Paula María (Parte número 1).
Nueva historia que publico para que mis lectores puedan juzgarla y enviarme sus comentarios.
Comencé muy joven a mantener mis primeros escarceos sexuales con Montserrat ( Montse ), una espigada y guapa vecina de mi edad, de poblado cabello moreno, bellos ojos y sugerente físico, con la que solía pasar parte de mi tiempo libre. Al irla la “marcha” y ser una chica bastante dócil, no me resultó costoso convencerla para que, en cuanto se nos presentaba la ocasión tanto en su domicilio como en el mío, se encerrara conmigo en el cuarto de baño con intención de enseñarnos mutuamente el culo. Me resultaba agradable y placentero que, permaneciendo con el pantalón y el calzoncillo en mis tobillos, Montse me mantuviera bien abierto con sus manos el orificio anal, el sentir su lengua lamiéndome la raja del culo y que me la introdujera lo más profunda que podía a través del ojete para culminar, tras lograr ensalivarme debidamente el conducto, metiéndome y bien profundo, uno de sus dedos con el que me hurgaba durante un buen rato con movimientos de “mete y saca” circulares. Cuándo, en reciprocidad, me ocupaba de darla satisfacción anal me estimulaba el observar cómo se la contraía el cuerpo de gusto con cada una de mis lamidas llegando, en múltiples ocasiones, a pedorrearse en mi cara e incluso, a quedar de lo más predispuesta para la defecación después de pasarme un montón de tiempo con mi lengua introducida en su conducto anal y/o de realizarla unos exhaustivos hurgamientos anales.
Meses después decidimos intentar extender nuestra peculiar forma de darnos satisfacción a los chicos y las chicas con los que Montse y yo solíamos jugar en la calle sin esperarnos que la propuesta tuviera tan magnífica acogida por lo que, tras ponernos de acuerdo y buscar entre todos el lugar más idóneo e íntimo en el que llevar a cabo nuestros contactos, subíamos hasta el ático de uno de los edificios ante los que solíamos jugar, que se encontraba desocupado y en el descansillo o en las escaleras nos “dábamos el lote” y cada día dedicando más tiempo a aquello que a jugar. Mientras las chicas manteniendo su falda levantada y la braga en las rodillas y los chicos con el pantalón y el calzoncillo en los tobillos permanecían erguidos de cara a la pared, Montse se ocupaba de instruir a las demás jóvenes al mismo tiempo que iba dando satisfacción anal a los chicos y yo hacía lo propio con las chicas recreándome y a veces en exceso, con su culo. Algunas de ellas, como Casilda, Josefina o Judith, no tardaban en liberar ventosidades y siendo de fácil defecación, en cuanto me recreaba un poco más de lo debido haciéndolas el “colibrí” o hurgándolas con mis dedos, se jiñaban por lo que muchos días pude observarlas mientras “plantaban un pino” o “recibían unos faxes” para, al abandonar el descansillo, dejar sus excrementos depositados en él para irse uniendo a los de los días posteriores y permaneciendo allí, en algunos casos, durante una semana.
Más adelante y en vez de mantenerse erguidos o ligeramente doblados, como cuándo lo hacía en su domicilio o en el mío con Montse, conseguimos que los chicas y las chicos accedieran a permanecer doblados o bien ofrecidos colocados a cuatro patas mientras, en grupos de tres, procedíamos a efectuarles las lamidas y los hurgamientos anales con intención de que, además de su culo, los muchachos mostraran su aún pequeña “banana” y sus huevos mientras las jóvenes enseñaban su raja vaginal. Los chicos, cuándo no estaban dando satisfacción a las muchachas, se juntaban a mi alrededor deseando disfrutar con la estimulante visión de la “almeja” de las chavalas que en esos momentos se encontraban en posición y de la agradable “fragancia” que despedía su braga y su “chirla” mientras que, cuando era a la inversa, las chicas se recreaban viendo los atributos sexuales a sus compañeros de escarceos y de juegos.
Un día decidimos empezar a sobarnos mutuamente y a que los chicos nos deleitáramos en lamer y en succionar su apetitoso chocho a las chicas hasta que no se podían aguantar y expulsaban unos chorros de lluvia dorada o se meaban al más puro estilo fuente, lo que desde el primer día se convirtió en un gran espectáculo. No tardamos en “degustar” y en ingerir íntegra la “cerveza” que, debidamente excitadas, nos daban en cuanto éramos lo suficientemente perseverantes estimulándolas a través del clítoris y succionándolas la raja vaginal con lo que nos fuimos acostumbrando a evitar que la orina femenina se desperdiciara y pudimos comprobar que su micción era un auténtico placer de dioses.
Las chicas, por su parte, se solían recrear sobándonos los atributos sexuales al mismo tiempo que se dedicaban a lamernos el ojete para, al terminar, introducirse cada una de ellas la chorra y los huevos de uno de nosotros en la boca con intención de chupárnoslos y de succionarnos la abertura para conseguir que, al igual que ellas, expulsáramos nuestra lluvia dorada. Pero, aunque las encantaba vernos mear y observar cómo se depositaba nuestra orina en el suelo del descansillo, las costó bastante más el llegar a “catar” y a ingerir íntegras o en parte nuestras micciones hasta que Catalina, Judith y Raquel, que eran las más decididas, empezaron a hacerlo con lo que las demás se fueron animando poco a poco y logramos evitar que, mientras estuviéramos juntos, se desperdiciara el abundante y apetitoso líquido amarillo de nuestras meadas.
Además de producirse algunos cambios de domicilio entre los jóvenes con los que jugábamos en la calle, lo que ocasionaba que perdiéramos el contacto con ellos, nos encontramos con dos chicas nuevas estrechas, recatadas y secas que, además de no estar dispuestas a tomar parte activa en nuestros escarceos sexuales a los que llegaron a calificar de auténticas marranadas propias de salidos, intentaron convencer a las demás jóvenes de que tenían que dejar de participar en aquella asquerosidad para evitar seguir luciendo sus encantos delante de los chicos aunque no lograron influir en el resto de las chavalas por lo que, mientras aquel par de puritanas se limitaban a vernos en acción, nuestros escarceos llegaron a perdurar el tiempo suficiente para que los chicos nos pudiéramos recrear “haciendo unos dedos” a nuestras compañeras de juegos al mismo tiempo que las forzábamos analmente mientras ellas se prodigaban en “darle a la zambomba” con intención de vernos con la “lámpara mágica” bien tiesa y observar cómo nos brotaba y echábamos la leche.
Siendo el chico mejor “armado” del grupo, a las jóvenes las pirriaba ocuparse de pajearme y de darme satisfacción lo que aprovechaba para que, a primera hora de la tarde, una de las muchachas me sacara la “salsa” mientras otra se encargaba de hacer lo propio a última. Llegué, incluso, a conseguir que Catalina, Judith y Montse me chuparan el cipote varias veces y estoy seguro de que lo hubieran hecho con más frecuencia de haber cumplido con mi compromiso de no depositar en su boca mi lefa pero llegaba a sentir tanto gusto que eyaculaba sin avisarlas y cuándo querían reaccionar ya las había echado los primeros y más copiosos chorros de leche mientras ellas, entre arcadas, náuseas y algún que otro vómito, se acordaban de toda mi familia y se retraían mucho a la hora de volver a “bajarse al pilón” por lo que, al trascurrir varias semanas entre una y otra felación que me realizaba cada una de ellas, intentaba tenerlas bien distribuidas para que no me faltaran sus mamadas durante mucho tiempo.
C o n t i n u a r á