Pasion juvenil

Los chicos se deseaban uno al otro. La profesora lo sabía. Logró reunirlo en la búsqueda de su propia satisfacción.

PASION JUVENIL

La clase de literatura era la preferida de Yamill, joven poeta ya que coincidía con ella, a quien le llevaba un curso. Ese jueves lo podría jurar, ella no era ella, parece que sólo él notaba que Clarissa no llevaba sostenes, que su largo pelo rubio no había sido debidamente peinado, -parecía una tigresa- su blusa llevaba desabotonado los dos primeros botones de arriba y los dos últimos de abajo. Ninguno de los alumnos lo notaba, sólo él.

Yamill, nervioso, temió mirarle a sus bellos ojos verdes y empezó a garabatear figuras extrañas pero sin dejar de observar de reojo la blusa semiabierta. Se estremeció al recordar que la conducta de esta chiquilla, esta forma de vestir tan rabiosamente sensual tenía que ver con el poemilla que le escribió el último jueves y el que únicamente, a su entender, conocía la profesora, rememoraba que el poemilla comenzaba con: "Solamente podremos ser hombres y mujeres\Cuando clave mis ardores en los tuyos" y terminaba con: "Abandonaremos la inocencia en la humedad\ que produzca mi paso en tus adentros".

No tenía la menor duda, la profesora sabía que había escrito ese poema motivado por su deseo de ella y de alguna manera se lo hizo llegar a Clarissa. En ese momento de excitación morbosa desconocía si amar u odiar a la profesora, pero sí, remiraba con el rabillo del ojo cuando Clarissa levantaba lentamente su falda de cuadritos para que él pudiera observar mejor sus delicadamente contorneados muslos blancos de tenues vellos. Sudaba, un sudor tibio, pesado, le corría por todo el cuerpo, cuando volvió a mirar de soslayo casi se desfallece, la chica abrió las piernas y pudo ver perfectamente sus panties blanco como nieve transparente debajo de los cuales se podía percibir su arsenal de vellos. Tosió, le avergonzaba mantener su mano izquierda dentro del bolsillo del pantalón. Tuvo ganas de salir de la clase.

Clarissa, juguetona, conocía perfectamente el arrebato que le estaba ocasionando, pero estaba perdidamente enamorada del joven poeta. Se había soñado con él tantas veces que al leer la poesiílla que le ofreció gratuitamente la profesora se percató de que no podía perder esta oportunidad, y por eso, porque sabía que él observaba, bajaba más la blusa hasta enseñar el comienzo de uno de sus pezones rosados, y expandía su pecho, abría más sus piernas para enloquecerlo, se colocó el lápiz en la boca esperando que le mirara el rostro como lo hizo. Yamill le miró a los ojos y el exceso de emoción y la rapidez con que la sangre se agolpó en sus venas produjeron que inconscientemente se parara de la butaca, con la correspondiente llamada de atención de la profesora, Clarissa, sin dejar de mirarlo empezó a lamer el lápiz, como lo había visto hacer con otra cuestión en una película prohibida para menores. La profesora sospechaba pero aparentemente reflexionaba –es cuestión de chicos-

A Yamill le salvó de un desmayo el campanazo del recreo. Salió huyendo hacia la puerta como alma que lleva el diablo. Clarissa sonrió, se quedaría en el aula, sabía, estaba segura de que volvería. Así fue, Sergio avergonzado de si mismo, detrás de la puerta del aula reflexionaba. –No soy ningún cobarde, ahora o nunca.

-¿No sales al recreo, Clarissa? preguntó tímidamente.

-No tengo ganas- repuso Clarissa en una mirada lánguida, sensual.

-¿Podemos dar un paseo?

-Depende, contestó Clarissa, sin despegar el lápiz de los labios, desabotonando aún más su blusa mostrando en su hermoso pezón rosado la evidencia de que no quería sólo un simple paseo.

La mirada desesperadamente ardiente de Yamill ofrecía la impresión de que saltaría allí mismo sobre ella, para besarla, abrazarla, acariciarla hasta morir, pero el campanazo del fin del recreo lo interrumpió.

--En el bosque a la salida, dijo rápidamente con los ojos entornados, pasearemos por el bosque, -¿si?

-Si, contestó Clarissa con una preciosa sonrisa a la vez que alegre, exquisitamente sensual.

La hora de salida no le sorprendió a ninguno de los dos ya que ambos no observaban ni oían a la profesora sino al reloj de pared al lado de la pizarra. Clarissa se paró rápidamente y tomó a Yamill por la mano derecha casi violentamente arrastrándolo hasta tomar la senda adornada de flamboyanes que lleva al río al cual se dirigieron y al que su ardor adolescente no le permitió llegar ya que doblaron por el camino que conducía al bosque donde se perdieron.

Sin una sola palabra, sin un gesto, los chicos se miraron, ella también miraba; buscaron y encontraron un pequeño prado de pachulí, donde se arrojaron al fuego de la pasión con toda la fuerza de su sensualidad juvenil. Yamill, como el aguilucho que levanta su primer vuelo para lanzarse en impetuoso sobre su primera victima. Clarissa, como serpiente que abandona su primer vestido de invierno, como mariposa que sale pura de su máscara de crisálida esperó pacientemente que Yamill, como el águilucho, introdujera su afilado pico en lo mas recóndito de su entraña virgen, y en el vaivén de quejidos apasionantes explosionaron en un orgasmo desconocido para ambos, y aquellos versitos, que sólo lo conocían ellos dos y la profesora se convirtieron en carne y la castidad de ambos pasó a ser discutida en el futuro

Y mientras los libros de poemas de Chajaira y Odisea que le servían de tálamo fueron presas del viento otoñal, esos dos hermosos ojos femeninos, cargado de una pasión enfermiza, que se sometieron al profano placer de mirar aquella pasión infantil desbordada, de observar bajo el manto protector de una acacia gigantesca, le tembló fuertemente aquella hermosa mano que acariciaban sus pezones cuarentones y aquellos dedos largos y femeninamente suave que penetraban rítmicamente en el centro mismo de su sexualidad, se desplomaron sin violencia dejando como evidencia entre su pubis selvático el rastro de polvo blanco de un instrumento propio de las aulas de enseñanza.

Joan Castillo

Flycobra90@yahoo.com

30/12/2004.