más bien quería que fuera él, el que diera el primer paso. Un halcón paso volando bajo, casi al nivel del suelo. Ese insignificante suceso, fue el pretexto para que se rompiera el hielo.
-¿Qué se siente volar?, me preguntó aún con cierta timidez.
-¿Qué se siente volar?
-Sí, se que usted ya lo ha hecho, cuando se fue a Europa y también cuando regresó, por eso se lo pregunto.
-Bueno, no se. Cuando el avión va a despegar sientes como un cosquilleo, el mismo que se siente en una montaña rusa. ¿Recuerdas a la que nos subíamos en la feria del pueblo?, esa que pensábamos se desplomaría en cualquier momento.
-Sí, claro que me acuerdo. Esos días de feria son los recuerdos más felices de mi infancia.
-¿De verdad te gustaba tanto subirte a los juegos mecánicos?
-No, lo que más me gustaba era estar con usted, sin tener que escondernos de su padre. A él no le agradaba que usted se juntara con el hijo negro del capataz, pero tampoco le gustaban ese tipo de eventos, así que no podía vernos juntos. Las fiestas del pueblo me encantaban, porque podía disfrutar de su compañía sin el miedo de ser descubierto. Me fascinaba ver la pirotecnia reflejada en sus ojos señorita, los hacía...más bellos.
-..., eso si que no me lo esperaba, me quedé muda de la sorpresa.
-No sabe cuantas ganas tenía de besarla cada que nos quedábamos solos. Ni tampoco lo que sufrí cuando se fue, sin siquiera despedirse de mí, sin regalarme al menos un beso.
-Bájate del caballo.
-¿Qué dijo?
-Que pares y te bajes del caballo, ya no tengo ganas de montar.
Sus palabras me habían sorprendido. Nunca imaginé que estuviera enamorado de mí, pero eso me había facilitado todo. Su declaración, fue el primer paso que necesitaba mi ego para permitirme actuar. Nos bajamos de los caballos. Caminamos unos cuantos metros, hasta la sombra de un gran árbol. Me recargué en el tronco, y le pregunté si aún quería besarme. Me respondió que sí. Al mismo tiempo que acariciaba mis pechos por encima de la blusa, le pregunté si también me deseaba, si le gustaría hacerme el amor ahí mismo. Haciendo un gran esfuerzo para ocultar su nerviosismo, me dijo que sí, pero que él me respetaba, más que por ser la hija de su patrón, porque me quería bien. Su corazón no quería sólo sexo, eso lo supe antes de preguntárselo, pero su pene no pensaba igual, sus pantalones empezaban a mostrar un comprometedor y delicioso bulto.
Me quité la blusa y el sostén. Levantaba mis senos, ofreciéndoselos. Él apretaba los puños, como para desahogar sus ganas y no salir corriendo contra mí. Lo oculto bajo sus pantalones crecía más. Apretaba mis pezones con mis dedos, y fingía gemir de excitación para calentarlo a él. Pedro seguía inmóvil, peor con la vista fija en mis apetitosas tetas. Las devoraba con la mirada, facilitándome la tarea de exclamar sonidos de placer. Caminé hacia donde estaba, sin dejar de tocar mis pechos, los estrujaba uno contra el otro, le preguntaba si no se le antojaba tocarlos a él también. No me respondía, sólo continuaba mirándome con lujuria. Cuando me acerqué lo suficiente, pasé mi lengua por sus labios. Su temblor era notable. Se estremeció aún más, cuando di media vuelta y apreté mi culo contra su prometedor paquete. Subía y bajaba, aumentando su calentura, buscando que se olvidara de su respeto hacia mí. Volví a alejarme.
Todavía de espaldas a él, me bajé los jeans y las pantaletas. Dejé mis blancas y paraditas nalgas al alcance de sus ojos. Cuando estaba a punto de girar para mostrarle también mi entrepierna, sus fuertes brazos me abrazaron por la cintura. Al fin había decidido cooperar, en lugar de ser violado por mí. Me besó el cuello, mis gemidos dejaron de ser falsos. Sus manos subieron hasta mis tetas, las apretaban con fuerza, mi sexo era ya un mar. Me tocaba de una manera nada sutil, casi dolorosa, y eso me encantaba. Me agradaba sentirme indefensa ante tan corpulento hombre. Me gustaba la idea de ser sometida a sus caprichos.
Su mano derecha continuó amasando mis senos, mientras la otra se deslizó con paciencia hacia mi concha. Metió tres dedos en ella, grité de placer. Los movía con rapidez, al mismo tiempo que los otros dos los usaba para retorcer mi clítoris, arrancándome alaridos más fuertes. La punta de su lengua seguía recorriendo mi cuello. De vez en cuando hacía lo mismo con mi oreja, momento que aprovechaba para decirme cuanto me deseaba. Sentía su miembro, escondido aún bajo sus vaqueros, y pegado a mis glúteos, cada vez más grande. Pedro seguía diciéndome que me deseaba, que me quería, que había soñado toda su vida con ese momento, que quería penetrarme hasta que le rogara detenerse. Sus palabras y caricias por todo mi cuerpo, estaban llevándome al orgasmo. Justo antes de que eso sucediera, mi macho se hincó para recibir mis jugos en su boca. Sus lengüetazos terminaron por enloquecerme. Terminé bañando su cara, aullando como un animal.
Caí hincada al lado del Pedro. Trató de besarme, pero yo no quería desperdiciar ni un segundo. Quise quitarle la playera, pero estaba tan ansiosa que no pude. La rompí en mi desesperación. Sus desarrollados pectorales estaban a centímetros de mí. Me lancé a besarlos y a morderlos también. Me tomaba más tiempo para saborear sus negros pezones. Era delicioso su sabor, diferente al de la piel blanca, y mezclado con la sal del sudor. No podía esperar más para descubrir lo que había debajo de sus pantalones. Él me ayudó a quitárselos, porque mi impaciencia me había entorpecido. Traía unos calzoncillos ajustados, a punto de explotar y mojados al frente. Los bajé y me encontré con la verga más impresionante que había visto.
Era descomunal, hermosa. Cerca de veinticinco centímetros de carne oscura y caliente. Las venas corrían desde la base del tronco, hasta el capullo color púrpura. Éste era triangular, y de él salía lubricante a chorros. Antonio, como mencioné antes, estaba bien dotado, pero ese negro que tenía frente a mí, era punto y aparte. Se me hacía agua la boca. Ese enorme pedazo de chocolate con relleno cremosito, sería para mí sola. No podía empezar a disfrutar de él con calma. Metí lo más que pude en mi cavidad bucal. Después de varios años de imaginarlo, Pedro me tenía comiendo su monstruoso falo. Debió haber sido demasiado para él, porque en cuanto sintió el calor de mi boca, arqueó la espalda, llenándome la garganta. Estuve a punto de expulsar el pollo que me habían dado en el avión, pero logré evitarlo y empecé a mamarle la polla como una loca.
Mis labios subían y bajaban hasta sentir la punta en mi garganta. El trozo que no podía abarcar con la boca, lo estimulaba con mis manos. Pedro me tomó de los cabellos y me la metía hasta el fondo, como si me estuviera follando. Me excitó que hiciera eso, pero me dificultaba un poco el respirar. Estuvimos así un tiempo, él levantaba sus caderas e impulsaba mi cabeza contra su verga, clavándola en mi esófago. Yo clavaba mis uñas en sus nalgas. Su culo era firme y redondo, el más rico que hubiera tocado. Después me dijo que ya no podía aguantarse las ganas, que quería ensartármela ya. Nos levantamos del pasto. Me inclinó sobre una piedra. Se paró detrás de mí. Colocó la punta de su negro pene en la entrada de mi vagina, y empujó hasta que sus huevos chocaron con mi cuerpo.
Sentí que me desgarraba por dentro, pero me satisfacía tener semejante sable atravesándome. Pedro no espero ni un instante para comenzar a cabalgarme. Su polla salía y entraba de mi cueva aceleradamente, con fuerza. Me gritaba que me moviera. Eso hice, mientras el arremetía contra mí de manera lineal, yo giraba mi cadera. El dolor tardó un poco en desaparecer, pero cuando se fue, gocé como nunca el ser penetrada. Su duro y largo trozo de chocolate me llenaba por completo. Sus embestidas eran potentes, y su aguante fuera de lo normal. Mi sexo se escurría como una fuente. Pedro no daba muestras de terminar. Después de media hora de cogerme sin parar, fui yo la que se corrió. Mi vagina apenas y pudo contraerse con esa polla dentro. Ya no podía moverme, decidí sólo dejarme hacer. Alcance el clímax por tercera y cuarta vez, él no tenía para cuando acabar. Eso de darme hasta que le rogara no más, parecía ser cierto. Me estaba volviendo loca.
De repente, me sentí vacía. Pedro sacó su falo, para metérmelo sin demora por el culo. Los líquidos derramados por mis múltiples orgasmos, facilitaron la penetración, pero no calmaron el ardor ni el dolor. Apenas y pude aguantar las ganas de llorar. Pasaron algunos minutos, para que pudiera acostumbrarme a su pija y empezara a disfrutar. Sentí sus dedos jugando con mi clítoris. El placer que estaba experimentando era demasiado. Yo ya estaba por venirme por sexta ocasión, cuando finalmente Pedro empezó a relinchar, anunciando que derramaría su leche en mis intestinos. Todavía aguanto a follarme unos minutos antes de eyacular, dándome tiempo para terminar otra vez. Con el último movimiento, me dejo ir la verga hasta el fondo y explotó dentro de mí. Fueron más de diez chorros de semen. No pude contenerlos todos, se derramaban por mis piernas. Cuando sus bolas habían descargado por completo, se tiró sobre el pasto. Con las pocas fuerzas que me quedaban, después de tantos orgasmos, me acosté sobre él.
No imaginaba que Pedro resultaría todo un semental. Sin duda aquel había sido el mejor polvo de mi vida, pero no estaría lista para otro así, al menos hasta el día siguiente. Luego de quitarse la timidez y el respeto, mi amigo de la infancia demostró ser el mejor de los amantes. Su negra polla no había perdido dureza. La miraba y no podía creer que la tuve en mi interior.
Ahí, acostado junto a mí, Pedro volvió a ser el mismo muchacho tierno de antes. Me pidió perdón por haber abusado de su fuerza física. Si eso era lo que había estado deseando desde que llegué. Me pidió el beso que nunca pudo darme. Yo se lo di. Me dijo que me amaba, y que aunque mi padre se opusiera, quería ser mi novio. No encontró respuesta a eso. Era cierto que me había hecho olvidar un poco mi tristeza y que había resultado el mejor de los amantes. Pero de eso a que me hubiera olvidado de Antonio, y pudiera corresponderle, había una gran diferencia. Para mí, sólo era el negro de la gran verga, nada más. Él hombre a quien acudiría para saciar mis ganas de sexo. Mi macho.