Pecados inconfesables - Capítulo 2

¿Salvación eterna o disfrute terrenal? El dilema está servido. Ahora toca decidir.

Joaquín contempló el rostro de Jesucristo en un retrato que ocupaba buena parte de una pared. El hijo de Jehová, aquel que había muerto en la cruz para expiar todos los pecados de la humanidad. Tenía un rostro gentil y sereno y una mirada que parecía leer los pensamientos de quien le contemplaba. Y Joaquín solo tenía una pregunta para él: ¿por qué eso tan maravilloso que había experimentado había de ser un pecado? ¿No se suponía que Jehová les había puesto en el mundo para que fuesen felices y dichosos? ¿Para que disfrutasen de las maravillas de su Creación? ¿Y qué había más maravilloso que el ser humano? Al fin y al cabo, no estaba ofendiendo a Jehová de ninguna manera. Bueno, tal vez había roto algunos de sus mandamientos, pero, ¿por qué habían de ser tan estrictos? ¿Por qué tenía que ser la vida tan sobria para poder salvarse? ¿Acaso merecería la pena el Cielo?

Y luego estaba el tema de la sodomía. Cierto, los habitantes de Sodoma y Gomorra se merecían lo que les sucedió, pero porque ellos habían sido perversos. Joaquín no era así, no se sentía mala persona. Y Miguel tampoco. ¿Por qué tenía que pagar por los crímenes que otros cometieron? Cierto, los actos de Adán y Eva habían condenado a toda la humanidad, pero eso era distinto, pues ellos fueron los primeros humanos. Pero la pregunta seguía en el aire. ¿Por qué tenía que ser él el encargado de purgar los delitos que otras personas habían cometido tantos milenios atrás? Si era así, ¿también tendría que expiar los pecados de todos los que les habían sucedido? ¿Qué culpa tenía él de que ellos fueran malas personas?

Joaquín empezaba a poner en duda los dogmas que tantas veces le habían repetido. Que sus padres, que su comunidad, que su catequista le habían implantado en su mente. Y cuidado con ponerlas en duda, ya que había algunas admisibles, otras pasables y otras completamente blasfemas. Miguel solo había sido una pequeña chispa que había encendido una mecha muy larga. Y aunque no se atrevía a manifestar sus ideas entre los de su comunidad, sí que empezaba a replantearse su papel allí. Se suponía que Jehová les concedió el libre albedrío, pero eran tantas y tan férreas sus prohibiciones y sus mandatos que apenas había margen de libertad si se quería subir al Cielo y conseguir la prometida salvación eterna.

Por otro lado, sus padres empezaban a sospechar de él. Le veían distante y distraído durante las oraciones y las ceremonias. Durante la semana siguiente a la que estuvo hablando con Miguel, le llevaron a hablar varias veces con el líder de su comunidad. Este le dio varias charlas sobre la mentira, el pecado, el amor de Jehová y otros tantos temas parecidos, en busca de la raíz del problema que le aquejaba. Pero Joaquín permanecía impávido, sin revelar su secreto, su pecado inconfesable, que estaba escalando poco a poco. Asentía de manera mecánica y daba respuestas vagas para eludir su escrutinio. Nunca hasta entonces se había dado cuenta de lo tedioso que podía llegar a ser ese hombre, con su hablar lento y su tono pausado. Parecía un disco que tocase siempre la misma nota durante un largo intervalo de tiempo. Joaquín prefería mil veces hablar con Miguel, que por lo menos era más entusiasta y vivaz.

Algunas noches, Joaquín todavía experimentaba con su cuerpo. La primera vez le satisfizo enormemente, pero poco a poco le iba invadiendo la necesidad de ir más lejos, de conocer más. Mirar en Internet no era una opción viable, ya que sus padres mantenían un estricto control de todo lo que buscaba y tenían instalado un control parental que solo admitía algunas páginas de contenido cristiano. Si quería saber algo más, tenía que acudir a Miguel de nuevo. El primer domingo tras esa crucial conversación en el parque no pudo ser. Mientras predicaba, vio el coche de sus padres por la calle, y notó que le estaban siguiendo y vigilando. Fue un fastidio enorme y, cuando por fin vio a Miguel volver de su actividad, tuvo que cruzar a la otra acera, tal y como le habían ordenado que hiciese. Sin embargo, consiguió aliviar la vigilancia sobre él y, para la semana siguiente, por fin pudo verle. Siempre se le encontraba por el mismo camino, así que fue por allí a propósito para poder encontrarse con él.

-¡Buenas tardes, Miguel!-le saludó con todo entusiasmo.

-Buenas tardes. ¿Hoy ya sí que me hablas?

-Siento lo de la semana pasada. Mis padres me estaban espiando y… Ya sabes…

Miguel comprendió.

-Está bien. No pasa nada. Te perdono.

Anduvieron un rato por la calle, en dirección al parque que pillaba de camino. Joaquín no sabía cómo encauzar la conversación. Tenía ganas de saber más sobre ese mundo que se le presentaba nuevo, pero no quería liarlo a la primera. Temía parecer demasiado ansioso o acelerado y ahuyentar a ese chico que tanto le… No quería que Miguel se fuese.

-Oye, estuve pensando en eso que me dijiste-musitó.

-¿Ah, sí?

-Sí. Y he estado pensando… Quiero saber más

Miguel frunció el ceño con gesto de extrañeza. No entendía a qué se refería.

-Más sobre el… fornicio.

Joaquín balbució esa última palabra como si le fuese a caer un rayo tras pronunciarla. Miguel, por otro lado, soltó una leve carcajada, divertido como estaba por ese término que sonaba tan anticuado.

-¿A qué te refieres en concreto?

-A… Ya sabes… A cómo lo hacéis los sodomitas. Lo de fornicar y todo eso.

-¿Estás seguro de que quieres saberlo?

Joaquín asintió. Había puesto en duda tantos dogmas que la fe le había abandonado. Él le había dado la espalda.

Una vez más se sentaron en el parque y, al igual que Joaquín le había dado una charla a Miguel, ahora las tornas se habían cambiado. El joven le habló sobre las distintas comunidades que había, algunas de sus prácticas distintivas y lo que hacían, siempre que hubiese consentimiento mutuo. Pero, sobre todo, le habló del sexo, como un padre que le da la charla a su hijo. Le explicó el concepto del punto G y las distintas maneras que había para disfrutar su propio cuerpo. Joaquín descubrió todo un mundo nuevo y fascinante que su comunidad y su dios le habían querido ocultar, mientras su cuerpo reaccionaba a esos estímulos sonoros que su mente se daba a imaginar a su manera inocente y cándida.

-¿Tú haces eso todos los días?-preguntó Joaquín de manera inocente.

-Por supuesto que no. Solo de vez en cuando.

-¿Y yo podría?

-Claro. No veo por qué no. Siempre y cuando te gusten esas cosas y quieras.

Por sus padres. Y por su comunidad. Y por su fe. Esa era la razón por la que permanecía virgen y casto, sin haber conocido nunca un cuerpo ajeno, reprimiendo sus emociones más bajas por temor a un castigo eterno. Pero ya estaba cansado de ello.

-Quiero probarlo contigo-soltó, de repente.

-¿Estás seguro de ello?

-Sí. Quiero probar todo eso contigo.

Miguel le miró durante unos instantes, evaluando la situación. Joaquín parecía decidido a dejar atrás su vida de testigo de Jehová, pero ello podía tener consecuencias nefastas para con su familia. Miguel estaba al tanto y pensaba que debía renegar de ellos si no le dejaban ser libre y como él quisiera, pero también era consciente de que era un paso muy grande a dar. Y así se lo hizo saber.

-He mentido mucho a mis padres estos últimos días-dijo, algo apenado por el pensamiento de traición-. Pero me estoy dando cuenta de que esa vida no me gusta. Yo jamás la elegí.

-De acuerdo. Vayamos a mi casa.

Retomaron el camino de vuelta hacia la calle que ambos compartían. Joaquín estaba inseguro, pues sus padres podían verle entrar en la casa del “pervertido sodomita”, como le habían calificado, y los padres de Miguel también podrían verles y hacerse muchas preguntas. Pero su compañero le tranquilizó. Entrarían por la puerta de atrás y estarían solos, porque sus progenitores se encontraban trabajando.

Un rato después, Joaquín seguía a Miguel al interior de su hogar como si fuesen dos ladrones que se estaban infiltrando para robar. La vivienda era muy parecida a la suya en lo que a la disposición de las distintas habitaciones suponía, pero al mismo tiempo era muy distinta. La iconografía cristiana era abundante en la casa de Joaquín, con una decoración sobria y somera llena de crucifijos e imágenes de Jesucristo. La casa de Miguel, por otro lado, tenía un estilo más vivaz, con algunas estanterías repletas de libros y souvenirs que representaban varias partes del mundo en las que habían estado. Había algunos cuadros llamativos, que representaban desde retratos de personas a paisajes que, según Miguel, había pintado su madre. También había fotos de gente sonriente en distintas etapas de sus vidas. Para Joaquín fue como cruzar las puertas del Cielo, aunque era consciente de que seguía en el mundo terrenal. Miguel le guió hasta su cuarto, que también resultaba mucho más llamativo y ostentoso que el suyo propio. Al otro lado de la ventana aparecía la casa de Joaquín, que parecía mirar con indignación su presencia en ese edificio. Y, colgando del marco, la bandera arcoíris que había supuesto el cisma con los vecinos cuando estos apenas se habían mudado.

-Hoy solo iremos con algunos preliminares, ¿de acuerdo? Tienes que ir aprendiendo poco a poco, y no te voy a forzar a darlo todo el primer día.

-De acuerdo. ¿Qué son preliminares?

-Es como una especie de paso previo. ¿Estás listo?

-Sí.

-Bien. Siéntate aquí conmigo, en la cama.

Los dos chicos se sentaron, con caderas y hombros pegados. El primer roce hizo que Joaquín se pusiera tenso de los nervios. Estaba tocando al chico que había supuesto su renacer apetitivo cuando creía que nunca más podría experimentar aquello. Su cuerpo se puso rígido, al igual que su pene bajo el pantalón.

-Empezaremos con lo básico: un beso-dijo Miguel-. ¿Estás listo?

-Sí…-balbució Joaquín.

-Si quieres que pare, lo dices.

Joaquín asintió. Con toda suavidad, Miguel acercó sus labios y los plantó sobre los de Joaquín. Este se quedó quieto, recibiendo su contacto como algún tipo de amenaza externa ante la que no sabía cómo reaccionar.

-Estás muy tenso. Relájate.

Miguel lo intentó de nuevo. Joaquín hizo un amago patoso de beso, pero no acabó de salirse del todo bien. Todavía estaba muy cohibido.

-Tienes demasiada tensión-dijo Miguel-. ¿Quieres que te dé un masaje?

Joaquín había oído hablar de los masajes. Su comunidad también los prohibía por ser un contacto que, aunque no llegaba a impúdico, sí que resultaba carnal e innecesario.

-¿Sabes hacer eso?

-Pues claro. Estoy estudiando para ser masajista. ¿Quieres?

-Bueno…

-Bien, quítate la camisa y échate sobre mi cama boca abajo.

Joaquín abrió los ojos con alarma. ¿Quitarse la camisa a la vista de otro hombre? Jamás había hecho una cosa así. Todas las alarmas de su pudor se encendieron al instante y se puso rojo, esta vez de vergüenza

-¿Es necesario?-balbució.

-Sí. No te preocupes, no habrá nada sexual.

Eso le calmaba un poco, pero todavía estaba demasiado reticente. Él estaba dispuesto, porque quería cambiar, pero su vida pasada todavía le perseguía y le ataba para que no diese el paso. Miguel notaba su dilema.

-No tiene nada de malo estar frente a otras personas sin la parte de arriba-dijo Miguel-. En la piscina se hace y no pasa absolutamente nada.

-Pero… Yo desnudo… Y tú vestido…

-Si ese es el problema, no pasa nada. Yo también me quito la camisa y estamos igual. ¿Vale?

Miguel empezó a desabrocharse la camisa. La parte más conservadora de Joaquín le impelió a taparse los ojos, pero la otra le dio curiosidad, y miró entre las rendijas de sus dedos. La visión del torso desnudo de Miguel le dejó sin palabras. Sus pectorales abultados, sus abdominales firmes, sus brazos gruesos, su piel suave y sin apenas vello… Era una escultura viva. Su musculatura se notaba más que el Jesucristo crucificado más anatómicamente correcto que Joaquín hubiese visto en su vida. En la cintura, sus calzoncillos sobresalían ligeramente por detrás de la goma del pantalón. Y en sus caderas rectas, las líneas que separaban el tronco de las piernas le incitaban a mirar allí donde se suponía que convergían, en la zona genital, de una manera casi osada. La erección marcaba el pantalón de Joaquín en una lucha tan frenética por liberarse que por un momento pensó que iba a romperle toda la tela.

-¿Ves? No pasa nada. Ahora tú-le instó Miguel.

Joaquín titubeó unos instantes. Luego tragó saliva e hizo acopio de valor. Si quería romper con los testigos, tenía que ser valiente. Necesitó de unos segundos, tras los cuales retiró las manos de su cara y se las llevó a su cuello. Empezó a desanudar su corbata con el tacto, ya que en primer lugar no tenía un espejo para deshacer el nudo, y en segundo porque no podía desviar la mirada de Miguel. Su cuerpo ejercía una atracción gravitatoria como la Tierra hacia la Luna, que siempre muestra la misma cara.

Tras un rato que pareció una eternidad, Joaquín se deshizo de su corbata y la dejó a un lado, donde creía que había una silla. Pero en vez de eso, la prenda cayó al suelo y Miguel, gentilmente, la recogió y la puso sobre la mesa. Joaquín luego procedió con los botones, con una parsimonia inusitada. Luego se la quitó, como cuando se iba a acostar y a poner el pijama. La prenda pasó por el mismo proceso que la corbata.

-Bien, ahora échate boca abajo sobre mi cama-dijo Miguel, que había esperado con paciencia todo ese prolongado proceso.

El cuerpo de Joaquín era muy fino en comparación con el de Miguel. Era delgado y fino, con unas pocas hebras de vello rubio en su pecho que se camuflaban con la palidez de su piel, más otras más abundantes en sendos sobacos. Los huesos no se notaban, salvo las clavículas y un poco la pelvis, porque estaba bien alimentado. Pero tampoco podía adivinarse un sistema muscular debajo de su piel. Se recostó sobre el colchón de Miguel, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, y esperó.

Miguel echó un poco de loción especial sobre la espalda desnuda de Joaquín y empezó por masajearle la zona de los hombros. Este notó el tacto frío de sus manos, que iban recorriendo cada contorno de su musculatura y sus huesos. Resultaba curioso sentir un tacto ajeno cuando nadie le había tocado jamás que no fuese su madre o sin una tela de por medio. Miguel tenía experiencia, y pronto notó que su cuerpo se relajaba, se destensaba, como una cuerda que se va aflojando a medida que le desatan algunos nudos. Su cuerpo se meneaba con suavidad, como si estuviese sobre una tabla en el mar, mientras los dedos de Miguel llegaban a zonas recónditas. Exploró sus hombros, sus clavículas, sus brazos, sus costados, su columna y la zona lumbar, clavando las yemas en los puntos adecuados y enviando oleadas de una nueva sensación a Joaquín: el placer. Se sorprendió a sí mismo soltando algunos gemiditos, pero no le importó. Para cuando terminó la sesión, Joaquín se había quedado adormilado.

-Ya está, mucho mejor-exclamó Miguel-. Tenías mucha tensión acumulada. Oye, ¿sigues despierto?

Hasta que no recibió un ligero meneo, Joaquín no reaccionó. Realmente se había quedado dormido, y cuando Miguel le despertó todavía seguía algo embotado.

-Tienes las manos de un dios-masculló.

Eso sí que le resultó inesperado. Miguel nunca había recibido un cumplido similar en su vida. Y menos uno que resultaba una blasfemia total en boca de quien lo pronunciaba.

-Gracias-dijo.

Joaquín se incorporó. Nunca antes en su vida se había sentido tan relajado y despreocupado. Ambos chicos se miraron y, como dos polos opuestos que se atraen, sus labios se acercaron y se juntaron. Se besaron con pasión, aunque sus lenguas no llegaron a establecer ningún contacto. Joaquín era torpe, pero Miguel respetaba sus límites y no llegaba más allá de donde su compañero quisiese o pudiese. El joven testigo de Jehová se atrevió, además, a posar su mano sobre los pectorales de Miguel. Sintió su latido debajo, acelerado pero acompasado, y creyó que era el corazón de Jehová que lo recibía en su seno, en el Paraíso. Su lista de sacrilegios iba en aumento, pero a él no le importaba.

De repente, Joaquín volvió en sí, alarmado.

-¿Qué hora es?-exclamó.

La hora apareció en el móvil de Miguel. Todavía era temprano por la tarde, pero se acercaba la hora en que él volvía a casa de predicar.

-Tengo que volver o mis padres se preguntarán dónde he estado. Y se pondrán furiosos.

-De acuerdo.

Joaquín se vistió rápidamente. y se atusó el pelo, que había quedado ligeramente despeinado.

-¿Otro día me enseñarás algo más de lo que soléis hacer los sodomitas?

Miguel sonrió. Todavía le hacían gracia esos términos tan arcaicos.

-Preferimos “gays” u “homosexuales”. Eso de “sodomita” suena un poco despectivo. Y sí, claro que te enseñaré. Todo lo que quieras.

El corazón de Joaquín se hinchó de alborozo. Jamás se había sentido tan vivo, y eso que apenas había rozado la superficie.