Pasion pampeana
Un italiano joven pero cínico y un encuentro pasional e inesperado.
A mi me mandaron a las pampas argentinas como un castigo. Y así lo tomé. Eso ocurrió en 1980, y por ese entonces, yo trabajaba en Turín, Italia, para una publicación en decadencia y hoy desaparecida. "La Voz del Piamonte"
Todo comenzó, cuando me negué a dejarme chupar la pija por el director de la revista, un viejo baboso y repugnante, llamado Giusseppe Mangia Cavallo, una "loca" a la antigua, que perseguía a cuanto periodista joven se le ponía delante. Yo fui uno de sus perseguidos y como le dije que no, me dio una asignación que nadie quería tomar: ir a la Argentina a cubrir la historia de la inmigración piamontesa a ese país sudamericano.
Me llamo Gian Domenico Allario : "Gianni", para los amigos, soy italiano, naci en un pueblo pequeño de la Puglia, allí donde la bota italiana se hace taco, pero toda mi vida la pasé en grandes ciudades, primero Roma, después Milán, Venecia, luego Turín.
Tenía entonces veintiséis años y acababa de terminar una relación amorosa de casi tres años, que me había dejado devastado y muy deprimido. Luca había sido el gran amor de mi vida, pero un día él se dio cuenta de todos mis defectos, terminó de cansarse de mi frivolidad, de mis infidelidades y de mis inmaduras reacciones, me pegó una patada en el culo y se marchó al África para trabajar por la erradicación de la malaria. Solamente cuando Luca me dejó, me di cuenta, de lo mucho que lo amaba Pero ya era demasiado tarde.
Sangrando mis heridas y con mucha indignación y pocas ganas, me dispuse, a viajar a las pampas argentinas con el auspicio de mi revista, una marca de apertitivos y una lejana oficina italiana para las migraciones que nunca supe si realmente existía.
Había vivido intensamente mis pocos años, pero la vida me parecía espantosamente aburrida. El sexo (o a veces el amor) habían sido el motor de mis mudanzas pero ya nadie me interesaba, nadie me movía las estructuras. Todo me hastiaba, o me aburría. Mis jornadas eran un largo bostezo de color gris. Me había convertido en un cínico desvergonzado. Tomé mi cámara, hice mis maletas y me tomé el primer avión a Buenos Aires. O sea me fui al fin del mundo, crucé los mares, no sin antes mandarle una maldición al Sr Director de mi revista que en paz descanse y Dios lo tenga en la gloria y nunca más lo deje volver.
En el Aeropuerto Internacional de Buenos Aires, tras un viaje largo y agotador (calculé trece horas pero fueron muchas más), me esperaba un viejito piamontés, de nombre Francesco Di Tomasso una especie de cónsul honorario no oficial de la República Italiana en la ciudad de Bahía Blanca, ciudad a la que nos dirigimos en primer término.
Quiso la casualidad que el primer destino exacto en ese largo periplo que nos esperaba, fuera una localidad cercana a Bahía Blanca, llamada Colmenar del Cielo, provincia de Buenos Aires, en plena pampa argentina. Debíamos visitar a los Establecimientos Remo Bergalli e Hijo S.A.
El viaje fue primero en avión hasta Bahía Blanca y luego alquilamos un auto y fuimos recorriendo la inmensidad de la pampa argentina. Hacía mucho calor y el viejo traspiraba profusamente. Yo miraba el paisaje, la inmensidad de la llanura verde, el cielo azul purísimo apenas salpicado de nubes que parecían algodón blanco, los riachos, las vacas pastando en paz, las lagunas, los vastos campos sembrados de trigo, las mariposas de mil colores que recorrían el espacio, con la boca abierta. Así que esto es la Argentina, pensé. Una llanura interminable, inmensamente rica y solitaria. Un inmenso desierto verde.
Al caer la tarde, el cielo se puso violeta, el sol se pintó de naranja antes de desaparecer y comenzaron a cantar los grillos y a cruzar el horizonte pájaros cantores y bichitos de luz.. Me invadió una extraña melancolía, como la que sentirán los hombres que recorren esos caminos desolados esperando llegar a destino, impacientes por terminar esas rutas que no parecen terminar nunca dónde no hay un alma y en el que el silencio de algunos parajes desiertos sobrecoge.
El viejito Francesco que hablaba hasta por los codos, me contó que Pedro Roque Bergalli, presidente de la Compañía que visitaríamos, era el tipo más hijo de puta de Colmenar del Cielo, un pueblo agrícola-ganadero a 90 kilómetros de Bahía Blanca. Bergalli es un "figlio di putana" pero defensor de las tradiciones piamontesas, me dijo el viejito secándose la traspiración con un pañuelo blanco inmenso que más que pañuelo parecía un mantel. O sea que el tipo que íbamos a conocer era un canalla, pero seguro que apoyaba los objetivos de la colectividad italiana en la zona.
Hijo de un noble inmigrante italiano del Piamonte, el tal Bergalli, se había convertido en un personaje tan poderoso como siniestro, Se lo acusaba de ser explotador de sus obreros, estafador, prestamista con usura, hasta de presunto autor de varios crímenes, mal marido, pésimo hijo: sería capaz de vender a su madre si le diera algún beneficio, e incluir en la oferta las cenizas de su padre si eso le fuera conveniente, sentenció el viejito y yo le creí. Al tal Bergalli, todo le importaba un carajo: en su gran planta industrial: aserradero, carpintería y fabricación de muebles estandar se hacía lo que a él se le antojaba y en su casa no volaba un mosquito sin que él lo autorizara. Era como un émulo de Mussolini en las pampas argentinas.
No le hable de política me alertó el viejo el hombre es amigo de los militares represores, esos que aquí hacen desaparecer personas y las arrojan al Atlántico, terminó. Me quedé helado. Mi próximo anfitrión era de verdad un fascista y yo militante de un partido de izquierda.
Ese hombre autoritario mandaba y ordenaba gracias al terror. Había amasado una fortuna que guardaría nadie sabe dónde, ni las personas más cercanas de su familia. En pocas palabras Bergalli era una mierda. Un avaro de esos que no come banana para no tirar la cáscara y coge sin forro por no gastar en condones. Perdón por mi lenguaje tan gráfico y vulgar. Está bien que el hombre se mantenía en buen estado a sus jóvenes 51 años y si no fuera tan canalla, a más de uno le hubiera gustado pegarse un revolcón con él. Era alto, de cabellos castaño oscuros, nariz aguileña, mirada torva, peludo, con algo de panza y unas piernas imposiblemente largas y gruesas, que dibujaban con brutalidad, un bulto que, de lejos, parecía un prodigio de la naturaleza. Una piña grandota, un melón rocío de miel, una papaya gigante. El tipo tenía un bulto que desafíaba la indiferencia de muchos.
Su mujer, Iris Piedad Angélica, más conocida por doña Irina, era la clásica exponente de la mezcla feliz entre otro italiano del Piamonte nacido en Verbano y una criolla descendiente de vascos de la pampa: era una mujer bella, de ojos azules y piel mate muy delicada, muy discreta y bastante silenciosa y nadie se explicaba cómo pudo enamorarse de semejante individuo, ella tan femenina y educada, tan tranquila y sonriente.
Tuvieron una hija Pilar de las Mercedes, que se fue a vivir a la gran ciudad, se casó y nunca más volvió., y un hijo varón, Hernán Matías, deportista y amante de la vida sana.
Hernán era un "bombón" de 19 años,. Imposiblemente bello, deportivo, alto, musculoso, eximio nadador, en esa época de vacaciones de verano, pasaba horas entrenándose en la piscina semi olímpica de su casa. También era como un pavo real: todo el día andaba casi desnudo, exhibiéndose sin pudor, sin camisa y enfundado en unos pequeños pantaloncitos apretados a las piernas bronceadas que ponían marco a un culo redondo y maravilloso y a un bulto prometedor. Tenía unas tetillas chiquitas y redonditas que invitaban a una chupadita deliciosa. Cuando no estaba nadando o saltando del trampolín, se tiraba a tomar sol, como un lagarto perezoso y apetecible o comía enormes trozos de sandía chorreante: era en pocas palabras, un zángano. Y aunque estaba muy cogible no parecía tener mucho en la cabeza, era insoportablemente estúpido pero con un aire lascivo y morboso. Con esa provocación inconsciente y obscena de ciertas personas no demasiado lúcidas. Por momentos ponía cara de yo no fui y su mirada parecía vacía. Como dicen en la Argentina ese muchacho era "un flor de boludo" pero con un culo tremendo. Un culo que desafiaba a las leyes físicas. Hay tipos que se justifican solo por ser portadores de esas nalgas gloriosas que parecen pompas de jabón. Este era uno de ellos. Ese muchacho era un culo caminando pero qué flor de culo
Nos abrió la tranquera, un hombre joven con una sonrisa tímida. Busqué la excusa de sacar una fotografía de la entrada del lugar para guardarme su imagen. Para conservar esa sonrisa tímida y esos ojos, para no olvidarlo. Dijo trabajar en la fábrica:. era un mozo de mi edad, o algo menor, que las malas lenguas, entre ellas la de mi transpirado acompañante el viejito Francesco, decían que era el hijo no reconocido de Bergall: lo había engrendrado de soltero con una sirvienta ya fallecida. Il bastardo sentenció Di Francesco. Se llamaba Ramón pero le decían Pocho, sobrenombre bastante común entre ciertas clases populares argentinos pero que a mi me sonaba a humillante apodo para perros. Vivía en uno de los dos pequeños departamentos construidos en el fondo de la enorme planta industrial. Más alto que yo, de piel bronceada y lustrosa, con pómulos salientes, ojos aindiados, cabellos castaños largos y brillantes, espaldas anchas, píernas musculosas y fuertes: era una estatua viviente, un pequeño dios de las pampas argentinas, un monumento a la raza criolla.
Francisco saludó a toda la familia y me fue presentado a todos y cada uno de los integrantes, yo era para todos il Signore Gianni, y fui saludando al padre. la madre, el hijo varón y aunque no me lo presentaron, al hijo presunto o putativo, el tal Pocho, que me apretó la mano con fuerza y casi me fisura los huesos. Lo saludé sólo para tocarlo, para sentir la tibieza de su piel. Lo miré a los ojos, y por poco caigo fulminado: tenía ojos oscuros almendrados, grandes y brillantes, cercados por dos cejas pobladas, pestañas impresionantemente espesas y largas, y una mirada, cómo expresarlo con palabras, una mirada cristalina como una madrugada en esas tierras. Todo su mundo me parecía primitivo, sencillo, simple: su ropa, su forma de hablar y conducirse, la infinita humildad de su sonrisa, la dificultad para mantenerme la mirada, las maneras tan formales y ceremoniosas frente a ese italiano joven y periodista llegado de allende los mares que era yo: todo eso me seducía. En algún momento me pregunté qué me pasaba: estaba caliente y cualquier macho me excitaba, o era que ese muchacho me atraía demasiado y yo presentía o mejor deseaba, no serle indiferente. ¿Qué virus sudamericano se había instalado en mi corazón como un pinchazo, en el momento de verlo?
El viejito, y la empleada doméstica ayudaron con las fotos. Todavía guardo las viejas polaroids, donde se ve a la pareja de dueños de casa y a su hijo adolescente sonriendo conmigo, y fuera de foco, en el fondo, la mirada, esa mirada increíble de Pocho. Esos ojos profundos y dulces. El viejo consultó su reloj de bolsillo, se alisó los bigotes y se despidió de todos pues debía regresar a su casa y prometió volver a la mañana siguiente. Yo sería el huésped oficial de la familia Bergalli, por esa noche, y por los días necesarios para que compusiera la nota con la que esa familia de inmigrantes piamonteses pasaría a la inmortalidad.
Acostumbrado como yo estaba, a una Turín industrializada y moderna, a la gente y al ambiente del norte de Italia, que se vanagloria de más educada y civilizada que la del Sur de mi país, y acostumbrado como estaba al mundo falso y superficial de mi grupo de amigos gays, el encuentro con la pampa argentina fue para mí como un baño de sencillez, una bofetada de realidad casi primitiva, una inyección de exotismo semi bárbaro, que no llegaba a ser opacado por el rebuscado lujo de la casa del industrial, llena de detalles de ostentación demasiado barrocos para mi gusto. Si me impresionaron, el monumental horno de leña en el jardín, la imponente estufa ahora apagada del comedor, los muebles de algarrobo graves y pesados, las lámparas enormes con pantallas de cueros nativos. También las maneras de la gente me llamaron la atención: su forma de hablar, y de tratarme como si fuera un novio de visita en casa de su novia, me sorprendieron. El matrimonio Bergalli, me recibió muy cordialmente, querían dar la mejor impresión y en esa primera cena, el dueño de casa y algo también su esposa, me contaron la historia de aquella familia que había dejado del Piamonte para venir a trabajar la tierra en aquellas comarcas lejanas. El hijo, Hernán, casi no hablaba, comía con avidez y velocidad los ricos platos preparados por su madre, y de tanto en tanto me dirigía una mirada entre lánguida y viciosa, una mirada de esas que parecen decir, nada de lo que se está hablando me interesa y me gustaría estar en otra parte cogiendo con alguien.
La sensualidad casi viciosa del chico me inquietaba: era como una piedra en bruto, que tal vez no era conciente del impacto que producía en mi. Solo mirarle aquel culito redondo, levantado hasta lo imposible con esas nalgas fuertes y marcadas por el pantaloncito de nylon, me había hecho parar la verga, que hasta ya lloraba sus primeras gotitas de liquido pre-seminal. Que ganas tuve de mandar al demonio el reportaje y conquistarme a ese nadador descerebrado y cogérmelo durante toda la noche.
En mi fantasía no imaginaba como podría ser la reacción de ese muchacho a las manifestaciones del sexo, pero pensándolo bien, es muy posible que solo fuera pasivo y que simplemente se dejara adorar. Era el clásico narcisista frígido pensé. Pero para no perder mi concentración, escuchaba y miraba a sus padres, y el verdadero proceso se desarrollaba en mi slip bien pequeñito comprado en la lencería gay mas osada de Milán.
A los postres entró Pocho, que venía de trabajar, era el chico para todo servicio parece, y la dueña de casa lo convidó con café y unas masitas de miel con nuez que el agradeció. Pocho sentado en el otro extremo de la larga mesa, no me miraba a la cara y lejos de enojarme, esa actitud me dio la idea de que yo lo cautivaba. Mientrás tomaba los licorcitos caseros de la dueña de casa, pensaba en lo caliente que estaba, sería el aire pampeano, o mi larga abstinencia sexual, me pregunté.
Al concluir la cena, Pocho, me ayudó con el equipaje y me acompañó hasta el departamento de huéspedes que quedaba en el mismo sector de la fábrica donde estaba su vivienda. Es ahí debajo de la escalera, dijo y me miró con esa su mirada brillante pero temerosa, la mirada de un niño a un adulto que no conoce. Como se mira a un forastero, quizás a un depredador.
Antes de despedirse me dio las llaves y nuestras manos se tocaron por un instante. Fue como si me hubiera salpicado con una chispa caliente, o con un líquido cáustico. El contacto con su piel me estremeció. Lo miré a los ojos y le dije, muchas gracias, buenas noches. Buenas noches respondíó,, que descanse don .
Me resultó gracioso que me tratara de Usted y que me dijera don, como antiguamente se dirigían a las personas de edad o de cierta jerarquía.
Llamame Gianni, le dije mientras, el se alejaba hacia el piso de arriba donde estaba su vivienda. Gianni, le oí repetir como para no olvidarse y mi nombre me pareció bello por primera vez en la vida, porque había salido de su boca.
Estaba semi oscuro pero en la penumbra pude ver la rotundez de su cabeza, el brillo lacio de su cabellera, la fuerza de sus hombros, la expansión de su espalda, su culo fuerte y sus piernas gruesas y musculosas subiendo las escaleras.
Cerré la puerta. Había sido un día largo. Me saqué los zapatos y la ropa y me tiré en la cama extenuado. Entorné los ojos pero no me dormí. Los acontecimientos del día empezaron a pasar por mi cabeza como un largo documental sin mucha lógica: miraba los altos techos, escuchaba el rugir del viento, olía el perfume a madera del lugar, y el ruido del reloj cucú de la repisa de enfrente a mi cama. El sueño tardaba en venir, abría los ojos y por momentos parecía perder el sentido y me preguntaba dónde estaba: en mi cama. ¿Qué estaba haciendo en esa cama, en ese cuarto, en esa habitación de techos altos y antiguos, en el medio de la nada al otro lado del mundo ?. El mundo giraba y parecía marearme porque daba muchas vueltas.
Me empecé a tocar. El deseo sexual tan presente en mi vida se había dormido cuando Luca me había despreciado, cuando Luca me había dicho que ya no me amaba, cuando se fue dejándome inmensamente solo y sin rumbo. Cuando me di cuenta de que también entre hombres podía haber un gran amor que era tan o más fuerte que el deseo de la carne. Mi mano en mi pija gorda y dormida, subía y bajaba en medio de una paja triste, hasta que comencé a pensar como siempre lo hacía al masturbarme, en las cosas que me habían excitado ese día: el dueño de casa con su cuerpo de macho a toda prueba, el vellos sobresaliendo del cuello de su camisa, y aquel bulto pecaminoso entre las piernas, fue la primera imagen que golpeó la puerta de mi fantasía: la de aquel hijo de puta que era dueño de ese lugar. Mi pija se puso tensa pero busqué sacar de mi imaginación , borrar de mi conciencia la figura casi simiesca, brutal y falsa de Pedro Roque Bergalli.
Me levanté. Fui al baño, vi mis ojos inyectados en sangre y me prometí un relax. Necesitaba una paja, sacarme esa calentura insólita que me traía el verano inclemente y abrasador de las pampas argentinas que no me permitía dormir. El ardor que esa tierra ancestral e inmensa ponía en mis huevos llenos de leche, en mi pija italiana de la Puglia, en mi corazón destrozado de periodista perdido en un país lejano y desconocido.
Me acosté y apretando mi pija con fuerza, comencé a fantasear con el culo fantástico de Hernán: aquellos melones jugosos, blancos y turgentes que levantaban sus shorts mientras caminaba con pasos largos de adolescente tardío. Mi lengua comenzó a temblar mientras mi saliva fluía y mis manos subían y bajaban por mi pija: era el deseo de chupar ese culo divino, y posiblemente virgen, lamer aquel orto pampeano y apretadito, meter mi lengua en su hoyito inexplorado y hacerlo gritar, gritar de deseo, de ansias, de necesidad de mi pija, de mi verga, de mi poronga en su culo.
En mi fantasía lo tenía en mi cama, y ponía sus largas piernas sobre mis hombros y comenzaba a darle besos y lamidas húmedas en aquellas nalgas hermosas, a recorrer con mis dedos el agujerito inexplorado, a escupir cuanta saliva pudiera para lubricar aquel culo, y a chuparlo, chuparlo, hacer dilatar aquel orto provocador y necesitado con mis dedos largos hacerlo gemir de deseo. Por las ventanas tras el cortinado, se veían relámpagos intermitentes. Sonaban truenos asustadores. La tormenta ya traía ese olor que luego supe que los paisanos llaman olor a tierra mojada, pero que los que saben es osono.
Mis manos apretaban mi pija en una paja larga con ojos cerrados, recorrían mi tronco, mi cabecita húmeda, mis huevos. Parecía que la tensión ya era insoportable pero aún en esa fantasía no lo había penetrado, no había podido coger aquel culo de película. Faltaba aún lo mejor
Tirado en la cama, sudando con la piel sintiendo escalofríos, pensaba en aquel muchacho demasiado hermoso y mimado. El hijo de papá Bergalli y mamá Bergalli, y mi pija se erguía como un tótem monumental , gordo, rojo, húmedo.
Cerré una vez más los ojos, y la imagen del muchacho se desvaneció, quizás porque la expulsé de mi mente, y en lugar de aquel culo espectacular, apareció una mirada, aquella mirada luminosa, aquellas maneras campesinas y sencillas, el roce de nuestras manos , el "que descanse don", la voz entre tímida y orgullosa de Ramon, el Pocho, el presunto bastardo de la casa
Y esa calentura brutal y urgente se trasformó en un deseo mezclado con ternura por el muchacho de todo servicio. El que seguramente dormía en el piso de arriba, mientras la tormenta se avecinaba, el viento golpeaba, abriendo y cerrando puertas y ventanas, los relámpagos se hacían más frecuentes y la noche se deshacía en truenos y comenzaba a llover torrencialmente.
Quería dormirme pero a la vez sabía que no podría hacerlo si no acababa, si no me echaba ese polvo que venía estimulando con esa larga fantasía de pajero. Y pensé en Pocho y en su piel lampiña y bronceada, y sus hombros y brazos fuertes, en la belleza de su cuerpo natural, en lo dulce que sería tenerlo entre mis brazos y besarlo suavemente, oliendo el olor a trigo de sus cabellos, el olor a hierba de su cuerpo, su aroma de macho sin afectaciones en sus axilas pobladas de pelos negros y espesos.
La pija estaba en el máximo de su dureza, mis huevos pegados al escroto a punto de estallar, mi boca sin aliento, mi corazón batiendo sostenidamente. Mi leche estaba a punto de estallar, mientras mis manos recorrían mi sexo enloquecidas con la expectativa del orgasmo.
De pronto, el estruendo; una ventana enorme se cierra por la violencia del tornado, y apenas unos segundos después una luz ilumina mi cuarto. Pocho baja con una lámpara en la mano, un sol de noche como le dicen allí. Baja en bóxers y descalzo las escaleras industriales y me dice "no te asustes".
Es la primera vez que me tutea, y veo sus ojos brillantes en la casi penumbra iluminada a lámpara de alcohol : cuando me ve desnudo y con la pija parada, se sonríe, parece que se va a sonrojar pero me mira a los ojos envalentonado y sacando de no se donde todo su coraje me dice : - Parece que no estás asustado .
Comienza a granizar cuando lo llamo, cuando le pido que se acerque a mi cama, cuando ya no me interesa más el disimulo, y una audacia feroz me impulsa a exponerme ante un muchacho que no sé cómo reaccionará a mis intenciones: un campesino de la pampa, un hermoso ejemplar de la llanura alimentado a cielo y a llanura, mate con galleta, carne asada sangrienta y madrugadas, penuria y pobreza. Me incorporo, en la oscuridad y busco la lámpara pero encuentro sus ojos, esos ojazos brillantes, esa piel lampiña y suave, esa tibieza presentida, el ancho de sus espaldas, la tersura de sus cabellos lacios y espesos, el ardor de sus manos, quizás el golpe de sus puños.
Lo abrazo y el no me aparta, el es más alto que yo y en el siguiente trueno espantoso apoyo mi cabeza en su pecho tibio, y mientras mi boca besa sus hombros y su cuello, su mano enorme acaricia mi cabeza como la de un niño pequeño Y nos quedamos asi, abrazados, mi boca besando ahora sus tetillas, escuchando los latidos de su corazón y sus manos recorriendo mi cuerpo desnudo. Quisiera besarlo ahora, pero tengo un lejano miedo que alguien me diga, despertate, y que aparte mi boca de sus labios gruesos y sensuales. Tengo miedo de despertar de un sueño.
Lo vuelvo a mirar y tiene los ojos cerrados, y su pija endurecida se aprieta a mi cuerpo y entonces me atrevo y en puntas de pie lo beso, busco su boca a ciegas y la encuentro y el me recibe con su lengua juguetona, y no se ya como expresar que soy feliz, que aunque granice y truene afuera, encontré mi nido entre aquellos brazos.
Nos tiramos en la cama, nos besamos enloquecidamente y luego y nos chupamos la verga la verga el uno al otro. Su verga es gruesa, lisa, caliente como con fiebre, huelo sus huevos, su ingle, la fragante espesura de los pelos de su pubis, lamo la cabeza de champignon de su pija y me deleito con la tersura de su cabecita, la tersura de su pija, la suavidad de sus huevos. El suspira, gime, casi solloza, toma mi cabeza con ambas manos y la empuja hacia su pija, y la mete, la vuelve a meter en mi boca que se dilata, que se abre a su sexo. Por fin caemos rendidos en la cama mientras siguen los truenos, y el viento galopa por la noche lluviosa, y empuja ramas viejas, golpea las ventanas, abre las tranqueras, se estrella contra las alambradas. Lo abrazo: presiento que mis brazos rodeando su cuerpo, le dan paz, sosiego, calma. Tiembla mientras lo acaricio, luego se apacigua mientras recorro con mis manos esa piel inusualmente suave que se entrega a mis caricias.
Beso su boca, porque necesito darle afecto, porque quiero que sienta que yo también soy huérfano de afecto; un paria sin futuro y en una tierra extraña. Al principio con timidez, pero luego ganando seguridad , el me devuelve los besos, y a besos nos vamos entendiendo comi si fuera un lenguaje Morse o codificado. Hay mucha lengua y mordiscones y saliva y deseperación pero también hay mucha dulzura: los besos no son una táctica de calentura, el primer plato de un banquete sensual, sino un reconocimiento, una etapa de investigación, un ancla para no perdernos. Acaricio sus cabellos y beso sus ojos y el se emociona, y me besa las manos, agradecido, soprendido y casi asustado de la enorme carga emocional de ese instante. Ni el ni yo podemos creer que nos hemos encontrado, es un milagro demasiado sublime como para nombrarlo, como para reconocer que es un hecho y no un sueño. Lo aprieto a mi, muy fuerte porque soy un cínico que ya no cree en nada ni en nadie y solo su cuerpo sobre el mio, su piel sobre la mia, su calor y su humedad, me rescatan y me convencen.
El acaricia mi cuerpo tentativamente como asombrado por mi piel distinta a la suya, me besa por todo el cuerpo, pronuncia palabras que no entiendo, pero que me parecen llenas de afecto, busca mi pija, la besa, la lame, se la pone en la boca otra vez y me la mama por largos instantes. De pronto un trueno salpica la noche y con la sorpresa, suelta mi verga de su boca y me mira a los ojos. Veo sus ojos húmedos y felices, sonriendo con la inocencia de un niño, y le acaricio la cara, suavemente con los dedos, el se lleva el dedo índice de mi mano izquierda a la boca, como un acto de adoración, o así lo siento. Me vuelvo y busco su verga y la beso y la lamo y la chupo y su cabecita asoma como un regalo y la beso, y con mi lengua recorro su tronco grueso y venoso, sus huevos de piel más oscura, sus ingles, la espesura suave de su pubis.
El en el otro extremo hace lo mismo en un perfecto sesenta y nueve, y me la fela con fuerza con un vigor inusitado con una pasión que nunca he vivido antes. Y esa urgencia de su boca en mi verga, es una brasa que aumenta mi propia pasión y repito su fuerza, duplico su pasión , y me entrego a su juego, gritando su nombre, ese Ramón que nadie usa porque lo han convertido en Pocho, lo han reducido a un sobrenombre, le han privado el acento ancestral, el cordón umbilical con su condición humana. Acabámos uno tras el otro y son acabadas fuertes, copiosas, que inundan nuestra piel con el ungüento pesado de nuestras pijas. Y en cada acabada hay un grito, un sollozo, un gemido, un llamado a los dioses de la noche para que nos ayuden. Cuando la lluvia ha escampado, lo beso, y el devuelve mis besos y me maravilla el milagro de que alguien reintegre mi cariño con la misma moneda: la reciprocidad del afecto me reconforta el corazón. Nuestros cuerpos pegados por el deseo se unen por fin y lo penetro y el no se queja, el solo pide , implora, agradece, suplica, ruega, pregunta, entrega, domina, se aferra, se cierra, se abre, invita, convida, consuela y me regala la felicidad para mi desconocida de la comunión con el otro: se que encontré mi eslabón perdido, la herradura de la buena suerte, mi propio paraíso, mientras me vengo con todas mis fuerzas, en su cuerpo, en su sangre, en el calor esperanzado de sus tripas.
galansoy Un relato con esperanza para todos los que no renuncian a soñar g.