Paso del noroeste
La eterna lucha entre David y Goliat, el poder y la fuerza sodomizando a la inocencia; la de una joven ingenua que busca el amor, la de unos activistas que preservan el paraíso.
Estrecho de Davids, 5 de Junio de 2015
Oleson, una vez terminadas las comprobaciones de rutina de quien capitanea un buque, se abrigó con su grueso chaquetón y salió al exterior de la cabina de mando. Pese a que, a aquellas horas de la eterna mañana boreal, la temperatura no superaba los cinco grados, todos a bordo del Artic Sunrise sabían que aquel verano era más cálido de lo normal, motivo que les había llevado a aquellas latitudes.
La paz que se respiraba en el exterior, le pareció reconfortante en contraste con el ajetreado interior de la cabina, donde los jóvenes activistas cantaban temas de Rihanna, Black eyed peas y David Guetta. Miró a oriente observando las grandes placas de hielo flotando lentamente hacia el sur, alejándose del barco. En aquella dirección no se llegaba a ver la costa de Groenlandia, pero a su izquierda, los fiordos de la isla Baffin se recortaban nítidamente contra el despejado cielo.
Anduvo hacia estribor, acodándose en la barandilla. Unos pocos miembros de la expedición, con aparatosos auriculares, escuchaban el canto de las ballenas a través de micrófonos acuáticos. Al igual que todos ellos, clavó la mirada en las oscuras aguas donde decenas de belugas emergían perezosamente, mostrando sus blancos cuerpos. En verano era frecuente encontrarse con diversas especies de cetáceos. Capitanear un barco de Greenpeace hacía que ya no se impresionara tanto por el espectáculo de los grandes mamíferos, pero observar los narvales, las ballenas o las orcas le continuaba produciendo un cosquilleo en el estómago que le hacía sonreír bobamente.
Subió la cremallera de su anorak, protegiéndose del constante viento que soplaba desde el círculo polar ártico. Observó los rostros asombrados de los novatos y sonrió para su interior.
Aunque la finalidad del viaje no era admirar la brutal naturaleza, debía ser condescendiente con los voluntariosos tripulantes, pues en algo menos de un mes se encontrarían en serios problemas y un telón de acero ocultaría todas aquellas maravillas, además, no conocía mejor modo de concienciar, que amando todo aquello.
Capitanear el Artic Sunrise era especial por muchos motivos, pero el más importante de todos era alejarse del veneno negro y de quienes lo trasportaban. El petróleo había marcado su vida, la dramática muerte y la sosegada resurrección.
Desde que regresase a los mares, tras su paso por el infierno de la tierra firme, había tenido que luchar frente a aquellos colosos de acero, pero la batalla que le aguardaba era trascendental.
Estrecho de Bering, 6 de junio de 2015
Hightower alzó el alfil negro y lo colocó amenazando el potencial movimiento de la torre blanca. Miró a la niña que le sonreía a través del FaceTime y aguardó a que su hija decidiera el siguiente movimiento.
—Pase —respondió a los suaves golpes en la puerta.
—Capitán, estamos a cinco millas de las Diómedes… Me pidió que se lo notificase.
—Gracias, Arthur, enseguida estaré en el puesto de mando.
Tras cerrarse la puerta, se despidió de la imagen del portátil y agarró la guerrera de bruñidos botones que descansaba en el respaldo del alto sillón de piel.
Los abrochó lentamente mientras admiraba su despacho: una completa biblioteca marina, dos sofás con una mesa baja y el gran escritorio donde había estado hasta ese instante; todo en maderas nobles y forrado de suave cuero.
Capitaneaba el petrolero más moderno del planeta, una maravilla de prestaciones y maniobrabilidad, que si bien distaba de tener la capacidad de los antiguos superpetroleros, garantizaba una seguridad y velocidad imposible para aquellos monstruos marinos. Casi trescientos metros de eslora y cincuenta y cinco de manga dotados con la tecnología más sofisticada de la marina mercante.
Anduvo por el enmoquetado pasillo en dirección a la sala de control sin cruzarse con ninguno de los doce tripulantes del Exxon Franklin.
Sin interrumpir las tareas del piloto y del oficial, verificó los radares, los sónars y la ubicación por satélite. Discurrían de sur a norte clavados en la línea de cambio horario; a estribor, los últimos segundos del día seis, a babor, los instantes iniciales del día siete, aunque permanentemente viajaran en un día sin fin, en el que la noche tan solo era un tenue crepúsculo, que se difuminaba rápidamente dando paso a aquella luminosidad perpetua.
Sabía que aquella parte del trayecto no entrañaría riesgos, pero temía la fecha en la que tuviesen que atravesar el archipiélago ártico con sus estrechos canales y profundas ensenadas. De llegar el golpe, aquel sería el lugar idóneo. Aunque sabía quién lo asestaría, le inquietaba no conocer el nombre del barco y, por ende, de su capitán.
Róterdam, 28 de Junio de 1995
Erika, sentada sobre la cama de su habitación, miraba una y otra vez la gruesa cartulina de florida caligrafía, en la que se le otorgaba el título para capitanear barcos que trasportasen sustancias peligrosas. Hacía dos años había obtenido el título de capitán de la marina mercante en Trondheim, pero en Noruega aquel título no servía de nada si no se podía dirigir un petrolero.
A sus veinticuatro años, consideraba que tras muchos esfuerzos, su etapa formativa había concluido y el peso del que se había liberado, se traducía en una sonrisa bobalicona que no se le había borrado desde que pusieran en sus manos aquel título.
Se alzó y volvió a mirarse en el espejo. Hinchó el pecho sacando busto y pensó en lo orgulloso que habría estado su padre de haberla podido ver con aquel uniforme.
Un toque en la puerta la sacó de sus cavilaciones.
—¡Pero qué pinta llevas! –gritó Ángela entrando en la habitación como un vendaval.
Ambas vestían el mismo uniforme, pero en la alemana, la falda subía por encima de la rodilla casi cuatro dedos y la blusa carecía de corbatín, permitiendo que su bronceado canalillo se insinuase entre los dos botones abiertos.
—¡Ángela! –se quejó Erika cuando su compañera comenzó a tirar de su falda hacia arriba.
—¡Y esto fuera, ya no estamos en la ceremonia de entrega de títulos! –argumentó mientras deshacía el nudo de la corbata de la noruega.
—¡Ángela, por favor…! –Erika se sonrojaba a medida que los botones de su camisa se desabrochaban y su pálido escote asomaba entre la tela blanca.
—¿Crees que Thomas se va a fijar en ti si vistes como una monja?
—Visto como una capitana, no como una monja.
—Llevamos un año con los chicos, vale que hasta el momento solo hayan sido compañeros de clase, pero hoy es el gran día. Mañana cada uno volveremos a nuestros países y posiblemente no nos volvamos a ver. ¡Aprovecha!
Erika estaba confundida, por un lado deseaba que Thomas le prestase atención, pero por otro le aterraba la posibilidad de no volver a ver su sonrisa contagiosa y sus dulces ojos verdes. Mirarlo e intercambiar alguna palabra con él había sido más que suficiente para llenar sus infantiles anhelos, mientras concentraba todo su ser en los estudios.
—Pero si nunca se ha fijado en mí.
—pues hoy lo hará, confía en mí.
-*-
Thomas bebió un largo trago de su whisky con cola y volvió a indicar con el mentón a dos guapas holandesas que bailaban, al ritmo de Roxette, en la pista de la discoteca.
—¡Que no! –repitió Michael moviendo la cabeza descorazonado—. Ya nos hemos acostado con todas las holandesas que podíamos en un año, hoy es para pasarlo con los compañeros.
El alto moreno se encogió de hombros y continuó bebiendo, sabía que tarde o temprano su amigo cedería y ambos se marcharían a la caza de algún par de guapas muchachas. No le entusiasmaba la idea de aquella fiesta de graduación, pero Michael quería despedirse de toda la clase y no le quedó más remedio que ceder por un rato más. En dos días se marcharía a Seattle, a la búsqueda de algún petrolero en el que ejercer de primer oficial, y no deseaba perder la oportunidad de pasárselo bien, algo que dudaba que ocurriera con los empollones de su clase.
Michael se separó de Thomas y atravesó la pista de baile a grandes zancadas hasta detenerse frente a dos jóvenes, una rubia y otra castaña, ambas vestidas con su mismo uniforme pero en versión falda.
Intercambiaron saludos y el trío retrocedió hasta la esquina en la que se había quedado Thomas.
Ángela apenas si saludó al norteamericano, iniciando rápidamente una animada conversación con el inglés que había ido a recibirlas.
Erika sonrió tímidamente a Thomas, sin poder evitar ruborizarse al observar su mandíbula recta, sus labios finos y apetitosos y sus profundos ojos verdes, que la miraron indiferentes.
Como respuesta, él miró a su compañero pidiendo auxilio mudamente, pero Michael bailaba muy contento con la alemana los primeros compases del tema de moda de los Back stret boys. Sin escapatoria posible, comenzó una conversación insustancial con la noruega, que si bien le había parecido muy atractiva desde el primer día de clase, le resultaba la persona más tímida y anodina del mundo.
Thomas fue hablando sin recibir más retroalimentación que unos sutiles asentimientos de cabeza. Los bonitos ojos azules de Erika habían mirado a los suyos en un inicio, pero a medida que él iba monologando, fueron descendiendo paulatinamente; primero a su cuello, luego a su pecho y finalmente pensó que debía tener algo muy interesante en los zapatos, pues la rubia no paraba de clavar allí la vista.
Estar en una discoteca, junto al que le parecía el hombre más atractivo del mundo, hizo que todos sus miedos e inseguridades afloraran, paralizándola por completo.
“¡Qué desperdicio de mujer!”, pensó Thomas observando a placer el menudo cuerpo de la rubia, que parecía encoger aún más bajo su escrutinio.
Sin detenerse a pensarlo, la tomó de una mano y la condujo firmemente hacia la pista de baile.
Agarrada del talle, por el chico que le gustaba, Erika creyó estar flotando en un sueño del que no quería despertar.
Aquella mano sobre sus lumbares, aquel aroma a loción para el afeitado, aquel fuerte torso frente a sus ojos y Crazy de Aerosmith, lograron que todo a su alrededor desapareciera convertido en un universo en el que ella giraba alrededor de la estrella más brillante.
Thomas sonrió a su compañero, que varios metros más allá comenzaba a besar el cuello de Ángela con el consentimiento más que tácito de la alemana. Bajó la vista hasta observar la coronilla de Erika y se dijo que, aquella noche, las cartas ya estaban echadas y a él no le había tocado una buena mano.
Inició la rutina con la destreza que da la experiencia. Primero separó la mano que apoyaba en la cintura y la llevó hasta la larga cabellera, acomodándola sobre uno de los hombros, al tiempo que lo acariciaba con sutileza. Luego volvió a la posición inicial, pero descendiendo algo más, hasta que las yemas de sus dedos se posaron sobre el principio del trasero.
A Erika le sobresaltó que la mano bajase tanto, pero cuando sintió los labios de Thomas sobre su cuello desnudo, un millar de mariposas revolotearon en su estómago y ya no fue consciente de nada más. Había estado con otros chicos, pero con ninguno que le gustase tanto como el estadounidense. Le había parecido un engreído cuando lo conoció, pero poco a poco y sin saber muy bien cómo, se había enamorado profundamente de él.
Se apretó más contra su pecho, sin importarle que le sobase a placer el trasero, tan solo deseaba que aquellos labios no se detuvieran.
La boca de Thomas abandonó el cuello y ascendió en un húmedo sendero hasta apoderarse de los labios de Erika.
No le permitió el paso, pero tampoco se lo impidió, simplemente su boca se plegó a los deseos de la lengua que se adentraba en su interior. Las piernas le flaquearon y el cosquilleo de su estómago amenazó con hacerla explotar de felicidad.
Tras unos segundos besando la boca de Erika, al fin sintió cierta correspondencia por parte de su compañera de clase. Muy tímidamente la lengua de la noruega buscó la suya y ambas comenzaron un baile muy distinto al que describían sus cuerpos, que, de forma autónoma, seguían el ritmo de Shiny happy people de R.E.M.
Thomas, a sus veintiséis años, se consideraba demasiado mayor para afrontar retos como aquel. Había alcanzado la fase en la que tan solo le interesaba el resultado sin sentir el placer por el flirteo o la inquietud por el desenlace. Hacía tiempo que no se vanagloriaba de tirarse a la más estrecha de la discoteca, de conquistar a alguna madurita interesante o de ponerle los cuernos al director de la autoridad portuaria con su señora, pero pensó, que si aquella noche lograba tirarse a la “monjita”, sus compañeros deberían hacerle un monumento.
Durante todo un año, se había limitado a atender en clase, a tomar apuntes y a mirar a sus compañeros masculinos como si se la fuesen a comer. En aquel momento, Thomas la tenía a su merced, aplastada contra su incipiente erección devorándole la boca cada vez con más intensidad y ella se sentía como la canción, feliz y brillante.
“Por lo menos tiene un buen culo”, se dijo el capitán amasando descaradamente el trasero de su compañera.
Se separaron y Thomas la condujo hasta la barra para que pudieran tomar unos combinados. Dominaba la estrategia a la perfección y sabía que era el momento de pausar la situación hasta que ella fuera quien pisara el acelerador.
Se sentaron en dos banquetas, pierna contra pierna. Erika bajaba la mirada constantemente, clavándola en el firme muslo que se adivinaba bajo la tensa tela blanca del pantalón. Thomas observaba cómo temblaban los pequeños dedos de la noruega y estaba convencido de que no tardarían en posarse sobre su pierna. Con el fin de motivar más a la muchacha, posó la mano sobre su propio muslo y aguardó a que ella se animase.
Tímidamente, Erika posó las yemas de sus dedos en el dorso de la mano de Thomas. Delineó el relieve de las venas, de los tendones y acarició cada uno de los dedos. Thomas tensó la mandíbula cuando finalmente, la mano de Erika se entrelazó con la suya. Debía actuar con rapidez y firmeza si no quería que aquello terminase mal, los sentimentalismos estaban fuera de lugar.
Mar de Beaufort, 21 de Junio de 2015
Hasta hacía poco tiempo, el viaje se estaba desarrollando más plácidamente de lo que cualquier tripulante del Exxon Franklin hubiera podido imaginar. Hightower, no solo capitaneaba la nave con mano firme, sino que realizaba los cálculos vectoriales con una precisión inimaginable. Con ligerísimos cambios de rumbo, el petrolero sorteaba los icebergs sin aminorar la marcha y sin que estos se acercasen lo más mínimo a su casco.
Desde hacía dos días, la tensión reinaba en el buque. Una de las placas árticas se había desprendido, bloqueando el paso que deberían haber tomado al norte de un pequeño islote. Rodearlo por el sur se había mostrado una solución inviable por la poca profundidad que las cartas indicaban.
Hightower, haciendo gala de una sangre fría increíble, ordenó rodear la banquisa desprendida en busca del nuevo paso que habría creado entre ella y la helada masa ártica.
Era el tercer día que navegaban por el estrecho paso entre las dos banquisas, la desgajada, de apenas un metro de altura al sur y la masa blancoazulada imponente, con sus más de cinco metros de altura, varios kilómetros al norte. El día anterior, la diferencia entre ambas placas se había reducido hasta los cien metros y Hightower había ordenado reducir la velocidad, pero sin virar el rumbo.
Desde los más de diez metros de altura de su camarote en la superestructura de popa, Hightower admiraba la infinita llanura blanca que se extendía hacia el norte. Había estado supervisando todos los aparatos de medición del petrolero, pero aun así, había tenido tiempo para pensar, que tal vez, tomando aquel camino tan inusual, pudieran evitar los problemas que se les avecinaban.
Estrecho del Príncipe de Gales, 25 de junio de 2015
Habían perdido más de una semana investigando los pasos del sur del archipiélago ártico sin dar con una vía despejada. Se suponía que con el calentamiento global, aquel año iba a ser el primero en muchas décadas en que el paso del noroeste estuviera completamente libre de hielo, pero las placas se habían movido más rápido de lo que habían previsto y grandes masas desprendidas taponaban los caminos del sur.
Al final, Oleson había decidido ir más hacia el norte, donde no habría tantos bloques flotando y tan solo tendrían que tener cuidado con la gran banquisa.
Toda la tripulación, salvo el piloto, se acodaba en la barandilla de estribor, admirando la monumental pared de hielo que emergía del mar y se elevaba más de cuatro metros. Desde aquella posición sobre la cubierta principal, que apenas sobresalía dos metros del agua, la contemplación del muro sobrecogía a todos los espectadores.
Habían admirado el juego de luces de los primeros rayos de sol destellando en el azulado hielo. Habían saludado a los osos polares que les habían observado desde el borde de la banquisa y se habían estremecido hasta los tuétanos, cuando alguna porción de la pared se había desprendido, precipitándose al mar.
La responsabilidad de gobernar una embarcación en aquellas circunstancias pesaba sobre los hombros de Oleson. Había meditado durante todas aquellas noches la posibilidad de dar media vuelta y regresar a isla Baffin, donde podrían atracar, pero sabía que si un solo petrolero conseguía transitar el paso del noroeste sin problemas, aquel paraíso se destruiría definitivamente.
Róterdam, 28 de Junio de 1995
Erika no se lo podía creer. Había caminado agarrada de la cintura por las calles de Róterdam hasta llegar a su gran puerto y en aquel instante, observaba el mar sentada sobre los fuertes muslos de Thomas, sintiendo en su trasero la dura erección de su amado. Se puso nerviosa cuando la invitó a su habitación, pero el alivio había sido infinito cuando él aceptó su alternativa de dar un paseo hasta el puerto.
Se sentía flotar, no es que la idea de acostarse con él no le apeteciera, pero antes deseaba saber si sentían lo mismo el uno por el otro.
Se besaron lentamente a la luz de las farolas. Una mano de Thomas desabrochó un botón de la camisa de Erika y, sin esperar invitación, se coló bajo la prenda, comenzando a acariciar la piel que el sostén dejaba libre y luego, adentrándose bajo el raso de la prenda, sus dedos se apoderaron del endurecido pezón.
El cosquilleo que sentía la rubia ascendía y descendía por toda su tripa, desde la boca del estómago hasta su intimidad, que poco a poco se había ido humedeciendo.
—¿Me quieres? –preguntó ella con un hilo de voz tras separar sus bocas.
—¿Me preguntas, aquí, mirando el mar nocturno bajo las farolas que si te quiero?, ¿me preguntas, oh, pequeña vikinga que si te quiero? –Thomas hablaba sin dejar de dibujar una amplia sonrisa con sus labios.
Erika rio tímidamente ante las preguntas de Thomas e incluso se sonrojó levemente cuando la mano libre del estadounidense se adentró bajo su falda.
—Cómo no te voy a querer, ahora que sé que no eres tan fría como te imaginaba –respondió sin el menor esfuerzo, sabiendo que satisfaría los deseos de la chica, lo que la acercaría a su cama.
—¿Sabes que me gustas desde hace mucho tiempo?
—Pues no perdamos más tiempo hablando, se me ocurren mejores maneras de demostrarte lo mucho que me gustas e imagino que a ti también.
Ella volvió a reír, estaba viviendo el día más feliz de su vida y no quería que terminase nunca.
Alzándola en vilo, giró el menudo cuerpo de la escandinava haciendo que diera un par de vueltas a su alrededor y luego la depositó cuidadosamente en el suelo. Ella se agarró con fuerza por el mareo y se dejó guiar a dónde su enamorado la quisiera llevar, al fin del mundo si fuese preciso.
El piso que tenía alquilado Thomas era diminuto y estaba completamente desordenado, pero a ninguno de los dos les importó lo más mínimo.
Se volvieron a besar y las manos de Thomas, diestras en desnudar a una mujer, no tardaron en sacar la blusa de la falda, comenzando a desabrochar todos los botones.
El estómago de Erika se encogía por los nervios. Thomas, a lo largo de la noche, le había dado muestras de quererla y no quería fallar en aquel paso crucial. Sabía que él tenía mucha más experiencia que ella y deseaba estar a la altura.
La blusa cayó al suelo y la falda no tardó en acompañarla. Erika se sorprendió cuando la alzó en vilo y la llevó hasta el dormitorio, todo estaba saliendo mejor de lo que hubiera imaginado y le parecía un sueño hecho realidad.
En vez de tumbarla sobre la cama, la sentó en su borde y la miró detenidamente desde una altura dominante. Ella se sintió pequeña, indefensa, pero también halagada por aquellos ojos que expresaban tanto deseo.
Thomas se desvistió lentamente. Primero la camisa, dejando a la vista su amplio torso y sus marcados abdominales; luego los pantalones blancos, bajo los cuales se adivinaba la erección encerrada dentro del bóxer.
Tomó las manos de Erika y las colocó en sus caderas. Ella interpretó que debía colaborar e introduciendo los dedos bajo el elástico, tiró de la prenda interior hacia abajo, liberando una enorme verga que casi le golpeó la cara.
Él se agachó y posó sus labios sobre los de la rubia. Se besaron tiernamente y cuando Thomas intuyó que Erika comenzaba a calentarse, se alzó colocando su polla a milímetros de la boca femenina.
Erika supo lo que deseaba, pero le pareció muy precipitado. Se habían estado besando hasta hacía unos segundos y por ella hubieran continuado mucho más tiempo, comenzar a chupársela le parecía un paso demasiado grande. Sin tiempo para meditarlo mejor, él hizo un movimiento de caderas que dio con el glande contra los labios de la joven.
Lentamente fue refregando su polla por el rostro de Erika, la cual prefirió cerrar los ojos para que él no notase su desconcierto. Lo quería y deseaba hacer cualquier cosa para agradarle, pero seguía pensando que aquello iba demasiado rápido.
Sintió unos dedos acariciando su rubia melena y se relajó entreabriendo los labios y depositando un casto beso sobre la punta del glande.
—Eres preciosa –dijo Thomas mirándola seductoramente a los ojos que ella acababa de abrir.
El estómago le dio un vuelco y abrió cuanto pudo la boca engullendo más de la mitad de la dura estaca. Estaba feliz y no había nada de malo en demostrárselo a Thomas, se dijo comenzando a mover la cabeza adelante y atrás. Apretaba con sus labios recorriendo lentamente la longitud del tallo hasta llegar a la corona del prepucio, donde se ayudaba con la lengua lamiendo y succionando a un mismo tiempo.
No desviaba la vista de los ojos de Thomas y deseaba con todas sus fuerzas volver a ver aquel destello que habían emitido fugazmente. ¿Cómo había chupado cuando él se emocionó?, ¿no lo estaba haciendo bien?, las preguntas se agolpaban en la mente de Erika mientras intentaba una y otra variación para despertar el interés de su amante.
Thomas comenzaba a aburrirse de fingir que la rubia le interesaba. Se la habían comido mucho mejor y por guapa que fuese, le quedaba mucho por aprender y él no estaba dispuesto a ser maestro de ninguna muñequita pánfila.
Cariñosamente, pasó los dedos entre las hebras doradas hasta asir con fuerza la cabeza. De un seco movimiento, enterró su polla en el fondo de la boca de Erika, que no pudo reaccionar debido a la sorpresa.
Le molestaba aquella sensación de ahogo y las arcadas que sufría, pero sobre todo le dolía la humillación. Su cabeza se movía adelante y atrás sin que ella pudiera hacer más que empujar las caderas de Thomas. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y las babas se desbordaban por la comisura de sus labios, mientras aquella barra de carne no cesaba de embestir contra su garganta.
No pensó en morder, ni siquiera en apretar los testículos que se bamboleaban golpeando su barbilla. Tan solo se preocupó de continuar respirando por la nariz, dejando que él hiciera lo que quisiera con su boca.
La empujó con fuerza contra su pubis y Erika sintió los vellos en su nariz. Pensó que se ahogaría si continuaba con toda la polla dentro, pero en aquel instante, se hinchó más de lo que ya estaba y algo cabeceó en el fondo de su paladar, comenzando a escupir semen a borbotones.
Las lágrimas se deslizaban por su rostro, mientras la leche de Thomas lo hacía por su garganta. Unas eran saladas y la otra amarga, como la vida misma.
Thomas sabía que las mejores cartas había que jugarlas en el postcoito. Ahí era cuando podía ganarlo todo o retirarse con un simple polvo. Se agachó y rodeó el menudo cuerpo, cubriendo el rostro y los enrojecidos ojos de tiernos besos.
—Siento haber estado algo brusco, pero no sé qué me ha pasado, siempre me controlo, pero ver tu carita ahí, lograr lo que tantos meses he deseado…, no sé, he perdido el control.
Al escuchar las palabras, al sentir los besos sobre su rostro, no supo cómo reaccionar. Quería llorar e irse corriendo a su habitación, deseaba que la abrazasen y descansar la cabeza contra aquel fuerte torso. Su mente era un torbellino de pensamientos que se enfrentaban con fuerza a las emociones.
Antes de que pudiera tomar una decisión en firme, se encontró tumbada sobre la cama y con las manos de Thomas acariciando todo su cuerpo.
Estaba tensa, habían abusado de ella y no pensaba volver a confiar en él tan fácilmente.
Primero fueron los besos en el cuello y en su clavícula, luego las caricias en los muslos, más tarde los dedos que se adentraron bajo su braguita y finalmente, su cuerpo se abandonó a lo que Thomas quisiera hacer con él.
La ropa interior desapareció y unos labios se apoderaron de sus pechos, lamiendo sus areolas y succionando sus pezones. Su espalda se arqueó cuando sintió la yema de un dedo sobre su clítoris e inconscientemente abrió las piernas todo lo que pudo, quería más, necesitaba más.
Con un cierto sentimiento de orgullo, vio cómo la polla de Thomas volvía a estar completamente rígida, aquello lo había provocado ella.
El rostro de su compañero estaba frente al suyo y ambos se comieron las bocas con ímpetu. Erika sentía cómo la cimbreante polla golpeaba contra sus muslos y deseó con todas sus fuerzas tenerla en su interior.
—¿Ti… tienes… con… dones…? –preguntó entre beso y beso.
—Tran… quila… controlo… —respondió Thomas, colocando su glande entre los labios menores de Erika.
La penetró lentamente, preocupándose de que sintiera todo el grosor y longitud de su ariete. Ella estuvo a punto de tener un orgasmo con la simple sensación de estar llena de él. Nunca se había sentido así, parecía que estuvieran hechos el uno para la otra. Acomodó las caderas y la polla entró un poquito más, alzó las piernas abrazando a Thomas con ellas y sintió cómo aún podía entrar más.
Se quedaron quietos, él sintiendo el calor y la humedad del coño de la chica más fría y sosa que había conocido y ella notando las palpitaciones de la polla sobre las paredes de su vagina.
—Te quiero –dijo en un susurro acariciando la espalda de Thomas.
—Yo a ti más –respondió él, sin ni siquiera pestañear.
—Salte, por… por… favor…
Erika estaba en la gloria, pero el temor a un desliz, a un accidente fatal la tenía intranquila.
Por toda respuesta, Thomas giró sobre sí mismo, arrastrando el cuerpo de Erika y colocándola encima. Abrió los brazos dejándolos caer sobre la cama, expresando que no la iba a detener.
Erika, a horcajadas encima de su compañero, se mordió los labios pensativa. Debía descabalgar, pero tener a Thomas en su interior, era algo tan increíble que dar aquel paso le resultaba imposible.
—Sabes…, tenerte aquí, encima de mí, es como un sueño hecho realidad, eres… eres… tan especial…
Erika movió las caderas en un prieto círculo y se reclinó, complacida, sobre el torso de Thomas.
Él continuó regalándole los oídos, ella dejándose adular con un millar de hormigas correteando por su espalda, siguiendo el rastro de la mano masculina que la acariciaba.
Sabía que debía sacarlo de su interior, que debía poner fin a aquello, pero se sentía querida, debía confiar en él, en aquella sonrisa pícara, en aquellas manos fuertes que masajeaban sus nalgas.
El cuerpo de Erika se tensó cuando sintió un dedo jugueteando sobre su esfínter. No era ninguna ignorante y sabía que había parejas que practicaban el sexo anal, pero la sorpresa la dejó helada.
—Thomas… yo… por… ahí…
—Tranquila… si no confías en mí no pasa nada. Solo pensé que sería bonito hacer algo juntos por primera vez.
—¿Tú nunca…?
Él negó con la cabeza y Erika, por un instante, tuvo la sensación de que estaban jugando con ella; pero unos húmedos labios sobre los suyos, unos besos apasionados y más caricias sobre su espalda lograron que ella misma se engañase.
La siguiente ocasión en que el dedo jugueteó con su ano, intentó relajarse al máximo. La primera falange entró sin dificultad, pero ahí terminó la relajación de su anillo que tras notar la intrusión, se cerró con fuerza.
Más besos en los labios y en el cuello y poco a poco su esfínter permitió que la mitad del dedo se introdujera en sus entrañas. Era molesto, pero no tan doloroso como ella hubiese pensado.
Soltó un grito de dolor y sorpresa cuando un segundo dedo se abrió camino en su interior. El primero no había sido nada comparado con dos al mismo tiempo. El culo le ardía y tuvo que resoplar para no comenzar a llorar de nuevo.
Los labios de Thomas besaban todo su rostro, sus párpados, su nariz, sus mejillas y por supuesto sus labios tensos, que reprimían un chillido mientras el segundo dedo se adentraba dilatándola.
Con dificultad entraron los dos y Erika creyó que se desmayaría de dolor. Tan solo observar el rostro de placer de Thomas le dio fuerzas para soportar el fuego que quemaba sus entrañas. Lo quería, lo quería de verdad y aguantaría un poco más por él.
—¿Quieres que lo intentemos? –preguntó Thomas lamiendo el lóbulo de la oreja de la chica.
—No… no… por… favor… me… duele… mu… cho…
—Vale –respondió cortante mientras extraía los dos dedos del interior de Erika—. Lo tenía que haber imaginado.
Sintió un vacío indescriptible en el estómago, mientras los dos dedos salían de su culo y las gélidas palabras llegaban a sus oídos.
Con delicada indiferencia, la tomó por las caderas y la incitó a que lo descabalgase. Erika aún se sintió más vacía cuando la verga salió de su interior. Tuvo ganas de llorar, algo se estaba rompiendo dentro de ella y no sabía cómo repararlo.
Se mordió los labios reprimiendo las lágrimas.
Miró con súplica a Thomas y no recibió más que fría indiferencia. Por su mente pasaron miles de preguntas. No era fácil tomar una decisión como aquella. Le quería sí, había soñado con una vida unidos, con viajar a los Estados Unidos junto a Thomas-; pero estaba jugando con ella, la estaba empujando al límite y además manipulaba sus sentimientos.
Lentamente, como si aún no estuviese completamente decidida, se acodó sobre el colchón quedando en cuatro patas. “Thomas será delicado, Thomas no me hará daño, Thomas me quiere”, se repetía una y otra vez mientras alzaba el culo para que él no tuviera dudas de lo que se le ofrecía.
El primer dedo entró con dificultad, era incapaz de relajarse y su recto pagó las consecuencias, pues Thomas lo fue introduciendo sin prisa, pero con la determinación que da la excitación.
Con el segundo dedo, Erika mordió con fuerza la almohada. Sentía como se desgarraban sus entrañas y no era capaz más que de tensar todo su cuerpo. Sabía que era peor, que debía relajarse, pero le resultaba imposible.
Sus torneados muslos se pusieron rígidos como la piedra, su espalda transpiraba con un sudor helado y sus dedos y dientes torturaban el relleno de la almohada como si fuera la tabla de salvación de un náufrago.
Un alivio indescriptible recorrió todo su ser cuando los dos dedos abandonaron su culo, pero fue un espejismo, un liviano alivio de la tortura que vendría después.
Algo grueso presionó contra su esfínter y una voz en su interior le dijo que lo peor estaba a punto de llegar.
El grueso glande empujó los músculos del ano y los dilató hasta que a Erika le pareció que no aguantarían más. El dolor fue intenso, agudo, como si le clavaran alfileres al rojo en su culo.
Lloró, lloró lágrimas tan cálidas como el fuego que sentía en sus entrañas, tan saladas como reseco estaba su corazón a cada embestida de aquella verga en su intestino.
De repente vio la luz, no, Thomas no la quería, nadie que la quisiera le podría hacer tanto daño, nadie que la quisiera la haría sufrir tanto.
Movió las caderas hacia delante, en una huida desesperada para que aquella cosa saliera de su culo. Unas manos enérgicas la sujetaron de las caderas tirando con fuerza en dirección contraria.
Su cuerpo, rendido ante la superioridad física se empaló por completo en aquella lanza que le atravesaba el culo y el corazón.
Creyó morir cuando toda la verga se introdujo, gritó y gritó con los sonidos amortiguados por la almohada y lloró y lloró con sus lágrimas empapando las sábanas.
Se intentó convencer pensando que lo peor había pasado, que todo acabaría pronto, pero su infierno no había hecho más que comenzar.
La polla se replegó haciendo que sintiera un momentáneo alivio, pero enseguida la percutió con una fuerza que la derrumbó sobre el colchón. Gritó durante los primeros envites, pero tras el tercero o cuarto, quedó rota como una muñeca, su culo era de Thomas, su dignidad era de Thomas, su cuerpo inerte era de Thomas.
Círculo polar ártico,
78°42′00″N
, 10 de Julio de 2015
El Artic Sunrise había finalizado su tortuoso recorrido por los estrechos del archipiélago ártico y se adentraba lentamente en un mar que debería ser abierto, sobre todo con aquel calor relativo. Oleson miró a izquierda y derecha, luego miró las pantallas del cuadro de mandos y verificó la posición. Efectivamente deberían estar en mar abierto, pero parecía más bien un estrecho lago. Había decidido ir hacia el norte todo lo que pudiera, con toda seguridad, el Exxon Franklin evitaría pagar derechos de tránsito al gobierno Canadiense y no había aguas internacionales hasta aquella latitud; pero cuando vio el mar encajonado entre las dos banquisas, su resolución flaqueó.
Durante los cinco días siguientes, la admiración y deleite de los tripulantes más novatos, se vio ensombrecida por los malos augurios de los más veteranos. Tras algo más de mil millas, los seis kilómetros iniciales entre placas de hielo, se habían ido reduciendo hasta dejar un estrecho canal de apenas un par de cientos de metros. “No”, pensó Oleson, “por aquí no ha pasado el petrolero”.
Al día siguiente, la madrugada que no era madrugada, el amanecer permanente, les sorprendió mirando al frente con los motores detenidos. La banquisa se había ido cerrando hasta bloquear por completo el paso. Estaban completamente rodeados por el macizo hielo y tan solo podían regresar por donde habían venido.
Oleson no temió por la seguridad de los jóvenes y las jóvenes que dotaban la embarcación, no temió por la integridad del Artic Sunrise a pesar de sus treinta años de antigüedad. Lo que más le afligía era que el petrolero concluiría su ruta sin contratiempos y con ello se abriría una nueva vía que destruiría todo el ártico tal y como lo conocían.
El petróleo había destruido su vida y no quería una nueva carga sobre sus hombros. Había sido responsable de una gran catástrofe y por nada del mundo permitiría que aquel santuario se corrompiese con el veneno negro.
La maniobra para girar era complicada, un barco de cuarenta y cinco metros no lo tenía fácil en un canal de ochenta metros de ancho, pero sobre todo debían lidiar con las fuertes corrientes hacia el sur.
La tensión se podía palpar en todos y cada uno de los tripulantes. La banquisa había dejado hacía muchas millas de ser algo espectacular para irse convirtiendo, día a día, en algo tremendamente peligroso. Aquella era la naturaleza en su estado más salvaje, bella y mortal.
Ordenó que se acercaran lo máximo posible a la pared de sotavento y avanzaron lentamente, al resguardo de las corrientes y del viento.
Los ojos de Oleson estaban clavados en las pantallas que cartografiaban el fondo marino, cualquier fallo sería fatal en aquellas condiciones. Redujo la velocidad hasta los dos nudos y Dio la orden de virar el timón hacia el sur, con un nudo en la boca del estómago.
—¡Parad máquinas, todo a babor, a babor! –El grito salió de lo más hondo de su garganta, un aullido desesperado pues sabía que llegaba tarde—. ¡Por Dios, todo a babor!
El ruido metálico fue ensordecedor, como si unas mandíbulas gigantes masticaran acero. El casco se inclinó peligrosamente hacia la izquierda y tras unos segundos en los que toda la tripulación contuvo la respiración, volvió a la verticalidad, pero algo se había roto en las entrañas del Artic Sunrise. El corazón de aquel defensor del planeta estaba herido de muerte.
Oleson, con nervios de acero, ordenó diferentes tareas con toda la seguridad que fue capaz de aparentar, era fundamental transmitir calma y confianza a los tripulantes. Un grupo corrió a la cubierta inferior para accionar las bombas de extracción, un segundo verificó y preparó las zódiacs para poder hacer frente al peor desenlace posible.
El artic Sunrise viró con precaución hacia el sur y luego, con las bodegas anegadas de agua, regresó lentamente en dirección al este, pero la vida se le escapaba por una brecha mortal en su casco. El defensor de la naturaleza había comprobado lo salvaje e ingrata que esta podía ser.
Círculo polar ártico,
77°48′00″N
, 20 de Julio de 2015
Hightower no podía ocultar su satisfacción, la tecnología del buque había funcionado a su favor y su intuición de veinte años de navegante habían hecho el resto. El canal entre las banquisas que había escogido era ancho, más de diez kilómetros y recto hacia el este, como una flecha.
Cerró la comunicación de FaceTime y apartó el tablero de ajedrez a un lado. Tenía ganas de regresar al hogar, a San Francisco, pero sabía que aún le quedaban varios meses para abrazar a su pequeña hija.
Con la inquietud con la que todas las mañanas se dirigía al puesto de mando, anduvo por el pasillo enmoquetado hasta saludar a sus subordinados.
—¿Alguna novedad? –preguntó fríamente.
—No, mi capitán. Nada.
—No deberían tardar –respondió verificando la posición del petrolero en el mapa—. Son perseverantes y darán con nosotros tarde o temprano.
—Tengo algo –gritó el joven encargado de las comunicaciones—. S.O.S. a unas setenta millas al norte.
—Verifíquelo Nelson –respondió Hightower—. No tiene el más mínimo sentido.
Habían esperado que les interceptasen más o menos en aquella longitud, pero siempre de frente, lanzando la señal internacional de socorro cuando estuvieran en sus zódiacs, cargados con sus pinturas y pancartas.
Había que recogerlos cumpliendo la normativa internacional de naufragios, a sabiendas de que eran terroristas que en el mejor de los casos, se encadenarían a la cubierta del petrolero y en el peor, tomarían por asalto el puente de mando encerrándose en su interior.
Hightower había contado con que Greenpeace les visitaría tarde o temprano, tan solo había rogado por que fuesen el MV Esperanza o el Rainbow Warrior, no quería poner a prueba su determinación si se trataba del Artic Sunrise.
—Capitán, se vuelve a repetir el S.O.S. no hay dudas, en nuestra misma longitud a un grado al norte.
—¿Identificador? –preguntó Hightower con un hilo de voz.
—Artic Sunrise –respondió el operador de radio.
Un sudor helado recorrió la espalda de Hightower. Su mente retrocedió veinte años y se estremeció, conocía perfectamente quien capitaneaba el Artic Sunrise y una oscura tormenta se avecinaba.
—Capitán, el satélite muestra un canal entre la banquisa. Mil millas de longitud y una anchura media de quinientos metros. Han debido estar más de quince días recorriéndolo de ida y vuelta.
—Estúpidos –murmuró Hightower por lo bajo—. ¿Distancia a la boca del paso?
—Cincuenta millas, cinco horas a la velocidad actual.
—¡Máquinas a plena potencia!, preparen los motores de proa para viraje cerrado.
Círculo polar ártico,
77°45′00″N
, 26 de Julio de 2015
El frío atería sus cuerpos, los gruesos anoraks no eran suficiente para permanecer diez días a la intemperie, navegando sobre las zodiacs a escasos centímetros del mar helado.
Oleson había llorado cuando tuvo que abandonar el Artic Sunrise. No pudo ordenar la marcha hasta varias horas después, cuando todos vieron cómo poco a poco, la cubierta iba desapareciendo bajo las aguas del ártico y aquel defensor de la tierra y de los mares recibía sepultura bajo el agua que había querido salvar.
Habían recibido respuesta del Exxon Franklin, pero lo máximo que estaban dispuestos a hacer era esperarles en la desembocadura de aquel canal que les había costado el barco y casi la vida. Era conocedor de que el petrolero podría haber entrado sin problemas, acercándose a rescatarlos, pero sabía quién lo capitaneaba y dudaba de que fuese a apiadarse de la tripulación de un barco de Greenpeace.
Redujo la marcha de la barca que capitaneaba, que abría el convoy de cuatro zódiacs. No les quedaban muchos víveres, pero no podía pasar a toda velocidad por aquel santuario.
Las ballenas azules flotaban perezosas, aguardando a una nueva inmersión bajo la banquisa. Había decenas de ellas, tranquilas, enormes como edificios. Pensó, que encima de su barca, con sus cinco compañeros, eran los seres más insignificantes de la creación.
Varios cientos de metros más al sur, la majestuosa cabeza de un nuevo cetáceo emergió de las profundidades. Se alzó y se alzó, hasta que su cuerpo quedó completamente recto, suspendido en el aire por una fuerza invisible. Los veinticinco metros del rorcual quedaron fuera del agua, verticales sobre la línea de la superficie.
Con una lenta cadencia se fue inclinando hacia la derecha hasta que golpeó contra la superficie marina levantando olas que sacudieron las zódiacs.
Oleson no se creía el espectáculo que estaba viendo. No eran frecuentes los avistamientos de rorcuales azules tan al norte y menos en un grupo tan numeroso. Sin duda alguna era otra muestra del calentamiento global.
Círculo polar ártico,
77°44′00″N
, 26 de Julio de 2015
Hightower bajó los prismáticos, la visión de aquella ballena emergiendo verticalmente del agua le había dejado sin palabras. Se alegró de haber tomado la decisión de no adentrar el petrolero en el estrecho paso. Cargados como estaban con doscientas mil toneladas de crudo hubiera sido una temeridad y además habrían desorientado a los rorcuales con sus sónars.
Los náufragos se acercaban lentamente navegando entre los inmensos cuerpos de las ballenas. Tomó la decisión que había estado meditando durante las últimas horas, realmente le apetecía y no veía el más mínimo peligro.
—Bajen el yate –ordenó con voz firme—. Preparen una tripulación básica, dos marineros y yo.
Media hora más tarde salió de la superestructura en dirección a la popa del petrolero. Los dos marineros saludaron respetuosos y los tres se introdujeron en la cabina, aguardando a que la grúa los depositase sobre el agua, seis metros más abajo.
-*-
Oleson miraba a las ballenas pero no podía dejar de desviar la vista hacia la inmensa mole de acero negro que cerraba la salida del estrecho. El fuerte contraste con las dos paredes blancoazuladas, hacía más tétrica la visión del casco del petrolero.
Una embarcación, tres veces más grande que sus zódiacs, giró la banquisa del oeste y se adentró en el estrecho. Suspiró con alivio, si no acudía el capitán del Exxon Franklin a rescatarles, las posibilidades de éxito se incrementaban.
Se puso de pie en la proa de la zódiac y aguardó a la barca rápida que se acercaba desde el buque.
Las velocidades de ambas embarcaciones se redujeron a medida que se iban acercando. Las ballenas habían decidido sumergirse en grupo a la búsqueda de comida y el mar estaba completamente en calma.
Oleson permanecía de pie esperando que alguien respondiera desde la lancha rápida. La puerta del camarín se abrió y una embozada figura anduvo hasta la proa clavando sus fríos ojos en los tripulantes que aguardaban de pie sobre la zódiac.
Tragó saliva ruidosamente, sabía quien capitaneaba el Exxon Franklin y había estado seguro de poder manejar la situación a su antojo si era cualquier oficial quien acudía al rescate, pero sus esperanzas se habían frustrado.
La figura del yate se agachó y les lanzó un garfio que no tardaron en amarrar desde la lancha neumática.
La bobina de hilo de acero en la que estaba amarrado el otro extremo contaba con dos pedales que accionaban un motor eléctrico.
—¡Meted todos vuestros juguetes en las bolsas! –gritó Hightower lanzando varias mallas a la pequeña barca presionando el pedal que largaba el cabo del carrete—. Si me encuentro un spray, unas cadenas o cualquier otra tontería os devuelvo al mar. ¿Entendido?
Oleson vio cómo su zódiac se alejaba varios metros del yate que suponía su salvación y la de los suyos. Habían tenido frío, hambre e incluso sed en los dos últimos días, no podían dejar pasar la única oportunidad que se les presentaría.
La gran mayoría del material reivindicativo se había sumergido junto al Artic Sunrise, pero Hightower aguardó más de media hora hasta que todos los activistas decidieron que la mejor idea era cumplir las órdenes a rajatabla.
—Bien, que suban a bordo de uno en uno…, y, Oleson, tú para el final.
La procesión de activistas de las zódiacs al yate duró otra media hora aproximadamente en la que las barcas neumáticas, estuvieron fuertemente enlazadas con la embarcación auxiliar del Exxon Franklin.
—Me enteré de que te casaste y vives en san Francisco… —intentó Oleson iniciar una conversación, mientras el penúltimo activista corría por la cubierta del yate hasta la cabina—. Me alegro… de que todo te vaya bien. Yo, ya ves, he cambiado mucho en los últimos diez años. Para quien capitaneaba el buque de Greenpeace nada había sido igual desde el desastre. Podía recordar las aguas del Índico negras de petróleo por su soberbia. Más de cien mil toneladas de fuel vertidas por su temeridad y su arrogancia. “No, nada ha sido igual tras aquello”, pensó rememorando los cinco años de prisión, la inhabilitación, los remordimientos.
Hightower pisó el freno de la bobina y la zódiac de Oleson se alejó del yate.
Alzó una mano y tras dos segundos de espera, todas las sirenas del petrolero bramaron a un mismo tiempo, ensordeciendo el ambiente.
Rebuscó en el interior de su anorak y extrajo una linterna led de forma cilíndrica. Con un movimiento diestro, la lanzó sobre la cubierta de la zódiac y esperó a que Oleson la recogiera.
Con ella en la mano, Oleson alzó una ceja en muda interrogación, pues haber abierto la boca no le habría servido de nada con las sirenas a plena potencia.
Hightower con mímica, señalando a su propio trasero, explicó qué debía hacer el último naufrago de Greenpeace con la linterna.
Oleson sonrió pesarosamente y negó con la cabeza.
La bobina giró un par de veces y la lancha neumática se alejó cinco metros más.
Con un seco cabeceo, Hightower indicó que no había otra posibilidad que seguir sus instrucciones.
Durante un largo minuto se miraron retadoramente los ojos verdes y los azules. El duelo terminó con un nuevo pisotón al freno del carrete y con un alejamiento de la barca.
Oleson, con un gesto casual, arrojó la linterna por la borda de la barca neumática. No pensaba bajarse los pantalones con aquel frío y mucho menos para satisfacer un deseo tan demencial. El agotamiento le había llevado al borde de la locura, pero no hasta aquel extremo.
Hightower apretó las mandíbulas hasta que sus dientes chirriaron. Lo había estado organizando durante las dos últimas horas y en aquel momento, veía como todo su plan se venía abajo. Respiró prolongadamente hasta que su corazón se aquietó y tras un encogimiento de hombros, pisó hasta el fondo el freno que mantenía el cable tenso. No podía soltarlo de la bobina, pero la corriente alejaría la zódiac los cincuenta metros de longitud que daba de sí el carrete.
El Exxon Franklin paró las estridentes sirenas a una señal de su capitán y algunos tripulantes del Artic Sunrise salieron de la cabina para investigar qué había ocurrido con su capitán.
Ni siquiera tuvo que usar su arma reglamentaria, con una gélida mirada y un gesto firme de la mano, Hightower logró que todos los activistas se volvieran a refugiar en la agradable temperatura del interior de la lancha rápida.
--¡No vas a dejar que muera de frío aquí en medio de la nada! –gritó Oleson con convicción.
--¡Tal vez sí, tal vez no! –exclamó Hightower, a pleno pulmón, con menos seguridad de la que pretendía infundir a su voz.
Se obligó a pensar en aquella chiquilla inocente. Aún podía recordar sus andares vacilantes, llorando a cada paso que daba por el dolor de su culo. Rememoró la sangre en aquella parte del cuerpo que, en su ingenuo romanticismo, había pretendido tener virgen de por vida. No olvidaría fácilmente aquellos ojos enrojecidos que le devolvieron la mirada durante días que se hicieron interminables.
El espacio de mar entre Hightower y Oleson comenzó a bullir como si hirviera alimentado por la ira que mordía las entrañas de quien debía dominar la situación.
El enroscado cuerno de un narval emergió de las profundidades como un unicornio que fuese a forzar una tregua entre aquellos dos bandos enfrentados.
Las miradas de ambos se desviaron hacia el cetáceo que flotaba ajeno a la tensión que reinaba entre las dos barcas.
Entre la densa barba que oscurecía el rostro del de Greenpeace, Hightower pudo apreciar una sonrisa plácida cuando miró al enorme animal.
“Tal vez sí, tal vez la gente sí pueda cambiar, tal vez los años…”, reflexionó cambiando el pie de pedal.
En el fondo de su corazón sabía que no podía hacer aquello, no se podía dejar vencer por el rencor dejando que una persona muriera, no era alguien inhumano sin más sentimientos que los de la venganza.
Hightower aguardó a que el narval se hubiera sumergido y con una última duda en su corazón, pulsó para que la bobina comenzara a recoger todo el cable que había soltado.
No sonrió al verse arrastrado hacia el yate, no demostró la más mínima complacencia, se limitó a mirar muy serio a la figura que le aguardaba sobre la cubierta.
Aterido de frío y completamente humillado, Thomas dominó con su estatura a Erika nada más subir al yate. Sin mediar palabra, la tomó del talle y la besó apasionadamente.
Ella se quedó de piedra ante aquel asalto, pero la barba escarchada raspando su rostro , el calor de aquella boca en contraste con los labios helados y los fuertes brazos rodeándola posesivamente hicieron que se sintiese de nuevo aquella niña tonta que se había dejado violar sin poner el menor impedimento.
No quería, debía odiarle, pero el calor y la humedad de aquella lengua recorriendo la intimidad de su boca la desarmó por completo.
Un beso había bastado para que desapareciera la capitán Hightower y volviese con fuerza aquella chiquilla atemorizada; unos brazos rodeándola habían sido suficiente para que su marido y su hija quedasen en un lejano recuerdo y aquellos ojos verdes mirándola con intensidad derribaron las altas murallas que había construido durante tantos años.
Su cuerpo traicionó a su mente y, con incredulidad, vio cómo sus brazos se alzaban lentamente rodeando el cuello de Thomas. Su lengua respondió al fin y cuando ambas entraron en contacto la piel de su espalda, bajo las cuatro capas de ropa, se erizó desde las nalgas hasta la nuca.
Las abultadas prendas no les permitían tocarse a placer, pero el mero contacto de sus bocas era suficiente para avivar las brasas que habían permanecido apagadas.
Sentía cómo, poco a poco, las fuerzas abandonaban sus miembros y una profunda laxitud se apoderaba de su cuerpo. Al igual que veinte años atrás, su mente encendía todas las alertas que su corazón ignoraba.
Thomas la besó con más pasión, con la desesperación del náufrago que por fin pisa tierra firme, como el moribundo que se aferra a la vida.
Desde el desastre, se había arrepentido de muchos errores del pasado, entre ellos, el no haber encontrado nunca a nadie con quien compartir su vida. Aquellos días aterido de frío sobre la zódiac, viendo cómo la muerte se acercaba insoportablemente lenta, había pensado mucho en la pequeña vikinga. Era su única oportunidad de seguir con vida.
Sabía que le seguiría odiando, pero no pudo imaginar cuánto hasta que no la vio sobre la proa de la lancha rápida. Quiso decirle lo mucho que lo sentía, que veinte años son muchos años y que con su mera presencia ahuyentaba el frío de la muerte; pero no pudo, no le quedaban fuerzas para discusiones inútiles, para reproches caducados, para pantomimas, cuando su cuerpo y su mente estaban exhaustos. No, deseaba con todas sus fuerzas agradecerle a Erika lo que había hecho y las palabras no llegaban para expresar todo lo que sentía.
Le ofreció toda la dulzura que era capaz de dar, toda la que le había negado aquella noche en Róterdam, solo quiso abrazarla y besarla, pero algo muy primitivo le incitó a introducir su lengua y más tarde a devorarle la boca con desesperación.
Gruesas lágrimas rodaron por el rostro de Erika mientras la lengua correspondía entregada a cada movimiento de la de su antiguo violador. Las manos femeninas descendieron del cuello de Thomas hasta su fuerte torso, mientras sentía una caricia enguantada en su mejilla. No podía, no debía, aquello era una completa locura. Se sintió sucia, pero sobre todo estúpida, veinte años, veinte años habían pasado y se comportaba como si no hubiera aprendido nada. Con un gemido surgido de lo más profundo de su ser, lo apartó con la desesperación del rencor y la ira. Cayó de rodillas sobre la cubierta, abrazándose en busca de un consuelo que nunca encontraría ni en aquellos brazos ni en otros.
—Hombre al agua –susurró mientras pequeñas burbujas sobre la superficie del mar helado, indicaban el lugar donde se hundía, en las profundidades del Ártico, el cuerpo de Thomas Oleson, su violador.