Pecados inconfesables - Capítulo 1
Algunos pecados son muy difíciles de confesar, pues a veces el Diablo puede ser demasiado tentador.
LOS HECHOS AQUÍ NARRADOS SON COMPLETAMENTE FICTICIOS.
TODOS LOS PERSONAJES, LUGARES Y EVENTOS DESCRITOS SON OBRA DE LA IMAGINACIÓN DEL AUTOR.
CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA.
El sermón se encontraba en su punto álgido. La voz del predicador llegaba a todos los rincones de la sala e impregnaba los oídos y los corazones de todos los fieles. Y, sin embargo, Joaquín lo oía como un murmullo lejano. Su mente estaba perdida en otros pensamientos, atribulada por una decisión que le carcomía por dentro. Una dicotomía irresoluble. ¿Debía o no confesar su pecado más reciente?
Los padres de Joaquín eran testigos de Jehová y, como tal, Joaquín y sus tres hermanas menores eran parte de la misma comunidad. Desde que era pequeño les habían inculcado el amor y la fe a Jehová y a Jesucristo, así como el respeto a su Palabra, que era la Biblia. Y también les habían conminado a que confesase todos sus pecados. No importaba cuán graves pudieran ser, pues Jehová es misericordioso y los perdonaría, de manera que podrían recibir su perdón y ascender al Cielo. Sin embargo, Joaquín no tenía tan claro que nadie de su comunidad, ni siquiera Jehová, fuese capaz de absolverle del pecado que tanto le mortificaba. Temía las posibles consecuencias de todo aquel que llegase a conocerlo. El sacerdote, en primer lugar, y su familia y el resto de feligreses, a pesar de que estuviese amparado por el secreto de confesión.
Su pecado era muy simple: había tenido pensamientos lujuriosos. Era algo normal en un chaval como él, con diecinueve años cumplidos. Él también había pasado por la pubertad y había tenido reacciones carnales, pero había recibido el perdón y aprendido a reprimirlos. Sin embargo, no era eso lo que le reconcomía. El problema era que esta vez había sido con un varón. La lujuria era un pecado muy mal visto entre los suyos, pero si a eso le sumabas la sodomía se convertía en una bomba de relojería que podía estallar en cualquier instante. Nadie ocultaba el fuerte desagrado que les producía lesa práctica considerada antinatural, mentando enseguida las catástrofes de Sodoma y Gomorra tan pronto como el tema salía a relucir y los castigos que sufrirían en el Infierno los sodomitas. Y por eso tenía tantos reparos en confesarse.
Todo comenzó una semana antes, el domingo anterior. Una familia se mudó a la casa de enfrente de donde vivía Joaquín con su familia. Al principio les recibieron con amabilidad, como buenos vecinos que eran. Pasteles, sonrisas, abrazos, bendiciones, buenos deseos… Pero esa misma noche, la madre de Joaquín vio algo que la dejó escandalizada, como si hubiese visto la marca del Diablo: una bandera arcoíris en una de las ventanas del piso superior. La cena se convirtió en una enfervorecida muestra de homofobia por parte de sus dos progenitores. Ambos estaban muy irritados por ver que los vecinos de enfrente eran sodomitas y exhibían su distintivo como una muestra pública de indecencia. Juraron y perjuraron que toda la familia ardería por toda la eternidad en el Infierno, que Jehová les castigaría y que ni el Purgatorio podría salvarles. Pero no iban a dejar que mostrasen su impudicia e iban a tomar cartas en el asunto para que esa simbología desapareciese de la vía pública. Fueron a la mañana siguiente a hablar con ellos, pero acabaron más escaldados que antes. La bandera era del hijo de los vecinos y ellos estaban orgullosos de su condición. La escena causó bastante revuelo, con viandantes curiosos armados con móviles alrededor. Ninguna de las amenazas de los padres de Joaquín surtió efecto: ni el fuego eterno, ni los versículos de la Biblia, ni la policía. La bandera seguiría allí, inamovible.
Lo siguiente en llegar fueron las amenazas. Los padres de Joaquín advirtieron a sus cuatro hijos de que jamás, bajo ninguna circunstancia, entablasen ningún tipo de contacto con los nuevos vecinos de enfrente. Ni una palabra, ni una mirada, absolutamente nada. Habían de ignorar por completo su existencia. Y si les veían venir por la acera, debían cruzar la calle de inmediato. Pondrían la situación en conocimiento de la comunidad, en busca de apoyos para intentar eliminar ese distintivo del mismísimo Lucifer. Pero estos se mostraron más fríos y cautos. Pensaban que nada podía hacerse por aquellos que se negaban a seguir la senda de la salvación. Ellos arderían en el Infierno, pero Joaquín y su familia debían mantener templanza y fervor, pues Jehová juzgaría. A partir de entonces se calmaron y simplemente se limitaron a soportar e ignorar la simple existencia de los vecinos y de su satánico trozo de tela.
De esta guisa pasó una semana y media. Era martes, y Joaquín se despertó temprano, como todos los días, dando gracias al Señor por el nuevo día que les brindaba. Había cogido el hábito de mirar por la ventana cada vez que se despertaba, y esa mañana no iba a ser distinta. Sin embargo, en esa ocasión vio algo nuevo que jamás había visto antes. Observó al hijo de los vecinos de enfrente salir de su casa, preparado para hacer algo de deporte mañanero. Vestía una camiseta de tirantes ligera que dejaba al descubierto sus brazos bien torneados y revelaba más musculatura debajo de la tela, además de unos pantalones cortos de deporte que se ajustaban a su talle de una manera que resultaba casi obscena. Una cinta de correr le ceñía su abundante cabello castaño con bucles y un pulsómetro, su tríceps izquierdo. Joaquín le observó hacer algunos calentamientos preliminares, flexionándose y curvando su cuerpo. Recordaba bien las palabras de sus progenitores, de no establecer ningún tipo de contacto con ellos, pero había algo magnético que no le permitía apartar la vista. Y, luego, su propio cuerpo le traicionó.
Había tenido esa sensación antes, vaya que la había tenido. Y le habían avergonzado por ello. Un bulto se empezó a formar en el pantalón de su pijama, una erección espontánea y bien llamativa. Joaquín se alarmó enseguida. Cerró la ventana, apartó la mirada y deseó con todas sus fuerzas que eso se bajase enseguida. No podía ir a desayunar de esa manera. Pero todavía tenía la visión del vecino en la cabeza y no lo conseguía. Intento pensar en Jehová, en Jesucristo, en todos los versículos de la Biblia que se sabía. Al final consiguió que bajase, pero tardó demasiado en encontrarse con sus padres y estos le preguntaron de manera recriminatoria por qué había tardado tanto. Tuvo que inventarse una excusa y decirles que se había quedado dormido. Por lo menos ese castigo fue un poco menor, pero no podía confesar la dura verdad: que había vuelto a tener pensamientos lujuriosos después de tanto tiempo, y con un varón nada menos.
Después de ello, había resuelto confesarse el domingo, después de misa. Pero ahora no lo tenía tan claro. Había pensado largo y tendido sobre ello. El pecado de la mentira no le preocupaba tanto en comparación con el de los pensamientos lujuriosos. Pensaba en las consecuencias y se imaginaba un futuro aterrador, en el que nadie le volvería a mirar con los mismos ojos. Eso si no le echaban de la comunidad, o aún peor, sus padres le repudiaban. La idea le aterrorizaba, pero, por otro lado…
-Joaquín, ¿te pasa algo?
Su madre le sacó de su ensimismamiento.
-No, madre. Estoy bien, no me pasa nada.
Ella hizo un mohín de extrañeza. No parecía muy convencida.
-Mentir no está bien, Joaquín. Ya sabes lo que Jehová opina al respecto.
-Lo sé, madre.
Prefería mil veces mentir y hacer penitencia por todas ellas que contar su secreto. Su terrible e inconfesable pecado que lo estaba torturando por dentro.
Ese mismo día tuvo que sobrellevar una larga charla con su líder espiritual acerca de las mentiras, el fuego infernal y la salvación. Lecciones que le habían inculcado desde que era pequeño, cientos de veces, pero que no se cansaban de repetir. Se sabía los dogmas casi al dedillo. Era un orgullo para él y para su familia que tuviese tanta fe y que los siguiese sin salirse del camino de la rectitud. Finalmente confesó el pecado de la mentira, aunque por suerte no tuvo que detallar por qué razón había mentido ni mucho menos su gran pecado secreto. Simplemente se conformó con explicar que no se encontraba bien, y eso les bastó.
-Reza a Jehová-le dijeron-. Él te dirá lo que tienes que hacer. Él siempre te guía y velará por ti.
-Lo haré. Gracias por sus consejos.
Luego volvía a casa con varias mentiras confesadas y otra que todavía le picaba en la lengua y en el corazón.
Por la tarde aprovechó el buen tiempo para salir a predicar. La gente solía pasar de él y en muchas ocasiones le cerraba la puerta en las narices, pero predicar era un requerimiento de su comunidad. Bien vestido, con una camisa blanca, pantalones oscuros, corbata y un peinado engominado perfecto de su cabello rubio corto, cogió su libro de rezos y su Biblia y salió a la calle. Tuvo un par de encuentros con gente que se animó a escucharle, o al menos fingirlo, pero ese día se encontraba distraído. Hablaba de manera vaga y poco elocuente y recibió mucha menos atención de lo normal. Andaba por la calle cabizbajo, todavía atribulado por su terrible pecado. Sentía que debía confesarlo, que debía purgarse de tan terrible crimen, pero no tenía el valor para hacerlo. Era una terrible dicotomía entre el Cielo y su vida terrenal actual.
En un momento dado, viró una esquina. Sin mirar por dónde iba, se chocó contra alguien.
-Perdón. Lo siento mucho-se excusó.
Levantó la cabeza para ver la persona con quien se había chocado. Y entonces palideció de horror. Era el vecino de enfrente, el chaval por el que había pecado. Estaba frente a él, cara a cara. Parecía venir de alguna clase o algo por el estilo. Iba equipado con una mochila a sus espaldas y vestía de una manera muy elegante, con una camisa que dejaba ver su buena forma física por debajo.
-No pasa nada-respondió él, con una alegre sonrisa.
Joaquín enmudeció. Recordó la orden de su padre, de cambiarse de acera si les veían, de ignorar por completo su existencia. Pero sus piernas no le respondían. Y el otro no percibía su dilema.
-Me suena haberte visto antes, ¿no?
El chico se quedó pensativo por un segundo.
-¡Ya sé! Vives enfrente de nosotros, ¿verdad?
-Sí…-masculló Joaquín.
-Un placer conocerte. Mi nombre es Miguel.
Le tendió la mano. Joaquín miró a su alrededor, temeroso de que alguien de su familia pudiera estar por la zona y le viese. No vio a nadie, así que le devolvió el saludo y se presentó, como buen cristiano que era. Había una cosa que no entendía. Sus padres juraban y perjuraban que esos vecinos eran diabólicos, pero a Joaquín no le parecía tan mala persona. De hecho, no parecía enojado por el vergonzoso espectáculo de intransigencia que habían dado por la bandera.
-¿Qué estás haciendo?-le preguntó Miguel.
Joaquín no respondió. Estaba demasiado nervioso. En lugar de eso, y para asombro de Miguel, se dio la vuelta y salió corriendo. El cuerpo de Joaquín estaba volviendo a reaccionar de manera delatora y le daba demasiada vergüenza. Esperó en una calle aledaña, apoyado contra la pared y con sus libros sobre la entrepierna, a que el latido acelerado de su corazón se ralentizase y a que su cuerpo se relajase. Mentalmente le pidió a Jehová que le marcase el camino en esa tribulación, que le diese una señal sobre lo que debía hacer. Pero su dios se mantuvo silencioso en todo momento. Joaquín sintió que le había abandonado en el momento de más necesidad.
Siguió viendo a Miguel durante toda la semana siguiente. Él también se levantaba temprano por las mañanas a hacer ejercicio, y Joaquín le veía cada vez que miraba por las ventanas. Antes sus pensamientos impuros habían sido solo una reacción corpórea involuntaria, pero poco a poco habían ido evolucionando. Se encontraba a sí mismo pensando en el chico a horas intempestivas, en sus sueños o durante alguna actividad con la comunidad, y a veces tenía un tic en que se mordía los labios al contemplarlo. Cada vez se encontraba más acorralado. Su pecado iba en aumento y cada vez tenía menos clara su confesión. Era una bola de nieve que rodaba cuesta abajo y que cada vez se hacía más y más enorme. Si la detenía, acabaría aplastado. Si no, solo Jehová sabía cuáles podrían ser las consecuencias.
El domingo siguiente volvió a salir a predicar. Antes de ello, rezó a Jehová y le pidió mil y una veces que, por favor, no se encontrase con Miguel, con el hijo de los vecinos de enfrente. Pero él era un pecador que no buscaba el arrepentimiento y la confesión, y Jehová no escucha jamás a esos pecadores. Por un momento pensó que sí que había oído sus plegarias, pues no le vio por ninguna parte. Estaba esperando en un semáforo para cruzar al otro lado de la calle cuando, sin quererlo ni saberlo, Miguel llegó por detrás de él y se colocó a su lado. Él ni siquiera se había dado cuenta hasta que este le saludó.
-Buenas tardes, Joaquín.
Este se sobresaltó. La bendición de Jehová le había abandonado.
-Buenas tardes-balbució.
-¿Qué tal? ¿Qué estás haciendo?
Joaquín deseaba salir huyendo otra vez. Pero tenía que ir hacia el mismo sitio hacia donde iba Miguel.
-Estoy… Estoy predicando.
-¡Ah, claro! Me lo contaron mis padres, que los tuyos son testigos de Jehová. ¿Tú también lo eres?
Joaquín asintió. Realmente le sorprendía que no les guardasen rencor por el numerito homófobo con el que les recibieron.
-¿Y de qué hablas cuando predicas?
-De la palabra de Dios y de Jesucristo, nuestro Señor.
-¿Y es interesante?
¿En serio se estaba interesando por la comunidad y sus enseñanzas?
-No creo que te interesen estas cosas.
-Oye, ¿quién sabe?-dijo él, encogiéndose de hombros-. Hay que saber un poco de todo para elegir. Vayamos al parque. Allí estaremos más cómodos.
Joaquín no sabía cómo sentirse. Por fin alguien le hacía caso, aunque fuese por pura condescendencia, pero el hecho de que fuese precisamente él… Iba vestido de una manera bastante similar a la del domingo pasado, con una camisa de cuadros algo holgada, pero que dejaba poco a la imaginación, y unos pantalones largos bien ceñidos. No, no debía tener más pensamientos impuros. Debía contenerse. Tan solo esperaba que su cuerpo hiciese lo propio.
Ambos se acomodaron en un banco del parque. Joaquín empezó a explicarle lo que hacían en la comunidad de testigos y el por qué de sus creencias, además de los objetivos que esperaban alcanzar y algunos de los dogmas que profesaban. Miguel asentía y escuchaba, bebiendo de sus palabras sin poner ninguna objeción o interrumpir con alguna pregunta. Era muy considerado por escucharle, aunque Joaquín dudaba que le interesasen todas esas cosas. Omitió toda referencia a la sodomía y sus posturas al respecto, no queriendo ofender a su atento espectador.
-¿Y tú crees en todas esas cosas?-le preguntó Miguel cuando terminó.
-Pues claro.
-¿Y por qué?
-Porque es la verdad. Está escrito en la Biblia.
-¿Estás seguro de eso? ¿O lo crees así porque tus padres te lo enseñaron?
Joaquín vaciló por un segundo. Normalmente la gente, cuando hacía ese tipo de preguntas, solía ir al tema de “Que esté escrito en un libro no significa que sea real”, y menciona otros ejemplos como Harry Potter, por ejemplo.
-Pues claro-respondió-. Mis padres siempre dicen la verdad.
-¿Y nunca te has planteado que no pueda ser así? ¿Que todo lo que pone en la Biblia pudiera ser ficticio?
-Si lo pone, ha de serlo.
Miguel pensó por unos instantes. Parecía pensar en una réplica que luego desechó.
-Entiendo que tus padres quisieron que tú fueras lo mismo que ello. ¿Pero alguna vez te has planteado ser otra cosa?
-No entiendo a lo que quieres llegar…
-Está claro que ellos son los primeros que han de guiarte. Pero tienes que tener libertad de decidir lo que quieres ser. ¿Estás seguro de que te gusta esto que haces?
-Pues claro que sí.
Miguel frunció la boca. No parecía que pudiese sacarle de su zona de confort. Así que decidió poner toda la carne en el asador y revelar lo que sabía.
-La semana pasada, cuando te chocaste conmigo, te pusiste muy rojo. ¿Es probable que sientas algo por mí?
Fue entonces cuando Joaquín se quedó sin habla. Creía haber escapado antes de que se revelase algún punto débil en sí mismo, pero no solo su entrepierna le había traicionado; también su rostro. Volvió a enrojecer, y esta vez no le pasó desapercibido.
-Sé que tus padres son muy homófobos. Eso ha quedado bastante claro-añadió Miguel-. Y, si no me equivoco, sientes algo por mí. Tu cara y tu erección lo delatan. Por eso quiero saber si te sientes a gusto con lo que te imponen.
Joaquín balbució algunas incoherencias. Le había pillado completamente desprevenido con tan rotunda revelación. Sus creencias se venían abajo mientras luchaban por permanecer con el mandamiento que prohibía mentir.
-Sí…-musitó, después de un rato-. Sí que es verdad que siento algo por ti. ¡Pero está mal!
-No está mal-dijo Miguel-. Ellos piensan que está mal, pero no es así. Yo tengo una vida feliz y tuve la suerte de que mis padres fueron muy comprensivos. Y no hemos tenido problemas de ningún tipo ni creo que vayamos a recibir un castigo eterno por ello. ¿No crees que tendría más sentido que Dios, siendo misericordioso, nos amase tal y como fuésemos?
Joaquín no sabía qué responder a eso. Sí, es cierto, Jehová sabe perdonar, pero…
-Debería seguir la senda que me marca Jehová… Él sabe qué es lo mejor.
-No lo pongo en duda. Pero piensa esto. ¿Estás siguiendo la senda que te marca Jehová él mismo o estás siguiendo la que te marcan otras personas? Si es lo segundo, no tienes el libre albedrío que Jehová te permite tener.
Joaquín suspiró. Tantos años de catequesis, de misas y de seminarios y había puesto en duda todo su mundo en unos pocos minutos, aprovechándose de una debilidad. ¿Era en verdad un demonio? ¿O tal vez era la forma que Jehová tenía de poner a prueba su fe?
-Si algún día quieres tener algo conmigo, yo estoy abierto a ello-le dijo Miguel-. Pero estoy seguro de que tienes problemas con tu fe. Y pienso que deberías arreglarlos.
-Ojalá fuera tan fácil hacerlo…
-Lo es. Solamente tienes que aceptar lo que eres y negarte a seguir a aquellos que no te acepten como tal. Porque ellos te hacen la vida imposible.
-¿Y cómo sabré cómo soy?
-Conoce todo lo que puedas sobre ambas cosas. Y quédate con la que más te guste. Yo lo he hecho al escucharte a ti.
Joaquín asintió. Miguel anunció que tenía que irse y se marchó, dejándole con una duda aún más grande, pero una respuesta más pragmática y satisfactoria que las resoluciones esotéricas y doctrinarias que le daban en el seminario.
La pregunta era cómo elegir: satisfacción carnal o fe espiritual. De la segunda sabía suficiente, pero nunca había experimentado la primera. Esa noche se le ocurrió la solución. Desde que había alcanzado la pubertad le habían advertido sobre los peligros de la masturbación, asustándole con las numerosas consecuencias negativas que le podían suceder si lo hacía. Le habían metido el miedo en el cuerpo y jamás lo había intentado. De hecho, sentía un satisfactorio cosquilleo de rebeldía según lo pensaba. En cuanto se fue a la cama, hizo sus rezos nocturnos y le pidió ayuda a Jehová. Si consideraba que aquello que pensaba hacer era malo, quería que le enviase una señal.
Pero Jehová no se manifestó. Y ahora tenía que poner a prueba al otro bando. En cuanto se metió entre las sábanas, se retiró sus pantalones y sus calzoncillos. Había algo de obsceno en estar vestido solo a la mitad y en agarrarse el miembro flácido sin siquiera estar en el baño. No tenía ni idea de cómo debía hacerlo. Se quedó un rato allí, mirándose en medio de la oscuridad, sin saber qué hacer. De la nada apareció Miguel en su mente, su cuerpo escultural y su mirada sincera. Y el cuerpo volvió a traicionarle, su miembro volvió a crecer hacia arriba, liberado de la opresión de la ropa. Nunca había visto directamente su pene erecto, y esa vez solo lo intuía en la oscuridad. Debía tener una longitud similar a su dedo corazón, algo más largo y más grueso. Sentía también el cosquilleo de su vello púbico, rizado y abundante. Pero seguía sin saber cómo era aquello de masturbarse. Entonces, algo hizo conexión en su cerebro, como un conocimiento ancestral que hubiera permanecido oculto. Cogió su miembro con una mano, con fuerza, y empezó a agitarlo de arriba abajo. Estuvo así durante unos segundos, sin que se produjese nada. Pero luego empezó a experimentar una sensación nueva, de algo que le hacía cosquillas en su interior. No sabía cómo describirlo. Solo podía sentir que crecía, al tiempo que su cuerpo se calentaba.
Parecía que iba a estallar en cualquier momento. Y así lo hizo. Algo líquido y pegajoso salió de la punta. Notó su salpicadura en varios puntos, en su rostro, en su pijama y en sus sábanas. Y el éxtasis le envolvió, dándole fuerzas renovadas al tiempo que le arrebataba las antiguas. Estaba exultante. Y mientras yacía allí en su cama, con la respiración agitada, la boca abierta por el esfuerzo y su pene duro todavía en su mano, pensó que eso le había llenado más que todos esos años de misas y seminarios, a pesar de lo cansado que era.
-Jehová, ¿estás enfadado conmigo?-susurró a la oscuridad.
No se produjo ningún sonido. Tan solo le llegaban los ruidos nocturnos, pero ninguno pertenecía a su dios. Jehová le había dado la espalda al tiempo que él había infringido sus dogmas.
Pero esa infracción era lo mejor que había vivido en toda su vida.