Pecado y penitencia 2

Penitencia

PENITENCIA

Sentir su leche rellenar mis entrañas me llevó a un éxtasis de lujuria, que solo remitió cuando ladeé la cabeza y vi la imagen de Gabriel con una gruesa manguera de goma en la mano, reflejada en el espejo de la puerta del placard.

Increíblemente, tener tremenda polla enterrada en el culo, sumado al terror de la imagen en el espejo, desencadenó en mí un segundo orgasmo más violento que el primero.

Paciente y metódico como era, Gabriel esperó a que terminaran mis convulsiones. Cuando eso ocurrió, tomó a Jorge de los pelos y lo arrancó de mi cuerpo, lo tiró al piso y lo empezó a demoler a golpes de manguera, sin importarle mis súplicas de que parara porque lo iba a matar. Cuando se le cansó el brazo, siguió con las patadas. Media hora después y sin tocarme un pelo, me miró fijo y me ordenó.

  • Llama a la policía.

Una hora más tarde, la ambulancia se llevaba a un destrozado Jorge y la policía a Gabriel.

El proceso que siguió fue doloroso, pero explicarle a mi madre lo que había pasado -que misteriosamente no le extrañó- y afrontar la vergüenza diaria de encontrarme con vecinos que me esquivaban como si tuviera lepra, directamente degradante.

Querido como era Gabriel en el barrio, una capa de silencio protegió al niño de enterarse de la madre que tenía y cuando setecientos días exactos después de su detención, volvió a casa, lo recibieron con una fiesta, como si volviera de la guerra.

Todos los vecinos habían juntado dinero para contratar un buen abogado, que aduciendo emoción violenta y ayudado por la buena conducta de Gabriel en la cárcel, logró sacarlo en menos de dos años.

Eso a pesar de que Jorge nunca se recuperó de las heridas, terminó parapléjico y con parálisis renal. De hecho murió un par de años después de la liberación de Gabriel.

Para suerte de Carlitos, su madre ya no estaba en pareja y al enterarse del incidente, volvió a su casa para hacerse cargo del niño. Soportar sus miradas capciosas cada vez que me la cruzaba en la puerta del colegio era agobiante.

Solo una vez logré hablar con mi esposo durante su condena. En una de mis visitas estando detenido, quise aclarar con él una duda  que me atormentaba. Algo que no me cerraba. La ecuación final que explicara su comportamiento y me indicara el camino de lo que me esperaba cuando saliera.

Lo tomé de la muñeca cuando se disponía a marcharse y lo miré con angustia, con el terror clavado en el pecho.

  • Dime Gabriel, si yo fuí la principal culpable ¿Por qué a mi no me has lastimado?

Me miró fijo y soltó las únicas palabras que me dirigió en todo su tiempo de detención.

  • Porque el niño te necesita y porque se lo prometí a tu madre.

Atontada por sus palabras, tomé repentina consciencia de quien le había avisado lo que pasaba en mi casa. Cuando a la salida de la cárcel fui rauda a preguntarle, mi madre me miró tiernamente y con una caricia en la mejilla me soltó.

  • Que una hija sea puta, no es razón suficiente para dejar que se traicione a un buen hombre.

Avergonzada, tomé conciencia de mi imprudencia, todo había sido hecho a la vista de todos, hiriendo el orgullo del hombre que me amaba. En la ecuación de la gente del barrio no había ninguna incógnita. Esa puta era yo.

CONDENA

El día que volvió a casa, llegó a media mañana y se sentó a tomar mate como si el tiempo no hubiera pasado. Eso sí. Si antes hablaba poco, ahora no me dirigía la palabra. Luego cruzó a su taller, que había sido mantenido impecable por los vecinos del barrio y retomó su trabajo. No permitió que fuera a buscar al niño a la escuela y fue él personalmente, recibiendo besos y abrazos de todas las madres presentes y muy especialmente de las de mi antiguo grupo.

Volvió con el niño en brazos, que disfrutaba como loco abrazando a su padre entre risas y gritos de alegría. Desde esa mañana se encargó de llevarlo y traerlo todos los días, evitándome el agobio de los cuchicheos a mis espaldas.

La proximidad de esa primera noche juntos, después de tanto tiempo separados, me tenía sumergida en un mar de incertezas. Al terminar de comer se pegó una ducha mientras yo lo esperaba sentada en el borde de la cama temblando, vestida con un pequeño camisoncito y debajo de éste, solo bragas. No sabía que podía esperar de él después de casi dos años en prisión.

Se acercó desnudo, serio, con el rabo duro como una estaca y se detuvo un momento evaluándome como si fuera mercadería. Se paró frente a mí, me obligó a arrodillarme empujándome de los hombros y tomándome de las orejas me enterró el falo en la boca.

Me la estuvo follando como diez minutos y cuando tuvo la tranca bien lubricada con mi saliva, me tomó de la mano, me paró y me dió vuelta. Me puso de rodillas en la cama, subió el camisón, bajó mis bragas hasta las rodillas y me empezó a follar como un salvaje.

Cuando me tenía bien a punto, la sacó de mi coño y me la endilgó en el culo, hasta acabar entre gruñidos, llenándome las tripas de lefa un par de culeadas después.

Sin decir una palabra.

A partir de ese momento, esa fue la rutina, todas y cada una de las noches, sin decir una palabra en todo el día, al llegar a la cama me rompía el culo sin contemplaciones, procurando además, que yo jamás alcanzara mi orgasmo, si de el dependiera.

Para mayor desazón, un lunes por la mañana meses después, al volver del hospital vi entrar en el taller a Carmen, la madre de Laurita, vestida con calzas de gimnasio y un top que le marcaba unas tetas de escándalo.

Extrañada por la situación y viendo que no llevaba ningún artefacto para reparar, me colé tras ella sin que lo note. Gabriel la recibió con una sonrisa y saliendo de detrás del mostrador de recepción, la tomó de la cintura, la subió al mesón y le comió la boca.

La rubia lo atrapó con sus piernas y mientras se frotaba desesperada contra su rabo, le arrancó la remera a los tirones, tirándola luego por sobre su cabeza. Mismo camino siguió su top, segundos más tarde.

Y así, morreandose y entrelazados, la tomó de las nalgas y se la llevó rumbo a la habitación del fondo. Me acerqué temerosa de que me descubrieran y extrañamente excitada. Al asomarme pude ver que Gabriel estaba sentado al borde de la cama y la puta de rodillas se la estaba mamando con ansiedad descontrolada.

  • Así puta, asiii... que placer, tú sí que sabes mamar una polla...asiiii.

Y le llenó la boca de lefa, que la puta se tragó sin dudar. La golfa continuó mamando hasta ponerla dura de nuevo. Cuando lo logró, se subió sobre él, se la enterró en el coño y lo empezó a follar.

  • Te gusta ehh…¿te gusta, cabrón?
  • Siii... follas como los dioses. Tu marido debe filipar.
  • Ese eunuco no sirve ni para eso. ¿Y la puta de tu esposa no te folla?

Sorpresivamente Gabriel le dió un terrible cachetazo en una nalga.

  • ¡Si quieres seguir follando, de la puta no se habla!
  • SI, Si disculpa. Ahhg...aghh...aghh… aaaaaaaagggggghhhh.

Y se corrió patas abajo como un grifo. Sorpresivamente, Gabriel giró la cabeza, miró hacia la puerta desde donde yo espiaba escondida y se corrió con una expresión de furia que me acojonó.

Volví a casa corriendo y  confundida, mezcla de celos por los cuernos, vergüenza por la pillada y orgullo por su defensa. Esa noche me volvió a romper el culo, pero fracasó en parte de su venganza, me corrí como una cerda.

Desde ese día estuve alerta, me sentía traicionada por mis amigas, no podía entender que las muy zorras me hubieran despreciado, cuando ellas eran peores que yo.

El Lunes siguiente fue el turno de María.

Peinada de peluquería y enfundada en un elastizado vestido negro que delineaba su sinuosa figura, por lo menos tuvo la decencia de llegar con un secador de pelo en la mano.

Cruzó la entrada con paso de modelo, dejó el artefacto sobre el mostrador y tomando de la mano a Gabriel se lo llevó para el fondo. Los seguí en puntas de pié y al llegar al dormitorio pude observarlos parados frente a frente. Separados un par de metros, se miraban con hambre, en silencio.

Como en una coreografía ensayada, Maria empezó a bajar el cierre de su espalda, empinando su poderosas tetas frente a la afiebrada mirada de Gabriel, que le correspondía desabrochándose el delantal. Quedando él en pelota picada y ella solo con sus medias negras y los zapatos de aguja

Sin decir una palabra, María se acercó a Gabriel en un par de pasos y después de unos segundos de contemplación mutua, saltó sobre su cuerpo, abrazándolo por el cuello y enroscando las piernas en su cintura.

Mientras se comían la boca desesperados, Gabriel la tomó de las corvas con sus antebrazos y estampándola contra la pared, la ensartó con furia, comenzando a martillarla con furia demencial. En ese preciso instante murió el silencio y los gritos de la hembra llenaron la habitación.

No se cuanto duró la cópula porque me retiré conmovida. Si bien el rostro de María estaba descompuesto por el placer, la furia con que la ensartaba mi esposo, me puso los pelos de punta.

El lunes que siguió fue el turno de Lucía, llegó vestida sobria como de costumbre y arrastrando un carrito de las compras, saludó cortésmente a Gabriel y pasó directo al dormitorio, desde donde lo llamó unos minutos después.

Estaba por retirarme, cuando me paralizó un llanto desolado y el sonido de fuertes cachetadas. Corrí alarmada pensando que por fin Gabriel había sucumbido a la locura, solo para quedarme paralizada en la puerta.

La tímida Lucía estaba cruzada sobre las rodillas de mi esposo, peinada con dos trenzas y vestida solo con un vestidito corto de nena cachonda. Tenía las bragas a medio muslo, mientras Gabriel le azotaba el trasero como si no hubiera un mañana, castigando a la niña mala.

Cuando se le cansó el brazo, la puso en cuatro sobre la cama y la ensartó de un solo golpe para el delirio de la hembra. O ese coño venía preparado o estaba mas transitado que calle del microcentro.

A partir de ese día, el desfile de las madres de mi grupo por su taller era sostenido. Follarse al esposo presidiario de la zorra, se había vuelto tan excitante, que no lo podían resistir. Yo las había provocado.

El día cumbre fue un domingo por la mañana en horario de misa, cuando vi entrar en el taller a la estirada directora del colegio. Una imponente mujer de treinta y cinco años, morena de ojos verdes, siempre recatada, peinada con rodete y ropas sobrias. Esposa de un dirigente político del barrio y hombre de la iglesia en el poder.

No pude resistir la tentación y media hora después fuí a mirar. Lo que ví me dejó helada. La furcia estaba de rodillas sobre la cama, atada de manos al cabecero, vestida solo con medias, liguero y sin bragas. Gabriel se la estaba follando por el culo dándole azotes en las nalgas sin compasión. Mientras las grandes tetas de la puta se balanceaban sin control, gritaba como si la estuvieran matando. Cuando logró el orgasmo se meó encima.

Volví a casa tan excitada, que me tuve que masturbar en el baño.

SENTENCIA CUMPLIDA

Hoy he prendido la estufa, hace frío en casa y el niño ya está dormido. Veo entrar a Gabriel empalmado como siempre. Está hermoso, fuerte como un toro, maduro, seguro de sí mismo. Sumisa comienzo a agacharme y me detiene tomándome por las axilas. Me levanta, me saca el camisón por la cabeza y me besa por primera vez en casi cuatro años. Suave, dulcemente. Me vuelve loca.

Mientras me besa, me baja las bragas, que liberadas de mis caderas caen a mis pies, me deposita suavemente en la cama y baja por mi cuerpo dejando un rastro de saliva por mi cuello. Se da un atracón de tetas mientras sus manos juegan en mi vagina. No puedo aguantar y alcanzo mi primer orgasmo. No se detiene, sigue hacia el sur y se prende cual ventosa.

Dos orgasmos míos después se levanta y reptando por mi cuerpo, se acopla a mi cueva mientras no deja de besarme. Me folla suave, dulcemente, me lleva a los cielos y se derrama dentro mío como nunca lo hizo.

Nos quedamos dormidos, él boca arriba y yo sobre su amplio pecho. A media noche me despierto y lo veo con los ojos abiertos mirando el techo.

  • ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué ha cambiado?
  • Ayer se cumplieron setecientos días desde que volví a casa.

  • ¿Y qué hay con eso?

  • Tu condena está cumplida.

Lo miro consternada ante el cambio que se avecina. Él me mira sonriendo y me pregunta…

  • ¿Y ahora qué te preocupa? ¿De qué tienes miedo?

  • ¿No me vas a volver a encular?

EPÍLOGO

Estamos parados en la puerta del colegio esperando a nuestro hijo, mientras la beba duerme tranquila en su cochecito. Tomados de la cintura observo a las madres que miran a Gabriel como lobas hambrientas.

No lo han vuelto a catar, ni lo pienso permitir, setecientos días han sido más que suficientes.

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