Paulina

Una jovencita sufre una experiencia desconcertante en el autobús, a manos de un desconocido. Esto marcara el inicio de una avalancha de sucesos que la transformara de una niña ingenua a una mujer ávida de placer. Clásico de Dantes.

Primer capítulo de la serie Cristina. Esta editado según publicación formal del sitio de relatos de Dantes. Lo vuelvo a publicar para que se vuelva a disfrutar de este gran relato. En el sitio de Dantes va en el capítulo 3.

PAULINA

CAPÍTULO 1

Hola, mi nombre es Paulina, pero todos me llaman Pauly. Soy una estudiante de 18 años que cursa quinto de humanidades, último año de secundaria en mi país. De mi aspecto solo puedo decirles que siempre he estado muy bien dotada de delantera, quizás para armonizar con mi hermosa cola, que forma unas espléndidas curvas gracias a mi cinturita que es la envidia de todas mis amigas, y la fuente del deseo de mis compañeros y profesores. Hago mucho ejercicio, por lo que poseo unas piernas, además de largas, muy bien formadas. Mido un metro setenta y ocho, tengo una carita muy coqueta con ojitos risueños que, acompañada de mi respingona nariz y mis sensuales labios, hacen un juego precioso con mi pelo largo y semi ondulado. Supongo que, con todo lo que les he contado, creen que soy algo vanidosa. Ja, pues tienen razón, y les confieso algo que no le deben contar a nadie: me tiño el pelo color negro azabache…, aunque mi madre me dice que no es necesario, considero que se ve increíble contra mi piel de porcelana y mis ojos esmeralda.

Me describo solo físicamente, pues lo que llevo dentro ―quien soy en realidad― ha sufrido cambios drásticos el último tiempo. Son precisamente estos cambios los que me han llevado a contarles mi historia. ¡Pero que discursillo!, me sonó profundo, nostálgico en realidad. Pero basta de divagar, les sigo contando como partió todo.

En la escuela, mis amigas y yo, somos las más populares entre los tres quintos que hay. Al cole debo ir con estas falditas escocesas y una blusita blanca, casi siempre ajustada pues me gusta mostrar mi figura, además, como les conté, mi delantera es bastante generosa, así que no hay talla que aguanté. Antes no me daba cuenta, o, en realidad, trataba de ignorarlo, pero la verdad es que, desde siempre, al pasar por el patio, sentía sobre mí la atención de todos, expuesta a las miradas de mis compañeros y profesores.

Si debo ser sincera, esto la mayoría de las veces me molestaba, pero a veces, cuando me percataba que un hombre feo o viejo me observaba, algo pasaba en mi interior. No sabía que era, y creo que aún hoy no estoy plenamente convencida de que es, puesto que todavía me pasa y, creo, ha sido la raíz de todas las vivencias que quiero compartir con ustedes. Cuando trataba de entender el deseo en los ojos de aquellos hombres, e imaginaba la impotencia de no poder alcanzarme, entendía que lo único que me mantenía a salvo de la violencia carnal que pretendían liberar sobre mí era el espacio público, el temor a la ley y al repudio social.

Todas esas ideas, que con el tiempo se han convertido en certezas, generaban una fuerte ventolera que avivaba las brasas que consumían mi inocencia. ¡Uy!, me puse algo cursi otra vez, sorry. No pretendía aburrirlos, pero la verdad es que algo me pasaba con los tipos que no tenían oportunidad con una chica como yo. Quizás por eso aún era virgen en ese tiempo. Rechazaba los avances de mi novio Pedro, el chico más lindo de la ciudad, simplemente porque no me provocaba, era demasiado respetuoso. Quizás, si se hubiese puesto más pesado, si me hubiera mirado con más hambre, puede ser que otra historia les estaría contando. Ahora que lo pienso, el simple hecho de haber aceptado ser su novia le resto infinitas posibilidades de remecer mis hormonas. La vida está llena de contradicciones.

Bueno, vamos al grano. Tomo aire, junto valor y me confieso con ustedes:

Se acercaba el verano y era la época donde estaba obligada a usar prendas delgadas y cortas para sentirme más fresca. Por esa razón siempre usaba calzoncitos de estos que les llaman colaless, que dejaban libres a mis firmes nalgas para saborear esas delicadas brisas que a veces circulaban bajo mi faldita. Sin embargo, mis preocupaciones no eran culpa del calor, sino de la falta de interés que sentía en mi interior en lo relativo a los chicos. Escuchaba hablar a mis compañeras de sus encuentros amorosos, ponía atención a los relatos que describían, de cómo sus novios les hacían todo tipo de cosas, y me sentía el bicho raro entre ellas al no compartir las emociones y las ansias propias de una chica de mi edad. Incluso una noche, en una de esas famosas fiestas o reuniones en pijama, todas se terminaron masturbando por los relatos ofrecidos por algunas de ellas. Yo, para no ser menos, simulé un orgasmo, pero con mis dedos podía sentir que mi entre pierna no estaba ni un poquito húmeda. Esta preocupación crecía cuando veía a un hombre de edad, o desagradable a la vista, mirándome con cara de degenerado, pues sentía unas sensaciones extrañas en mi chochita (muy ricas por cierto).

Una tarde, de vuelta de la escuela me subí al autobús que siempre tomo de regreso a casa. Con sorpresa me percaté que el conductor era un hombre de unos cincuenta años que yo nunca había visto. A diferencia de los demás, este me miró sin ningún disimulo de una manera que me hizo sentir muy inquieta. Se notaba como me desnudaba con la mirada, y sin ninguna vergüenza admiraba directamente mis senos. Al pagarle el pasaje, no pude evitar notar como entre sus piernas se le formaba un bulto y pensé: ―Este viejo cochino de verdad se calentó conmigo―. Sin poder evitarlo, empezó a sentir esas extrañas sensaciones en mi chochita, también sentí como mis pezones empezaban a ponerse muy duros y a notarse en mi apretada blusita. En ese momento, el conductor empezó a poner en marcha el autobús sin darse cuenta de que le habían puesto luz roja, ya que, el muy sinvergüenza, no quitaba los ojos de mi busto. Cuando se percató de esto, piso el freno bruscamente, lo que me hizo perder el equilibrio e irme hacia adelante dejando mis pechos a medio centímetro de su rostro. El muy aprovechador, simulando que él también fue sacudido por la mala maniobra, pasó a rozar con su cara el frente de mi blusa, restregando por unos momentos su rostro con mis pechugas. Eso me provocó un escalofrió tremendo por todo el cuerpo. Me puse muy nerviosa por la sensación tan intensa. Me volteé de inmediato y empecé a caminar hasta el final del autobús, huyendo de lo que aquel viejo me hacía sentir. Supe que el muy bandido me seguía con la mirada, ese tipo de individuos nunca desaprovechaba ni la más mínima migaja del placer de mi presencia. Y sabiéndolo, muy a mi pesar, les debo confesar que le regalé un lindo meneo de colita; no sé por qué, pero lo hice.

Mientras caminaba por el pasillo, tratando de disimular mi inquietud, me di cuenta de que no había ningún puesto desocupado. Poco me importaba en realidad ir de pie, pero en un arranque de vergüenza, temiendo que alguien se diera cuenta de lo que había pasado, sentía que necesitaba esconderme en un asiento. Ya estaba resignada a tener que irme parada todo el camino a casa, cuando me percate de un hombre de unos cincuenta años que iba sentado al lado del pasillo, en el último par de butacas del autobús. Tenía una cara tosca y un físico regordete pero fuerte. Por su cansada apariencia me di cuenta de que era un obrero de la construcción después de un arduo día de trabajo. Se dio cuenta que lo estaba mirando, por lo que aparté la mirada y me detuve a pasar el viaje ahí a medio pasillo, manteniéndome lejos del chofer y evitando al obrero fisgón.

Me equilibraba como podía frente al andar del autobús. No podía quitar de mi mente lo sucedido con ese descarado conductor. Mientras cavilaba en las extrañas sensaciones que volvían a importunarme, me di cuenta de que el oportunista obrero me observaba de una manera enfermiza desde el final del pasillo. No tenía que preocuparse de que alguien lo notara ya que a su lado iba un escolar durmiendo y al frente solo tenía la puerta trasera del autobús.  A medida que el viaje continuaba, más gente se fue subiendo al autobús, empujándome hasta que quede situada justo al lado del viejo mirón. Ahí de pie frente a él, mi muslo desnudo rozaba su peludo brazo. Un par de señoras que quedaron al lado mío se pusieron a conversar. La más próxima me dio la espalda y se apoyó en el asiento que el obrero tenía en frente. Al saber con absoluta certeza que aquel hombre, sentado justo enfrente de mí, no dejaba de mirar mi cuerpo, empecé a sentir esos extraños cosquilleos en mi chochita y a notar como mis pezones volvían a notarse por mi blusa. La vergüenza volvió a atacarme. ¿Cómo podía sentir esas cosas? Me sentí afortunada de estar medio escondida entre la gente. De pronto noté como algo áspero rozo mi muslo. Al mirar hacia abajo pude ver como el obrero, con sus dedos, acariciaba de una manera muy delicada la parte interior de mi pierna. Cuando vi que el viejo alzaba la cabeza, reaccioné de inmediato y miré de nuevo al frente. El muy viejo verde, supongo que entusiasmado por mi reacción tan pasiva, empezó a tocarme con más confianza. Traté de correrme, pero no me dejo, me tomó del muslo con fuerza y lo volvió a donde estaba. Sorprendida miré hacia abajo y me encontré con su mirada amenazante y dura. En ese momento me di cuenta de que todos a mi alrededor estaban de espaldas hacia mí, formando una barrera que ocultaba la fechoría de la que estaba siendo víctima. El obrero volvió a apretar mi muslo con aún más fuerza, provocándome dolor y la reacción innata de mirarlo. Sus ojos, rodeados de arrugas, irradiaban malicia y la determinación de su semblante me dejo congelada, como una inocente conejita encandilada. Movió la cabeza de forma negativa advirtiéndome de esta forma que no pidiera ayuda.

Quedé completamente petrificada.

Entiéndanme, estaba asustada, no solo por las acciones de ese viejo cochino, sino por lo que estaba sintiendo. Me di cuenta de que todo mi cuerpo se calentaba, dominado por aquellas cosquillas mezcladas con el miedo y la vergüenza. No me culpen, no pude hacer nada, simplemente perdí mi vista lo más lejos que pude y dejé que ese hombre me tocara, que acariciara mis suaves piernas con sus asquerosas manos.

El muy descarado, dándose cuenta de mi sumisión, recorría mis contornados y desnudos muslos a destajo, tocándome y dándome apretones ahí donde le daba la gana. Se notaba que le encantaba mi piel, la manoseaba con desenfreno. Yo, pese a la vergüenza y al miedo, no pude evitar que mi entre pierna, mi cosita, me traicionara, humedeciendo mi ropa interior. Me consolaba pensando en que ese maldito solo me tocaría las piernas. Pero esa fútil esperanza duró muy poco, ya que ese viejo me abrasó bajo mi faldita y empezó a subir lentamente por detrás de mis muslos hasta que, con su enorme mano, capturó mi redondo y firme trasero, acariciando y apretando mis cachetitos vírgenes a cualquier experiencia. Ese asqueroso hombre estaba toqueteándome a gusto, a mí, a una jovencita con el cuerpo de una muy bien formada mujer. Esta idea, que no dejaba de pasar por mi cabeza, me calentaba de una manera que, más que desconocida, era indeseable para mí.

Mientras yo trataba de guardar las apariencias, tratando de que no se me notara el temor y el placer que sentía a partes iguales, ese animal metió un dedo debajo de la parte superior del colaless que traía. Luego lo fue bajando poco a poco y yo sentí como la fina tela encerrada entre mis nalgas, al salir, acariciaba todo lo que componía mi rajita. Para evitar que mi delicada prenda interior callera hasta mis tobillos abrí un poco mis piernas, consiguiendo que mi calzoncito quedara enrollado en la parte superior de mis muslos. Así ya nada lo molestaba para usurpar mis vírgenes orificios. Su mano no perdió oportunidad y, con desenfreno apenas contenido, siguió apretando y estrujando mi hermosa cola.

Ese asqueroso viejo estaba gozando con mi hermoso culo, estaba abusando de mí, me tenía asustada y a su merced. Pero, no puedo negarlo, me calentaba como loca. Sin darme cuenta paré mi trasero para darle una forma aún más perfecta. Gozaba insultando en mi pensamiento a ese hijo de puta que recorría como quería toda mi rajita, inclusive presionando mi apretado orificio posterior con sus inquietos y desesperados dedos.

Cuando sentí que la mano de ese miserable se acercaba lentamente a mi chochita, me di cuenta de que estaba más humeda que nunca, y yo más excitada de lo que recordaba haber estado en mi vida. Esa combinación de miedo y placer hacía que perdiera el control. Cuando uno de los dedos del obrero se deslizó entre los labios de mi conchita, sentí como este disfrutaba con los fluidos que emanaban de mi cuerpo. De reojo me percate que ese hombre miraba hacia arriba, buscando mi atención. Lo miré y me encontré con su tosca y degenerada sonrisa, seguramente causada por la sorpresa de encontrar mi conchita excitada. Al observarlo más allá, me di cuenta del descomunal bulto que se le había formado en los pantalones, prueba inequívoca de su enorme y excitado miembro. ¡Uy!, que vergüenza me da admitirlo, pero debo ser sincera, a estas alturas no saco nada con negarlo: el solo hecho de pensar que ese hombre quería meterme esa enorme cosa, sin compasión y sin importarle el dolor que me provocaría, hizo que me estremeciera. Ahora que se los cuento ni yo puedo creerlo, pero ¡descaradamente!, me permití un meneo apenas perceptible que acompañó el áspero roce de los dedos de aquel degenerado en mi húmeda chochita.

Antes de llegar a mi parada, la mitad de la gente en el autobús se bajó de una sola vez. Adiviné que una reunión o un espectáculo, ¿qué sé yo?, había sido el causante de que tanta gente hubiera tomado el bus a esa hora. Sin embargo, el viejo que me sometía aún me amenazaba con su mirada y sus apretones, por lo que no me atreví a salir de donde estaba. El escolar que estaba a su lado de repente despertó mirando para todos lados y, al darse cuenta de que se había pasado de su bajada, pidió permiso y aún medio adormilado se bajó por la puerta de atrás. El obrero, para cederle el paso, solo sacó las piernas hacia el pasillo del autobús, y, apenas salió el escolar de su lado, me empujó para que yo pasara al asiento recién desocupado.

Ya no había nadie de pie en el autobús, y yo estaba sentada en el último asiento atrapada por ese asqueroso viejo. Este, aprovechándose de que nadie podía verlo, empezó a subir su mano por mi muslo levantándome la falda.

―No, por favor ―le rogué, casi en un susurro. Pero el muy depravado sonreía mientras, descaradamente, admiraba el obsceno manoseo que perpetraba sobre mis piernas desnudas.

Arrinconada, al borde de las lágrimas, víctima de los inmundos deseos de aquel viejo verde, me vi envuelta en un torbellino de sensaciones. El contacto de sus atrevidas manos sobre mi piel provocaba descargas de adrenalina en todo mi cuerpo. Apreté mis extremidades contra sus intentos de introducir sus insanas maniobras entre ellas. En respuesta, bruscamente levantó una de mis piernas e introdujo la suya debajo, trabando mis movimientos, dejándome con las piernas abiertas y la faldita casi en la cintura. El muy degenerado se reía de mi cara de espanto y de mis tímidos ruegos mientras guiaba sus sucios dedos a mi traicionera conchita. El muy descarado se arrimó aún más y empezó a lamer mi oreja.

―¡Uyy! Tan mojadita que esta mi zorrita ―me susurró, tan cerca que sentía el cosquilleo de su aliento sobre mi oído―. No seas tontita, déjate disfrutar. ―Se llevó a la boca uno de sus dedos empapado en mi chochito y lo saboreó a escasos centímetros de mi rostro―. Estas deliciosa, pequeña.

Volvió a sus infames toqueteos y dejo en libertad a su lengua para jugar entre mi cuello y el lóbulo de mi oreja.

―No, señor, por favor, déjeme bajar del bus. ―Aún no llegábamos a mi parada, pero sabía que debía escapar. Debía huir de aquel viejo y de mí misma.

Los besos de mi novio no provocaban ni la undécima parte de las sensaciones que me inundaban en ese momento. Pero mis ruegos no servían de nada, parecían estimular a aquel enfermo. Y, para qué negarlo, el jueguito de rogar y no ser escuchada desgarraba mi resistencia. La impotencia que sentía liberó una lágrima que no tardó en ser recogida por la lengua de mi atacante, que recorrió mi mejilla hasta llegar a lamer mis labios, estampándome un húmedo beso que apenas resistí. De pronto el dedo que recorría mi entrepierna se atrevió a hurgar un poco más allá. Me sobresalté, nunca había tenido nada dentro de mí. La traicionera e infame intromisión hizo que tensara mi cuerpo, apartándome lo más que pude a la ventana del bus.

―¿Quién lo diría?, la zorrita es virgen ―se sorprendió el mal nacido―. ¿Te gustaría llegar a casa desvirgada hoy? ¿Qué dices, cariñito, te rompó la telita? ― me amenazó con malicia.

Me asusté demasiado. Eso no podía pasarme. ¿Qué le podría decir a mi novio?, él sabía que era virgen. ¿Cómo decirle que un maldito viejo verde me quito la prueba de virginidad con sus regordetes dedos en un sucio autobús?

―¡No!, señor, se lo ruego, ¡no me haga eso! ―exclamé en voz baja, cuidando que mi desesperación no llamará la atención de los demás pasajeros y molestara a mi agresor―. ¿Qué le diré a mi novio, a mis padres?, se lo ruego, ¡déjeme ir!

―Pero qué dices, cosita mía, la verdad es que no soy tan cruel. ―Su dedo continuaba hundido en mi conchita hasta la falange―. Haremos un trato. Me portaré bien contigo si tú te portas bien conmigo en lo que queda de viaje.

―Pero ¿cómo?, debo bajarme ya, mi parada paso hace rato ―mentí.

―Olvídalo, zorrita ―respondió irritado―. Anda, dame un beso como los que le das a tu imbécil noviecito.

Me quede inmóvil, mirándolo contrariada por el miedo y los placeres que ese cochino despertaba en mi intimidad. Me sobresalté al sentir aquel dedo intruso perforar un milímetro más dentro de mí. Comprendí que no tenía alternativa. Cuando el miserable se acercó a lamer mis labios, lo recibí complaciente, abriendo mi boca para engullir su gorda lengua, permitiéndole al mismo tiempo juguetear con la mía. Su aliento a tabaco me recordó a mi padre; el solo pensar que aquel tipo podía ser mi padre, pese a que me da pena admitirlo, me calentó aún más. Imaginé que la boca que violaba la mía era la de papá y devolví el jugueteo de lengua con cariño y pasión. ¡Dios!, qué difícil confesarlo, pero mi mano no tardó en buscar apoyo en su cuerpo. Entre los botones de su camisa pude sentir el grueso pelo en pecho de aquel maldito viejo. Pero, en mi cabeza, seguía siendo mi padre y me imaginaba diciéndole: ―Ayyy qué… rico pa….pi, qué rico tu… cariño…papiiii.

El jugueteo de los dedos en mi conchita se volvió delicioso, y realmente lo eche de menos cuando lo dejo para hurgar bajo mi blusita. Liberó mi busto del molesto brasier y capturó con su tosca mano mis juveniles senos. Se alejó, dejando un acusador hilo de baba entre nuestros labios. Me observó, ahí, con las piernas abiertas, recibiendo su desesperado manoseo en mis pobres ubres.

―¡Que tetazas que tienes, pendeja! ―dijo al momento que se incorporaba en su asiento para soltar su cinturón y desabrocharse el pantalón. En un momento dejo libre un enorme y rígido pene coronado por un glande hinchado y brilloso. Nunca había visto uno en vivo y en directo. A estas alturas, ya les puedo confirmar que era grande para el promedio; pero, en ese momento, lo único que me paso por la cabeza era lo parecido que podría ser al de mi padre.

―Me tienes muy caliente, putita ―me dijo, con voz entrecortada y esa maldita sonrisa en el rostro. Tomó mi mano y la puso sobre su miembro―. Apriétalo, para que te des cuenta de lo duro que esta.

Al darse cuenta de que yo estaba congelada, metió su mano por mi entre pierna y presionó con fuerza. Reaccioné arqueando mi cuerpo, dándole espacio para que metiera su otro brazo tras de mí y empezara a acariciar mi espalda.

―¡¿Qué pasa, princesa, no teníamos un acuerdo?! ―murmuró con rabia en mi oído―. ¿Acaso no te excita este viejo candoroso?

No quería que el muy maldito se diera cuenta de la ansiedad que me dominaba. Mis nervios no tenían su origen en sus amenazas, el miedo habia remitido bastante y mi excitada curiosidad iba en aumento. Ya ni siquiera me importaba mi telita amenazada, pero era la oportunidad de esconder mis ganas bajo el inocente manto de la víctima asustada y sumisa. Apreté el miembro del maldito. Era duro y pude sentir las palpitaciones de sangre que bullían bajo la piel oscura y suave. Me intrigaba el poder de mi cuerpo. ¿Acaso yo había hecho eso?, ¿esa cosa estaba a reventar por mí? La tibieza de aquel pedazo de carne me extasió, confundida a mas no poder no dejaba de mirarlo.

―Aaaah, yo sé que te gusta, putita. Aaaaah, se te nota en la cara lo caliente que estás ―susurraba el maldito, mientras agarraba una de mis tetas por debajo de la blusa.

Al oír esto me di cuenta como excitaba a ese viejo con mi sumisión. Él sabía que estaba abusando de una hermosa joven; de esas que lo despreciaban en la calle; de esas que podrían ser su hija o su sobrina; de esas que nunca soñó tener, y que en ese momento tenía a su merced. Yo, por mi parte, no podía dejar de pensar en esas cosas y excitarme aún más. ―¿Esto es lo que le hace mi madre a mi padre?, ¿es lo que ellos se hacen? ―me preguntaba, llevada por aquellas fuertes sensaciones.

―Me quieres correr una paja, ¿no es cierto? Pues adelante, putita ―dijo, sobreexcitado, a la vez que aumentaba la intensidad del manoseo sobre mi cuerpo, estirando de vez en cuando mis inocentes pezoncitos como si fueran las perillitas de un televisor viejo.

Apreté con todas mis fuerzas su rígida verga, tratando de devolver el dolor que él producía en mis senos, que eran inocentes víctimas de sus violentos apretones. Sin previo aviso, liberó mis pechos para guiar la manita que atenazaba su miembro.

―Muévelo…, arriba y abajo…, eso, apriétalo, demuéstrame que te gusta ―jadeaba en mi oído, mientras yo recordaba como mis compañeras contaban las pajas que les hacían a sus novios. Me esforcé en grabar cada detalle para construir mi propia historia, una donde seguramente la verga sería de mi novio, aunque yo sabría la turbia verdad.

Veía como, al bajar mi apretón, se tensaba aquel falo, mostrando aquella cabeza en su máxima expresión. Cuando subía, su prepucio cubría su glande, aposando en su punta los viscosos líquidos que emanaban de él.  Podía sentir lo mojado de mi entrepierna y como se me hacía agua la boca al ver aquellos excitantes jugos. Mis carnosos labios se removían inquietos, como si advirtieran el hambre que había despertado en mí.

Estuve unos infartantes minutos haciéndole la tremenda paja a ese individuo. De pronto, sentí como él dejaba de acariciarme la espalda para empujar mi cuerpo sobre sus piernas. Accedí, excitada por mi propia sumisión, victima de ese viejo sin vergüenza y de mis propios demonios. Con una de sus manos agarró mi pelo, teniendo así total control sobre los movimientos de mi cabeza. Con la otra mano condujó su miembro y pusó su húmedo capullo en mis labios. El olor a verga excitada llegó por primera vez a mí, era un fuerte y atrayente olor a deseo, a macho. No me importó de quién fuera ese capullo, me sentí con la responsabilidad de consolarlo. La idea de que podría ser el de mi padre, solicitando mi ayuda, terminó de quitarme la razón, convirtiéndome en una autómata programada solo con instintos animales.

Engullí la poza encharcada que mantenía su prepucio sobre la punta de su tranca. Su sabor amargo y hediondo me resultó exquisito. Abrí aún más mi boca y empecé a chupar. Mis labios rodearon su hinchada cabeza y mi lengua capturó el agrio sabor de los fluidos que no dejaban de salir, escupidos, destinados a alimentarme. Reuní todos los líquidos mezclados con mi saliva y los llevé a mi garganta, tragándolos sin reparo. Me alejé unos segundos, los justos para relamer mis labios como una gata que degusta su alimento favorito. Volví a la carga introduciendo aquella barra de carne hasta mi garganta. El viejo, extasiado, guiaba los movimientos de mi cabeza a placer. Comprendí que le estaba corriendo una paja con la boca, una paja más húmeda, más tibia, más morbosa. En ese momento no lo sabía, pero orgullosamente les aseguro que el hambre que me impulsó a realizarle aquella felación consiguió anular por completo mi inexperiencia, puesto que el disfrute y pasión que puse, estoy segura, tenían a mi agresor extremadamente satisfecho.

Me di cuenta de que me gustaba ser abusada. O fue lo que pensé en ese instante, cuando no entendía bien que llevaba a mi cuerpo a sentir esas sensaciones tan especiales.

Ya no pude seguir recelando frente a lo que estaba sintiendo. Con una de mis manos acaricié la base de su miembro, me liberé de su guía y empecé a chupar a gusto ese mal oliente y rígido caramelo que me veía obligaba a tragar. Al darse cuenta de mi cambio de ánimo, soltó mi pelo para solo apoyar su mano derecha en mi cabeza. Mientras, subió mi faldita hasta mi cintura, dejando al descubierto mi desnudo trasero. Podía imaginar cómo se veía mi culo, ya que mi posición me obligaba a pararlo, debía ser un espectáculo precioso para ese miserable bastardo.

Sentí sus violentas caricias en mis nalgas. Eran dolorosas; sin embargo, sentí ganas de pedirle que me diera de palmadas como si fuera una niña traviesa. No lo hice solo porque pensé que el ruido de esos manotazos podría llamar la atención de los demás pasajeros.

De pronto uno de sus dedos se escabulló en mi rajita y presionó mi orificio trasero, a lo que respondí hundiendo hasta mi garganta todo el pedazo de carne que tenía metido en la boca. Su dedo rompió violentamente la resistencia que mi virginal ano había ofrecido y, poco a poco, empezó a meter y sacar el dedo de mi culito. Yo no pude aguantar y seguí sus embestidas con un meneo de caderas incontrolable.

La sensación de placer en mi interior crecía a una velocidad atemorizante. Sabía que aquel bastardo estaba abusando de mí y que era un viejo asqueroso que hasta podía ser mi padre. Yo era una adolescente muy deseable, el sueño de cualquier degenerado como ese y, además, debo admitir, pese a que me avergüenza mucho, una gran puta que disfrutaba lo que le hacían. Mi cuerpo se llenaba de placer y no podía controlar el deseo de seguir comiendo salvajemente de su caliente miembro y obligar con mis caderas a que su dedo entrara en lo más profundo de mi culo.

Algo que nunca había sentido me dominaba, la intensidad de aquellas sensaciones me hacía divagar entre mis secretas fantasías, como un flashback de mis sueños más morbosos. ―¡Qué rico!…, papi― pensaba, mientras me volvía cada vez más loca. Me dejé llevar.

A poco andar, cuando más deseaba que eso durara para siempre, sentí palpitaciones en la carne que comía; que, acompañadas de sendas vibraciones, llenaron mi boca de un fluido caliente y viscoso. No pude aguantar y, casi por reflejo, empecé a correrle de nuevo una paja con mi mano, mientras chupaba su capullo, exprimiendo y tragando hasta la última gota de su deliciosa leche. Cuando el primer orgasmo de hombre que había provocado llegó a su fin, sentí una mezcla de orgullo, decepción y…, cariño. Sí, ¡cariño! Lo crean o no, en ese momento, con las ansias propias de una mujer excitada, me sentía medio enamorada del viejo ese. Así que me quede ahí acariciando con mi mano y mi lengua la verga que, despojada de toda su leche, decaía, languideciendo sobre los pantalones desabrochados.

De pronto, el obrero, rápidamente guardó su miembro. Lo miré y me encontré con su teléfono móvil apuntándome. No reaccioné cuando me sacó varias fotos, donde quedaba de manifiesto lo que acababa de hacer. Me vi toda desordenada y con las ropas descorridas en un sucio asiento de bus. De mi boca escurría una gota de su semen, que por instinto me apresuré a rescatar con mi lengua. Él lo vio y quizá lo grabó, ¿quién sabe? Bueno, ahora lo sé, pero lo supe mucho después, un relato para otro día.

Cuando pareció satisfecho de admirarme, guardó su teléfono y se abalanzó sobre mí.

―Cada vez que miré esas fotos me voy a calentar contigo. Si te hubiera atrapado sola, te lo habría metido hasta por los oídos. Sin duda eres la puta más guapa que me la ha chupado ―susurró despreciativamente a mi oído.

El muy cochino bajo del autobús en la siguiente parada y yo me di cuenta de que faltaban unas pocas para la mía.

No podía creer lo que me pasó. Había tenido mi primera experiencia sexual realmente placentera. ―¿Un orgasmo?―pensé en ese momento. Después de todo lo que pase después de eso, sé que no lo fue, pero estuvo muy cerca de serlo. Y fue a merced de un viejo degenerado en un autobús. El muy asqueroso había echado todos sus mocos en mi boca. ¿En que estaba pensando?, me los comí todos. Aún llevaba su sabor impregnado en mi garganta. Pero lo más preocupante: ¡¡¡Lo disfruté!!! Dios mío, disfruté imaginando que era mi padre, aunque sin esa ayuda ―bastante enfermiza por lo demás― lo más probable es que lo hubiera disfrutado igual. El viejo tenía razón, era una zorrilla, me pareciese o no supe que me gustaba el sexo. Pero mi novio, ¿qué tenía mi novio?, o mejor dicho, ¿qué no tenía?

FIN CAPÍTULO 1.