Pecado y redención

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre crímenes. "Pecado y redención" de EDOARDO. Por mucho que intentemos, el pasado está siempre ahí y hay quienes no olvidan.

El único hombre al que he amado, el único entre cuyos brazos conocí el placer que dos cuerpos se dan al unirse, está muerto. Aún me cuesta aceptarlo, creo que hora y media no es el tiempo adecuado para olvidarlo o resignarme… Pero no, no han sido noventa los minutos con los que he contado para hacerme a la idea de que ya no está, lo sabía desde antes: desde que ella y yo llegamos a este maldito pueblo, buscándolo. Sabía muy bien que no habría otro destino para él, que sólo era cuestión de tiempo, pero pensé que en verdad podría evitarlo, que podría salvarlo de las garras de esa arpía, de esa perra que se empeña en hacerme la vida miserable, que no para de recordarme esos malos momentos por los que tanto rencor y odio han llenado mi corazón, ese que por algunos días, teniéndolo a él entre mis piernas, volvió a sentir amor… ¡Ya nada de eso importa! Él ahora está muerto, y pronto ella y yo también lo estaremos.


Era una mañana como cualquier otra en Villa Central: el sol pegaba de lleno sobre los sudorosos habitantes y el polvo tapizaba las vitrinas y los estantes de la tienda de la familia Medina. Don Fausto recibía, de manos de la siempre encantadora Sor Aurora, un billete de veinte como pago por un litro de leche y un paquete grande de galletas. El pequeño Julio atendía a un par de señoras indecisas entre café negro y té de manzanilla. Con su vocecilla de querubín, el simpático niño les recitaba las ventajas y desventajas de ambos productos, intentando ayudarlas en su decisión y logrando sólo distraerlas con el brillo de sus blanquísimos dientes y el verde de sus ojos vivarachos. Por su parte, Sofía, la hermana mayor, acomodaba sobre el altar levantado en una esquina del establecimiento el trío de velas que cada veinticuatro encendía a su madre fallecida dos años atrás. Todo transcurría con normalidad. Todo parecía correr conforme a la rutina, hasta que, al mismo tiempo que la religiosa se marchaba con su desayuno bajo el brazo, un grupo de maleantes con los rostros cubiertos interrumpió la calma con el crujir de sus metralletas.

¡Atención!: esto es un asalto, todos con las manos en alto – ordenó el aparente líder.

¡Ustedes, señoras!: tírense al suelo – mandó otro.

¡Y tú, escuincle!: ayúdale al de la caja a llenar esto con dinero – dispuso un tercero arrojándole un par de bolsas de papel al aterrorizado chamaco.

Con el profundo terror que lo invadía reflejado en el titiritar de sus dientes, Julio se dirigió donde su padre, obedeciendo las indicaciones de los asaltantes. Pero don Fausto, en lo eufórico del momento, en el actuar por instinto, sin pensarlo dos veces, no estaba dispuesto a actuar con la misma sumisión. Sin reparar en la suerte de sus dos retoños, con la imagen de su esposa muerta en una situación similar inyectándole sangre a su cerebro, el enardecido individuo tomó la escopeta oculta bajo el mostrador y le disparó al cuarto malhechor, a ese el único que no había hablado. El tremendo cañonazo destrozó el pecho del encapuchado, quien cayó al suelo sin respirar más mientras su sangre regaba el anaquel de perfumería. El dueño de la tienda quiso repetir la hazaña y fulminar a otro bandido, pero su arma estaba descargada, detalle que el líder de la banda, completamente enloquecido después de presenciar la muerte de su hermano, aprovechó para rosearlo con un centenar de balas que provocaron que ríos de sangre salieran expulsados de su cuerpo manchando los muros, los pisos y la cara del horrorizado Julito, ese que ni tiempo tuvo para preguntarse qué rayos ocurría pues otra lluvia de proyectiles perforó todos y cada uno de sus órganos embarrándolo inmóvil contra la repisa de mayonesas y aderezos.

El par de damas nunca decidió si llevarían té o café, ya que corrieron con la misma suerte que don Fausto y su pequeño. Los atracadores las llenaron de plomo, y cuando estaban por revisar el resto de la tienda para asegurarse de que no quedaran testigos, el sonido de una sirena los obligó a escapar, dejando atrás tanto el cuerpo de su compañero como el dinero por el que todo había empezado. Con la expresión fría de miedo y la mirada perdida, Sofía caminó hasta los restos de su padre y hermano y… se despertó empapada en sudor, respirando agitadamente e imposibilitada de derramar una sola lágrima aún cuando ya habían transcurrido veintitrés años desde aquel terrible suceso que marcara su vida. Sumamente perturbada, se levantó de la cama y corrió hacia la calle, envuelta en un simple y delgado camisón.


Entre sueños, Román escuchó que alguien tocaba con desesperación a su puerta. Cubriendo con un ajustado y negro bóxer sus partes más íntimas, se puso de pie y acudió al inesperado e inoportuno llamado, cambiando de opinión respecto a este último adjetivo al descubrir a Sofía del otro lado del umbral.

¿Qué haces aquí, a estas horas? ¿Qué te ocurre? – Preguntó el sujeto invitándola a pasar.

¡Abrázame, por favor! – Exclamó la trastornada mujer – Abrázame y no me cuestiones nada.

Aunque Sofía había entrado en su vida apenas unas semanas atrás, ya sentía que la amaba con toda el alma. Desde aquella tarde que la vio descender del ferrocarril, con su vestido largo y sus trenzas colgando de sus hombros, se enamoró de ella. Era como si la conociera de toda la vida o de vidas anteriores, como si el destino en verdad existiera y el suyo se encontrara con ella. Fue el primero en presentarse y darle la bienvenida, y el único en tenerla sobre su cama, desnuda, satisfecha y a su lado. A pesar de la desagradable rudeza de su rostro, de lo cano de sus cabellos, lo prominente de su barriga y el cojeo de su caminar, había conseguido perderse con ella entre las sábanas, ser correspondido en ese flameante deseo que desde la primera mirada incendió su corazón. Se habían vuelto inseparables. Y ella, como cada noche que esa impronunciable pesadilla la atormentaba quitándole el sueño, acudió a él en busca de consuelo, de cariño.

¿Qué tienes, chiquita? – Insistió Román aprisionándola entre sus fuertes brazos y sus peludos pectorales, apretándola contra ese intenso olor a macho que tanto le encantaba.

Nada, de verás que nada – aseguró Sofía al tiempo que su lengua empezaba a recorrer aquel torso curtido por los años –. Sólo necesito que no dejes de abrazarme – sus dedos se apoderaron de la tetilla derecha del extasiado tipo –, que me quieras, que me hagas tuya – posó su mano sobre la abultada entrepierna, sobre aquel grueso y oscuro falo que tanto gozo le había proporcionado enterrado entre sus carnes.

¡Preciosa! – Le dijo el avejentado hombre antes de besarla en la boca con desbordada pasión y desprenderla de su ligero camisón.

Lo que a continuación aconteció ya estaba bien grabado en la mente de ambos. Como si siguieran los pasos de un manual, primero se enroscaron en una serie de arrumacos y caricias que les arrebataron suspiros que se volvieron gemidos al tragarse uno el sexo del otro, luego él la cabalgó como si se trataran de un par de bestias y por último se quedaron dormidos, rendidos por lo cansado del encuentro, él haciéndole piojito y ella repasándole las cicatrices de la espalda.


¡Buenas tardes, amor! – La saludó Román dándole un beso en la mejilla.

¡Buenas tardes! – Respondió Sofía antes de que ambos entraran a su casa.

¿Para qué me pediste que viniera? ¿Pasa algo malo? Por el teléfono te escuchabas preocupada – asintió el hombretón esperando oír que habían sido otra vez las pesadillas las causantes.

¡Alguien quiere matarte! – Soltó la desconcertada dama, así nomás de súbito.

¿Qué dices, que alguien quiere matarme? ¿Qué, ya te volviste loca? – Inquirió el sujeto en tono burlón – ¿Por qué dices algo así?

Porque lo sé – aseguró Sofía dirigiéndose hacia el buró –, porque lo siento – abrió de los cajones el de mero arriba.

¿Lo sabes? ¿Lo sientes? A ver, si en verdad estás segura: ¿quién diablos piensa matarme? – Cuestionó Román acercándose a su amada.

¡Yo! – Gritó ella propinándole un fuerte golpe en la cabeza con el revólver que acababa de extraer del compartimiento – ¡Soy yo la que piensa matarte, desgraciado! – Le confesó después de haberlo tirado al suelo con el sorpresivo y certero ataque.


¡Por fin te despiertas!, escuchó Román en cuanto abrió los ojos y se descubrió atado a una silla. La cabeza le dolía y su camisa estaba manchada de sangre, de la que escurría de la herida que su amor le abriera minutos atrás con la pistola. Todo a su alrededor giraba y le costaba trabajo asimilar los hechos, le resultaba imposible comprender por qué una mujer tan dulce como Sofía, una mujer que aparte de todo decía amarlo, actuaba de aquella forma tan extraña y violenta. Le dio varias vueltas al asunto tratando de encontrar una explicación satisfactoria y, antes de que lo pidiera, ésta salió de la propia boca de su agresora.

Seguro has de estarte preguntando por qué hago esto, ¿no es así? Pues bien, te lo voy a decir. ¿Te dice algo el nombre de Lucio González? – Lo interrogó.

– la expresión de Román era de total terror, de infinita confusión e incredulidad, no podía articular palabra – Tú… tú lo… – le fue imposible terminar la frase pues Sofía volvió a golpearlo con el arma, reventándole el labio superior.

¡Cállate! ¡Cállate, que la que habla aquí soy yo! – Le ordenó rompiéndole la nariz – ¡Lucio González! ¿Pensaste que algún día volverías a escuchar ese nombre? Seguro que no, seguro que cuando saliste de la cárcel y adoptaste tu nueva identidad creíste que lo sucedido aquella mañana en aquella tienda quedaría para siempre en el pasado, ¿verdad? ¡Qué lástima, pero no! Me costo mucho trabajo, ¡sí!, pero a fin de cuentas pude dar con tu paradero. Y ahora ha llegado el momento de vengarme, de tomar revancha por lo que les hiciste a mi padre y a mi hermano. Te voy a llenar de plomo como tú los llenaste a ellos. Vas a desangrarte y morirás lentamente, sintiendo un poco de ese dolor que yo he sentido desde hace veintitrés años, desde el día que destrozaste mi vida, ¡hijo de perra! – Lo insultó al mismo tiempo que le recetaba otro cachazo.

¡Por favor, Sofía!: olvídate de todo y

¡No me hables de esa idiota, que por su culpa todavía estás con vida! – Lo golpeó una vez más – ¡No me hables de esa pendeja, que nada más de imaginar lo que ha estado haciendo contigo me dan ganas de vomitar! Esa maldita traidora ha retrasado mis planes enamorándose de ti, pero ya no intervendrá más, ya no podrá evitar que te vuele los sesos ahora que te tengo aquí: frente a mí, suplicándome como la rata que eres.

No entiendo por qué pronuncias tu nombre como si fuera el de alguien más, ni tampoco cómo fue que diste conmigo, pero déjame decirte algo sobre lo que ocurrió aquella mañana en Villa Central: estoy muy, muy arrepentido, no ha habido un solo instante de mi vida que no me recrimine por haber cometido tan fatal error. ¿Ves las cicatrices que tengo en la espalda, las que te conté me había hecho mi padre cuando niño? La verdad es que me las hago yo mismo, cada vez que la culpa y el remordimiento me atormentan. Sé que nada de lo que pueda decirte te devolverá a tu familia o apagara la inmensa pena que aqueja tu alma, pero fue la droga la que me hizo cometer semejante acto de barbarie. No trato de justificarme, es sólo que… ¡Te amo, Sofía! Tú lo sabes, te lo he demostrado en cada beso, en cada caricia. Sé que nunca terminaré de pagar por haber asesinado a esas personas en medio de mi farmacéutica locura, pero te pido que me des una oportunidad para demostrarte que he cambiado, que no sólo existe mal en mí. Estoy tratando de ser una buena persona, Sofía. Te ruego que me perdones. Te imploro que me abraces y me digas que aún me amas porque… – la voz del ofuscado individuo se cortó por el llanto que inundó sus ojos y mojó sus mejillas.

¡Te amo, Román! – escupió Sofía antes de lanzarse a los brazos de su cautivo amante – ¡Te amo y sé lo arrepentido que estás! ¡Te amo y claro que te perdono!

Sin desprenderse del revólver, la emocionada mujer comenzó a desatar a su amante, con tal torpeza y nerviosismo que luego de quince minutos ni uno solo de los nudos estaba deshecho. Él quiso calmarla con palabras de afecto y agradecimiento, pero la desesperación de Sofía se fue incrementando hasta que se auto golpeó con la pistola, yendo a dar al piso y empezando con un forcejeo que hacía pensar sus manos pertenecían a personas distintas.

¡No vas a impedir que lo mate, desgraciada y vil zorra! – Exclamó la mujer en tono agresivo – ¡No lo hagas, por favor! – Suplicó con una voz más dulce – Yo lo amo. ¡No lo digas, maldita perra! ¡Hazlo por mí, Violeta! ¡Te lo ruego! Yo

Los ojos de Román estaban abiertos al límite, viendo sorprendidos aquella extraña pelea, frustrados al no poder hacer nada más que mirar. Mientras tanto, Sofía se revolcaba pasando el arma de una mano a otra e intercalando voces al hablar. Alto y bajo, agudo y grave, autoritario y suplicante, y… ¡BANG! En medio de la singular disputa, un proyectil atravesó el aire hasta alojarse en el cuello de ese quien sólo observaba, de ese cuya vida poco a poco se fue apagando, de ese que en otro mundo habría de lavar sus pecados.


Las pocas personas que transitaban por aquellas polvorosas calles a tan altas horas de la noche, no le quitaban la vista de encima. Sofía se paseaba por el pueblo semidesnuda, manchada de sangre y con un revólver en la mano. Caminaba sin rumbo fijo mascullando palabras que por suaves no podían reflejar lo que por dentro la quemaba. Caminaba y no se detuvo hasta que llegó a la estación del tren, esa donde se topara con Román por primera vez. En su mirada había hasta cierto punto calma, esa que el que Violeta no se hubiera presentado en las últimas horas le daba. Pero no estaba segura de que las cosas continuarían así, de que ella no volvería a aparecerse, así que no le quedaba otra opción: debía deshacerse de ella, aún cuando eso significara acabar consigo misma. Además, ¿qué caso tenía seguir viviendo sin él, sin sus besos y sus caricias? Ya a nada le encontraría sentido, la culpa le carcomería las entrañas, los remordimientos la volverían loca, las penas la atormentarían día y noche y… Una bala en su cerebro le apagó para siempre la luz. Su cuerpo se desparramo ante las atónitas miradas de los no muchos testigos. Su cabeza rebotó diez veces contra el suelo, tal vez el número de años que habría de pasar en el infierno antes de obtener la redención.