Patricia y la sirvienta
Una muher rica, poderosa, se adentra en los caminos de la dominación, y luego de la sumisión.
Aclaro, para empezar, que esta no es una historia real, pero lo que sí que es real es que cuento exactamente lo que a mí me gustaría que me ocurriese. Para ello, me voy a encarnar en Patricia.
Soy Patricia, 43 años, presidenta de una importantísima corporación española, con delegaciones en todo el mundo, con un título de condesa heredado de mi padre, soltera y, como se desprende de todo lo anterior, rica, muy rica. Físicamente soy sumamente atractiva: alta, morena, pelo largo, guapa y con un muy buen tipo producto no sólo de la naturaleza sino de algunos retoques que he tenido a bien darme.
Mi vida social, como corresponde a mi estatus, es muy rica, pero a los efectos a nosotros interesan, es importante destacar mi íntima amistad con tres amigas, Sara, Paqui y Belén, quienes, como yo, ocupan altas responsabilidades profesionales y, también como yo, tienen una posición económica muy alta. Compartimos, como digo, amistad, y también aficiones: ópera, hípica, teatro…, pero también una afición muy particular en la que, por impulso inicial de Sara, nos vimos envueltas hace unos años, y que hemos mantenido con regularidad desde entonces. Me refiero a que las cuatro compartimos también gusto por el BDSM. Ya digo que fue Sara la que inicialmente nos contó sus gustos, que consistían, básicamente, en ejercer dominación sobre otras mujeres. Al principio nos lo contaba y, bien, tenía más o menos gracia, pero todo cambió un día en que nos invitó a su casa a cenar y, tras la cena, nos sorprendió con un buen número: había contratado a tres prostitutas para que nos iniciásemos en juegos de dominación; y digo tres porque Sara tenía su sumisa “oficial”.
Ese fue el punto de partida a lo que se convirtió en costumbre semanal desde entonces: todos los sábados, en la casa de alguna de nosotras, teníamos estas “reuniones”. Al principio recurríamos a prostitutas, pero poco a poco, bien a través de internet, bien de relaciones de la sumisa de Sara, fuimos contando con mujeres realmente sumisas que se prestaban a nuestros juegos.
Durante los primeros meses fue divertido, ya que era tanto como asomarme a mi interior y descubrir cosas de mí que desconocía, pero con el tiempo me fui dando cuenta de que aquello no me llenaba. Sí, claro, era excitante ver a una mujer adorando desesperadamente mis pies, o lamiéndome el coño atada, o sirviéndome de montura a cuatro patas o, en definitiva, obedeciéndome en todo, pero de todo se cansa uno, y si de algo estaba yo harta era, precisamente, de mandar, tanto en mi trabajo, como en mi casa al servicio, como, en general, en todos los ambientes en los que me movía. Así, poco a poco fue tratando de apartarme de esas reuniones, aunque no podía hacerlo siempre porque mis amigas se enfadaban.
Una noche, mientras cenábamos en un restaurante, pregunté a Paqui por Luisa. Luisa era una de las personas del servicio de Paqui, y hacía algunos meses Paqui me había pedido que hablase con un director de un banco amigo mío para conseguirle una hipoteca a Luisa. Lo hice, en condiciones muy favorables, y ahí quedó la cosa. Cuando le pregunté por ella, Paqui me dijo que ya no trabajaba en su casa, que la había despedido y que, por lo que sabía, estaba desesperada por no poder pagar la hipoteca. Le pregunté la razón por la que la había despedido y la respuesta me dejó estupefacta: Paqui había tratado de convertir a Luisa en una de nuestras sumisas, y ésta se negó, por lo que Paqui la despidió, y no sólo eso, sino que además la amenazó con que si se iba de la lengua, yo, que la había conseguido la hipoteca, podía hacer que se quedase sin casa.
Le dije que me parecía una atrocidad lo que había hecho y más aún que me hubiera utilizado, y me marché del restaurante indignada.
Pasé muy mala noche, tuve pesadillas, pero había una imagen que no paraba de representárseme, y era la de Luisa, pero no me la imaginaba como sumisa de Paqui, sino que, cosas del subconsciente, me imaginaba a mí como sumisa de ella. Y lo peor de todo es que me levanté muy excitada. Me ocurrió esa noche y otras más, y durante algunos días no podía pensar en otra cosa.
Hago un paréntesis para contaros cómo es Luisa: es una mujer normal, muy normal, de unos 35 años y que físicamente podría recordar a la protagonista de la serie televisiva Cuéntame, es más, se parecía bastante.
Luisa se convirtió en una obsesión para mí y, poco a poco, fui descubriendo que lo que me pasaba en las reuniones de dominación con mis amigas es que lo que realmente yo deseaba era ser dominada, un sentimiento, por cierto, nada extraño para los que estamos acostumbrados a mandar siempre. Y a tal punto llegó la obsesión que decidí pasar a la acción.
Lo primero que hice fue llamar a mi amigo para preguntarle cómo estaba la situación del préstamo hipotecario de Luisa, y me dijo que llevaba varios meses sin pagar, pero que no había hecho nada porque yo la había recomendado. Ese dato fue muy valioso, tanto que fue el detonante de que una mañana me vistiese con un precioso traje negro muy ceñido, me pusiese unas preciosas sandalias de Loboutin y … me presentase en la casa de Luisa.
Luisa vivía en un barrio muy humilde y la gente que me veía por la calle se me quedaba mirando como si estuviera viendo un fantasma. ¿Qué hacía esa mujer, así vestida, por esas calles?
Llamé a la puerta y me abrió Luisa. Estaba todavía en pijama, despeinada, con una bata espantosa y unas zapatillas de paño no menos feas que la bata.
.- Quiero hablar contigo, le dije mientras entraba.
Si antes decía que Luisa se parecía a la mujer de Cuéntame, la casa era un auténtico remedo de la de los episodios iniciales: muebles antiguos, cuadros indescriptibles, cortinas horrorosas, es decir, todo lo contrario de lo que yo estaba acostumbrada. ¿No sabrá que, al menos, existe Ikea?, me preguntaba yo.
.- Buenos días doña Patricia, me dijo entre nerviosa y sorprendida; ¿qué la trae por aquí?
.- Hablar contigo, como te he dicho. He hablado con mi amigo, el del banco, y me ha dicho que estás en mora con la hipoteca.
.- Sí, no sé si sabe que doña Paqui me despidió hace unos meses y no puedo pagar. Me da mucha vergüenza, sobre todo porque usted me recomendó, pero es que con esta crisis no encuentro trabajo en ningún sitio.
.- Bueno, pues para eso estamos aquí, para solucionarlo. Ya me contó Paqui por qué te despidió; lo que provocó que Luisa se pusiese muy colorada, y quería hablarte de eso.
.- Doña Patricia, no siga hablando, sentiría mucho dejarla a usted en mal lugar, pero si no lo acepté de doña Paqui tampoco lo haré de usted…
.- No Luisa, no vengo a proponerte que te dejes dominar por mí, no. Mi planteamiento es otro, y quiero que me escuches.
Me levanté, encendí un cigarro y empecé a pasearme por el salón mientras le hablaba de todo lo que he contado antes en esta historia sobre mis gustos, hasta llegar al punto en el que le conté que me gustaría ser sometida por otra mujer. Luisa me miraba absorta, sin entender nada todavía. Yo la miraba. Su aspecto era diametralmente opuesto al de las otras mujeres con las que había compartido juegos con mis amigas. Aquellas siempre venían bien vestidas, para la ocasión, pero Luisa estaba frente a mí, sentada en un sillón, despeinada, con su horrenda bata y su pijama, en una imagen que posiblemente a nadie le sugiriese ningún atractivo, pero a mí me daba muchísimo morbo, ¡era realmente lo que quería! No quería a ninguna dominátrix de plástico, a ninguna modelo embutida en un traje de cuero, quería eso, una mujer normal que me pudiera dominar a mí, que sí que podría encajar más en el otro modelo.
Y a medida que iba hablando me iba excitando, y pensaba en lo que había vivido tantas veces: en esas chicas que iban a nuestras casas en nuestras sesiones de dominación, que se arrodillaban ante nosotras, que nos descalzaban, que olían y lamían nuestros zapatos, y nuestras medias, y nuestros pies. No me pude contener más, me fui hacia ella, que era incapaz de reaccionar, me arrodillé, cogí uno de sus pies, la descalcé, cogí su zapatilla de paño, ya muy usada, la llevé a mi nariz y aspiré profundamente. El olor de su zapatilla de sus pies, fuerte, penetrante, evidencia de haber sido usada durante mucho tiempo, me embriagó, y noté cómo me mojé, sólo pensando en la imagen que yo podía ofrecer: yo, condesa, rica, elegante, distinguida, arrodillada, adorando la zapatilla de una mujer absolutamente vulgar que, para más señas, seguía convertida en estatua de sal.
Y seguí: cogí sus pies en mis manos, los miré, los acaricié, los besé, lamí, chupé, mientras notaba que Luisa comenzaba a reaccionar, de lo cual hasta empecé a sentirme orgullosa. Fueron unos minutos breves, pero se me antojaron interminables, ¿o fueron interminables o se me antojaron breves? No lo sé, pero lo que sí supe entonces es que forjé la inquebrantable decisión de convertirme en esclava de Luisa, o de convertir a Luisa en mi ama.
Me levanté, y tal y como antes había hablado, volví a hablar:
.- Luisa, esta es mi propuesta: a partir de hoy me convertiré en tu esclava y tú serás mi ama. Te obedeceré en todo lo que me ordenes. Quiero que aprendas a dominarme, a someterme, a humillarme. Y a cambio te pagaré: de un lado cubriré tus cuotas hipotecarias, y además te daré 1.500 € para ti. Y te compraré un ordenador portátil con conexión a internet para que te documentes sobre cómo tratar a tu esclava. Si no quieres, no pasará nada, y no te preocupes porque nadie te exigirá la hipoteca. Pero, eso sí, si se te ocurre contar algo a alguien, olvídate de tu presente y de tu futuro. ¿Qué me dices?
Luisa quedó unos segundos pensativa, y al final habló:
.- Vuelve a besarme los pies, esclava.
.- Aprendes rápido, contesté, y me volví a echar a los pies de esa mujer.
Relatar cuál fue el transcurso de las semanas siguientes sería largo y tedioso, aunque he de decir que disfruté mucho la metamorfosis progresiva de Luisa: de simple y vulgar ama de casa a verdadera Ama dominadora de su esclava. Al principio costó un poco, pero luego, con la ayuda de internet, todo fue evolucionando.
Tres semanas después todo había cambiado:
.- Al llegar me desnudaba nada más cruzar la puerta y gateando la buscaba por toda la casa hasta encontrarla y lamer sus pies, y luego su coño, hasta que se corriese.
.- Me convertí en su propia señora de la limpieza, y lo que más me gustaba es cuando yo fregaba el suelo, de rodillas, con ella montándome y dirigiéndome.
.- Le hacía su comida y esperaba de rodillas a que ella acabase y a veces esperaba bajo la mesa.
.- Me ponía sus horribles ropas e iba a la compra, como si fuese su criada.
.- La acompañaba siempre al bajo para que orinase y la limpiaba las últimas gotas que quedaban en su coño.
Y así, montones de cosas que fue aprendiendo.
Pero hubo algunos episodios que merece la pena recordar, porque dan buena idea de hasta dónde se puede llegar en la transformación de la mente:
Recuerdo un día en que encargó una pizza por teléfono, como siempre en casa yo estaba desnuda. Cuando sonó el timbre, me dijo que me pusiese en un rincón, me cubrió con una manta y me dijo que no me moviese. Entró el pizzero y le dijo que pasase porque tenía que buscar el dinero, le sacó una coca-cola y le invitó a sentarse en el asiento del rincón; asiento que, huelga decir, era yo. Noté cómo se sentó sobre mi espalda e hice los máximos esfuerzos por no mover un músculo; fueron unos minutos interminables. Nunca llegué a ver al chico, pero en ese tiempo llegué a pensar de todo, sobre todo, qué hacía yo allí. Pero en el momento más crítico, se levantó, cobró, se marchó, ella me quitó la manta y me descubrió con una mirada salvaje, sudando, odiándola o ¿amándola? No sé lo que sentí porque sólo recuerdo que a los pocos segundos estaba besándole los pies nuevamente con gratitud por lo que me había hecho sentir.
Otro día yo tenía una reunión con otros altos ejecutivos y la ministra. Ella lo sabía. En mitad de la reunión sonó un mensaje en mi móvil, y maldije no haberlo apagado. Lo cogí y fue inevitable leer el mensaje. Hola esclava, no olvides tomar la medicina; está guardada en el bolsillo exterior de tu bolso. Me disculpé, busque en el bolsillo y encontré una pequeña ampolla, la abrí, la acerqué a mis labios, la probé y era …¡su orina! La bebí, y al notar cómo caía por mi garganta, e imaginármela a ella haciéndolo, me corrí, haciendo grandes esfuerzos porque nadie lo notase.
Son muchos los recuerdos que tengo y los que espero, pero lo último que tengo que contar es lo ocurrido anoche.
Me dijo que íbamos a salir, y que quería que me pusiese especialmente exuberante. Cumplí, fui a la peluquería, me compré ropa especial, hice lo que me ordenó. Al llegar a su casa la vi vestida como siempre, es decir, sumamente vulgar, o sea, como a mí me gustaba para despertar en mí ese incontrolable morbo que me producía el sentirme dominada por ella. Nos fuimos a la calle y cogimos un taxi, le dio una dirección y al llegar me puso una especie de máscara. Entramos en un local en el que se desarrollaba una fiesta fetichista y de dominación. Antes de entrar me puso una correa al cuello y me ordenó que me pusiera a cuatro patas, subiéndose sobre mí y entrando así en el local.
Concitamos todas las miradas de la gente que ya abarrotaba el local, y no sólo por la forma de entrar, que era llamativa, sino por la imposibilidad de conciliar el aspecto del Ama con el de la esclava, y menos aún cuando me ordenó que me levantase y la gente pudo apreciar mi cuerpo en todo su esplendor. Ella estaba orgullosa de mí, y yo, para qué negarlo, orgullosa de ella, pero se me pusieron los pelos de punta cuando en el otro extremo del local divisé a mis tres amigas, tomándose unas copas; pero peor fue cuando Luisa se encaminó hacia ellas, conmigo de nuevo de rodillas, llevándome como una perrita. Me quería morir, pero no podía hacer nada.
.- Buenas noches doña Paqui, ¿me recuerda, verdad?
.- No me lo puedo creer Luisa, ¿qué haces aquí?
.- Pues ya ve, lo mismo que usted, con la diferencia de que me parece que yo tengo algo que usted no tiene.
.- Sí, dijo Paqui, mientras yo quería que me tragase la tierra, la verdad es que traer algo impresionante. ¿De dónde la has sacado?
.- De por ahí. Es mucho más fácil de lo que usted cree, pero, para que no crea que soy rencorosa, voy a hacerle un regalo. Perrita, dijo, dirigiéndose a mí, saluda a mis amigas como merecen.
Saluda-a-mis-amigas-como-merecen. ¿Saluda?, ¿y cómo?; ¿sus amigas?, pero si eran las mías!!!, como merecen; y cómo merecían. Es evidente lo que esperaba de mí, y procuré no defraudarla. Nunca olvidaré esa sensación: bajo un total anonimato, a la vista de decenas de personas, besándolo los pies de mis amigas sin saber que yo, Patricia, la directora de la corporación, la condesa, era quien estaba totalmente subyugada por su antigua criada.