Pecado y penitencia

El pecado

Estimados amigos, después del desvastador paso del huracán Sandra que a tantas refelxiones nos ha llevado, me atrevo a presentarles uno de mis primeros relatos que trata sobre el mismo tema. Un sainete de barrio no publicado en estas páginas. Una comedia dramática liviana en dos actos, para disfrutar el fin de semana y refrescar los ánimos.


EL PECADO

  • Puta madre, me he quedado dormida

Salto de la cama y me pongo lo primero que tengo a mano, unas mallas elastizadas que usé anoche para salir a correr, una remera que me queda algo pequeña y salgo corriendo a  levantar y vestir al niño.

Mientras mi hijo se lava los dientes refunfuñando por el apuro, me peino a la que te criaste y me doy cuenta que las raíces han crecido. Va siendo hora de ir a lo de Mirta para teñirme,  es una tontería, pero es un indicativo más de que otro mes  ha pasado.

Tomo al niño de la mano, le hago tragar un vaso de zumo y salimos disparados para el colegio. Por suerte estamos solo a tres cuadras, sobre la misma calle. Llegamos justo antes de que cierren la puerta.

Dentro de todo lo malo, el apuro es una bendición,  casi no queda gente en la puerta, los niños ya  han entrado y los padres se han marchado. Todavía siento en mi nuca las miradas de reproche de las otras madres.

Vuelvo a casa, me cambio la ropa por prendas más sobrias, de la heladera tomo el tupper de comida que he preparado anoche, e inicio el recorrido en dirección opuesta al colegio, siempre sobre la misma calle. Camino tres cuadras y estoy en la puerta de la cárcel.

Espero pacientemente en la fila escuchando los cuchicheos de las demás madres y esposas de los otros detenidos, todas hablan de sentencias, juicios y abogados, pero yo no puedo hablar, no puedo compartir, la congoja me cierra la garganta. He tenido toda la culpa de lo que ha pasado y el que está preso es un buen hombre.

Paso la indignante inspección de rutina y me dirijo al salón de visitas. Gabriel es un preso ejemplar y le permiten que la entrevista sea en una especie de comedor para detenidos a punto de cumplir condena, sin el engorro de un vidrio o una reja de por medio, solo una mesa y un par de sillas enfrentadas. Incluso le han ofrecido el beneficio de visitas íntimas, beneficio que él ha rechazado a pesar de mi insistencia.

Sé que no me va a hablar. Toma la comida serio como siempre, se da vuelta y se va. Así, sin una palabra, sin una mirada. A pesar de su desprecio, yo lo comprendo. Me retiro cabizbaja con lágrimas en los ojos, ante la mirada comprensiva de los carceleros.

Al conocer su historia, se ha ganado el aprecio de los otros detenidos y el respeto de los guardias, pero al descubrir sus habilidades para realizar chapuzas y sus conocimientos de informática, directamente se ha convertido en alguien protegido.

Es que detalles sin importancia de la vida cotidiana se convierten en trascendentes tras las rejas. Un mate, un café, un cigarrillo o una estufa a la cual arrimarse en las largas noches de invierno, se convierten en tesoros invalorables para los que sobrellevan la vida en prisión.

Como en la vida, en esa pequeña jungla tras los altos muros hay de todo, desde parásitos inservibles, hasta depredadores insaciables, pasando por un mundo de seres anodinos que se han visto arrastrados a infringir la ley, por razones ajenas a la comprensión de la sociedad.

Seres que arrastrados por la desesperación o por pasiones descontroladas, cruzaron una línea que no debieron cruzar. Almas grises que esperan con resignación el pasar de los días tratando de sobrevivir a la dura realidad que les toca vivir, o que por el contrario, ven con desesperación y terror la llegada irremediable de su libertad. Nada bueno los espera fuera.

Y en esa jungla también está él, la excepción que confirma la regla, aceptando su culpa, no dejándose arrastrar por ella y acomodando su vida una vez más, a la realidad que le toca vivir.

Pragmático al extremo, se dedica con devoción a lo que mejor sabe hacer. No hay calentador, aparato de gimnasia o pequeño refrigerador, que se le haya resistido y no haya sido reparado. Lo mismo sucede con el sistema informático de la prisión o los ordenadores personales de los guardias, no sabe mucho de programación, pero en hardware no hay quien lo iguale.

Siempre ha sido muy hábil. Precisamente nos conocimos en el taller de mi padre cuando teníamos dieciséis años y él estaba arreglando el elevador de autos que tenía una fuga hidráulica.

Gabriel vivía en ese entonces con su tutor. Hijo de madre drogadicta fallecida y padre desconocido, tuvo la suerte de tener como vecino a Enzo, un hombre mayor, italiano de nacimiento, que era el remendón del barrio y que vivía y trabajaba en una casa enfrente de su vivienda.

Hombre  que desde chico le tomó afecto al ser era muy amigo de su abuelo y que cuando este falleció siendo Gabriel muy niño, lo llevó a vivir con él. Fueron dos almas que se encontraron en el camino y compatibilizaron en seguida, acompañándose en su mutua soledad.

Hombre educado y de pocas palabras, no tardó el vecino en descubrir las habilidades de Gabriel para la mecánica. Tanto fue así, tanta su habilidad y pasión por su trabajo, que al terminar la escuela primaria no quiso seguir estudiando y se dedicó por completo a ayudar en el taller.

Viendo como creció Gabriel, siempre pensé que su madre debió ser muy bonita, o tener buen gusto para los hombres. Era alto y fibrado, pelo castaño, de ojos pardos y una mirada que  penetraba. Siempre callado y autodidacta, asombraba a todos por la rapidez con la que solucionaba los problemas técnicos de los mas diversos aparatos.

Cuando cumplió dieciocho años, todos los vecinos le organizaron la fiesta en el patio de la casa de su abuelo. Fiesta simple de barrio. Las mujeres trajeron comida y los hombres la bebida. Nada sofisticado, pizza, tartas, sandwiches de miga, cerveza y vino. Alguien aportó un reproductor de música portátil y todo el mundo se puso a bailar.

Era una casa antigua, de las que abundaban en la zona, pero muy bien conservada por Gabriel. Los ambientes grandes de techos altos estaban dis puestos en hilera, uno tras otro, dos dormitorios, una sala de estar y la cocina/ comedor. Todos daban al patio principal que también oficiaba de garaje. La casa remataba al fondo en un pedazo de tierra donde reinaban majestuosos, un gran limonero y una higuera.

Como premonición de futuro, la casa estaba situada equidistante entre la escuela y la cárcel. A tres cuadras de cada uno. Justo el ta-te-ti que representaría la tragedia que se avecinaba.

La reunión duró hasta que la gente mayor se empezó a retirar. Ese día me declaré. Si leyeron bien, me declaré yo. Llevaba enamorada de él desde el primer día que lo ví. En un momento que entró a la cocina a buscar bebidas lo seguí, entré tras él, cerré la puerta a mi espalda y sin decirle nada, me colgué de su cuello y lo besé.

  • Llevo enamorada de ti desde el primer día que te ví.
  • Yo también.
  • Y que esperabas para decírmelo, hace tiempo que te estoy esperando.
  • Las palabras no me salen con facilidad.

Y me devolvió el beso.

Salimos tomados de la mano y cuando la gente nos vio, empezó a aplaudir, mis padres los primeros. Dos años después nos casamos y nos quedamos a vivir en lo que fue el hogar de sus abuelos.

Para ese entonces Enzo había fallecido y le había dejado la casa con el tallercito, que pronto Gabriel convirtió en un gran taller donde nunca faltó una ayuda gratuita a cualquier vecino que la solicitara. Un año más tarde nació Adrián, mi precioso niño.

Fue un embarazo complicado, el niño vino de cadera y durante la maniobra para ponerlo en posición, algo se complicó y la tremenda infección resultante me dejó con la imposibilidad de tener otro niño, sin correr yo un grave peligro. Eso me sumió en una depresión de la que me costó salir.

El taller de Gabriel creció y cuando el gobierno cerró las importaciones, su habilidad para reparar maquinaria importada, de la que no se conseguían repuestos, lo fue haciendo requerido en todo el país. Con lo cual llegaron los viajes. Viajes cortos de dos o tres días a alguna ciudad del interior del país.

Vivíamos bien, el niño cursaba en la escuela del barrio y tenía a mi madre cerca, mi padre había fallecido de un ataque cardíaco al poco de nacer Adrián. Era amiga de las madres de los compañeros de mi hijo y tenía a Gabriel siempre dispuesto enfrente.

Almorzábamos juntos, tomábamos mate a la tarde, revisábamos juntos la tarea del niño cuando mi esposo volvía de trabajar y a la hora de la cena, escuchábamos divertidos las novedades escolares de boca de Adrán. A la anoche algunos besos, sexo con cariño y a dormir.

Eso sí, Gabriel hablaba poco. Solo lo justo y necesario. Pero de alguna manera, su sentido de la practicidad hacía que siempre fueran las palabras justas que se requerían para el momento.

Intentar con él, comentar una noticia del barrio o un chisme de vecina, era tan inútil, como preguntarle al gato por la teoría de la relatividad. El mismo resultado, levantaba la vista, te miraba con sus ojos pardos intrigado y seguía con lo que estaba haciendo sin emitir sonido alguno.

Hablando del gato, eran tal para cual. Un hermoso gato negro con manchas blancas que lo seguía como su sombra. Igual de callado. Igual de mimoso cuando la ocasión lo requería e igual de indiferente a las cosas mundanas.

En algún momento que no puedo precisar, todo me empezó a parecer agobiante, una serie de escenas repetidas día a día, como ver pasar los caballos del carrusel, cuando llevaba al niño a la plaza para que se divirtiera.

Hablarlo con mi madre fue inútil. Me miró sorprendida, como si una mujer no pudiera ser más feliz teniendo una vida como la que yo tenía. Hablarlo con Gabriel hubiera sido como preguntarselo al gato.

Empecé a prestar más atención a la conversación de las madres en la puerta del colegio y todas tenían realidades más o menos parecidas. Una pseudo felicidad en la frustrante rutina del día a día. Rutina que se filtraba incluso en los cafés que solíamos compartir después de dejar a los niños en la mañana.

El grupo mas cercano a mi, era variopinto, mujeres rondando los treinta años, que dividían su tiempo entre la casa, los niños, las dietas eternas y el gimnasio, suspirando con nostalgia por viajes soñados e ilusiones de amores furtivos.

Todas las conversaciones giraban alrededor del mismo tema, tristeza por los sueños lejanos, lamentos por las oportunidades perdidas y carcajadas liberadoras poniendo a parir a los maridos.

La mas lanzada era Carmen, la madre de Laurita, una rubia voluptuosa muy brava que vivía poniendo a parir, según su apreciación, al eunuco de su marido. La secundaba en sus provocaciones Maria, la madre de Blanquita, una publicista par time de pelo negro y ojos verdes con físico de modelo casada con un publicista de renombre, que vivía mas tiempo fuerra de su casa que adentro. Completando el cuarteto estaba Lucía, la madre de Anita, una hermosa y tímida castaña de carácter bonachón y cara de sufrida., esposa de un opaco funcionario público.

En esos cafés robados a la rutina diaria, nos evadíamos de nuestras propias frustraciones, poniendo a parir por igual a madres y maestras, sin dejar de lado por ello el repartirnos la organización de cumpleaños y fiestas infantiles.

Todos los días igual.

Como la gota que horada la piedra, la rutina se adentraba en mi ánimo, rasgando mi felicidad y llenándome de apatía.

Hasta que apareció Jorge, el padre de Carlitos.

Para ese entonces, nuestro niño tenía ya diez años y cursaba cuarto grado. Los padres de Carlitos se habían separado y Carmen, la madre, una morena de ojos claros de físico muy trabajado, se había fugado con un macarra, según comentaban horrorizadas mis compañeras de las mañanas.

La cuestión es que al niño lo empezó a llevar su padre. Un muchacho alto, delgado y de mirada  triste con lentes de carey. Licenciado en informática, trabajaba desde su casa, lo que le permitía poder atender al niño solo.

Al parecer su esposa se había encoñado con su monitor del gimnasio, un gigantón musculado que la había puesto mirando a la meca y se había fugado con él. Viéndolo perdido en sus nuevas obligaciones, lo invitamos a compartir nuestro café, para ponerlo al día de la actividad de los niños.

Poco a poco se fue soltando y sus anécdotas de las reparaciones de los ordenadores de gente mayor que se marea con las compus, fué haciendo las delicias del grupo, trayendo un soplo de aire fresco a nuestras rutinas.

Finalmente se ganó el cariño de todas nosotras, que no tardamos en incorporarlo definitivamente al café de las mañanas. Provocando en el grupo un sutil cambio. Desaparecieron las ropas de fajina y los peinados desprolijos a las apuradas, para dar lugar a calzas apretadas, camisas sugerentes y ojos maquillados.

Durante uno de los viajes de Gabriel, Jorge vino a buscar a Carlitos que se  había quedado jugando con mi hijo en casa. Aproveché para consultarle sobre el ordenador que se había dañado, provocando que los niños no pudieran jugar con él. Lo revisó y detectó que había entrado un virus. Se ofreció a repararlo al día siguiente, después de dejar a los niños en el colegio.

Ese día me levanté alterada de solo pensar que Jorge vendría a casa, me puse un vestido liviano algo corto, que me marcaba una cola de escándalo, me peiné concienzudamente y me pinté los ojos. Me sentía como si fuera a tener una cita de adolescente. Una excitante novedad en la agobiante rutina que me rodeaba.

Dejé al niño temprano y me dispuse a esperarlo. Cuando lo vi venir con su andar desfachatado, sus vaqueros rotos y su remera rockera, sentí cosquillas en el estómago. Y mientras íbamos riendo camino a casa, las bragas mojadas.

Arreglar el ordenador fue cosa de poner un cd, tipear un par de instrucciones y asunto terminado. Desarreglarme  a mí, fue cosa de un guiño, una sonrisa y un pico mío de agradecimiento.

Me miró con una expresión pícara, me tomó de la cintura y me sentó a horcajadas sobre sus piernas. El morreo que siguió me conmovió hasta las entrañas. Sentir sus manos en mi cuerpo sobre el vestido y su falo endurecido rozando mi braga a través del pantalón, me llevó a las nubes.

Poco a poco se las fue arreglando para bajar mi pechera y comerme las tetas, mientras con sus manos se desabrochó el pantalón y se lo bajó con sus calzones hasta la rodillas, a lo que yo colaboré levantándome ligeramente para que pasaran.

El resto fue coser y cantar, ladeó mi braga y un enardecido miembro, bastante más grueso del que estaba acostumbrada, tomó posición dentro de mi cuerpo, destruyendo en el camino, la poca dignidad que me quedaba.

Sin dejar de besarlo empecé a saltar sobre esa deliciosa herramienta de placer, hasta alcanzar un orgasmo como nunca había tenido. Jorge sonriente, me levantó, me tomó en sus brazos y me llevó al dormitorio.

Me depositó suavemente en la cama y me terminó de desnudar. Velozmente se desnudó y colocando mis piernas sobre sus hombros, comenzó a comerme el coño con unas ansias, que me transportó a otra dimensión. Después de mi segundo orgasmo se irguió y de un caderazo me enterró la polla hasta la matriz.

Nunca grité tanto en mi vida y no paré de hacerlo hasta que lo dejé acabar adentro inconscientemente, llenándome de lefa hasta el tope. El resto de la semana estuvimos follando todos los días, hasta el regreso de Gabriel de su viaje.

Serio y parco como siempre, ni se dió cuenta de la alegría que me desbordaba. De pronto el sexo con él dejó de ser rutinario y aburrido, para pasar a practicar, ante su extrañeza, todas las cosas que gozaba con Jorge.

El primer lunes después de la llegada de mi marido, nos reunimos con el grupo en el bar, y aunque lo disimulamos, no pudimos dejar de coquetear. Con las previsibles consecuencias. No tardó Jorge en levantarse para ir al baño, que mis amigas me ametrallaron a preguntas, advirtiéndome indignadas que estaba loca.

Ofendida, las mandé a la mierda, dejándoles bien en claro que sus reprimendas eran producto de los celos, al sentir que nunca serían capaces de conquistar a un hombre de ese calibre. Desde ese día no fui más.

Estaba feliz y ni un gramo de culpa me preocupaba. Lo que no le pude cambiar a mi esposo, fue su costumbre de follar con condón. A pesar de que era casi imposible que quedara embarazada, el riesgo para mi vida, si pasara, era suficiente motivo para que él no se arriesgara.

Riesgo que corría todas y cada una de las veces que follaba con Jorge. Hasta que se lo conté preocupada y con una sonrisa me ofreció una solución.

La mañana fatal, bien temprano, Gabriel se tuvo que ir de urgencia. Se había producido una falla inesperada en un equipo ubicado en una provincia a mil kilómetros de nuestra ciudad. Fue decírselo a Jorge y que sus ojos se iluminaran. No hicieron falta más palabras. Volvimos caminando a casa entre risas de complicidad.

Nada más entrar nos comimos a besos. Cinco minutos después estaba gritando con su comida de coño y dos dedos lubricados  de su mano metidos en mi culo. Cuando recobré la calma después de mi orgasmo, me dió vuelta, me puso boca abajo sobre un cojín y pacientemente siguió dilatando mi esfínter con un aceite especial que había conseguido.

Mezcla de miedo por lo que calzaba y de morbo por lo que se venía, ronroneaba como una gatita. Cuando se subió a mi espalda e incrustó el glande grité de dolor, pero cuando la terminó de enterrar y se empezó a mover, deliraba de placer.

El orgasmo nos alcanzó juntos. Sentir su leche rellenar mis entrañas me llevó a un éxtasis de lujuria, que solo remitió cuando ladeé la cabeza y vi la imagen de Gabriel con una gruesa manguera de goma en la mano, reflejada en el espejo de la puerta del placard.

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