Paula, yegua salvaje

La morbosa y excitante Paula se convierte en una yegua salvaje que un sorprendido usuario de una sección de contactos de internet, debe domar usando métodos caseros.

Yo siempre había sido algo escéptico respecto a las secciones de contactos, a mis 36 años nunca había usado una, a pesar del morbo que me daban. Pero una mañana con poco trabajo, navegando por Internet eché una ojeada a una página de contactos, y uno de ellos llamó mi atención: "mujer madura busca hombre mayor de 30 para compartir experiencias nuevas", firmaba yegua salvaje. ¿Por qué no contestar? Quizá nadie respondiera, pero por probar. Así que mandé un breve mensaje a yegua salvaje: "hombre entre 30 y 40, desea ser participe de esa tentadora oferta", firmado por rudo vaquero. No esperaba respuesta, y me sorprendió mucho ver parpadear el aviso del mensaje en la pantalla. Abrí el mensaje: "pura sangre árabe, briosa y de negras crines, está deseosa de saber como la domaría el rudo vaquero" firmado, yegua salvaje. Empecé a pensar en la respuesta cuando la adusta cara de Paula, mi jefa,  asomó por la puerta de mi despacho. No podía ser más inoportuna, quería un informe de gastos de nuestro último cliente. Pasé el resto de la tarde con el informe mientras mi mente, de cuando en cuando, fantaseaba con yegua salvaje. Cuando terminé me acerque al despacho de mi jefa, esperando a que me dijese lo que ya sabía: "espera que lo mire y luego lo comentamos". No es porque fuera mi jefa, es que normalmente era insoportable.

Mientras esperaba la llamada de la Viuda Negra, así la llamábamos en el departamento, respondí al mensaje de yegua salvaje. "El vaquero realizaría una doma esmerada, con mano de hierro envuelta en guante de suave gamuza, logrando que solo con su voz, su yegua cabalgue desbocada, trote alegre, o camine despacio". La respuesta parpadeó casi al instante, vaya así que yegua salvaje está todavía conectada: "La yegua salvaje está mojada pensando en ser domada por las manos de hierro de su vaquero, relincha de placer imaginándose doblegada por ataduras y fustazos. ¿La doma sería así de firme?." Así que a la yegua salvaje la va la marcha dura, pensé. Podía ser una experiencia muy interesante, había jugado alguna vez con cuerdas y esposas, pero esto parecía ir un poco más lejos. Probé a ser más enérgico: "La yegua salvaje aprenderá a respetar a su jinete, el castigo será la lección, y el animal se someterá dócil a mi fusta". Quizá me haya pasado y se asuste, reflexioné. La respuesta llegó enseguida: "Mi piel está caliente, mi respiración agitada y mi espíritu inquieto deseando sentir el doloroso placer de tu doma. ¿Tienes cuadra adecuada para domarme?." No estaba nada asustada. Por fortuna, en este caso vivo solo, así que tengo cuadra, me dije a mi mismo. Contesté deprisa: "el rudo vaquero dispone de un rancho tranquilo, con una cuadra digna para la doma de una salvaje pura sangre". Vivo en un pequeño chalet, que además dispone de un maravilloso garaje insonorizado por el anterior inquilino, que era músico. Yegua salvaje respondió: "Mi raza late en mi pecho soñando, pero antes de ser domada me gustaría que vaquero y yegua nos viéramos y hablásemos, ¿que tal en el Old River?". Normal, pensé, por muy cita a ciegas que sea, es sensato verse antes. El Old River era un local de moda cercano a mi oficina, estupendo, me dije. "El rudo vaquero accede a ver a su yegua salvaje. ¿el miércoles sobre las siete?." Su contestación fue: "Tu yegua salvaje, vestida de negro, te espera el miércoles en el Old River, sentada en la mesa libre más próxima a la puerta, bebiendo vino rojo como la sangre caliente de sus venas". Me gustaba el juego, parecía una de espías. "El rudo vaquero aparecerá a las siete ansioso de ver a su yegua salvaje". Aquello prometía. El embrujo del momento se rompió por el sonido del teléfono, mi jefa, me levanté dispuesto a escuchar sus muy probables críticas a mi informe. Pero me equivoqué, estaba extraña, pero poco borde, creo que hasta brillaban de modo especial sus ojos.

Llegó el miércoles a las siete, tomé aire y entré en el Old River haciendo un barrido visual del local. La vi enseguida, con un suéter negro ajustado. La conocía y mucho, era Paula, mi jefa. En décimas de segundo tuve que decidir entre ir directo a la barra y hacerme el sueco o sentarme en la mesa con ella. Fui a la mesa, claro, con una sonrisa, y miré su copa de vino ostensiblemente. Ella me miró algo perpleja, pero devolvió una sonrisa cómplice. Pedí vino tinto al camarero y brindamos por la sangre caliente que corre en las venas de las personas sedientas de emociones nuevas. La situación era comprometida, pero a la vez tremendamente excitante. Paula tenía unos cuarenta y tantos años, usaba gafas que la daban un aire de superioridad distante, tenía el pelo negro y largo, quizá no tenía el cuerpo de una modelo pero era atractiva a su manera, y además tenía un par de pechos que no pasaban desapercibidos. Por supuesto que yo no soy un actor de cine, ni mister universo. Hablamos un rato con diplomacia absoluta, tanteándonos mutuamente. Hubo acuerdo total en que la aventura continuaba. La cita sería el viernes por la tarde, y si todo iba bien para los dos, se prolongaría lo que quisiéramos.

El jueves discurrió entre los dos, como cualquier otro día de trabajo antes del descubrimiento de la yegua salvaje. Aunque a última hora recibí un mensaje: "Tu yegua salvaje espera ansiosa a que llegue el día de su doma." Respondí: "El rudo vaquero sueña con dominar a su precioso animal". Aquella tarde después del trabajo, la dediqué a hacer los preparativos adecuados. En Internet me había documentado sobre el tipo de prácticas habituales en sadomasoquismo. Compré pinzas de la ropa y de las metálicas para el pelo, veinte metros de grueso cordel de algodón, unas cuantas cadenas, mosquetones, tacos y hembrillas de buen tamaño, cable eléctrico, un enorme tubo de vaselina estéril, un par de caballetes metálicos de altura regulable, algunas verduras..... También adquirí en una tienda especializada un par de maravillosos grilletes de aspecto medieval.

Hice los preparativos en el garaje, que vacié, coloqué estratégicamente unas cuantas argollas en las paredes firmemente sujetas con tacos, el fabricante garantizaba que soportaban hasta cien kilos de peso. En el techo coloqué una especial preparada para soportar pesos mayores. El garaje no estaba muy sucio, pero lo limpié a conciencia con abundante agua caliente y lejía. Coloqué los soportes y sobre ellas un grueso tablón de madera de mas de dos metros de largo, por treinta centímetros de ancho que había quedado por la casa después de unas obras. Convenientemente sujeto a los soportes de altura regulable, y poniendo unas anillas , disponía de un excelente potro casero. En una mesa auxiliar dispuse ordenadamente los objetos que había comprado y alguno más que ya tenía en casa.

Tenía un transformador de tren eléctrico al que conecté unos cables. Para probarlo puse el potenciómetro al máximo, mojé la piel de mi brazo y la toqué con los extremos. Un extraño picor caliente y doloroso llenó mi piel de modo creciente; la prueba era satisfactoria. Así que realicé una pequeña instalación que me permitía tener tres pares de electrodos terminados en pinzas metálicas de las usadas para el pelo. Me quité la camiseta y probé colocando uno de los pares en mis pezones, accioné el potenciómetro y note el incomodo cosquilleo aguijoneando mi pecho. Me calenté bastante pensando en la yegua salvaje y note una potente erección; me daban ganas de masturbarme, pero decidí guardar todas mis energías y jugos, para  mañana.

Con un alambre y un trozo de cuerda de algodón en el que lo pinché, fabriqué un látigo. Miré el garaje, el resultado era bastante bueno, parecía una pequeña sala de torturas. Para lograr un efecto más tenebroso, coloque unas cuantas velas gruesas, apagué la luz y comprobé que la iluminación era mucho más sugerente. Aquella noche me dormí fantaseando con el cuerpo desnudo de Paula atado y a mi disposición.

La mañana del viernes se me hizo eterna, y cada vez que veía a mi jefa, sentía un cosquilleo extraño y agradable, en el estómago. A ella parecían brillarle los ojos, y estaba muy atractiva con el pelo recogido. Nos intercambiamos un  par de mensajes concretando la hora de la cita y aclarando donde estaba mi casa. Se iba calentando la, cada vez más cercana, sesión de doma. A las dos, como era habitual los viernes, nos despedimos hasta el lunes. La cita era a las siete de la tarde, así que después de comer, decidí echarme una buena siesta para estar descansado.

Me levanté a las seis, me duché, y me vestí para la ocasión: bóxer, vaqueros ajustados, y una camiseta oscura. Con rigurosa puntualidad, poco antes de las siete, Paula, dentro de poco mi prisionera yegua salvaje, aparcó su coche frente a mi casa. Salí a la puerta a recibirla, estaba muy guapa, llevaba un ajustado suéter blanco de cuello vuelto y vaqueros ceñidos a sus curvas generosas. Su pelo negro estaba recogido en una cola de caballo. Nos intercambiamos unas sonrisas, mezcla de simpatía y de nerviosismo y pasamos dentro. La ofrecí tomar algo, pero prefirió empezar cuanto antes. Pasamos al garaje, el resultado la gustó mucho, en especial el detalle de las velas. Me explicó que yo debería ser dominante con ella, y castigarla, podía hacer lo que quisiera con ella, siempre que no dejara excesivas marcas y claro que no fueran permanentes. Ella se resistiría, o quejaría y suplicaría, pero solo debería hacer caso si ella decía las palabras: punto final, entonces debía dejar de hacer lo que estuviese haciendo y liberarla. A mi arsenal casero para la doma añadió un par de enormes consoladores. Aclaradas las reglas, se metió en el aseo del garaje y me dijo que esperase unos segundos y sería toda mía.

Mientras la esperaba, encendí las velas, apagué la luz eléctrica, y puse música, Canto Gregoriano. Salió sin nada de ropa, contemplé su espléndido cuerpo desnudo a la luz de las velas, sintiendo una agradable excitación. En mi papel, la obligué a ponerse mirando a la pared, y sujete sus muñecas con los grilletes, hice lo mismo con los tobillos; apretando bien los tornillos que los sujetaban. Se dejaba hacer con una pequeña resistencia, puse sus brazos por encima de la cabeza asegurando los grilletes en una anilla a unos dos metros del suelo. Paula estaba muy sexy con su cuerpo desnudo casi colgando de la pared. La expliqué: "Eres una yegua salvaje, y voy a comenzar por domarte para que seas dócil y obediente", ella replicó: "no lo conseguirás nunca". Cogiendo mi engañoso látigo de cuerda de algodón, golpeé su espalda arrancándola un gemido, no sé si de dolor o de placer; creo que de ambas cosas. "Esto es solo el principio de lo que te espera, yegua mala", dije. Continué con los golpes en la espalda un poco más fuerte, el siseo de la cuerda y el ruido de los golpes, me ponían a cien. Empezaba a entender a la gente que practica estos juegos. Decidí dar la vuelta a su cuerpo para castigar su parte delantera, sus pechos expuestos hacia mi resultaban  atractivos y sugerentes. Sus rostro, con los ojos cerrados, y una expresión provocativa, me enardecía. La golpeaba las tetas cada vez más certeramente, y notaba como sus pezones de intenso color rosado se ponían erectos al sentir el contacto del cordón con alma de acero.

Mover mi brazo para azotarla resultaba más trabajoso de lo que suponía, además estaba muy excitado ante la nueva experiencia, así que para atenuar el calor que sentía me quite la camiseta. Con el torso desnudo, la suave iluminación de las velas, la música medieval, y el látigo en mi mano podía imaginarme que era el cruel verdugo de la mazmorra tenebrosa de un perdido castillo, y me gustaba. Tenía a mi merced el cuerpo desnudo de Paula, ella a la que tantas veces había odiado secretamente por sus manías, a veces el destino es tan maravilloso como una cerveza helada empañando la copa en un día de calor. Paré despues de bastantes golpes, y me acerqué a su cuerpo pasando mis manos por su piel maltratada, que tenía pequeñas marcas rosadas. Las deslice por sus pechos hasta sus caderas y jugué con el vello del pubis. Se agitó inquieta, pero no dijo nada, mi mano rozo la entrada de su sexo y un par de dedos entraron en su interior, !estaba mojada!. "Vaya, así que la yegua salvaje está en celo" dije sonriente; a lo que contestó: "no me toques, cabrón". Me gustaba el juego, así que respondí:"bien veremos quien manda aquí, sucio animal" mientras pellizcaba y retorcía con fuerza su pezón derecho, y luego tiraba de su vello púbico.

Puse nueva música: Carmina Burana. Con cierta rudeza, la recoloqué, ahora con los brazos en cruz y la espalda contra la pared, necesitaba su piel menos tensa, y las piernas algo más separadas. Para estar más cómodo me quede solo con el bóxer, del que sobresalía el volumen de mi erección. Cogí un montón de pinzas de  la ropa, que eran de madera. Fui colocándolas cuidadosamente por su cuerpo de modo que no se soltasen. Comencé por sus axilas, cogía un pliegue de su piel entre mis dedos y colocaba la pinza. Cada vez que ponía una, ella gemía y se movía. Luego bajé a su sexo, tomé los labios y estirando de ellos coloque pausadamente una decena. Continuaba mojada. "¿Vas a ser una buena yegua" pregunté antes de seguir. "Para ti nunca, cabrón", me respondió. Mi pene latía bajo la tela de mi ropa interior mientras la contestaba: "tendré que castigarte, yegua mala". Tomé su pecho derecho en mi mano y aplasté su areola para poner un par de pinzas, repetí la operación con el izquierdo. Me separé un poco para ver el resultado, su cuerpo desnudo sujeto a la pared y las pinzas pellizcando dolorosamente su piel; me quedaban tres para rematar el castigo. Coloqué una pinza en cada pezón y después de estirar de él con los dedos, puse la última en el clítoris, Paula cada vez estaba más húmeda. Gritó de dolor y se retorció con los ojos cerrados y un extraño rictus, creo que a pesar del daño se estaba corriendo.

"Así que eres una puta y te gusta esto, bueno te ayudaré un poco más", fui por el bote de vaselina, un pepino y una zanahoria, de considerable tamaño. Unté la aceitosa sustancia por la superficie rugosa del vegetal verde, y se la metí por la vagina, con cuidado de no que no se soltasen las pinzas. La yegua salvaje respiraba jadeante. La desaté, para colocarla  a empujones en el tablón. Sujetas sus muñecas a los extremos, y apoyando la tripa en la madera de modo que sus pechos colgaban libres con sus pezones aprisionados por las pinzas. Como el potro casero estaba colocado a medio metro de altura, ella debía estar de rodillas, y sujeté sus piernas con cuerdas a los caballetes para dejar accesible y bien separada la raja de sus nalgas. Me ponía a cien la disponibilidad de su culo, y más cuando empecé a dar vaselina a su ano con mis dedos. Por los sonidos que hacía a ella la pasaba lo mismo. Lo dilaté ligeramente con mi dedo pulgar y después introduje lentamente la zanahoria bien lubricada al compás de sus crecientes gemidos. Busqué entre mi instrumental unas cuerdas delgadas de nylon y una lezna, que es un mango de madera con un  punzón que se usa para hacer pequeños agujeros. Hice agujeros en tres de las pinzas, y de paso pinché en la piel a Paula, en las tetas, el culo, las piernas.... Disfrute bastante con ello. Con las cuerdas monté un pequeño dispositivo atándolas a las pinzas de pezones y el clítoris, con el que tirando de ellas causaría más dolor a mi torturada yegua. Con la lezna saque ligeramente el pepino de su sexo y dando vueltas a la herramienta sujete la hortaliza de modo que podía moverla, al probar el movimiento Paula gritó de placer. Sucesivamente fui pegando fuertes tirones de las cuerdas que aumentaban el dolor de las pinzas que aplastaban pezones y clítoris, y  moviendo rápidamente el pepino en la vagina hasta que dio evidentes muestras de haber tenido un nuevo orgasmo.

Ahora era yo el que se merecía una buena corrida. Comencé los preparativos, la quité las pinzas y saqué con brusquedad premeditada las hortalizas de sus orificios íntimos. La desaté y la ordené que permaneciera de pie. Coloqué una cadena delgada de varios metros rodeando su cuello cuyos extremos libres caían por la espalda cruzándose. Los hice pasar entre sus piernas y luego los metí por el trozo de cadena del cuello, para luego rodear su torso y cruzarse en la espalda. Luego los crucé de nuevo bajo los pechos para volverlas a cruzar en la espalda aprisionando las tetas con la cadena, y asegurando el metálico corsé con un mosquetón.

La coloque los grilletes sujetos a las cadenas por la espalda, de forma que solo podía permanecer de rodillas con los brazos hacia atrás. Estaba muy sexy con las cadenas apretando su carne en pequeñas montañitas y las tetas aplastadas. Ahora iba a disfrutar yo. De mi pequeño arsenal escogí un palo de madera en uno de cuyos extremos había adosado un pequeño trozo de goma en el que había clavado cuidadosamente una veintena de afilados alfileres. Me situé ante mi yegua arrodillada y encadenada para quitarme el bóxer y presentarla mi pene en estado de erección total. "Quiero que la lamas" ordené acercándome a su boca. Ella torpemente paso su lengua por la punta. Acerqué a sus nalgas los alfileres y la pinché para estimular su actuación.  Su lengua se movió más deprisa y por todo mi miembro. La golpee de nuevo exigiéndola mas saliva y comenzó a mojar mi polla dejándola brillante. "ahora quiero que la mames" Se la metió entre sus labios y se la tragó con glotonería; creo que Paula disfrutaba mucho comiendo pollas. Pero a pesar de ello, la pinché con algo de saña y brotó algún pequeño punto de sangre en su piel blanca. Excitado por el pinchazo y el eficiente masaje de su boca en mi verga me corrí abundantemente, notando como ella se tragaba el semen. Al sacarla de su boca, me insultó: "sabes a basura, domador de mierda". "Vaya, vaya, parece que la comida te ha subido los humos". Habrá que pensar en bajártelos.

La desencadené, y quite los grilletes. Situé el tablón bajo la argolla del techo, y gradué la altura de los caballetes al máximo. La tumbé boca arriba sobre el potro casero. Até con cuerda sus muñecas juntas, después bajando sus piernas anudé los tobillos firmemente bajo el tablero de modo que este quedaba entre su ingle y sus piernas unidas, y até una cuerda que anudé a la de las manos. Pasé la cuerda de las manos por la argolla del techo y tire de la cuerda hasta dejarla casi colgando de pies y manos. Tomé uno de los consoladores que había traído ella, y se lo introduje en la vagina con brusquedad. La base sobresalía unos centímetros de su sexo. Encendí el aparato y vi como su expresión demostraba el placer que le causaba el movimiento vibratorio. Aflojé la cuerda hasta que todo el peso de su cuerpo descansaba en su ingle. La miré sonriente, "vas a estar así un buen rato, hasta que supliques que lo pare". Con desprecio me saco la lengua. Yo me acomodé sentado en el banco para observarla. Pasando los minutos su cara varió del placer inicial al éxtasis del orgasmo, para luego reflejar molestia y finalmente dolor ante la fricción excesiva. "¿no vas a suplicar, yegua insolente?". Me harás cambiar de táctica. Aflojé la cuerda dejándola caer del todo. La desaté y la dejé ir al cuarto de baño por si tenía algún tipo de necesidad.

Preparé la próxima sesión. Escogí la sinfonía de los planetas como música de fondo. Comprobé el funcionamiento de los electrodos, y preparé una cuerda gruesa. Cuando Paula salió del baño, la coloqué tumbada boca arriba sobre la estrecha madera. Sus piernas y brazos colgando por los lados fueron amarradas cuidadosamente casi juntas, como se atan las patas de una res. Sus pechos hacia arriba y su sexo desprotegido por las piernas abiertas la hacían parecer muy vulnerable. Tomé un pañuelo y lo emplee para vendar sus ojos, quería sorprender a mi yegua. Humedecí con una esponja sus pechos y los labios vaginales. Coloqué las pinzas de los electrodos en los pezones y en la vulva. Paula sonrió, quizá porqué la presión suave de las pinzas no pasaba de una  pequeña molestia. Yo sonreí porque no sabía que la esperaba. Di corriente al pezón derecho, mitad de potencia, un aguijonazo. Gimió y se sacudió levemente, ya entendía que sucedía. Desconecte para enchufar el pezón izquierdo, la sacudía de su cuerpo fue del otro lado. Desconecte y accione el electrodo de la vagina, dio un pequeño salto moviendo las caderas. Vas a pedir perdón, pequeña puta?. Negó con la cabeza. Encendí los tres simultáneamente pero a un décimo de potencia, un picor continuo y quemante recorrió sus labios vaginales y la tierna piel de sus pezones. Se arqueaba de dolor cuando desconecté. Pedirás perdón ahora? Si, mi dueño, perdóname, pidió.

Me había calentado mucho la sesión eléctrica y la postura de Paula, y me apetecía mucho penetrar analmente aquella yegua juguetona. Así que la puse boca a bajo, con piernas y brazos colgando por los lados, que amarré cuidadosamente. Para separar sus tetas y que los pezones quedasen hacia los lados coloqué un grueso taco de madera entre ellos. Coloqué los electrodos y puse el control cerca de mi. Me coloque junto a su apetitoso trasero, mi polla estaba muy gorda pensando en entrar por aquel delicioso agujerito. Temí que no quisiera seguir y meter la pata, pero Paula seguía aguantando todo lo que hacia y además parecía disfrutar con ello, así que presione con la punta del pené su ano y la metí poco a poco, hasta que por fin los testículos tocaron su cálida piel. Resultaba muy agradable sentir el calor de su esfínter envolviéndome. Sugerí que se moviera para darme gusto, pero se negó así que la di un aguijonazo en el pezón izquierdo a máxima potencia. Empecé a sentir como movía los músculos del esfínter dándome un agradable masaje, pero paró enseguida. Puse el aparato al mínimo y note como todo su cuerpo vibraba por la descarga, comenzó a moverse de nuevo con bastante habilidad y me corrí con un rugido salvaje dentro de su culo.

La desaté y la deje descansar un rato, mientras pensaba en un buen final de fiesta. Llevábamos ya unas  horas de juegos y creí que la doma ya era suficiente para los dos. Coloqué a Paula en la tabla, boca arriba; con sus brazos estirados en cruz bien sujetos a los caballetes, sus piernas atadas por los tobillos colgando de la argolla del techo, y el culo junto al borde de la tabla justo a la altura de mi polla. De este modo podía metérsela entera por el coño con toda facilidad. Su rostro y sus miradas eran una mezcla de satisfacción, desafío y ganas.  Puse electrodos en sus pezones, y la metí un vibrador por el culo, todo aquello parecía gustarla dados sus murmullos de aprobación. Conecté la electricidad al mínimo, encendí el vibrador anal y ella comenzó a jadear agitándose, metí mi polla en su coño mojado y Paula gritó de placer sin pudor. Empecé a moverme metiendo y sacando mi rabo duro por la excitación de sus gritos; que  iban en aumento, insultándome. Me emplee a fondo, pero aun así tarde un rato en corearme, ya que era mi tercera vez. El orgasmo llegó y fue más sostenido que intenso, dejándome las piernas temblando. Ella estaba también  exhausta cuando la solté quitando las pinzas y sacando el vibrador. Después de unos momentos de descanso, Paula se acercó a mi, me rodeo el cuello con los brazos y sentí la apabullante presencia de su pechos contra mi cuerpo, acerco sus labios a mi boca y me beso, luego susurro con voz sensual: "mi rudo vaquero me ha domado para siempre".