Pecados

Hay sitios donde una mujer nunca debiera ir excitada. Pero hay también sitios, que por más que una lo intente, no dejan de excitarte...

Olor a incienso… rezos de fondo. Luz tenue del titilar de las velas.

Me persigno al entrar en la iglesia; frente, corazón, hombro izquierdo, hombro derecho…

Boca…

Aspiro el aroma de mis dedos. Olor a sexo; a tu polla, a mi coño. Me mojo sin darme cuenta. Se me calienta la entrepierna y me late la zona enrojecida y extasiada. No deberíamos haber follado antes de que yo acudiera a la misa.

Tomo sitio alejada de la gente. No sé hasta qué punto puede cualquier hombre percibir el olor que aun desprendo; sudor y semen, mi corrida pegada a las bragas… tu corrida recordada en la punta de la lengua, allí donde te probé y saboreé, allí donde reposaste luego tranquilo. Escondo el escote bajo un chal, pero el calor del verano me obliga a abrirlo todo lo que el decoro del lugar lo permite. Marcas de dedos apasionados me tienen surcada la piel que no quiero ofrecer a los ojos curiosos de los devotos asistentes. Saco el abanico y oculto el rubor de mi rostro tras la madera pintada a mano; un poco de frescor en un ambiente cargado, un poco de aire que seque el sudor que me tiene el cabello pegado a la cara.

La gente me saluda; caras conocidas de todos los domingos. ¿Cuántos lo harían si supieran como acabo de mamártela hace escasos minutos? ¿O cuantos tienen perversiones mayores que las mías, secretos sexuales tan ocultos que deben acudir, como yo, a la iglesia? ¿Venir al recinto para rezar por la salvación de un alma maldecida por las pasiones carnales…? ¿Solo a eso?

Benditas pasiones, y bendita tu carne enterrada en la mía.

La voz monocorde del párroco invade la alta estancia. Me relajo bajo su calidez, esperando que mi asistencia sirva para disolver mis pecados. Cierro los ojos. Rezo. Pero mi vulva sigue ardiendo por tus embestidas y mi boca conserva aun el sabor de tu semen. ¿Cómo centrarse con los sentidos tan llenos de sexo? ¿Cómo hacer caso al santo padre si mi alma está tan inquieta y embravecida que no puedo sino sentirme perdida?

Cánticos. Los sigo, los conozco. Pero mis labios desearían estar entretenidos en otras cosas… Se me sigue mojando lo que ahora debiera estar tranquilo, y no puedo evitarlo. Cantar, al final, tampoco apacigua mi alma. Ni mi coño.

Y el altar…

Ese espacio tan amplio… Ese mármol frío, con la altura perfecta para casi cualquier postura. Si estuvieras aquí me cogerías entre tus brazos, acoplándome a ambos lados de tus caderas, quemando mi pelvis con el ardor de tu bragueta encendida. Dedos férreos para trabajar mi cuerpo sin pudor y sin miramientos. Manos que me depositaran sobre la piedra, que me mantuvieran abierta, que me destrozaran las débiles protestas sofocando mi boca.

Allí arriba, a la vista de todos, expuestos… como siempre nos ha gustado. Escandalosos y exhibicionistas. Que nos miren, que nos deseen, que nos envidien. Que me poseas salvajemente sobre la superficie del altar con esa verga imparable. Fuerte, potente, inflexible. Escote abierto rasgado mostrando mis pechos moverse al ritmo que marcan tus caderas, falda arremolinada entre ambos y depositada de cualquier forma sobre mi abdomen, ese vientre que se hincha cada vez que me penetras. Mis caderas arqueadas para recibir el calor de tu semen, dispuestas siempre a la sensación delirante de tu verga al derramarse.

Sudor en la piel, incienso en el aire. Cánticos y salmos responsoriales. Rezos en la lejanía para el perdón de nuestras almas.

Gargantas rasgadas que entre jadeos anhelan la saliva del otro. Las bocas se necesitan, pero no se encuentran; los ojos se devoran y se clavan como te clavas tú en el terreno preparado a conciencia. Perverso macho

que me encabrita hasta la locura cada vez que me entierra la verga.

Pues entiérrame bajo tu peso, que no pongo pegas. Necesito a estas alturas el consuelo de tu boca y tu lengua. Imaginar que me follas nuevamente no es ahora consuelo, sino tortura.

Imaginarte en mí en la iglesia mientras me dan la paz. Dar la mano con la que hace nada me aferraba a tu virilidad. Esconderla, luego, para masturbarme bajo el chal enrollado, separando púdicamente las piernas. ¿Consuelo, o tortura?

Gemidos, blasfemias. Y me corro mientras encomiendo a Dios mi siguiente orgasmo.