Pasó un verano
Solíamos pasar los veranos en un pueblo, vino a pasar unos días con nosotros mi primo mayor. Tenía 17 años recién cumplidos, dos más que yo. Mi primo me propuso pasar la siesta juntos en mi habitación ...
Pasó un verano
Solíamos pasar los veranos en un pueblo de la montaña cerca de la ciudad. En aquella ocasión vino a pasar unos días con nosotros mi primo mayor. Tenía 17 años recién cumplidos, dos más que yo, y cinco más que mi hermano menor, al que ignorábamos en casi todos nuestros juegos. Pasábamos las siestas en el pinar que había cerca de nuestra casa, cazando mariposas y lagartijas. Aquel día, nos habían castigado a no salir después de comer. Mi primo me propuso pasar la siesta juntos en mi habitación, jugando. A la hora convenida oí llamar cuidadosamente a la puerta, cuidando de no despertar a nadie; abrí y él se adentró con sigilo en la habitación. Nos sentamos en la cama y estuvimos hablando un buen rato. Abrimos las ventanas de par en par para sentir el ambiente exterior y oler los pinos cercanos. Charlamos largo rato hasta que, cansados, nos dormimos uno al lado del otro, en la vieja cama. Cuando comenzaba a despertarme, aún con los ojos casi cerrados, me di cuenta que él estaba recostado contra el respaldo de la cama, sentado sobre la almohada. Estaba completamente desnudo, y su pene, erecto, estaba a la altura de mis ojos semiabiertos. Me sorprendí tanto que fui incapaz de moverme. Aquella situación, lejos de espantarme, me resultaba atrayente. Continué haciéndome el dormido, vigilando a través del rabillo del ojo e intentando no delatar, con mi respiración que se aceleraba por momentos, mi estado de vigilia. Veía, como en penumbra, un magnífico pene, más grande que el mío, totalmente tieso, que dejaba entrever, en su parte superior, un capullo sonrosado y húmedo. Se balanceaba rítmicamente, con movimientos secos, como por arte de magia. En su base, una mata de pelo tupido daba cobijo a unas pelotas que me costaba distinguir, envueltas en aquella maraña de pelo negro. Estuve sin moverme un buen rato hasta que decidí cambiar de postura, para poder tener una mejor vista de aquel panorama que me brindaba mi querido primo. Bruscamente, como en un impulsivo movimiento del sueño, me di la vuelta hacia donde él estaba, acercando mi cara a su pierna, rozando mi nariz la piel de su muslo para poder estar más cerca de él, tanto que podía oler su piel. También aproveché para acercar, descuidadamente, mi mano a su cuerpo. Así permanecí varios minutos, sin moverme, impasible, intentando controlar la aceleración inminente de mi corazón y una incipiente erección que sentía debajo de mi slip, apresando mi miembro ente la tela del calzoncillo y la de la sábana de la cama. En un instante, él también decidió cambiar de postura. Se dio la vuelta girando su cuerpo hacia mí, lo que originó, dada su postura anterior y la proximidad que yo me había encargado de garantizar, que la punta de su polla, su capullo, quedara a la altura de mi boca, casi rozando mis labios entreabiertos. Eso sí que no me lo esperaba, pero igual que al principio, me gustó. Continué haciéndome el dormido, originando ligeros movimientos propios del sueño, hasta que, en uno de ellos, mis labios rozaron aquel sonrosado y húmedo capullo. Él debió darse cuenta de mi "inconsciente deseo" y debió decidir el aprovechar la ocasión al instante, por lo que sentí una presión mas prolongada de su capullo contra mi boca, restregando contra mis labios entreabiertos las primera gotas de su fluido preseminal, de tal forma que llenaron mis labios de aquel jugoso líquido. La presión aumentó durante unos segundos, hasta que venció mi voluntad y aquel precioso pene entró suavemente en toda mi cavidad bucal, amparado por mis labios y mi lengua que, intentaban captar la sensación y el sabor de cada milímetro de la piel de aquella majestuosa polla. Su pene entraba y salía lentamente de mi boca, buscando en cada suave impulso un momento de placer, impulsos que contribuían a que éste aumentara de tamaño hasta casi invadirme por entero. Yo me afanaba en acariciar su polla con mis labios y mi lengua, llenándome de sus jugos, y permitiéndole que hiciera cuanto quería. Aquel vaivén no duró mucho, pues al tercer o cuarto impulso, sentí que su cuerpo se contraía, se detenía bruscamente y apretaba todas sus caderas contra mí. Un nuevo sabor comenzó a inundar mi boca; a cada impulso de su eyaculación mi boca se llenaba de aquel maravilloso líquido, hasta que al tercer espasmo no pude aguantar más y comenzó a derramarse por las aberturas mis labios. Un momento después, ya vertido toso su jugo, pareció inmovilizarse, intentando extraer su polla de mi boca, que la aprisionaba para agotar hasta la última gota de semen. Junto con el aún duro pene salió gran parte de su leche, que acabó de llenar las partes de mi cara que aún estaban secas. Ya controlado, se recostó nuevamente sobre la cama, deslizándose hasta ponerse a mi altura. Su mano recorrió mi cuerpo hasta llegar a mi pene erecto, al que cogió con suavidad comenzando a moverlo rítmicamente a la vez que acariciaba mis testículos, desde la base del pene hasta el ano, aun con incipiente vello. Mi erección era total, dejándome llevar por las sensaciones que él me producía. Cuando creí que ya no podría controlarme, él se incorporó, acercó su cara a mi polla e introdujo esta en su boca, continuando con el rítmico masaje hasta que, sin poder aguantar más, eyaculé en su boca como él lo había hecho unos momentos antes conmigo. Bebió toda mi leche a la vez que seguía moviendo arriba y abajo su boca y su lengua hasta que, sin poder resistir más aquella sensación, con mi mano aparté su cabeza de mi vientre. Se tumbó de espaldas, agotado como yo, a mi lado, rozándonos, hasta que un placentero sueño nos invadió por segunda vez en aquella tarde de verano. Cuando desperté estaba sólo en la habitación. El único rastro de mi primo Alberto eran unas pequeñas manchas de semen, ya seco, que adornaban mi almohada. Me levanté, me vestí y salí a ver qué nos deparaba aquel verano, en aquel pueblo de las montañas cerca de la capital.