Pasión Extraña

Dos hermanas, una voyerista intrépida y una pasión que les consume el alma.

Pasión extraña

Por: Promethea

El encuentro que tuve por primera vez con Josefa no fue un encuentro amigable sino más bien traumático. Aquel día yo no andaba de buenas y cuando me abordó, debí resultarle cortante. Incluso puedo decir que mi actitud hasta debió mortificarle.

Todo fue por causa del coche que estaba atravesado a medio camino y que ahora me impedía el paso. Era tarde y me sentía muy cansada, con ganas de llegar a mi casa. Había tres tipos frente a la vieja carcacha que tenía el cofre levantado, y fue entonces cuando Josefa vino hasta mi ventanilla para decirme que debía tomar la otra vía.

Por ningún motivo estaba dispuesta a irme por otra ruta que me significara más tiempo, así que le pedí que empujaran el auto hacia la orilla. Lo hicieron de mala gana y apenas si pude pasar rozando la portezuela. Josefa me lanzó una mirada extraña que pude percibir claramente.

Dos días después me la hallé parada en una esquina fumando tranquilamente, y entonces me pregunté qué andaría haciendo ella por allí, puesto que no parecía pertenecer a la zona donde yo vivía.

Desde entonces la encontraba todas las noches en algún punto de la colonia, hasta que cierta vez me hizo señas para que me detuviera. Intrigada por su actitud pisé el freno y me estacioné en la calle. Josefa vino hasta mí y la miré desafiante. Fue entonces cuando me dijo:

-Me verás seguido por aquí porque soy la nueva vigilante.

-Ah, vaya, no sabía que habían cambiado a los hombres por mujeres.

-¿Por qué no? Hace dos semanas que el otro policía renunció y me enviaron a suplirlo. Ahora las mujeres estamos trabajando en el campo de los hombres. ¿Qué te parece?

Me sentí un poco culpable por haberme comportado tan cortante con ella en el incidente del camino y traté de disculparme.

-Perdona lo de la otra noche, estaba un poco cansada y

-No hay cuidado –me interrumpió-, eso está olvidado.

-Pues gracias. ¿Cómo te llamas?

-Josefa –dijo sonriendo-, y por ahí pasaré a cobrarte los domingos la cuota de seguridad.

-Muy bien Josefa, me da gusto conocerte.

-Igualmente.

Me tendió la mano amigablemente y yo se la estreché. Sentí la fuerza de su apretón sobre mis dedos suaves, pero nada dije. La miré detenidamente: era una mujer alta y delgada, como de unos treinta años, más o menos de mi misma edad. Vestía ropas color caqui de esas que usan los guardias, y zapatos reforzados con casquillo que le daban un porte especial. Se acomodaba el arma en la cintura y pude ver la brillante chapa de la cacha que sobresalía entre sus ropas.

Me di cuenta de que su piel no era tan apiñonada como la mía sino más bien de un tono claro, y había en sus ojos un matiz especialmente amistoso que me llamó la atención. Por lo general los policías de la región eran hombres comunes y ni siquiera el uniforme les procuraba una apariencia diferente. Pero esta Josefa, a más de ser mujer, parecía provenir de otra ciudad a juzgar por sus modos y por su aspecto.

Ignoro por qué razón comencé a recordarla desde entonces, tanto que cada noche, al llegar a la plazuela donde solía torcer rumbo a mi casa, procuraba buscarla a fin de tener algún pretexto para encontrarme con ella. A veces la distinguía a lo lejos parada en alguna esquina donde solía matar el tiempo entre ronda y ronda. Entonces conversábamos brevemente de cualquier cosa, y al final me iba a mi casa con un extraño sentimiento de desasosiego.

A medida que pasaban las semanas el recuerdo de su figura me asaltaba de repente en el trabajo, y fue entonces cuando comencé a preocuparme. Jamás había sentido esta clase de sobresaltos y mucho menos con una mujer. Yo estaba casada desde hacía varios años y mi marido era un hombre atractivo con el que llevaba una vida sexual bastante activa. Habíamos tenido a nuestra primera hija hacía cuatro años y me consideraba una mujer normal. Por lo demás, nada sabía de Josefa excepto que era la nueva encargada de la seguridad de la colonia, pero hasta ahí.

Una noche en que retornaba a casa, las luces de mi coche enfocaron de repente una figura que avanzaba apresuradamente, casi corriendo, por la orilla de la carretera. Al darme cuenta que se trataba de Josefa me detuve para preguntarle:

-¿Qué ha sucedido?

-Mi hijo se cayó y me avisaron que está en el hospital.

-Vamos, te llevaré.

Conduje lo más rápido que pude hasta la clínica y la dejé justo en la puerta. Ella me lo agradeció con un apretón de manos.

-¿No quieres que te espere? -le pregunté.

-No te molestes. Espero que no sea nada grave.

De vuelta a casa no pude evitar sentirme mal por no haberme quedado con ella. Al otro día me comentó que el niño sólo se había luxado un tobillo. Entonces pude verla tan suelta y tan dueña de sí misma como era normalmente.

-Quiero agradecerte el favor –me dijo, esbozando una sonrisa.

-No tienes que hacerlo; para cualquier cosa que se ofrezca, cuenta conmigo.

A partir de aquel día se estableció entre nosotras un extraño vínculo de amistad que nos llevó a buscarnos constantemente para hablar de nuestras familias, de los acontecimientos locales y de cualquier otra cosa que nos permitiese estar juntas. Fue en estas escaramuzas donde me enteré que Josefa estaba casada con un joven mucho menor que ella, de apenas veintitantos, con el cual había procreado un varoncito. Supe también que provenía de otra ciudad, pero que se habían mudado acá para estar más cerca de la familia de él, que era oriundo del pueblo.

Yo le conté también sobre mi vida; le revelé los nombres de mi esposo y de mi hija y le dije que trabajaba como supervisora en una empresa procesadora de alimentos de la zona, y que por lo regular hacía turnos por la noche. Le referí asimismo que una de mis hermanas, Helena, vivía con nosotros, pues se encontraba estudiando medicina en el instituto tecnológico de la localidad. Helena, quien tenía 24 años, cursaba el penúltimo semestre de su carrera y muy pronto se iría para hacer su propia vida.

Cada noche me detenía un rato en la esquina para conversar con ella, y así nuestra relación fue creciendo hasta convertirse en una rara cofradía de intercambios mutuos que poco a poco nos llevó a revelarnos situaciones que en otras circunstancias nunca hubiera yo pensado que lo haría.

Me daba cuenta de que entre Josefa y yo había nacido una suerte de improvisada camaradería que se había dado sin que ninguna de los dos lo esperase. Seguido me confiaba situaciones inesperadas y yo le correspondía de igual modo, de tal suerte que ambas llegamos a conocer las intimidades de cada cual sin que por ello nos llegásemos a sentir incómodas.

Tanto ella como yo teníamos nuestras propias amistades pero ninguna de los dos había encontrado antes a alguien en quien confiar como lo hacíamos entre nosotras, y quizá fue este trato de familiaridad el que nos impulsó a contarnos nuestras cosas sin sentirnos confundidas. A estas alturas yo ya veía a Josefa como mi confidente, y esta sutil percepción era sin duda recíproca.

Fue por casualidad que intuí que Josefa se había guardado de revelarme sus inclinaciones cuando cierta noche, en medio de nuestras largas conversaciones, me hizo un comentario extraño.

-Velar en la colonia tiene sus ventajas –dijo de repente-. ¿Conoces a la chica de pelo negro que vive junto a tu casa?

-¿A quién…? ¿A Dolores?

-La misma. Yo he podido verla desnuda algunas veces.

Me quedé expectante ante su revelación.

-¿Cómo es que puedes verla? –pregunté con inquietud.

-Por la ventana de su dormitorio –dijo sonriendo-. Aunque algunas veces le da por cerrar las cortinas, y entonces ni fú ni fá. Es una lástima. ¿Sabías que tiene un lunar del tamaño de una moneda en la teta derecha?

-Por supuesto que no –exclamé sorprendida, recordando al instante que mi hermana Helena y yo habíamos heredado de nuestra madre un lunar muy parecido justo en la teta derecha.

-Pues es cierto –volvió a decir-. ¡La hermosura de Dolores es única!

Un presentimiento de sospecha cruzó por mi mente haciéndome pensar en muchas cosas. Cavilé en que mi nueva amiga quizás fuese una lesbiana con tendencias voyeristas, aunque en realidad poco me importaba que lo fuese.

A partir de aquél día, sin embargo, me sentí tentada a preguntarle sobre sus aficiones nocturnas dándome a la tarea de llevar mis conversaciones por ese tenor. Una semana después, en una amena charla que sostuvimos, por fin me atreví a inquirirle:

-Dime, Josefa, ¿has vuelto a ver a Dolores?

-Apenas anoche, y está fenomenal –dijo con un raro tono de satisfacción.

-Te gusta espiarla, ¿no es cierto?

Josefa se lo pensó un poco antes de decidirse a hablarme de ello. Entonces se animó a confiarme sus peripecias clandestinas y me habló abiertamente de sus prácticas nocturnas y de sus aficiones de voyeur, de su insaciable placer por espiar a la gente. Me contó que cada noche, a determinada hora, dejaba de hacer las rondas para buscar con desesperación una ventana entreabierta, una cortina mal cerrada, un agujero oculto en la madera de un ventanal, o simplemente algún descuido ocasional que pudiese redituarle.

Por la naturaleza de su trabajo, mi amiga se había dado tiempo para hacer las pesquisas necesarias con el fin de conocer con detalle los horarios en que se dormían ciertas personas y el modo de penetrar en los patios de sus casas. Entonces se dedicaba a mirar secretamente bajo la oscuridad sin que nadie sospechase su presencia.

Me dijo que lo que perseguía era saciar sus instintos, que para ella eran infinitamente superiores a todo placer sexual, observando a una mujer en ropa interior o desnuda, ya fuese cuando se desvestía para dormir o bien cuando se levantaba al baño, cuando preparaba un desayuno tempranero, o cualquier otro instante supremo y subrepticio que le fuera propicio. Todo lo hacía entre las dos y las cinco, nunca antes ni después.

El desparpajo y la sutileza con que me lo expresó me llenó de desconcierto, y el tono de sinceridad que matizó su confesión tuvo la virtud de despertarme ciertas ansias dormidas que hasta entonces nunca había sentido. Jamás podré saber a ciencia cierta por qué le dije estas palabras:

-No sabes cuanto daría por ver también a Dolores.

Ella me miró interrogante y a la vez satisfecha, como si estuviese esperando a que se lo pidiera.

-Puede ser peligroso –acotó-. Entiende que yo no me arriesgo tanto, porque si alguien me llegase a descubrir podría explicar fácilmente mi presencia diciendo que he visto a un sospechoso, pero tú

-Es verdad –le interrumpí-. Pero tú conoces bien los pormenores y nadie nos verá si actuamos con prudencia.

Josefa me miró con fijeza y me dijo:

-Está bien. ¿Puedes salir mañana por la noche sin que tu marido te vea?

-Eso no será necesario –dije con cierta excitación-. Justamente mañana cambiaré mi turno y no tendré obstáculo para escaparme a esa hora.

-Te esperaré aquí mismo poco antes de las dos. –soltó-. Dolores ve televisión hasta esa hora antes de acostarse, así que sé puntual.

-Lo seré.

Me despedí de ella para irme a mi casa. Estuve dando vueltas en la cama pensando en todo lo sucedido, en mi extraña relación con la mujer policía, y en especial, en la facilidad con que le había pedido ser parte de aquel juego peligroso.

La madrugada siguiente me di prisa en llegar a la esquina diez minutos antes de las dos. Josefa ya me esperaba bajo las sombras de un seto.

-Tenemos que abstenernos de hablar. De ser necesario, sólo nos comunicaremos por señas –me advirtió.

-Entendido.

Me fui tras ella tratando de que mis pasos hicieran el menor ruido posible. Dimos la vuelta a la cuadra hasta llegar a un lote baldío que daba justo detrás de la casa de Dolores. Josefa se internó entre las sombras y yo la seguí lentamente. Saltamos la tapia y nos internamos en el patio. Todo estaba muy oscuro y apenas si podía ver la difusa figura de mi amiga moviéndose ágilmente en el espacio.

Poco después alcanzamos la casa y Josefa se dirigió a una de las ventanas que se hallaba a oscuras. Agachadas bajo el marco esperamos pacientemente. Sólo el vago brillo de nuestras miradas podía dar cuenta de que nos hallábamos agazapadas ahí, como dos felinas excitadas asechando a su presa.

Alcé la vista para mirar el entorno y pude advertir el perfil de la barda de mi casa que se alzaba muy cerca de donde nos encontrábamos. Un intempestivo reflejo de luz interrumpió mis pensamientos. Josefa me golpeó ligeramente con el codo y me hizo una señal. Al punto comprendí lo que quería decirme. La vi ubicarse a un lado de la ventana y yo hice lo mismo en el otro extremo.

La cortina estaba descorrida y se podía distinguir perfectamente el interior del dormitorio. Mis ojos descubrieron de repente la delgada figura de Dolores moviéndose frente al espejo del tocador. Su hermoso cuerpo, aún vestido, se reflejaba a través del cristal despertándome una excitación extraña. La vi coger un cepillo y comenzó a alisarse el cabello. Era su pelo un atrayente mazo negro y brillante que le llegaba a los hombros. La había visto muchas veces caminar hasta la tienda de la esquina con los brazos en movimiento y con el pelo suelto golpeándole la espalda.

Reconocía que yo siempre había admirado la atípica belleza de Dolores, su juvenil aspecto, su sonrisa llena de vida, aunque por supuesto tal admiración la había ocultado siempre. Y ahora, al verla ahí a aquellas horas de la madrugada, dispuesta y a punto de acostarse, me sentía tan fuera de lugar como si fuese una ladrona. Había sin embargo en mi pecho un desmedido sentimiento de curiosidad por conocer más de ella, por saber lo que hacía en secreto, por explorar la singularidad de sus costumbres, por saber como se vería aquel hermoso cuerpo sin ropa.

Olvidándome de la presencia de Josefa seguí sus movimientos con atención poseída de una voluptuosidad desconocida. Pude ver con claridad el momento en que la chica, que no tendría más de veinte, se sacó las vestiduras por encima de los hombros para quedar solamente en interiores. Aquello fue para mí un espectáculo fenomenal.

El elástico de un sujetador pequeño ceñía con fuerza las dos hermosas bolas de sus pechos y el minúsculo paño de su braga azul cubría sus intimidades. La vi transitar hasta el otro extremo del cuarto hasta perderse tras una puerta de acrílico blanco. Los minutos en que no la tuve a la vista se me hicieron eternos. Surgió poco después ajustándose la pantaleta a los muslos. Una oleada caliente me golpeó las sienes al descubrir el filón fugaz del mechón rotundo y oscuro que perlaba su entrepierna y que pronto desapareció al ser cubierto por la braga.

Sentí que algo entre mis piernas se agitaba feroz y un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo. Me toqué el pubis con lascivia sin apartar mis ojos de las mórbidas curvosidades de mi vecina, quien ahora se escurrió hasta la cama para tenderse sobre ella. Una vez ahí, Dolores llevó sus manos a las tetas y se las apretó, con los ojos entornados. Su cuerpo se estiró y sus piernas se elevaron un poco. La visión fue suficiente para sentir cómo crecían los ardores en mi bajo vientre.

En aquél momento pude ver darme cuenta de que Josefa se había desecho del arma para desajustarse el cinturón y abrir la cremallera de su pantalón para meter su mano entre los muslos y acariciarse lentamente, sin apartar los ojos de la figura de la chica. Alentada por lo que mi amiga hacía deslicé el zipper del mío para hurgar con audacia en el hueco de la entrepierna sobándome con ansias y ahogando los gemidos como podía. No tardamos ni diez minutos en alcanzar el orgasmo como si fuésemos dos muchachuelas imberbes, admirando el cuerpo semi desnudo de Dolores, a quien veíamos arquear el cuerpo sobre el lecho entre gemidos de placer.

Casi al mismo tiempo las luces del dormitorio se apagaron. Josefa sacó un pañuelo para limpiarse entre las piernas y después me lo tendió. Mis dedos toparon con la abundante humedad de la tela y me estremecí, pero me di prisa en secar del mismo modo mis secreciones. Cuando le devolví el pañuelo, ella me hizo una señal. La seguí en silencio por el mismo camino que por el que habíamos venido.

Después de aquella extraña e inesperada experiencia, inicié con Josefa una proscrita carrera de voyeur que me llevó a experimentar las más descabelladas emociones, despertando al mismo tiempo mis más ocultos e insólitos deseos. Dos veces por semana espiábamos a Dolores, y en más de una ocasión la vimos masturbarse con locura sobre el lecho sin que tuviese el más mínimo recelo de que era observada. Y aunque yo misma intuía que los juegos solitarios pueden llevar a cualquier mujer a la práctica de las quimeras más incoherentes, fue con ella con quien descubrí los sorprendentes rejuegos corporales con que una chica suele fantasear en la soledad de su dormitorio.

Constaté que Dolores gustaba de penetrarse con objetos que adornaban su propio tocador, con caros y olorosos jabones, con los tapones del champú y hasta con las gruesas chapas del cajón de su cómoda, y que sabía además autoinducirse en el placer de un modo tan singular sin que mostrase el más mínimo recato. Descubrí que a menudo solía utilizar también sus dedos, y que con frecuencia se masajeaba primero los pechos antes de bajar su mano para explorarse la raja con largueza, doblada sobre la cama como si fuese el flexible arco de un pendón de carne y hueso.

Por supuesto que nosotras no perdíamos la ocasión para masturbarnos sin dejar de admirarla, hasta explotar en turbulentos orgasmos que nos precipitaban al maravilloso reino de las lascivias eternas. Mis prácticas nocturnas con Josefa se hicieron tan repetitivas que tuve que idear el modo de mentirle a mi marido para que no me descubriese. Ahora me había dado por permanecer en el turno nocturno hasta que se llegaba la hora de escaparme para irme con mi amiga y perdernos por los oscuros pasadizos de la colonia en busca de alguna nueva opción que nos regalase sensaciones inéditas, aunque sin dejar de visitar a Dolores de cuando en cuando.

Cierto día me vi precisada a hacer un viaje de trabajo que duraría varios días, y así se lo hice saber a Josefa. Ella sólo me comentó que me tendría al tanto de sus correrías mientras yo estuviera ausente.

Por extraño que parezca, allá donde me encontraba en comisión, no podía olvidar los apasionados momentos que viviera al lado de Josefa mientras espiábamos a Dolores, a Margarita, a Susana, a Teresa…y en especial, el inquietante lunar oscuro del tamaño de una moneda que adornaba una apetitosa teta derecha, muy parecido por cierto al mío y al de mi hermanita Helena.

La noche en que volví del viaje me sentía tan excitada que deseé manipular el tiempo a fin de sincronizarme de algún modo para poder acompañar a la mujer policía en alguna de sus correrías lascivas. Durante todo el camino me estuve preguntando en qué oculta ventana de la colonia saciaría Josefa sus extrañas pasiones en mi ausencia que, al igual que las mías, sólo encontraban el solaz en la mórbida visión de un cuerpo desnudo, en algún movimiento subrepticio, en las raras costumbres que se procuran las mujeres al saberse solas.

Como era apenas media noche, me pasé por el trabajo para hacer algo de tiempo a fin de arribar a la colonia minutos antes de las dos. Cuando llegué, me apresuré en buscar a mi amiga en el sitio de costumbre sin encontrarla. Estremecida por las ansias de volver a ver el lunar de Dolores, me di prisa en esconder el auto en un sitio apartado y de inmediato me dirigí al lote baldío para cruzar la tapia. Calculaba que la jovenzuela acaso estaría comenzando su actuación privada, y ese sólo pensamiento me llenaba de lujuria, una lujuria de la que ya era parte y que por igual compartía con la vigilante.

Atravesé en silencio el patio y avancé a tientas por el espacio que me separaba de su ventana, cuando descubrí que una sombra se trepaba con sigilo por la barda contigua. Sentí el golpeteo de un sobresalto al darme cuenta de que se trataba de la tapia de mi propia casa. Volví los ojos hacia el ventanal de Dolores, donde justamente se acababa de encender la luz, pero pudo más el agudo presentimiento que me punzaba el alma y me olvidé momentáneamente de la chica para atender a la visión que acababa de observar.

Busqué la forma de poder espiar hacia mi propia casa sin ser vista, y de pronto distinguí las altas ramas de un árbol que se alzaba de este lado, justo junto a la barda. Eché un vistazo hacia el punto donde había visto perfilarse la figura. Todo se veía tranquilo; la luna se acababa de ocultar tras una nube abigarrada y espesa aumentando la penumbra. Me trepé en una de las ramas con cuidado y me di cuenta de que la luz del dormitorio de mi hermana Helena estaba encendida.

Confieso que lo que en otras circunstancias me hubiese parecido impensable, esta vez me despertaba una suerte de lujuriosa lubricidad mezclada con un morbo insospechado. Vi serpentear entre las sombras del patio de mi casa el cuerpo uniformado de Josefa, hasta que se colocó junto al ventanal iluminado. Un poco más allá, en el interior del dormitorio, el cuerpo de Helena acababa de cruzar el espacioso umbral de su ventana. Agucé la vista para no perder detalle, al tiempo que miraba actuar a Josefa, quien despojándose del arma y depositándola en el suelo, se desajustaba presta el cinturón para empezar a tocarse en medio de sus piernas.

Aunque ya las humedades se me habían manifestado desde que hiciera el camino de retorno, el espectáculo incierto me procuró una liquidez inusitada que acabó por empaparme. Admirar en tercer plano esta visión del destino, una visión enigmática que un arcano improvisaba para mí, me hacía sentir por encima del escenario y de los mismos actores, produciéndome la lujuria más salvaje.

Helena se había desnudado con parsimonia en un protocolo tan lento como si se dispusiese a realizar un ritual, y ahora se acariciaba el cuerpo ansiosamente, con los ojos cerrados, entre suspiros intensos, doblando la cabeza y echando el pecho hacia el frente mientras se estrujaba los pechos manoseándolos con fuerza. Desde lejos intuía la heredad del punto negro que ocupaba su lunar, aquella mancha oscura que me era tan familiar, casi del tamaño de una moneda enchapada en negro que sobresalía encima de su teta derecha.

Jamás había visto a Helena desnuda, aunque no niego que en ocasiones, entre miradas furtivas y sentimientos de culpa, había fisgado entre sus piernas aprovechando un circunstancial descuido, un parpadeo, una posición oblicua, cuando se sentaba frente a mí sin ocuparse de las formas, con toda la confianza que nos daba el sabernos hermanas. Ignoro si ella hacía lo mismo conmigo, pero yo, en mis adentros, siempre me la figuré atractiva, con un pubis muy hermoso, con un cuerpo insinuante y juvenil que en mucho se parecía al mío.

Y ahora, trepada sobre aquel árbol, podía comprobar que no me había equivocado, que Helena era en efecto mucho más hermosa de lo que había supuesto. Pero esta vez no era tan sólo yo quien la admiraba en oculto sino había también otros ojos que la veían, comiéndosela a pedazos, en toda su desnudez: los ojos de otra mujer, mi cómplice de correrías, la voyeur más temeraria que me iniciara en estos juegos prohibidos.

Sentada sobre la gruesa rama de roble, me acomodé como pude para meterme una mano entre las piernas y la deslicé lentamente bajo la tela de la braga; después hundí el dedo más largo en mi vulva frotándome desesperada mientras procuraba acallar un ansioso terno de lujuria. Bajo la resplandeciente luz del dormitorio Helena se ocupaba febrilmente de su cuerpo, de sus humedades, de los bultos que adornaban su figura, de sus fisuras ardientes. Sus manos se habían perdido en las ondulaciones de sus muslos. Y afuera, junto al quicio de la ventana, otro cuerpo aún más febril que el suyo, vestido con ropas color caqui, también se doblaba ferozmente sin dejar de atisbar al interior disfrutando ampliamente el espectáculo que mi hermana escenificaba al tenor de una falsa intimidad que había sido rota abruptamente sin que ella siquiera lo intuyese.

La brutal impetuosidad del orgasmo me atiborró de sensaciones increíbles y tuve que sujetarme de la rama para no caer al vacío. Más allá, del otro lado de la tapia, otro cuerpo también se retorcía ante el perfecto escenario que le recreaban los ojos. Fue justo en aquel instante en que descubrí la figura desnuda de mi marido entrando en el dormitorio. Mi reacción no tuvo límites: creo que fue como el rutilante fogonazo de una bomba que explotara de repente ante mi cara y que, como un relámpago fueguino, me traspasara el corazón. Después ya no me atreví a abandonar mi postura.

Ahora podía ver la cara de Helena sacudirse, podía admirar su rostro ansioso y rojizo del que surgía una lengua escurridiza, lamer ávidamente frente a los muslos de mi marido, chupando aquél pene que era mío, o que yo creía que lo era, mientras sus cabellos se mecían como las crestas de unas olas oscuras en noche turbulenta, con la boca llena, ahíta, gozando del caramelo que me pertenecía. Pero no podía hacer nada. Me sentía rabiosa, impotentemente fúrica; pero admitía que al mismo tiempo un sentimiento raro e irreconocible se iba sobreponiendo al otro poco a poco, como en capas silenciosas, despertándome las ansiedades que llevaba ocultas en mi mente, en aquella parte oscura e inexplorada de mis deseos más inescrutables: Quería verlo todo.

La intensidad de mis deseos se sobreponía a aquel sentimiento de furia y desconcierto y al mismo tiempo me ataba a la rama de aquél árbol silencioso que ahora era mi cómplice, tanto como lo era la mujer policía que me iniciase en las artes del voyerismo. Ahora tenía que pagar el precio.

De hinojos sobre las piernas de mi marido mi hermana cabalgaba sobre el potro lujurioso que la penetraba traspasándole las carnes, su herida sonrosada, el primoroso brote de su pubis, que se restregaba con furia contra el peludo pubis de su amante. Al punto comprendí que Helena y yo también éramos de algún modo cómplices, aunque yo no lo supiese y ella sí. Éramos amantes del mismo hombre, gozábamos con el mismo pene, con la misma boca, con las mismas eyaculaciones. Ella y yo éramos en el fondo tan cómplices como lo era yo con Josefa, o yo con mi marido, o Helena con él mismo.

La cabalgata continuaba y Josefa no dejaba de observar, de tocarse, de deleitarse, de aprovechar aquel regalo visual. Siempre ignoré si Josefa sabría todo aquello desde antes, o si era la primera vez que lo veía, aunque no me era tan difícil suponer que no. Ella, después de todo, era también su cómplice, aunque no me lo dijera. Pero ya no me importaba. Tiempo atrás, antes de que yo descubriese las intensas pasiones que podría despertarme el voyerismo, quizás lo hubiese sentido, tal vez me hubiese partido el alma. Pero no ahora. Ahora lo podía gozar; podía gozarlo tanto como Helena, como mi marido, como la misma Josefa, la espía más atrevida que hubiese conocido.

Cuando la luz del dormitorio se apagó, decidí esperar a que Josefa abandonara el patio y se escurriera hacia la calle. Poco después volví al sitio en que había dejado mi auto.

Discurrí hacia el punto donde la vigilante descansaba entre ronda y ronda y allí la ví, fumando tranquilamente un cigarrillo, como si nada ocurriese. Me detuve a lo lejos sin apagar las luces. Ahora quería observarla con atención, como con otros ojos, otra mirada, otros sentimientos.

Al detenerme a su lado, ella se sorprendió:

-¡Pero mujer! ¿Qué haces aquí? –exclamó estupefacta.

-Acabo de llegar –dije en el tono más sosegado-. Ni siquiera en mi casa saben que he vuelto...terminé el trabajo antes de lo previsto.

Ella me miró con asombro, como si se sintiera culpable. Yo, haciéndome la ignorante, le dije:

-¿Qué tal si vamos a ver a Teresa antes de que se bañe?

-¡Pero claro! –soltó con una sonrisa. ¡Es justo la hora!

Poco después, al amparo de las sombras, fisgoneábamos juntas tras la ventana del dormitorio de Teresa, la adolescente que se levantaba temprano para tomar el camión de las cinco que la llevaba a la escuela, y quien tenía por tempranera costumbre regalarnos la masturbación más inquietante que jamás habíamos visto, antes de meterse en la ducha.

Y acá, de este lado de su ventana, en el oscuro patio, mientras nos deleitamos con el trémulo espectáculo de un gimiente cuerpo adolescente que jadea, Josefa y yo nos tocamos, abrazamos nuestros cuerpos en silencio, en cómplice ritual, gozando de nuestras carnes como dos hembras insatisfechas. Ella me ha metido la mano en la entrepierna en tanto yo la masturbo. Luego nos besamos, nos besamos largamente sin cerrar los ojos. Nuestras pupilas tienen destino: el cuerpo de Teresa a punto del orgasmo; nuestros cuerpos a punto de explotar.

Mientras Josefa me chupa ansiosamente el lunar negro, casi del tamaño de una moneda, que es como una mancha cobriza sobre mi teta derecha, gimo, jadeo, pienso en Helena.

Ahora, gracias al voyerismo he descubierto que la complicidad trae aparejados prejuicios y beneficios.

FIN.