Pax de Urinario

Un pequeño y ardiente homenaje a esos puntos de encuentro, antes de la existencia de internet, que eran los urinarios. Recuerdos y deseos se mezclan en ese aroma único que tenían esas paredes.

PAX DE URINARIO

En el gigantesco urinario seguían entrando hombres. Sacaban sus imponentes instrumentos y orinaban de forma imponente. Tedevoro observaba esas maniobras: esa manera varonil y avasalladora, ese ademán de desafío con que irrumpían en la mansión y se desabotonaban la portañuela. Dios mío, aquella manera indiferente y a la vez concentrada con que se extraían el miembro y miraban hacia el techo o hacia las paredes atiborradas de dibujos y literatura eróticos.

El color del verano, o el nuevo "Jardín de las Delicias", de Reinaldo Arenas.

Despedía una luz amarillenta, del mismo color sucio del orín que encharcaba sus paredes y suelos. Un calor húmedo y aplastante transportaba esa podredumbre hasta colmar todos tus sentidos, como un estribillo persistente de las pollas que por allí habían pasado y de las que se quedaban en las braguetas esperando mejor postor y ocasión. Cuando anochecía ese era el único faro de las docenas de polillas mariconas que por allí hormigueábamos. Aquella luz seráfica, o mejor apagada y ciega, tenía la persuasión de la monomanía con la que se gobernaban cientos de mingas acostumbradas a la clandestinidad de aquellos turbados encuentros.

No tenía más de quince o veinte metros cuadrados, acompañados por el retintín del coro que ponían tres cisternas estropeadas que manaban sin cesar. Sin embargo, el espacio, en esa oscuridad pastosa, parecía agrandarse hasta límites inconcebibles a la luz del día. En ocasiones, había tantas vergas allí reunidas que su naturaleza abordaba a la del camarote de los Hermanos Marx. Lo habitual era que los prólogos se iniciasen con no más de media docena de machos; después, conforme el concierto avanzaba, más y más instrumentos se acercaban a ejecutar aquellos allegros. Recuerdo una ocasión en la que un maricón gritó: "¡La poli!" Salimos en estampida, como una manada de búfalos con las pijas enhiestas; y en la carrera, que podía recordar a la de una manifestación, me pareció contar como a una treintena de maricones que buscaban el amparo de la noche coruñesa. Aún me río al recordarlo, pues al que se la estaba mamando me tomó de la mano a toda leche para terminar la sesión entre los palés del Puerto de A Coruña; tras una carrera en la que su polla, como sable diestro, amenazaba el aire frío de la noche despuntando por su bragueta.

La primera vez que fui tendría unos quince años. Aunque buscaba lo que buscaba, no tuve cojones para tomar lo que con sutiles gestos se me ofrecía. Se me achicó tanto el cipote que lo único que se me vació fue el miedo saliendo por la punta de mi nabo en una trémula meada. Lo intenté en más ocasiones, pero siempre con idéntico saldo. Hasta que me invitaron, no me enganche a la puta suciedad que allí se daba.

Eso fue cuando ya tenía dieciocho años recién cumpliditos. Mi anfitrión tenía una pinta de maricona asquerosa, subrayando de manera impúdica por donde iban los tiros ya de por si más que evidentes. Creo que aún lo reconocería, aunque supongo que por el camino que llevaba degeneraría mucho. Tenía ese andar marica con las caderas quebrando el aire, y unas manos que no paraban de acariciar el viento al tiempo que su rostro se derretía en mil mohines femeninos y singulares; lo patético era la masculina robustez de su cuerpo. Era alto, altísimo, y la hostia de musculoso, y un bello azabache remataba la faena inundando sus brazos y sobresaliendo exultante el cuello del niki para morir, con igual fortaleza, en una barba prieta y cerrada que, por mucho que afeitase, ensombrecía su rostro. La putada de aquel macho era respirar como hembra, pues tanto un sentir como otro partían de extremos tan alejados que el resultado era ese cruel contraste.

Me atrapó en uno de aquellos ridículos aspavientos que lanzaba para pescar. Mi respuesta fue tocarme la mercancía con gusto; la suya, al verla, fue avanzar. Y ahí iba yo, unos pasos por atrás, dejando que él abriese el camino entre las miradas censoras que le dirigían. Llamaba tanto la atención, que me resulta difícil concebir un día de su vida sin la compañía de aquellas agujas que se clavaban en sus carnes exhibicionistas. Aún recuerdo su culo meneándose con ritmo en aquellos pantalones exageradamente ceñidos que ni aún así feminizaban su masculinidad. Mientras lo seguía, no dejaba de preguntarme a dónde coño me iba llevar un personaje como él. Cada cierto tiempo lanzaba pícaras miradas para asegurarse que su pieza aún seguía en el cebo. ¡Y vaya si seguía! Quería follar, estrenar mis dieciocho años.

Acostumbrado a perderlos por demasiada indiscreción, no se dirigió a mí durante el camino, ni tan siquiera cuando los semáforos detenían temporalmente nuestra marcha. En esos momentos, el maricón aprovechaba para exhibirse aún más desvergonzadamente. Se ponía hecha una estrellona, que si toca la pinga, que si se pasaba la mano por su pelo alborotado, que si bailaba con una lujuria risible. Todo menos quedarse quieto. No le llegaba lo maricón que era, todo le parecía poco a un tío tan cojonudo.

Cuando llegamos apuró el paso y se metió en el urinario. Yo me quedé parado, sin saber si aquella era la meta final o una etapa más en la carrera. "¡Vamos, gorrión! ¿A qué esperas? Ya llegamos al nido" vociferó desde el dintel con esa voz tan chirriante como su ropa. Me hizo tanta gracia que no acabé de creerme la cama que me ofrecía y que distaba mucho de la que yo me había imaginado durante el camino siguiendo su agitada naturaleza.

Cuando entré, él ya me esperaba en el retrete con una postura de puta barata. Me acerqué y aquella lagarta me acogió con una dulzura enorme entre sus brazos al tiempo que cerraba la carcomida puerta. Y con un beso tierno en la frente, al tiempo que me bajaba la cremallera, y antes de sepultar mi tranca en su boca chorreante, me aclaró: "¡Llámame La Seño , gorrioncito!" Y no volvió a salir una palabra más de su boca durante cinco minutos, sólo mi polla que la empitonaba con saña, mientras él me derretía con sus lametazos, con sus succiones, con sus mordiscos, con sus meneos, y con unas tragaderas que tenían el aguante del que ha mamado kilómetros y kilómetros de polla, haciendo de esta virtud una apología.

A los dos minutos ignoré ya dónde estaba. Estaba preso de esa lengua rugosa que reptaba por el talle, que masajeaba mi frenillo buscando aquí y allá todo el sabor que, en su apetito, se encontraba en los mil resortes que pulsaba. Fue una mamada metódica, con sacudidas febriles, seguidas de unas cadencias en las que mi nabo se plantaba en su garganta y allí quedaba quieto, sintiendo yo su respiración húmeda y agitada sobre pelos hirsutos de mi pubis, para después despegar lenta, muy lentamente en una succión que alborotaba la sangre caliente de mi rabo. Cuando llegaba a mi capullo, el muy maricón, disparaba como una traca final. Su lengua recorría puntillosa, con una fortaleza increíble, todo su perímetro hasta centrarse en mi frenillo y allí dar vertiginosos viajes que la llevaban, con esa punta aguda en la que terminaba, al meato para robar los primeros jugos que soltaba.

Yo jadeaba escandalosamente. Estaba como ido. No sólo me excitaba la maestría del ejecutante, sino también el decorado. Las paredes estaban tapizadas con mensajes obscenos que aumentaban su lubricidad en medio de toda aquella inmundicia, y miraras a donde mirases, todo sabía a sexo y a mierda; ¡por supuesto no a un sexo de bella caligrafía! Era un sexo de hachazos limpios y cabrones, hecho a deseos que se ocultaban bajo la epidermis para salir a borbotones escaldados en cientos de corridas que se aleaban con los orines que anegaban el suelo.

En eso estábamos cuando tocaron precipitadamente a la puerta. Fue delicioso. Su pánico hizo que mi miga, enterrada en aquel momento en su garganta, sintiese el pavor de verse descubierto por lo que sus músculos se contrajeron en un espasmo angustiado; yo, por mi parte, también dejé de jadear pensando en ese momento que toda la policía estaba al otro lado de la puerta. Pero no fue así, una voz igual de ansiosa que nuestro espanto cruzó el vapor fétido del retrete. "¡Dejarme pasar, maricones, dejarme pasar!," susurró con un deseo estremecido. Yo, en aquel tiempo, era bastante egoísta, así que entre que no me había repuesto del susto y el cabreo que tenía por haberme cortado la mamada, recuerdo que con igual pasión respondí: "¡Vete a la mierda, maricón! ¡Lárgate de aquí, joder!" Pero no me dio tiempo a seguir con mi mala leche, La Seño , al tiempo que habría la puerta, decía con esa voz maricona: "Pero, Gorrioncito, ¿qué te pasa? Cuantos más, mejor. Pasa".

Tras las presentaciones, la compañía se hizo multitud. Había llegado Paco, un hombre de unos treinta y algo, alto y desgarbado, con una calentura tan grande que lo primero hizo tras decir su nombre fue bajarse los pantalones y quedar con una polla no tan grande como su nariz, pero sí más hermosa, que rogaba, en su dureza, el mismo baño. No esperó a que la voracidad de La Seño se lanzara, él fue por la suya. Comenzó a besarme a magrearme sin piedad, a rebuscar por entre los pliegues de mi ropa el tacto de mi piel. Estaba tan caliente que respondí a su ataque con embestidas igual de fieras. Al momento estábamos los dos enredados el uno en el otro, mientras las tragaderas portentosas de La Seño seguían con su toma y daca más emocionadas aún que antes pues era el segundo pez que caía en su anzuelo.

Ahora no se conformó con mamarme la verga, bajó con ímpetu los pantalones y mientras nosotros nos magreábamos a gusto, él zampaba con gula nuestras pollas para después comernos los huevos mientras a dos manos meneaba nuestras mingas y vuelta a empezar el ciclo sin fin en el que, de vez en cuando, aquellas manos robustas afianzaban su naturaleza en nuestros ojetes.

Tenía unos dedos largos y membrudos, donde cada articulación estaba subrayada con igual potencia. Esta anatomía hizo que su incursión se grabase en nuestras entrañas con igual detalle, apuntalándonos los jadeos que allí se escondían y que salían al pulso de ese placentero dolor que renacía con sus perforaciones. Yo culebreé como una mariconaza, retorciéndome en un vano intento por llegar al muñón, y aferrándome con una lujuria primitiva a mi escuálido acompañante que aún no había recibido su dosis y se preguntaba el por qué de aquel giro dramático; sólo cuando le tocó su turno comprendió la razón de mis embates y se sumó al coro.

Supongo que la animamos a seguir, pues una vez que regó bien nuestras trancas, nos dio la vuelta para comernos el culo. No era la primera vez que me lo comían, pero si era la primera vez que el estricto plan de la mamada saltaba por los aires para hundirse en las rajas de nuestros culos, que recibieron afectuosas el apetito de su descomunal lengua. Así que allí estábamos, como ante un pelotón de fusilamiento, contra la pared amarillenta, llena de mierda y obscenidades, mientras nos comían el culo y nos la meneábamos entre sí.

Recuerdo, que por lo menos en cuatro o cinco ocasiones, los anónimos pasos encharcados templaban nuestros jadeos y sus lambetazos para situarlos unos peldaños más abajo, en esa penumbra silenciosa que se rompía en ahogos una vez pasado el peligro. Una vez que volvía la serenidad, retoñaba con mayor vigor el desenfreno y el chup-chup de su lengua hambrienta estallaba por entre el estribillo de las cisternas. Era un comer frenético en el que sepultaba su deseo más allá de la caldera del tuyo, hasta arder los dos; después, cuando su generosidad se hundía en el otro, no por eso te abandonaba su maestría, sus robustos dedos seguían horadando tu placer. ¡Sólo recuerdo que lo comía de puta madre! Sus primeros lambetazos pringaban con su voracidad toda la raja, con una paciencia y constancia que alteraba tu deseo hasta hacerlo egoísta y desear que llegara a la diana que ya ardía. Tras eso, su lengua surcaba en círculos precisos, agravados por las torsiones de su rostro que daban un aliento mayor, hasta el limen del ojete que se abría como una flor para encharcarse de su cálida baba. Allí, siguiendo sus bocados, con ese libar que componían unas cosquillas placenteras que terminaban por hermanarse al meneo de la verga, mi cuerpo bullía alterado por ese placer que, de un momento a otro, acabaría en churretes que empapelarían aquel mosaico de corridas y meados.

Como no podía ser menos, la corrida estalló al tiempo que el peligro. Oí esos pasos que a fuerza de repetirse comenzaba a ser tan familiares como nuestros resuellos, aunque no tan tranquilizadores; y mis cojones, en vez de achicarse, reventaron. Fue una corrida gloriosa, pues aunque perdido, fui levemente consciente que tenía que ahogarme en un disimulo que estaba lejos de sentir. Mientras que el maricón de Paco seguía meneándomela, yo solté la suya para de algún modo tapar mi boca al grito que se estaba cociendo. Fue un esfuerzo tan grande, que las fuerzas me abandonaron. Me escurrí por la pringada pared, al tiempo que mi polla escupía su fruto y la avaricia de Paco trataba de pillármela, mientras los trallazos se estrellaban contra los azulejos acompañados del familiar sonido de la meada del intruso. Allí, en cuclillas, salió el último rastro, mientras mi cuerpo se descomponía y volvía a componer, luché con todas mis fuerzas contra el ataque de risa que me iba a dar. Ellos lo presintieron, no sabían muy bien qué hacer; pero yo no aguante. Me reí a mandíbula batiente, sin poder controlarme por mucho que lo intentará; y lo intenté y lo intentamos, y lo único que llegamos a escuchar fue el fin de la meada y unos pasos apresurados que salían temerosos de esa caterva.

Durante un tiempo, no hicimos otra cosa que reír y reír como putas locas. La polla de Paco perdió su lustre, pero cuando al cabo de unos minutos llegó la serenidad, volvimos a las andadas, como si después de mi corrida no se hubiera pasado página. Un leve toque y lució. Lo pusimos en medio, y mientras La Seño le comía el culo, yo se la mamaba con gusto. El cabrón no paraba de gozar, se meneaba sin saber muy bien por dónde tirar, pero el maricón no dejaba de disfrutar, de hundir su verga en mi boca hasta el fondo, hasta que mi nariz aspiraba su olor a polla sudada que incrementaba mi placer. Recuerdo que no era muy grande; pero lo que le faltaba de largo, le sobraba de ancho. Era una polla maciza en la que el nervio era absoluto, perdiendo esa calidez de la carne, para ganar la templanza del acero. Recuerdo otra cosa más que ya no volví a ver en todas las pijas que me he comido: su glande no continuaba la pequeña recta que marcaba su talle, sino que se situaba en diagonal como si hiciese una leve genuflexión. Tenía un frenillo muy corto, casi inexistente y que se fundía al meato, para después extender esa carnaza robusta en una campana exagerada que marcaba con firmeza esa pequeña frontera. Fue una mamada deliciosa, pues todos los tesoros de aquella polla se hallaban en ese capullo tan singular al que podías lamer y morder con gusto. A los dos minutos se agarró a nosotros aplastándonos contra su consumido cuerpo y comencé a sentir ese calorcillo ardiente de su lefa que embadurnaba las paredes de mi boca mientras un ronco rugido arrasaba su garganta. Cómo pude, me despegue de su abrazo para disfrutar del sabor que ahora corroía mi gusto. Recuerdo que cerré los ojos para catar la última cosecha, por lo que me sorprendió, hasta asustarme, cuando me vi tomado por La Seño que quería su parte de ración, no encontrando mejor recurso que morrearme y raptar los restos que aún quedaban en mi boca, para después, aún no contenta del todo, limpiar con gusto la minga de Paco y rematar con ese lamparón que le caía sumiso por su glande

Tras eso, íbamos a por La Seño , pero el muy maricón frenó el avance con uno de sus locos ademanes diciendo: "No. Hoy no. ¡Hoy sólo soy una boca, gorrioncitos!" Y así nos dejó, medio flipados, contentándonos con magrearle un poco el paquete que se adivinaba demasiado masculino para un tipo que sólo era una boca. Para finalizar, hasta que nos reprendió por nuestro descaro, aunque plantando la esperanza de que otro día tal vez fuera una polla o un culo.

Esa fue la primera vez, la que no se olvida; después hubo más; de esas que se mezclan churras y merinas, en la que no sabes muy bien si el día que te la mamaron fue cuándo te machacaron entre dos y se te confunden, en esa melancolía con la que uno trae los recuerdos, los culos y las pollas hasta hacerse pardos como los gatos.

Pero hubo otra ocasión, la que me trae aquí, que se grabó con fuego. Fue tan especial, que ahora la veo como un regalo.

Fue en el mismo año, ya había terminado los exámenes y quedé con toda la peña para ir de copas. Me entusiasmaba la idea, aunque sabía que toda la puta noche tenía que ir de machito, cosa que no me molestaba pues me permitía disfrazar mi miedo. Quedara sobre las once, así que ahí iba yo: puesto para la noche, de gallito de corral y dispuesto a empaparme con cuanta sustancia se cruzara en mi camino. No sé por qué, pero imagino que mis pasos de maricón me llevaron a donde quería estar.

Llegue y siete personas estaban reposando sus pollas. Cuatro en los meaderos y los restantes desperdigados por las esquinas fumando con una tranquilidad canalla de gallos de corral. Esperé un momento y uno de ellos se apartó ocultando con calma su tranca para que yo meara. Exageré el gesto a la hora de desenfundar, como si en vez de tener una polla meona, la tuviera ya contenta y folladora. Y mientras meaba, miré a mi izquierda, viendo que la maricona de al lado se la meneaba con calma despertándola del letargo. No estaba mal y cuando me miró así se lo hice saber con una seña de adhesión; él, por su parte, miró la mía y por el hambre que tenía o las ganas de coger me correspondió con el mismo pago. Se oían tosecillas, como pequeñas balizas de la ansiedad que reinaba en todos los que allí estábamos. Sacudí la minga y como había hecho mi predecesor no me tome prisas en guardarla, brindando la faena al público. Tras eso, todos quedamos quietos, escuchando los sonidos de la noche, bajo esa luz lánguida y mirándonos unos a los otros para calibrar el menú. Recuerdo a unos pocos (con los que más adelante repetí y "tripití"), pero la impresión de aquel momento es que el ganado era variado: de suspenso a matrícula de honor.

Uno de los que fumaba, con pinta de camionero maricón, se adelantó con calma hasta situarse bajo la bombilla. Tras esto, apagó su pitillo con chulería y magreándose el paquete quitó de su bolsillo un pañuelo. Como si fuera un mago, otro de los que allí estaba, siguiendo una coreografía precisa, dio un brinco hasta sujetarse en su pecho y despojándole del pañuelo desenroscó la bombilla para crear las tinieblas que tanta seguridad nos daban.

"¡Mamo pollas, mamo pollas, mamo pollas!", decía uno ya arrastrándose a la altura del paquete. El que tenía a mi lado, cogió mi mano para situarla en su polla y mientras comencé a meneársela él me desabrochaba el pantalón. El que mamaba pollas ya callara. Un movimiento impreciso alteraba todas aquellas sombras. Cuando por fin tomó mi polla, una mano me agarró para separarme de aquel pajero, por su fortaleza imaginé que sería mi chulo transportista. Los pocos pasos que nos separaban del retrete, nos dieron que hacer, al que se había dejado insitía en continuar y pegó su pinga contra mi raja. Yo culeé para intentar desprenderme del, pero aquello pareció gustarle pues el maricón se agarró a mí reposando su minga intranquila contra mis nalgas. Mientras, él que me llevaba, seguía tirando de mí sin entender qué me pasaba. "No es que no quiera -le dije temiendo perder el plato-. Es que no me dejan". No pareció incomodarle aquello, sino que se acercó y mientras el otro seguía con su culear patético, comenzó a morrearme. Metía la lengua hasta lo más hondo, mientras su mano se deslizaba por mi pecho para pellizcar mis pezones; yo, por mi parte, lo atraje para manosear aquel culo de nalgas separadas y hundir mis manos en esas carnes mientras su tranca aplastaba con furia la mía. No era el culo que yo esperaba, ya no tenía ni puta idea con quién estaba de los que había visto, pero desde luego su mango me indicaba que no siendo el postre, tenía su mismo sabor.

Se desabrochó los pantalones y los bajó hasta dejar su polla contra la mía, pues el que me "follaba" ya había bajado los calzoncillos para facilitar un poco más ese quiero y no puedo en el que estaba. Sentí su polla sobre la mía, y pese a lo caliente que estaba, noté lo mojada que la tenía, lo salido que estaba el mariconazo. Tomó las dos pingas a un tiempo y mientras mordía mis labios y babeaba mi cuello, con besos que buscaban comida, comenzó a menearlas con fuerza. Le daba tanta caña, que jadeé como una perra. Debimos de llamar la atención del mamapollas, pues al instante estaba a nuestro lado con su reclamo: "¡Os la mamo, os la mamo! ¡La mamo de puta madre! ¿Os la mamo?" "¡Dale, maricona! Dale un ratillo. Cómenos las pollas... y después chorréame el culo. Porque me quieres joder, ¿verdad?" "¡Joder, claro! Claro que te voy a joder", respondí jadeante y algo ofendido por lo obvio de la pregunta. "Pues eso: ¡Mama, mamona!" Dicho y hecho, tenía ya su bocaza en mi polla, y por los impulsos que tomaba el otro maricón sobre mi culo, no me quedaba otra que follarle la boca. Seguí morreando con calentura los labios de aquel macho que se lanzaba sobre mi cuerpo no saciándose con nada, pues levantó mi camisa y se dedicó a sobar mis pezones, uno y otro mordiéndolos con rabia. Mientras, con el placer que sentía, lo apretaba contra ellos sintiendo como se calentaba más, como sus manos arañaban con furia aferrándose a mi espalda y en un arranque de perro rabioso zarandeó al marica que seguía dale que dale contra mi raja. Éste no se desilusionó, sino que bajo a comerme el culo con la misma ansiedad que intentaba darme por él. Las babas de su esfuerzo caminaron por la raja de mi culo hasta abonar lo que su pinga no había alcanzado. Fue, como decíamos en aquella época, demasiado.

A nuestro alrededor había una música celestial. Síes enfáticos que tronaban por esa follada que se aproximaba, resuellos de placer que encharcaban el pestilente aire que ahora sabía de puta madre, movimientos audaces, gritos dolorosos que rugían de placer y una primera corrida que no tardó en regar el suelo, la boca o el culo, pues el mariconazo lo anunció a toda la noche coruñesa. Yo ya no echaba de menos a mi chulo, que debía de seguir amarrado (sabe dios por dónde) al "bailarín"; aunque por otras veces, sabía que no siempre terminabas con el que empezabas. Así era cuando el sida se escribía en separado, más como un ruego imperioso del "venga, dale".

Me estaba derritiendo de placer. Así que separé a la mamona con un: "¡Tío, que no me quiero correr en tu boca!" No pareció importarle, pues ya se enganchó al mango de mi macho que ahora pasaba su lengua por mis axilas. Al poco, el quiero y no puedo que ahora sí me comía el culo, terminó su función y ni corto ni perezoso situó su glande en mi ojete. Me dejé llevar e inclinándome un poco, según sus indicaciones, me hincó su cipote. Era un tipo con prisas, o ya iba tan caldeado que al poco de sentirlo noté como la pistola más rápida de Texas se corría en medio de espasmos violentos que me empitonaban torpemente. Quitó su nabo rugiendo y separándose por fin de mí; pero al instante, como ave carroñera mientras mi torpe follador huía, otra minga tomó el relevo con la advertencia de que "vas a saber lo que es bueno". Y no se tiró un farol. Me la metió de un golpe y se agarró a mi cadera comenzando a zumbar como un poseso, agitándome con un frenesí que me dejaba ciego, exhausto. Sólo pude agarrarme a mi macho que, mientras se la mamaban, me aguantaba los empujes que daba aquella follada cruel, pero rica de cojones, guiándome ya hacia el retrete.

Cada embestida viajaba por mi cuerpo salvajemente. Notaba como su pija, con un grosor de los de meter caña, arrasaba mis entrañas para en su empuje final empalarme y en ese placer doloroso corroer mi cuerpo que se rompía en gritos apasionados; en su salida, el maricón, casi la quitaba dejando aquella tranca a escasos milímetros de la huída para de nuevo abrir mi ano y romper mis entrañas. Estaba tan seguro de su follada que no paraba de repetir: "¿Qué... te gusta maricón? ¿Te gusta, verdad, mariconcete? Esto es lo que venías buscando, ¿verdad, maricón?" Creo que hasta dijo, aunque no puedo asegurarlo pues los años ya corrieron, que él ya había notado cómo le ponía el culo, como lo llamaba con el culo. Y él, ante esa llamada, pegaba con fuerza a la puerta, en un meteisaca en el que no había contemplación. Era una follada imperiosa, guiada no sólo por el apetito, sino también por la urgencia de verse sorprendido, lo que le llevaba a sumar esas dos potencias que se hundían en mis entrañas vertiginosamente. Intenté por varias veces, en esa cadencia ardiente, distinguir al bravo soldado que atacaba con tanta fortaleza; pero fuera de su minga golosa, nada aprecié. Quedé tan marcado por aquella follada, que tiempo después, cuando algún revolcón me recordaba esas prisas, relataba la historia de aquella noche con la esperanza de si aquel que guardaba mi lefa en su culo, era la generosa pija que me había regado tan gozosamente. La historia es que nunca lo volví a encontrar, y la vida y otras pollas borraron el tatuaje de esta; pero mientras estuve con ella, no paré de rugir. No sólo me exaltaba ese brío poderoso de su tranca, sino ese follarme con todo el cuerpo. Te manoseaba con garra, aferrándose en tus caderas fuertemente para después, seguir arando tu cuerpo con unas manos enormes y sudadas que terminaban estallando en tus nalgas, con la misma rabia que ponía al ensartarte con su falo. Era una follada tan física, que no viéndolo sentías con una claridad absoluta todos sus gestos y esos gruñidos correosos que salían de su garganta, a modo de puntuación, intercalados entre las obscenidades que no cesaba de repetir. Lo más curioso fue el final. La turbulencia con la que actuó en todo momento daba a entender un arresto aún más furioso para cuando llegase a meta. Sin embargo, detuvo su marcha clavándomela hasta el fondo y cogiéndome hasta pegarme a su cuerpo. Ahí, calladito y quieto, consumido por el placer, comenzó a susurrar un grito apagado y agudo, casi desesperado, que iba feneciendo hasta ahogarse; tras eso, sentí, con la misma rotundidad que su follada, como mis entrañas se sumergían en su lefa, inundándolas a conciencia con el retumbar estremecido, y casi imperceptible, de su polla sudando leche.

Tardó en disiparse aquel estado catatónico; cuando lo hizo, la impetuosidad alumbró la despedida. Bruscamente sacó su pijo de mis entrañas, y a modo de agradecimiento, consoló mi excitación besándome arrolladoramente en la boca y, en un último gesto de su apetito, me mordió en los labios. "Otro día, creo recordar que dijo en un rezagado gesto de chulería, tendrás la fortuna de que te joda. Pisas esto muy a menudo, ¿verdad, maricón?" No le contesté, de lo turbado que aún estaba. Igual que los vapores de tanta mierda, yo vivía la embriaguez de las folladas que nos rodeaban. Mi memoria aún guardaba su nabo entre mis carnes escocidas, y al calor de esto, estaban aquellas sombras jadeantes y obscenas creando la vana ilusión de que el mundo era un gran folladero sin límites. Era una alucinación, éramos ratas de cloaca nos lanzándonos con las garras afiladas en pos de esa polla divina que dejara de una puta vez satisfecha la gula de nuestro culo. "Pues nos vemos". "Eso espero", repuse al tiempo que las garras de mi macho volvían a manosear con la lujuria oscura que crece en los urinarios.

"¡Ahora cómeme el culo! –solicitó a la mamona-. Déjamelo como los chorros del oro. Vamos para la habitación" Y allí, en ese retrete nauseabundo entramos los tres; él llevándome por el nabo y la mamona casi arrastrándose atado al aroma de su culo.

Me aplastó contra la pared y la sed le hizo beber. Magreándonos a conciencia fuimos disfrutando de todo lo que la carne ponía al alcance de nuestro sexo. Estaba rellenito, más de lo que a primera vista me pareció. Sin embargo, era una abundancia recatada, en la que el carácter de su cuerpo se dibujaba en pinceladas que, en una naturaleza como la suya, chorreaban un sudor pegajoso y excitante. Le pellizqué aquellos pezones que levantaban en él gemidos de perra en celo y meneos impulsivos. Era una carne tan caliente que me dio por morderle, por buscar en la violencia de mi arrebato el sabor de un ser que en ese momento era genital, un sexo alumbrador y gigantesco que no dejaba de embestirme contra la pared empastada de mierda y semen.

Bajé hasta llegar a su sexo encharcado, sobre el que las manos de la mamona hacían accidentadas exploraciones mientras disfrutaba con deleite del gusto de su ano. Le mordí los dedos con rabia y el maricón ni protestó, siguió chupa que chupa, como si estuviera esposado a un sino irremediable que acabaría con la muerte o al paso de una nueva tentación como aquella. Allí, despojada de intrusos, su verga sellaba con sus secreciones mi rostro al son de empujes febriles. Estaba presa de tal fervor, que mi boca hambrienta y babeante tardó en capturarla; para cuando lo consiguió el muy maricón se corrió a la media docena de mamadas. Trémulo, grito como una cerda, mientras su minga disparaba un potente chorro de lefa que me seco la boca con su sabor fuerte y acre. Fueron cuatro o cinco disparos sucesivos que yo saboreaba con deleite, tomándole la minga y dejando que mi lengua fuera el recibidor de tan apetitoso premio. Cuando finalizó, aún colapsado por lo que vivía, me levanté arrastrándome por la mugrienta pared para besarle y que probara su medicina. Me recibió ansioso, como si aquello fuera lo único que le devolviera la vida. Fue un beso apasionado, en el que nuestras babas se aleaban con su lefa, en el que nuestras lenguas retozaban ávidas, atizadas por el fuego. Al rato se despego y tomando mis labios con su mano, rogó que lo follara.

Creo que le dije algo a la mamona, un "lo siento" de estos que salen presos por el deseo al tiempo que con la cadera lo empujaba hacia la esquina del retrete. No vi su rostro, pero estoy por apostar que no puso cara de buenos amigos. Aún así, sin decir esta boca es mía quedó castigado en la esquina. Lo que si recuerdo es que mientras mi amiguito se abría situándose para la carrera, la gorda mamona comenzó a magrearme el culo al tiempo que yo tomaba mi pinga para apuntar bien. Me jodió aquello, lo que quería era follar y que me dejasen de hostias y aquella lapa estaba por otra función. "¡Oye! ¿Por qué no vas a mamarla por ahí?" "¡No, por favor! Deja que me quede. No te voy a hacer nada. Sólo tirarme una paja". Lo imploró de tal modo que aquello me puso más cachondo. Aunque no se veía un pijo, escuchar cómo se bajaba la cremallera y hurgaba en su paquete me calentó de la hostia, pues en mi fantasía se pajeaba porque era yo el que follaba, porque le gustaba ver como mi culito tomaba impulso hasta que la tranca se hundía en las entrañas, y mis huevos chocaban contra las babadas nalgas en un aplauso húmedo de entusiasmo. Ya ni conteste, sino que con mi polla en la mano me puse a explorar la puerta de entrada.

Tenía una raja peluda, de esas que huelen de puta madre, y paseé mi capullo por toda esa selva, perdiéndome en el camino. Con la ansiedad que tenía no daba acertado. Cuanto más intentaba atinar, más errado era el tiro. El culito sabrosón hacía todo lo que podía, pero ya llevaba como media docena de embestidas y no acertaba con el puto ano. "¡Joder, tío! –protesté desesperado-. ¿Dónde lo escondes?" Con la otra mano, comprobé cuál era el camino. Lo recorrí con los dedos y cuando llegué a la meta evidencié el hambre que tenía la maricona: dos dedos se deslizaron hacia su acogedor interior sin ningún esfuerzo alegrando la voz de su amo. Tras esto, husmeando lo que me estaba perdiendo dirigí mi pinga hasta su acariciante entrada, y allí la dejé. Le debieron de parecer unos instantes eternos, pues a los pocos segundos protestó con un tono encendido por el deseo. "¿A qué esperas? Venga. ¡Dale mari...!" No le dejé terminar, de una sola atacada bombeé hasta el fondo para encontrar ese grito doloroso que alumbró su boca. Presioné con fuerza, mientras él hacía vanos esfuerzos por mover el culo, hasta que se convenció de la imposibilidad de luchar contra mi terquedad. Una vez saboreada la caricia de sus entrañas y el calorcillo que se expandía por mi polla, lo follé lenta, muy lentamente, sintiendo con toda la claridad posible como sus entrañas me apretaban dulcemente, adaptándose con perfección al volumen de mi nabo. Era una follada sin prisas, en las que me tomaba el tiempo para hacer virguerías pues era una delicia el mimo con el que me trataba. Se acopló a mi ritmo, llevando también esa rabia contenida con el que lo estaba follando. Al rato, los suspiros de la mamona se metieron en mis carnes. Eran unos jadeos tan húmedos, que terminaron por empaparme, por verme convulso y preso de la celeridad con la que se pajeaba. No fui consciente de aquel hechizo hasta que vi cómo se la metía frenéticamente al culo sabrosón que se derretía en crispados bramidos. Cuando me percaté, mi deseo cambió. Fue extraño, pero en ese momento ya no quería aquel culo cabrón y cojonudo, sino que me entró una sed exasperada por la leche de aquella puta mamona que me había llevado a ese estado.

Quité mi polla del nido y me situé frente al pajero que seguía zumba que zumba con su jadeo encharcado. Me abracé a él, causándole una sorpresa que frenó su instinto, pero al tiempo que ponía mi polla a la altura de la suya, le rogaba que me follara así. Al viejo le dio la locura, pues se aferró desesperado y comenzó a empitonarme febril con una pinga enana pero maciza, que con esfuerzos lograba cruzar la frontera de su barriga. Creo que atajé la protesta del enculado con la lógica de que pronto se correría; pero lo que sí recuerdo, es el sabor rancio de aquel espantajo. Sus besos eran nauseabundos. Parecía como si después de tanto mamarla, todo él fuera un cúmulo de todos los desechos que había tragado, depositándose éstos, capa tras capa, hasta engendrar esa mole grasienta y babosa, un espantajo mutante que sólo podía darse bajo aquellas paredes roñosas.

Sin embargo, tenía un poder único. No se le debían de presentar muchas ocasiones como aquella, lo que hacía de él un amante devastador, un guerrero rabioso guiado por un deseo acumulado, y pocas veces satisfecho, que lo llevaba a tratarte como un muñeco. Te manoseaba sin piedad, sin preocuparse de si lo que hacía tenía venia o no, pues en su ardor ciego ignoraba cualquier regla que no fuese el deseo tantas veces achicado por las negativas y que ahora estallaba. Su verga seguía golpeándome con ansiedad, mientras retorcía sus besos babosos en un ir y venir frenético que lo llevaba a un banquete pantagruélico en cada bocado. Ahora mordía mis pezones, mientras su manos se agarrotaban en mi culo exudante de lefa y allí se quedaban rezagados en sus mimos violentos; después buscaba mis labios y su lengua se abría paso para, tras unos momentos de recreo, morder mis labios con saña y de allí partir a encharcar mi cuello, orejas, o lo que su sed encontrará a mano.

Efectivamente no tardó mucho en correrse. Cuando le llegó el momento de rendir cuentas pegó sus carnes grasas a mí y en un éxtasis que lo colapsaba, sentí su leche calentita regando mi entrepierna y ese gemir empantanado que calaba tus sentidos. Cada trallazo era acompañado de un pequeño vaivén, como un eco de la convulsión que agitaba su cuerpo; tras eso, quedaba quieto, intentando aplacar la carrera feroz que aún hervía en sus cojones y que detonaba en un nuevo chorro llevado por esa impaciente sacudida de su nabo. Lleve mi mano a mi polla y le hice un traje con el semen que inundaba mi vello púbico. Me separé con brusquedad de aquel abrazo y con la misma furia hundí mi tranca en el culo huérfano y ansioso de cariño. Lo follé con una saña soberbia, clavándosela hasta el fondo en embestidas terminantes que llevaban al puto contra la pared. El mismo desprecio que momentos antes había gozado, llevó la voz cantante. Era un culo, un culo que estaba ahí para cagarme en el, para follarlo con la rabia de ese deseo que ya no controlaba, para llevar a ese cuerpo, que se adivinaba apetecible, a los sumideros de la piltrafa. Al tiempo, el viejo mamapollas me daba la misma medicina que yo administraba. Sus magreos exploraban con impudicia, buscando en aquel fuego algunas ascuas que amainaran un ardor que no se había extinguido con la corrida. Me resulto excitante que al tiempo que yo follaba, aquel buitre rapiñaran entre nuestras carnes los restos del festín. Lo sentí olerme el culo, agacharse y, con su mano ciega, palpar mis cojones para agarrarlos con fuerza y parar por el dolor el ímpetu de mis embestidas, así hasta que los soltaba y volvía yo a las andadas con mayor empuje.

Tampoco yo tardé en correrme. Fue una corrida fabulosa, casi universal, pues en ese universo cerrado, lleno de pollas golosas, mis bufidos y ese "¡aaaaah!" con el que coronaba todas las faenas se sumó a un coro de mariconas. La dejé allí, clavadita, mientras vomitaba con gusto y mi cuerpo se estremecía. Y así quedé un rato; después, apresuradamente, me subí los pantalones y sin decir esta boca es mía salí con prisa para mi cita.

A los pocos pasos, mientras iba poniéndome bien la ropa, llegó a mí corriendo. A la luz de la noche no estaba nada mal, pero mucho peor de lo que me había imaginado en esa oscuridad pastosa en la que habíamos gozado.

Me propuso continuar, pero los planes me lo impedían. Así que me acompañó hasta el "7 Puertas", el bar donde había quedado. Allí, en una de ellas, estuvimos hablando un rato hasta que en el último minuto fijamos la siguiente cita (a la que no acudí hasta que aproximadamente un mes después nuestras pollas se cruzaron de nuevo) y entré en el bar.

Ya tenían su puntillo. Así que me apresuré a por lo menos empatar ese primer partido pidiéndome un bock de esos que entra en las venas para alegrarlas. Me arrimé a la basca y, sin querer, me puse al lado de Ángel.

A las que somos putas, nos enterraran mirando el paquete de nuestro embalsamador.

Con mucho amor, para Julián. Pero sólo para él, por el maricón soberbio

que es, continua inspiración de éste que le admira.