Patines calientes

...Era una visión impactante: siete chicos se deslizaban por una pista perfecta, con apenas unos pantaloncillos cubriendo lo imprescindible, con sus torsos brillando bajo la luz de los focos...

Patines calientes

Desde hace un par de años me dedico, además de a estudiar, a patinar. He desarrollado una gran afición por el patinaje, de tal forma que, siempre que puedo, me pongo a patinar. Lo hago estupendamente, aunque me esté feo decirlo. ¿Y sabéis una cosa? Lo que me gustó de esta afición fue lo tremendamente eróticos que me parecían los patinadores.

Bueno, la verdad es que, cuando me inicié en esto (tenía entonces sólo 16 años), no había entendido realmente el sentido erótico del patinaje; simplemente me gustaba, notaba que me extasiaba viendo deslizarse a chicos y chicas, con esas vestimentas informales, pantalones cortos, camisetas que dejaban ver buena parte del torso, o, en el caso de ellos, con frecuencia sin camiseta, sólo con vaqueros cortados a mitad del muslo.

El caso es que me inicié en este mundillo, y pronto descubrí que se me daba bien. Enseguida me hice con los patines y a los dos o tres meses ya patinaba más que razonablemente bien.

Un día, dentro del gran grupo que nos reuníamos para dar la clase diaria, José Luis, que era un chico que comandaba una especie de pequeño grupo dentro del gran grupo, me invitó a ir al día siguiente, por la tarde, con su grupo, a un polideportivo de un pueblo cercano, donde tenían una pista muy buena para patinar. Además, el encargado del polideportivo era amigo suyo, así que podríamos estar solos y patinar a nuestro antojo. Me pareció una idea estupenda, y entonces no reparé en la curiosa circunstancia de los que los siete componentes de su grupo, él incluido, eran chicos, y no había ninguna chica.

Al día siguiente llegué con mi moto a la puerta del polideportivo, y allí estaba José Luis esperándome. Ya tenía colocados los patines; vestía un sucinto pantalón vaquero, cortado casi a ras de las ingles, y llevaba el torso desnudo. Yo lo había visto antes ya con el pecho al aire, pero ese día, esperándome en el umbral de la puerta, me di cuenta hasta qué punto era atractivo aquel chico de apenas 18 años, de pelo castaño y ojos café con leche claritos, alto y espigado, moderadamente musculoso, sin pasarse. Me fijé entonces en que en el diminuto pantaloncillo que llevaba puesto sobresalía un bulto más que apreciable en la bragueta. Intenté no mirarle, pero creo que se dio cuenta de mi mirada furtiva a su paquete.

Yo iba ya preparado nada más que para colocarme los patines, con mi indumentaria favorita: unos pantalones muy cortos, que me permitían total movilidad, y una camiseta de tirantas.

--Hola, Javier, vienes rompedor - me dijo el chico, y creo que me sonrojé.

Entré en el polideportivo, y allí estaban los otros seis chicos ya patinando. Todos iban con el torso desnudo, y los pantalones eran, en todos los casos también, muy cortos, casi imposibles de colocar. Yo no había visto nunca a tantos patinadores con una tan minúscula equipación. Me vieron llegar y se aproximaron a mí. La edad de los chicos no superaba en ningún caso los 20 años, y el más joven sería como yo, de 16 años. Me dieron la bienvenida con algunas risas y palmeos en la espalda, y todos nos lanzamos a patinar. Comenzamos a deslizarnos por la pista. Me fijé entonces en que los chicos, con el sudor, tenían la piel de sus torsos brillantes, como si se hubieran untado de aceite. Era una visión impactante: siete chicos se deslizaban por una pista perfecta, con apenas unos pantaloncillos cubriendo lo imprescindible, con sus torsos brillando bajo la luz de los focos... Decidí, como en un impulso, quitarme la camiseta y arrojarla fuera de la pista. Los siete chicos aplaudieron mi gesto. Después, se tomaron de la mano unos con otros, y José Luis me ofreció la suya. Comenzamos así a patinar a lo largo de la pista, como un solo cuerpo con ocho extremidades. Formamos después un corro y los otros siete chicos comenzaron a girar, por lo que tuve que seguirlos. Pronto alcanzamos una gran velocidad, y empecé a tener miedo. Si alguno se caía, aquello podía ser peligroso. Quien me iba a decir que me iba a tocar a mí...

En efecto, en una de éstas se me fue un patín y di con mis huesos en el suelo. Fue un buen costalazo, y quedé tendido en la pista, dolorido. José Luis y los demás se acercaron enseguida, y el jefe se colocó sobre mí, a horcajadas, para ver como estaba. En esta posición, yo en el suelo boca arriba y él sobre mí, en cuclillas y con una pierna a cada lado de mi cuerpo, entre el dolor que sentía aún tuve fuerzas para observar que, por debajo del pernil de su minúsculo pantalón, le sobresalía un pedazo de nabo enorme. El chico parecía no haberse dado cuenta, pero lo cierto es que estaba situado muy cerca de mí, solícito, y a diez centímetros de mi mano se encontraba aquella maravillosa verga; yo no había tenido ninguna experiencia homosexual (ni hetero, dicho sea de paso), pero simplemente la visión de aquella manguera de carne, me resultó fascinante. Debí permanecer mirando más de la cuenta en esa dirección, porque el chico miró a su vez, y cuando me devolvió la mirada, en su cara se pintaba una sonrisa picarona.

--Vaya, vaya, con que has encontrando una cosita que te gusta, ¿eh?

Y, como quien no quiere la cosa, acercó la pelvis hasta mi mano, que estaba abierta y, la verdad, deseosa de atrapar la verga entre mis dedos. No me hice de rogar. La verdad es que no pensaba lo que hacía, porque si lo hubiera hecho, mis tabúes me habrían hecho abandonar enseguida aquella polla palpitante. Pero como no pensaba nada más que en lo bueno que sería cogerla entre mis dedos, lo hice y ya está. Estaba muy caliente, era blanda y al tiempo rígida, en una de las sensaciones más extrañas que había tenido nunca. Por supuesto, yo me había hecho ya en aquella época muchas pajas, pero no es lo mismo, ni mucho menos, pajearse uno que pajear a otro. Instintivamente, empecé a masajearle el nabo, y los seis chicos nos rodearon, todos expectantes ante la escena. Vi entonces como algunos de ellos se estaban quitando los pequeños pantalones que llevaban. Pronto fueron los seis los que se despojaron de los "shorts", y se agacharon a mi alrededor, desnudos, sólo vestidos con sus patines. Tuve entonces muy cerca otras seis pollas, todas ellas erectas, todas realmente apetitosas. Acerqué mi otra mano a una de ellas, la que me pareció más deseable, un pedazo de rabo imponente, como de 22 centímetros, propiedad de un chico de unos 18 años, rubio y de ojos verdes. Empecé a pajearlo también, mientras los demás se acercaron aún más. Pronto aquello fue una piña, y tuve los cinco nabos restantes que no podía masajear muy cerca de mi cabeza, algunos rozándome. Ver aquel panorama de glandes enhiestos, sonrosados, brillantes, era demasiado para mí. Jamás imaginé lo que iba a hacer entonces. Alcé la cabeza, desde el suelo donde estaba, y atrapé con mi boca la polla que estaba más cerca. Mediría como 20 centímetros, y al metérmela entre los labios sentí como mi propio nabo, ya bastante entonado, se hinchaba hasta ponerse a tope. Sentir dentro de mi boca aquel rabo y saber en ese instante que aquello era lo que más que había gustado y más me gustaría el resto de mi vida, fue una sola cosa. Lo mamé con fruición, sin experiencia pero con una pasión que ignoraba poseer. Estaba en una posición algo difícil para ello, pero el chico se colocó de rodillas y me permitió meterme la polla hasta la empuñadura. En cada embolada rozaba con mi nariz en sus huevos, y tenía desde allí una cautivadora visión del agujero de su culo joven, una sonrosada oquedad que pedía a gritos una lengua que lo ensalivara.

Pero los demás chicos no se quedaron quietos. Entre mamada y mamada vi como se habían separado un poco, y cómo unos se la chupaban a otros; incluso dos estaban haciendo un 69. José Luis, por su parte, y haciendo un movimiento de contorsionista, había conseguido quitarse el "short" casi sin tener que quitar yo mi mano de su carajo; además, y haciendo gala de nuevo de sus cualidades para contorsionar el cuerpo, consiguió liberar mi bragueta, abrírmela, meterse mi polla en su boca y, todo ello, sin dejar yo de pajearle.

El rabo que tenía en la boca comenzó a largar su leche; aquello era también nuevo para mí, y pensé, por un instante, que era una guarrada. Sin embargo, el sabor del semen, lejos de ser desagradable, me resultó exquisito. No me lo pensé dos veces y me lo tragué todo. Se salió el chico de mi boca y José Luis se colocó en posición de 69 conmigo: me llenó entonces con su cacharro, un nabo de no menos de 23 centímetros, el mayor de todos. Era una verga realmente espléndida, con un glande abierto y libre, perfectamente lubricado, y un extraordinario olor a macho. Me lo tragué con glotonería, mientras él insistía con mi polla, metiéndosela hasta la empuñadura, con lengua de experto; lamía los huevos, se detenía en el ojete del glande, me rozaba éste con las paredes interiores de su boca... Yo lo imitaba, claro, porque estaba asistiendo a mi primera (pero no última, como imaginaréis…) lección magistral. Noté que me corría, y José Luis redobló sus esfuerzos al notar que me derretía en su boca. Sentí entonces un placer especial, cuando su lengua, viscosa de mi leche, acarició y sobó mi glande.

También José Luis se corría, y lo recibí abierto de par en par, dejando que su leche me corriera por la lengua, por la garganta, hasta alojarla en mi estómago.

Se levantó entonces José Luis y, dirigiéndose a sus amigos, que seguían mamándoselas unos a otros, les dijo:

--Chicos, ¿no os parece que Javier merece que le hagamos los honores?

Todos asintieron y se desenredaron. Me rodearon los cinco que quedaban aún por correrse, y José Luis los distribuyó: dos los colocó sobre mi cabeza; otro, cerca de mi culo; y los otros dos, a ambos lados de mi cuerpo. Todos sabían ya que hacer, y actuaron: los que estaban sobre mi cabeza me colocaron, los dos a la vez, la punta de sus rabos entre los labios. No sabía si sería capaz de meterme aquellas vergas en la boca al mismo tiempo, pero me puse a la tarea con entusiasmo, y pronto conseguí alojar la mitad de ambas entre mis labios. Los dos chicos que estaban a los lados de mi cuerpo me tomaron las manos y las pusieron sobre sus pollas empalmadas, así que comencé a pajearlos. El que estaba cerca de mi culo, me alzó las piernas y comenzó a lubricarme el agujero con su lengua. Cuando sentí, por primera vez, aquella lengua buceando dentro del recto, creí que me moría de gusto. Me retorcía de placer a cada lengüetazo, mientras seguía mamando las pollas que tenía en la boca y masajeando las que tenía en las manos.

Pronto la lengua que tenía dentro del culo fue sustituida por la polla del chico; el agujero, bien lubricado por aquella lengua húmeda y caliente, dejó entrar con cierta facilidad aquella polla de no menos de 20 centímetros, aunque al principio confieso que me dolió bastante. Pero en cuanto se adecuó mi agujero a aquel nuevo inquilino, todo fue sobre ruedas. Me sentía hervir de placer por detrás, pero también con los dos mástiles que acariciaba con mi lengua, y también con los nabos a los que estaba haciendo la paja. Los rabos en mi boca comenzaron a largar leche, una gran cantidad de semen entre ambos, hasta el punto de que empezó a escapárseme de la boca. Solté un momento uno de los carajos que pajeaba para recuperar aquella leche que huía, y con alguna dificultad la alojé de nuevo dentro de mi boca, de donde no debió salir. Retomé de nuevo la pobre polla que había abandonado, mientras seguían escanciando semen las dos vergas en mi boca. Por debajo, el que me follaba por el culo empezó a correrse también, y sentí como las entrañas se me llenaban de leche. Cuando ya no les quedó ni una gota a ninguno de los tres que me follaban, tomaron el relevo los dos a los que pajeaba. Uno, el del nabo más gordo, me lo metió en la boca, mientras el otro, que lo tenía más largo pero más fino, me lo endilgó por el culo, Notaba la boca rebosante de leche, y percibí que aquel nuevo nabo, empapado en el líquido viscoso y denso, sabía aún mejor que los anteriores, por lo que deduje que, a más semen en la boca, mayor placer al mamar.

Me follaron ambos, uno por la boca, el otro por el culo, y se me corrieron casi al unísono. Yo, entre tanto, me había empalmado de nuevo, y los otros cinco chicos se turnaron chupándomela y, por fin, José Luis se empaló él mismo con mi carajo: era para verlo, sentado sobre mi polla, saliendo y entrando de ella, mientras en su rostro se pintaba el mayor de los placeres posibles...

Mientras me corría dentro del culo de José Luis, los chicos que me follaban se vaciaron en mí, y creí haber llegado al paraíso. La leche me rebosaba en la boca, el culo lo tenía ardiendo pero supersensible y viscoso de semen, y notaba el estrecho agujero de José Luis pegado a mi polla pegajosa... ¿Quién podía dar más?

Aquella tarde no patinamos más, como podréis imaginar. Desde entonces, el grupo de los siete, que ahora somos ocho, somos inseparables, y el resto de nuestros amigos patinadores se preguntan por qué nos gustará tanto ir al polideportivo aquel... No creo que lo entendieran... ¿O tal vez sí?