Pecados inconfesables - Capítulo 3
La promesa de salvación eterna resulta tentadora. Pero hay cosas en la Tierra que lo son más.
Joaquín hizo todo lo posible por ocultar las huellas de su “delito” con Miguel. Sin embargo, sus padres conservadores, testigos de Jehová y puritanos hasta la médula, parecían tener un sexto sentido para los cambios. Y, tan pronto como su primogénito llegó a casa, sus alarmas se dispararon. Hasta que no llegó no captó el exquisito aroma de la loción que Miguel había utilizado para masajearle, pero en un lugar tan aséptico como era su hogar llamaba la atención enseguida. Tan pronto como sus progenitores captaron el olor, la tormenta se desató allí dentro. Las acusaciones de lujurioso, de pecador y de culpable volaron por todas direcciones. Joaquín intentó negar los presuntos hechos, pero las pruebas eran innegables y enseguida añadieron los cargos de mentirosos y fariseo. Luego llegó el castigo físico de las bofetadas, un amargo sabor que llevaba años sin paladear, y le conminaron a que se arrodillase, confesase y arrepintiese. También querían saber quién era la chica que le había tentado, lo cual fue el único alivio que pudo sacar de esa condena. Ellos no se imaginaban que había estado con un varón, con alguien de su mismo sexo, y aún peor, con el vecino de la casa de enfrente que tanto habían reprobado. Su única expiación fue afirmar que no habían llegado más que a las manos, lo cual no dejaba de ser verdad, pero ni aún así iba a servir para indultarlo.
Por la noche se iba a la cama sin cenar y, a la mañana siguiente, estaba de nuevo sentado frente al líder de su comunidad. Sus padres le flanqueaban, ambos con los brazos cruzados y enfado más que evidente. El líder, por otro lado, miraba a Joaquín con gesto de gravedad.
-Dime, Joaquín. ¿Has cometido el pecado de lujuria?-le preguntó, con voz calmada.
Él pensó por un rato la respuesta antes de hablar. No tenía ganas de pasar por ese juicio, pero no le quedaba otra alternativa. Solo podía hacerlo más llevadero, y la mentira no iba a servirle más. Al menos, no toda.
-Sí… He pecado.-musitó.
-¿Con quién?
Les dio la respuesta que ellos querían. No la que ellos sabían.
-Con una chica que me crucé por la calle. Ella me tentó.
-¿Y qué hiciste con ella?
-Me llevó a su casa. Me distrajo con su perfume. Pero solo nos besamos, nada más.
Eso no dejaba de ser una verdad.
-Sabemos que la carne es débil, Joaquín. Es fácil caer en las tentaciones de la carne. Pero recuerda que Jehová nos prefiere puros y castos.
Joaquín ya había oído esas lecciones durante mucho tiempo. Pero solo en los últimos días había empezado a pensar largo y tendido sobre ello y a ponerlas en duda.
-Pero mis padres no lo son, ya que debieron fornicar para engendrarnos…
No llegó a advertir la mirada escandalizada de sus padres detrás de él. El líder, por otro lado, se mantuvo más conciliador.
-Eso no tiene que ver, Joaquín. Jehová lo permite para que podamos mantener su Creación con vida y seguir alabando su gloria. Y luego, cuando muramos, podremos ascender hasta su Reino y pervivir en paz hasta que las suenen las trompetas del Juicio Final.
Joaquín tuvo ganas de decir algo, pero se lo calló. Los testigos de Jehová decían constantemente que el Juicio Final llegaría de un momento a otro, pero los años pasaban y no se oía ni un mísero tañido. En cambio, bajo la cabeza de manera humilde para fingir expiación.
-Deberás hacer penitencia por este pecado, Joaquín.
-Lo entiendo…-musitó él.
-Así me gusta.
El líder sonrió, convencido de que había vuelto a colocar a su oveja en el buen camino. Sin embargo, esa oveja tan solo pretendía seguir al pastor. En cuanto se diese la vuelta, volvería a marcharse.
Sin embargo, no iba a tenerlo tan fácil. Durante lo que restó de semana, Joaquín estuvo castigado sin poder salir de su habitación. Solo tenía permitido salir para comer, para rezar con la familia y para ir a las reuniones de la comunidad. Allí, su flagrante caso de lujuria había trascendido y era objeto de las habladurías del resto de miembros y de las penitencias que le imponían. Resultaba humillante y empezaba a hartarse de la situación. Empezó a considerar la opción de marcharse de casa y dejar a su familia atrás, abandonarles para siempre. Aunque no sabía lo que iba a hacer después.
Uno de esos días, oyó que alguien llamaba a la puerta. Al abrir se encontró a Ana, su hermana que había nacido justo después de él. Le llevaba un año de edad. Podía resultar guapa si sonreía, pero siempre tenía un rostro impasible de virgen románica.
-Hola, hermana. ¿Qué quieres?
-Vas a ir al infierno, Joaquín-dijo ella, con tono amenazador.
Eso ya lo sabía.
-¿A qué te refieres?
-Eres un mentiroso. Esa chica de la que hablas es falsa. Es un chico, y el vecino de enfrente nada menos.
Joaquín estaba atónito. Hubiera jurado que nadie les había visto. Pero si sus padres no conocían esa información era porque todavía ella no se lo había contado.
-¡No te atrevas a decírselo a padre y madre! ¡Judas!
-No se lo diré. Pero tienes que arrepentirte de verdad.
Joaquín frunció la boca para evitar decir alguna barbaridad. ¿Y él era el pecador? Ella le estaba chantajeando a traición, clavándole un puñal en todo el estómago. Y porque ella también era muy puritana, que si no, le hubiese besado enfrente de sus padres como le sucedió a Jesucristo en el jardín de olivos.
-¿Desde cuándo lo sabes?
-Os vi el primer día, cuando predicabas con él. Por un momento pensé que podrías convencerle para que dejase su camino de pecador. Pero veo que te ha convertido en un sodomita como él.
-No le llames “sodomita”. Prefiere “gay” u “homosexual”
-Me da igual cómo lo llames-.replicó ella, encogiéndose de hombros-. No pienso dejar que se lleve a mi hermano al infierno con él.
-Prefiero mil veces ir al infierno que subir al Cielo contigo, mala pécora.
No dejó que ella le devolviese una réplica. Simplemente le cerró la puerta en las narices.
Ese mismo día, cuando llegó la hora de cenar, Joaquín tuvo prohibido salir de su habitación. Toda la información había llegado a sus oídos: su sodomía, lo que le había llamado a su hermana, sus mentiras, su falta de arrepentimiento… Sus padres empezaron a creer que estaba poseído y que necesitaba un exorcismo. Tuvo una pequeña oportunidad para poder unirse a la mesa con ellos si por lo menos se disculpaba con Ana por el grave insulto que le había dedicado, pero Joaquín se negó en rotundo. Había entrado en rebeldía total con ellos, con sus dogmas y con sus creencias. Había estado toda su vida encerrado en una burbuja, existiendo como un robot, cohibido con su naturaleza humana. No les había ofendido en ningún sentido, solo había querido experimentar algo nuevo, y ellos habían entrado en una agresiva campaña de penitencia contra él. Pues no pensaba hacerles el juego.
Era sábado. El día siguiente era domingo, un día santo, ideal para el arrepentimiento que Ana había pensado. Pero también era el día en que Miguel volvía de sus clases por la mañana. Así que Joaquín se preparó. Mientras ellos cenaban, él preparó un pequeño hatillo en su mochila con unas cuantas pertenencias. Principalmente era ropa, ya que no conservaba juguetes de pequeño y sus únicos libros eran el libro de rezos, la Biblia y algunos tratados teológicos de los testigos de Jehová. Las paredes eran finas y dejaban pasar algunos sonidos, con lo cual oyó hablar algo sobre un exorcista que vivía algo lejos. Era el momento ideal. Cuando sus padres se fueran, él haría lo propio. Y no pensaba volver la vista atrás. Esta vez no le temblaría el pulso.
Llegó el domingo y el sol se levantó un día más. Las únicas noticias que recibió de su familia eran que tenía terminantemente prohibido salir de su habitación hasta que volviesen y que ni siquiera podía salir a desayunar. Como mucho le dejaron un vaso de leche, más por pura compasión cristiana que otra cosa, pero nada más. Poco después, oía unas cuantas órdenes más para sus hermanas y la puerta del garaje abriéndose. Por la ventana vio el monovolumen familiar perdiéndose por la esquina de la calle. Entonces llegó el momento de ponerse en acción.
Sus padres eran unos cándidos. Sus hijos siempre habían sido tan obedientes y sumisos que jamás habían impuesto trabas físicas. La puerta de su habitación no tenía ninguna especie de cerradura, con lo cual salir de su habitación no era un impedimento. Tampoco habían considerado oportuno que uno de ellos se quedase a vigilar, lo cual había supuesto un error garrafal. Aunque puede que a esas alturas ni siquiera uno de ellos le hubiese podido detener. Y sus hermanas no iban a ser capaces de ello en absoluto. Equipado con su mochila, se dirigió primeramente a la cocina, pues tenía bastante hambre después del castigo doble. Allí fue donde le encontró Ana, atraída por los ruidos.
-¿Qué haces fuera de tu habitación?-le recriminó-. Madre y padre se van a poner furiosos contigo. ¡Vuelve enseguida!
-Me importa un bledo. Tengo hambre.
-¿Y qué haces con esa mochila? No pensarás irte a ninguna parte…
-Pues justamente eso voy a hacer. Diles que me voy con Miguel. Y que no pienso volver.
Ana quedó atónita al instante por la súbita respuesta. Balbució algunas palabras inconexas mientras perseguía a su hermano, pero este ni siquiera se molestó. No estaban acostumbradas a que le llevasen la contraria. Ni siquiera hubieran sabido hacerlo ellas mismas. Así que una vez tomó unas piezas de fruta y un zumo, se fue hacia la puerta principal y salió dando un portazo. Tan solo desearía haber visto la cara de su hermana al otro lado de la hoja.
Una vez fuera, Joaquín inspiró profundamente. Era la primera vez que se sentía libre. Miguel le había abierto los ojos. El mundo no era solo religión y humillación ante un dios que solo les concedía promesas. Era mucho más. Tenía toda una vida que vivir, libre de ataduras y de credos que no hacían más que oprimirle. Y fue en busca del chico que le había abierto los ojos. Todavía era un poco pronto, así que se sentó a esperarle en el banco donde habían conversado por primera vez.
Unos cuantos minutos después, Miguel hacía acto de presencia y se encontraba con él.
-¡Buenos días, Joaquín! ¿Ya estás predicando por ahí?
-Sí, algo así…-dijo él, sonriendo. Le apenaba mentirle, pero no quería que supiese todo por lo que había pasado.
-¿Y qué haces aquí?
-Te estaba esperando. Quería verte.
Miguel enarcó la ceja con intriga. Joaquín lo interpretó como un gesto picaresco.
-¿Y por qué querías verme?-inquirió el aprendiz de masajista.
-Quiero probar todo lo demás del fornicio. Quiero que me lo enseñes.
-¿Estás seguro de ello?
-Sí.
Joaquín sintió cómo ya empezaba a reaccionar su cuerpo. Tan solo esperaba que no se notase mucho su excitación ahí abajo mientras caminaban hacia la casa de Miguel y entraban de incógnito, como la semana anterior. Estaba dispuesto a todo y no podía esperar.
-Bueno-dijo Miguel, una vez estuvieron en su habitación-, ¿qué quieres…?
No le dio tiempo a acabar la frase. De manera frenética, Joaquín se abalanzó sobre él y le besó con pasión. Tras la sorpresa inicial, el otro le correspondió y ambos se abrazaron. Entrelazados sus cuerpos y sus labios, se derrumbaron sobre el lecho. Ambos respondieron bien a los bajos impulsos que los unían. Eventualmente, se retiraron sus camisas, dejando traslucir sus cuerpos para así poder acariciar sus pieles. Joaquín estaba disfrutando como nunca, pero quería más.
-¿Me enseñarás cómo fornicáis?
-La gente actual suele decir “follar” o, por lo menos, “tener relaciones sexuales”. ¿Y ya tienes ganas?
-Quiero saber lo que se siente.
-Está bien. Pero nos tenemos que quitar toda la ropa.
Joaquín obedeció. Ya se encontraba dispuesto a todo. Primero se quitó los zapatos y los calcetines. Luego se desabrochó el pantalón y lo dejó un lado, después los calzoncillos. Por primera vez quedaba desnudo frente a otra persona. Su pene erecto quedó libre al fin y, por vez primera, él se lo veía así a plena luz. Estaba recubierto de un espeso vello rubio y rizado en la base, con unos testículos no muy grandes, mientras que el glande apenas sobresalía un poco entre el prepucio. Casi parecía una tonsura. Miguel hizo lo propio, excitándole aún más. La hombría de Miguel era más grande, tanto que se podía abarcar con una mano y media. También era más grueso y venoso, con un glande ostentoso que lo coronaba y unos testículos hermosos que aún colgaban un poco. Sin embargo, le sorprendió la falta de vello. Aunque tenía un poco que oscurecía levemente su zona genital, era tan corto que Joaquín tenía que acercarse mucho para distinguirlo.
-Qué poco pelo tienes-exclamó.
-Hay algunas personas que se depilan. Yo soy uno de esos.
-¿Y eso para qué sirve?
-Para nada, realmente. Es pura estética. ¿Prefieres activo o pasivo?
Joaquín no sabía la diferencia. Miguel se la explicó y se decantó por la segunda opción, dado que no sabía utilizar su “herramienta” Joaquín se colocó en la cama boca abajo y con las piernas entreabiertas, tal y como le dijo. Mientras, Miguel tomó un preservativo y algo de loción que tenía guardados en un cajón y se puso encima de él.
-Al principio te va a doler un poco-dijo-. Pero poco a poco se te irá pasando. ¿Estás listo?
Joaquín asintió, aunque le asaltaron algunas dudas con ese comentario. Luego sintió la primera punzada de dolor mientras el pene de Miguel hacía su primera entrada en su ano nunca abierto.
-Voy a ir lento, ¿de acuerdo? Intenta aguantar. Tienes que abrirte e irte acostumbrando. Luego llegará lo bueno.
Joaquín estaba boquiabierto. Nunca había sentido algo así. Sin embargo, confiaba en Miguel. Y mientras este iba empujando lentamente su miembro por ese culo virgen, Joaquín iba soltando gemidos de dolor cada vez que llegaba un poco más adentro. Pero también podía notar que cada vez entraba de manera más limpia. El tiempo pasó lento entre intentos de proseguir. Hasta que por fin el dolor pasó y la cadera de Miguel hizo contacto con las nalgas de Joaquín.
-¿Estás bien?
Joaquín asintió. Las palabras no le salían. Estaba sudando y se había agarrado a las sábanas de la cama como si no quisiese que le sacasen a rastras. Podía notar cada centímetro dentro de él, llenándole. Pero no le disgustaba.
-Sigue, por favor-pidió. Quería probarlo todo.
Miguel musitó una leve respuesta afirmativa. Y entonces llegó lo bueno.
Miguel empezó a menear su cintura en un lento y rítmico compás, sacando su pene para luego volverlo a meter. Allí estaba la gran promesa. Cada vez que Miguel se incrustaba, el cuerpo de Joaquín se convulsionaba con las oleadas de placer que le enviaba. Ambos gimieron por el éxtasis que les producía ese frenesí. Miguel era gentil con Joaquín y no le follaba de manera ruda, sino que entraba y salía con parsimonia, aunque aumentó el ritmo ligeramente a medida que sus cuerpos lo demandaban. Joaquín se vanagloriaba con esa experiencia tan maravillosa que tanto satisfacía a su cuerpo y a su mente, sintiendo su latido acelerado como nunca lo había estado y su temperatura corporal al borde de la ebullición. Sus gargantas no alcanzaban a expresar esas maravillas.
Su ritmo cardíaco empezó a acelerarse como nunca. Por un momento, Joaquín creyó que iba a salírsele del pecho. Sudaba profusamente y su cuerpo se agitaba como una marioneta al son de las embestidas de Miguel. Este apoyaba las manos en sus nalgas para disponer de un punto de apoyo con el que proseguir con sus acometidas. A pesar del látex, podía sentir cada roce de ese virginal interior que todavía encapsulaba su miembro. La cama también sufría a causa de sus embates, lanzando chirridos que ponían a prueba su resistencia contra esas artes amatorias y sexuales. Miguel había tenido algunos amantes esporádicos, pero nunca uno como aquel.
Los dos estaban a punto de llegar al culmen del placer cuando, de repente, el timbre de la casa sonó, cortándoles el rollo.
-¿Quién puede ser?-inquirió Miguel jadeando, más para sí que para Joaquín.
Mientras el joven ex testigo de Jehová quedaba allí tirado, recuperándose de la pérdida de su virginidad, el musculoso aprendiz de masajista se levantó de la cama y se asomó por la ventana.
-Joaquín-dijo-. ¿Esos no son tus padres? ¿Y quién les acompaña?
Joaquín se levantó alarmado. ¿Se habían atrevido a ir a buscarle? Se levantó de la cama, con el culo todavía sensible por su primer polvo y su pene aún levantado, y se asomó junto a su amante. Efectivamente, eran los padres de Joaquín. Y les acompañaba un hombre viejo, de calva incipiente y anteojos, con una Biblia en una mano y un crucifijo de plata en la otra. Era el exorcista.
-Por favor, no quiero volver con ellos-suplicó Joaquín-. Me llevan haciendo cosas malas desde que te conocí. Dicen que estoy poseído y me quieren exorcizar. Estoy harto de ellos, no quiero volver. Por favor…
Miguel le miró, con un deje de compasión, pero también de preocupación. Entendía que quisiese emanciparse de una familia tan opresiva, pero la cuestión era a dónde iba a ir. Bueno, pensó. Cada cosa a su tiempo.
Miguel abrió la ventana y se asomó, lo justo para no dejar entrever que estaba desnudo del todo. Los padres de Joaquín siguieron el rastro del sonido y alzaron la mirada y la voz.
-¡Tú, chaval!-le gritó el padre, iracundo-. ¡En el nombre de Jehová, deja de seducir a nuestro hijo y dile que salga!
-¡Él no quiere volver con vosotros!-respondió Miguel, con tono desafiante.
-¡Deja de hablar en su nombre, íncubo! ¡Si está ahí, quiero verle!
Miguel le dedicó una mirada a Joaquín. Este comprendió. Si quería mostrarse en rebeldía, debería defenderse él mismo. Inspiró hondo, haciendo acopio de valor, y se asomó de igual manera.
-¡Joaquín!-chilló su madre-. ¡Vístete ahora mismo!
-¡Baja ahora mismo!-gritó su padre.
-¡No pienso bajar!-respondió él, con el mismo tono de voz-. ¡Reniego de vosotros y de vuestra estúpida religión! ¡Odio a Jehová y todo lo que representa! ¡Si no me queréis tal y como soy, me marcho!
-¡Maldito demonio! ¿Qué le has hecho a mi hijo?
-Yo no le he hecho nada-exclamó Miguel-. Él ha elegido por su cuenta.
-¡Ojalá ardas en el Infierno! ¡Devuélvenos a nuestro hijo!
Poco después empezaba una sarta de maldiciones cristianas, amenazas y recitado de versículos que no tenían ganas de tolerar. Miguel cerró la ventana y llamó a la policía, la única manera con la que consiguió que los padres de Joaquín se marchasen. Por fin se había librado de ellos, aunque su amenaza seguiría presente al otro lado de la calle cual torre de Mordor.
-Si te soy sincero, yo tampoco les habría soportado-comentó Miguel-. Has sido muy valiente por dar el paso. ¿Pero qué piensas hacer ahora?
-No lo sé…-musitó-. Tan solo me he traído ropa y un poco de dinero, pero nada más…
-Esperaremos a que vengan mis padres. Con un poco de suerte te dejarán quedarte.
Hacia media tarde, los padres de Miguel volvían a casa de trabajar. Su hijo les puso al corriente de toda la situación. A ellos también les preocupaba la precaria situación en que había quedado Joaquín, pero también eran compasivos y comprensivos. Accedieron a permitir que se quedase durante un tiempo, siempre y cuando no fuese una carga inútil, mientras su situación se resolvía y estabilizaba. Dormiría con Miguel en su misma habitación, lo cual le alegró bastante. Podría dormir abrazado a él y tener sexo, que no fornicio, cada vez que quisieran.
Joaquín se sentía como si por fin hubiese ascendido al Cielo. Y su nuevo dios se llamaba Miguel.