Pastoreo violento

Un joven pastor se encuentra con un caballero que lo introduce en el goce del dolor.

Algo no funcionaba correctamente. Por más que los montes se observaban nevados a lo lejos, la primavera reverdecía y los arroyos traían frescas aguas de deshielo, el alma de Ismael estaba intranquila. Eran ya demasiados los días sostenidos en la soledad del pastoreo de borregos. Él era sólo un muchacho de dieciséis años y echaba de menos su casa y su familia. Pero había que mantener el hogar luego de la muerte del padre, teniendo tres hermanos menores. El ofrecimiento de tener un trabajo era ineludible, ahora que había terminado la enseñanza primaria. El letargo caía sobre sí, adormecido, mientras el sol se ocultaba tras un alto monte, Iluminando su rostro pecoso y su cabello del mismo color del fuego. Sólo permanecía abrigado por una cálida oveja.

-¿Cuánto me cobras por esa oveja?

El muchacho miró contra el sol esa figura omnipresente recortada contra el cielo, sobre un caballo blanco. No era tonto, pero la poca comunicación y el no estar preparado para la presencia de otro hombre, hicieron que mantuviera silencio.

-Muchacho, ¿me escuchas?

-Claro –respondió Ismael- pero no está a la venta. Yo sólo las cuido.

-Podrías entonces arrendármela. No es que tenga hambre. Te podría pagar bien.

El hombre que así hablaba tendría unos cuarenta años, la frente amplia, ojos negros profundos e inquisidores, cabello largo y oscuro amarrado en una coleta. Su prestancia y vestimentas denotaban su rango caballeresco.

En ese instante sacó una bolsa con monedas y las tiró sobre Ismael, que no lograba salir totalmente del trance. No entendía lo que el hombre pretendía, pero allí había oro como para vivir una buena temporada o como para reparar diez veces la pérdida de la oveja.

-Disculpe su merced –dijo el joven-, pero no quisiera que a esta oveja le pasara nada malo.

-Tienes mi palabra –respondió el hombre-. Vengo de retorno de la guerra a mi hogar y sólo deseo pasar una noche abrigado. Puedes llamarme Manrique.

Como eran tantas las ovejas, a Ismael no le importó hacerse de otra, mientras caía en el sueño.

Él no sabría decir si lo que vio a continuación lo vio o sólo lo soñó. La luna llena y él serían testigos. Sería medianoche cuando observó a Manrique totalmente desnudo, con un cuchillo en la mano, acariciar a su oveja rítmicamente. Ismael no pudo, al verlo, evitar tragar saliva, abrir los ojos incrédulos y sentir el tambor de su corazón. Es que la piel bronceada, como de cobre, del caballero, junto con su musculatura, harían callar para siempre hasta al más experimentado. Además, para un joven casi niño, el ver la presa gigante que ondulaba entre las piernas del hombre, apuntando como el arco de un violín hacia la luna, rematado en un hongo corpulento y carnoso, era la experiencia más interesante vivida hasta el momento. Si no hubiera sido por el hipnotismo en que transitaba, habría corrido despavorido cerro abajo.

Manrique seguía acariciando la oveja, cuando se percató de que a escasos tres metros de él el joven lo observaba extasiado. De sus experiencias de guerra sabía el poder que ejercía su cuerpo desnudo en varones de todas las edades, por lo que no dudó en llamarlo.

-Ven.

Y el corrió como un manso corderito, dejando que su homónimo lanudo quedara libre de las manos del seductor. Y como el cordero que desea probar su primera leche, aún hipnotizado, sus labios se cerraron sobre el glande de su señor.

Así permaneció durante unos minutos, hasta que el instinto le mandó mamar y agitar su cabeza hacia dentro y hacia fuera.

-Desnúdate –dijo entonces el caballero- y la túnica simple de pastor cayó al suelo. Ismael, aunque no desarrollado, era bastante proporcionado. Un par de pezones rosados apuntaban hacia arriba, en un pecho blanco, redondo y lampiño. Su cara pecosa sonreía ingrávida. Un par de pequeñas nalgas, también con pecas, asemejaban la luna. Su pene saludaba, hacia arriba y hacia abajo, circundado por un pequeñísimo mar de pelos colorines, único sitio, además de la cabeza, donde habitaban vellos.

-Pon las manos atrás y voltéate –ordenó Manrique e Ismael, a su pesar, no pudo hacer otra cosa que dejar de mirarlo.

Una cuerda ató entonces sus muñecas, impidiéndole utilizar las manos.

-Vamos, corderillo, arrodíllate.

E Ismael se inclinó sobre ramas de espinos que Manrique había puesto allí. Las espinas se clavaron ligeramente en sus rodillas, cubriéndolas de gotas de espesa sangre. Manrique giró y acercó nuevamente su gigante hacia los labios del muchacho, que bebió primeramente con la lengua una gota de orín denso y fuerte que se posaba en el prepucio del hombre. Abrió los ojos y se tranquilizó de ver el cuchillo en su vaina de cuero, única prenda que el caballero llevaba puesta.

-Ponte en pie y cierra los ojos –dijo Manrique, siendo inmediatamente obedecido por el mancebo.

Largo rato esperó en silencio la vuelta de su señor, sintiendo que las piernas se le doblaban de emoción, frío e impaciencia. Adivinaba los pasos de Manrique junto al caballo, de donde extraía objetos que resonaban metálicamente al chocar entre sí.

-Puedes abrir los ojos.

Entonces vio ante sí unas riendas, varias anillas de oro, espuelas gruesas y un cetro dorado con un ligero parecido a un falo.

-Elige uno de estos artefactos –murmuró el hombre.

La mirada de Ismael describía miedo y curiosidad. Finalmente, con un gesto, escogió las espuelas. Manrique las ató a las riendas y le indicó que se pusiera en cuatro patas, levantando en vilo las posaderas. Primero sintió el frío del metal tocándole suavemente, para luego vibrar con el ardor de un golpe dado con fiereza. De pronto, sus nalgas blancas y pecosas se volvieron coloradas de tantos golpes recibidos. Le dolía, pero experimentaba un extraño sentimiento. Por primera vez en su vida, sentía una cierta empatía con otra persona. Había comenzado a admirar a quien le daba dolor y deseaba llegar a ser como él.

En un momento de descanso, sintió como una anilla de oro se cerraba en torno a su hinchado pene y sus testículos. Otra, más pequeña, aprisionó su glande descubierto. De ella, una tira de cuero colgante fue tirada hacia atrás, provocándole un nuevo y agradable dolor. Su pene herido engordó como nunca lo había realizado. Si no fuera por el aprisionamiento de las anillas, habría eyaculado. Nuevos azotes le hicieron sentir más vivo, hasta que sintió como el cetro intentaba abrir su culo.

-Relaja tus músculos y no hagas presión aún –ordenó el gran macho, cuyo pene palpitaba erecto sobre el joven.

Poco a poco, el cetro se introdujo hasta el fin, a pesar de ir haciéndose cada vez más ancho y de ir adquiriendo mientras bajaba ciertas protuberancias como granos. Ismael gritaba a ratos, para luego balar suave y plácidamente. Su pene seguía erecto y amarrado a su cuerpo sobre su perineo, ejerciendo presión contra las cuerdas de cuero.

Entonces, el caballero soltó toda su esperma sobre las nalgas del ex doncel, que susurraba el placer de sentir cómo el líquido le aliviaba el dolor.

Sólo en ese instante Manrique desamarró las manos y el pene de Ismael y retiró cuidadosamente el consolador de poder. Hizo que se sentara sobre sus piernas y, acariciándole la cabeza, dijo sólo una sílaba

-Ya –y el mancebo retorció todo su ser y eyaculó copiosamente sobre sí mismo y sobre su maestro, que le trataba con la mayor ternura del mundo.

Al salir el sol, el pastorcillo vio que su jinete ya no estaba, pero que sobre él había otra bolsa llena de más monedas y un pequeño papel que decía "sígueme hacia el Reino de Minoservandia". Las ovejas no balaron siquiera al quedar abandonadas a su suerte, mientras el pastor caminaba en sentido contrario al del pueblo.

Continuará