Pastoreo violento (2)

Ismael, en busca de su amado, cae en un ritual de iniciación que le abre nuevas perspectivas de placer.

PASTOREO VIOLENTO 2

Así fue cómo Ismael se deshizo de las ovejas con las que había compartido tantos meses y encaminó sus pasos rumbo a Minoservandia, la degenerada capital del Reino, esperanzado en encontrar nuevamente a Manrique. Para su consumo, sólo llevaba un odre de cuero con leche de oveja. Sabía que el viaje le demoraría varios meses, por lo que pensó que debía ganarse con algo el sustento. A pesar de su sonrisa y simpatía naturales, los meses alejado de la civilización lo mantenían reticente de un encuentro con otras personas. Al único que deseaba ver era a su idolatrado y violento caballero. Sin embargo, al ver a lo lejos una fogata en el bosque, el frío hizo que superara el miedo y se acercara lentamente al calor.

Pero lo último que esperaba ver fue lo que allí sucedía. Desde lejos, pudo ver cómo un gigantesco hombre de raza negra, calvo, como de sesenta años, y vestido con una larga túnica negra, hacía girar en el aire extrañas sustancias vegetales, que iban cayendo a un caldero. El hombre tenía los ojos en blanco y un medallón rojo fulguraba en su pecho. Ismael observaba oculto; pero para el brujo nada se ocultaba.

-Puedes acercarte; te esperaba.

Ismael, mudo y temeroso, caminó hacia el caldero. El mago volvió los ojos a su posición normal y le sonrió. Sus ojos eran de color púrpura y penetraban en la carne y la conciencia.

-Bebe, Ismael –le dijo acercando un pomo que había introducido en el agua hirviente.

El líquido tenía un extraño sabor a confianza, a hogar cálido y sopa de pollo, que hizo que el muchacho dejara de preguntarse cómo ese hombre sabía su nombre y que iba a llegar. Tampoco le extrañó que el africano le tomara de la mano y lo condujera a una cabaña de piedra cercana, iluminada por antorchas puestas en las cuatro murallas. Al centro, en una mesa negra, se dibujaban las conjunciones astrales. Era un altar de sacrificios rituales.

Ismael sintió cómo un sopor extraño le iba ganando, a medida que caía recostado en la cubierta del ara negra. A un sonido de voz del mago, pronunciado en un idioma que no entendía, vio cómo tres jóvenes morenos salían de distintos puntos del piso de la cabaña. Los tres eran jóvenes, como de veinte años, y aparentaban ser aprendices de algún extraño ritual. Vestían taparrabos blancos que sólo cubrían una pequeña parte de sus cuerpos.

A una señal del mago, los tres muchachos sujetaron el cuerpo de Ismael, lo acomodaron y desprendieron con cuchillos sus ropas. Las negras manos hacían dibujos esquemáticos sobre la blanca y pecosa piel de las nalgas del muchacho, destacando un contraste erótico. Ismael, debido a la pócima y por decisión propia, carecía de voluntad.

A una nueva señal, dieron vuelta al muchacho y amarraron sus manos y tobillos a las cuatro patas del altar. Los ojos púrpura del viejo iluminaron más el lugar. Sólo en ese momento agitó una extraña lengua en el aire. Era negra, delgada y similar a una serpiente. Se acercó hacia la víctima y la introdujo por su garganta, haciendo cosquillas en el interior de Ismael. La sensación del beso, húmedo y mágico, era enloquecedora. Mientras, los adonis negros le chupaban los dedos de los pies. Ismael sólo gemía.

-Levántenle las piernas –dijo el mago, a lo que accedieron los aprendices, soltando las amarras de los pies.

El brujo le observó detenidamente el agujero del ano, mientras era sujetado por los tres jóvenes. De un solo envión decidió en ese momento introducir su larga y serpentina lengua, haciendo chillar al colorín adolescente.

Una mordaza de cuero negro no le permitió volver a chillar. El joven aprendiz que se la había puesto le acariciaba el pelo y el lóbulo de la oreja como buscando distraerle del dolor. Por varios minutos fue violado por la extraña lengua negra, hasta que su captor abandonó la extraña escena y se dedicó a estirarle al máximo la piel de su escroto, produciéndole sensaciones nuevas de placer.

-Traed la braza sagrada –dijo el africano.

Al rato, vio cómo una de los jóvenes traía una tenaza con una braza rojísima en su punta. El mago tomó el artefacto de manos del muchacho, premiándole con un suave beso en los labios. Luego, Ismael sintió cómo el fuego se acercaba a sus pezones, calentándolos ligeramente.

-¿Quieres sentirlo sobre tu piel tan blanca? –preguntaba el mago, sin esperar ninguna respuesta. Algunos trozos pequeños de carbón encendido iban marcando su pecho. El terror se veía en el rostro pecoso de nuestro protagonista, pero nada se compararía al miedo ejercido cuando sintió el olor a quemado de algunos pelos de su pubis, única parte donde no era totalmente lampiño.

-¡Traed las tijeras! –gritó entonces el brujo, haciendo que otro de los jóvenes corriera y le alcanzara el instrumental solicitado.

Sintió Ismael ambos filos fríos sobre sus piernas, entre sus nalgas y, finalmente, cortando sus amados y rojos vellos pubianos. Un rato después, un cuchillo muy afilado terminaba de depilar la zona genital del muchacho. Un agua de pétalos de rosas hizo que pensar que no todo era doloroso, hasta que un cubo de alcohol le devolviera el placer de sentirse vivo, atemorizado, amarrado y excitado.

Luego, miles de labios y dientes comenzaron a acariciar la zona adolorida, bebiendo su sudor mezclado con el fuerte alcohol. Los aprendices hacían su tarea con delicada pasión, mientras que el mago abandonaba su larga túnica negra y le introducía en la boca un falo que parecía de burro. Ismael se ahogaba y respiraba a borbotones entre cada embestida salvaje en su boca.

-Suspendedlo –dijo de pronto el africano sacando su riel de la acalorada boca de Ismael.

Los obedientes muchachos, entonces, ataron con delgadas cuerdas de cola de caballo el pene aún erecto del joven pastor y lo colgaron del techo, arqueando su columna. Si se cansaba y deseaba bajar un poco, la cuerda tiraba del aparato de Ismael y se introducía en su carne. A oscuras, fue abandonado por unos pocos minutos, que para él fueron siglos.

Al volver, el mago cortó la cuerda con su cuchillo. El pene, sangrante, aún estaba enhiesto. Entonces uno de los efebos negros, por orden de su maestro, chupó del pene hasta hacerlo explotar, mezclando semen, sangre y sudor en un cóctel afrodisíaco. Ismael, al no poder gritar de placer por la mordaza, inflamó sus ojos brillosos.

Pensó que pronto terminaría, pero aún tuvo que mantener dentro de sí el gigantesco pene del africano, que le hacía ver estrellas de todos colores. No podía desmayarse porque intuía que eso era parte de su educación sexual. El que los otros tres africanos derramaran su semen sobre él era sólo un ligero calmante para el dolor que sentía. El disparo del arma del mago dentro suyo fue como un tropel de caballos que galoparan en su intestino. Cuando el negro abandonó el refugio de su miembro, un hilillo de esperma cayó sobre el mapa estelar dibujado en el altar, creando una nueva vía láctea.

Abrió los ojos a la realidad y sintió un gran cansancio. Ismael durmió muchas horas. Cuando despertó tenía ropas nuevas y elegantes, de colores escarlata, dorado y purpúreo.

-Debes seguir tu camino hacia Minoservandia –le dijo el hombre de ojos púrpura-, llevas puesto bajo tus ropajes un cinturón que evitará que te desvíes del camino.

Y allí lo supo. Tenía puesto un cinturón de cuero que vendaba su pene con tres candados, cerrados en la parte posterior. Su amo Manrique, ya iniciado en el extraño rito, no deseaba que su pene se posara sobre ninguna carne. Así lo explicó el mago africano.

Debía seguir si quería llegar algún día a la capital de ese reino y poder liberarse del cinturón para volver a ser pastoreado por su amo.