Pasión inesperada
Cuando menos te lo esperas, conoces a la persona que colma todas tus ansias y te brinda eso que tanto ha buscado a lo largo de tu vida. Ese momento se aprovecha y se disfruta como si o hubiera un mañana... ¿lo hay? Como dicen, más vale arrepentirse de lo que hiciste, a lamentarse no haberlo hecho
Soy enfermero y trabajo en el Seguro Social de la preciosa isla de Cozumel. Tengo 20 años y acabo de salir del Colegio de Enfermeras de la ciudad de Chetumal, llevo dos años trabajando aquí y nunca me había tentado de esta manera el destino.
Todo comenzó una mañana en que llegué con unos pantalones ceñidos blancos y una filipina que me cubría la mitad del trasero, dejando notar mis nalgas morenas por el sol, dado que no uso ropa interior por comodidad.
Mi manera tan peculiar de caminar entre masculino y muy sexy, le llama la atención a mis compañeros que saben que soy gay, ¡y a mucho orgullo! Pero me respetan porque me doy mi lugar, cuchichean a mis espaldas, aunque me aceptan, no tienen otra opción.
Afuera había un sol divino y calor sofocante. Me dirigí a bañar al paciente de la cama 11 en su propia cama, debido a una fractura de tobillo y otra en el antebrazo derecho. No se podía mover, se llama Oscar, era futbolista, de escasos 30 años, con un cuerpo que parecía arrancado de una leyenda griega.
Quede anonadado ante ese cuerpo semi desnudo, cubierto sólo por una ligera sábana blanca que apenas le cubría el pubis y una pierna.
Me acerqué y le dije al oído su nombre. Abrió sus grandes ojos grises, como de lobo, y sus tupidas pestañas que se movían como palmeras.
Me dio los buenos días y me llamó por mi nombre. Yo me sorprendí. Sonrió entre amable y coqueto, dejando ver sus blancos y muy bien formados dientes.
Para disimular mi turbación, le di espalda y fui por el recipiente con agua y las toallas. Me preguntó por la enfermera que lo baño días anteriores.
Le pregunté que si le gustaba y él soltó una carcajada y dijo que sí, pero para una noche de invierno, dado que mi compañera pesa noventa kilos cuando menos.
Mientras hablábamos de cosas triviales, le pasé la toalla húmeda por el rostro y cuello. Mis manos descendieron a sus hombros delineados, adivinándose horas arduas en el gimnasio. Restregué otra toalla un poco más fuerte por su bien dividido tórax. Sus pezones mojados se contraían con el contacto de mis manos enjabonadas y bajaban por su abdomen.
Yo trataba de disimular mi erección, mi pene endurecido y palpitante pegado a mi entrepierna. Las manos me temblaban cada que estaba más cerca de su pubis.
Por un lapso de 5 a 10 minutos, él ya no dijo nada, cerró sus ojos y se arqueaba ligeramente al sentir mis manos en su abdomen y mi dedo que introduje en su ombligo, hasta llegar a su pubis.
Le quité la sábana que tenía entre las piernas lampiñas y gruesas como dos columnas de mármol, dejando ver un hermoso falo, con un glande rosado que se elevaba hacia su ombligo.
Conteniendo mi excitación, le dije que su pene y testículos debía lavarlos él mismo.
Al oír esto, me miró de forma interrogativa y me dijo que si no me daba cuenta que tenía un brazo enyesado y en el otro tenía el catéter del suero.
Yo que una justificación quería para tocar aquel portento que me pedía apretarlo. Ni tardo ni perezoso, tomé la pastilla de jabón y se la empecé a restregar por los testículos, ocultos entre la mata de pelos; también su ano, el cual se contraía al sentir en su contorno mis dedos.
Lentamente fui subiendo mis manos mojadas hacia su pene, comenzando del pubis hacia el glande. Él se convulsiono de placer y tuvo que ingeniárselas para llevar su mano hacia mis nalgas y apretármelas, como queriendo romper el pantalón para acariciar mi ano que pedía a gritos tragarse aquel trozo de carne dura y potente.
Nadie decía nada, sólo se escuchaban nuestros leves suspiros de placer. De pronto sentí que nuestra excitación mutua llegaba al máximo, cuando vi que, por aquel glande enrojecido, brotaban chorros de semen, regado sobre mis manos, escurriendo entre mis dedos que apretaban la base de aquel miembro.
Pasado el momento de locura, tomé otra toalla y sequé aquel hermoso cuerpo. Oscar me miraba a los ojos y sonreía con esa sonrisa de satisfacción que tienen los hombres, después de haber tenido una relación satisfactoria.
Me preguntó si volveríamos a vernos y le dije que no creía, porque ese mismo día lo darían de alta.
Hoy a poco más de un año, todavía me remuerde la conciencia, por aquello de la ética profesional. Pero no me arrepiento, gracias a eso, encontré el amor de mi vida. Llevamos un año juntos, él, aunque es casado, con dos hijos, me dije que jamás me va a dejar.
La vez que volví a encontrarlo, fue en la discoteca de la isla que se llama “Scaramouche”. Yo salía del baño y él entraba; estaba tan distraído, que casi lo bese al chocar.
Nos miramos unos segundos y me tomó del brazo, como quién agarra a un niño que se porta mal y me metió al baño.
Abrió un sanitario y me empujó al interior, tomó mi cabeza desesperadamente y me dio un santo beso, que se me fue la onda de cuanto tiempo tuve metida su lengua en mi boca jugueteando.
Pasamos a las caricias desesperadas, casi arrancándonos la ropa. Me sentó sobre la tapa de la taza y me mostró aquel manjar que ya había tocado, pero que me había quedado con las ganas de probar su sabor.
Con ternura abrió mi boca para darle paso a aquella barra que calentó mi garganta mientras yo jugueteaba su hermoso trasero, apretando y separando sus nalgas, masajeando su ano.
Al notar que el lugar no se prestaba para más, nos vestimos como tratando de disimular nuestra arrugada ropa. Era tanta la calentura, que no llegamos a un motel o a mi casa, nos parqueamos en su carro en una playa y ahí dimos rienda suelta a nuestras fantasías.
El es 10 años mayor que yo, pero su apetito sexual, es el de unos 18. Los dos somos activos o pasivos, por que nos divertimos en serio. No sé en qué consistirá, tal vez por sus hijos o por el lugar en que se encuentra.
No habla de dejar a su esposa; pero, a mí me gusta vivir así con él. Ninguno se fastidia; amo mi libertad por encima de todas las cosas; voy, vengo, salgo y entro sin oír reproches. La vida me sonríe.
Mi familia sabe que soy gay y me quieren como a cualquiera de mis hermanos.