Pasión de amor entre madre e hijo.

¿Qué me llevó aquella tarde a dilatar el tiempo que mi marido tomaba para hacerme el amor? Sé que fue debido a que nuestro hijo nos miraba fascinado, irreverente, pillo. Nuestro hijo se estaba masturbando mientras contemplaba a sus padres haciendo el amor.

La verdad es que cuando alguien te está comiendo el sexo, tumbada en la cama, tapándote la cara con una almohada para ahogar tus gemidos, retorciéndote como una culebra al son de los latigazos que tu propio cuerpo te propina al sentir cada lametazo en tu sexo… cuando alguien te lleva hasta la locura del orgasmo más salvaje y placentero que has tenido en la vida, poco te importa que quien te esté comiendo el coño sea tu propio hijo.

Sangre de mi sangre. Mi niño del alma. Aquella personita que llevé en mi interior durante muchos meses, que creció rápido, muy rápido: precoz, dirían algunos.

El placer que estaba sintiendo era antinatural porque ¿cómo era posible que mi propio hijo estuviese invadiendo mi lugar más íntimo con su lengua? ¿Cómo era posible que yo misma lo consintiese? Y aún más, ¿cómo era posible obtener tanto placer?

No sé qué responder. Solo sé que Raúl, mi hijo, acaba de quitarme la almohada de encima de mi cabeza, la almohada en la que ahogaba los desgarrados lamentos de mi placer, lamentos que me avergüenza expresar delante de él.

Raúl se afana en prodigar a mis pechos una pátina de saliva que se asemeja a un masaje con aceites. Mordisquea la fina piel y me arranca sacudidas en la espalda y me hace suspirar cuando me pellizca los botones con sus dientes. Él me sonríe y me mira mientras tiene entre sus labios una parte de mi pecho. Me gustaría pasar mis dedos por su cara y hundirlos en su pelo, acariciar su nuca y la parte posterior de sus orejas, recorrer con las yemas de mis pulgares las circunvalaciones de los pliegues de sus orejas mientras sorbe la esencia de mis pechos, mientras sorbe en busca de un néctar que, hace unos veinte años, era su principal alimento.

Pero no quiero tomarlo entre mis manos. No quiero que cuando su padre me tome mis pechos entre sus labios como ahora lo está haciendo él con tanta entrega e intensidad, cuando él y yo hagamos el amor esta noche, ajeno al incesto que estamos cometiendo Raúl y yo, cuando su padre y yo follemos no quiero que mi mirada me delate, no quiero que el titubeo de mis dedos sobre su cabeza, la comparación táctil que temo que ocurra, levante la más mínima sospecha.

No sé por qué permito que Raúl me tome. Ya no estoy segura de nada.

Se arrodilla y se sienta sobre mi vientre, introduciendo sus rodillas debajo de mis brazos para obligarme a mover los brazos, a que mis manos tomen partido. Un pene levemente curvado, grueso, cimentado en un vientre atlético, provisto de una base esponjosa de vello castaño, portando un escroto pesado, bamboleante… la polla de mi hijo surge como el tronco de árbol a abatir, cerniéndose sobre mi cara. El tallo del miembro vibra con cada sacudida de excitación de mi hijo y la punta del glande asoma por el prepucio recogido.

Trago saliva y levanto la vista hacia Raúl, el cual ha apoyado sus manos sobre mis sienes, levantando mi cabeza, llevándola al encuentro de su miembro, buscando ocultar su polla dentro de mi boca. Mi hijo me mira desde arriba, entornando una sonrisa que mezcla con un fruncimiento de labios que expresa duda y emoción a partes iguales. Mi hijo aún no sabe si voy a ser capaz de tragar su polla.

Si soy sincera, yo tampoco lo sé.

Pero, entre la duda de mi capacidad o el tembleque de mis manos al apoyarlas sobre su cintura, mis labios toman la iniciativa y apresan con entusiasmo el glande de la polla de Raúl.

Un gemido escapa de su boca mientras noto como su sexo —la polla de mi hijo— me golpea el paladar. Inicio la felación y agarro las nalgas de Raúl para impulsar bien adentro el miembro en mi interior.

Dios mío. Que alguien me perdone, pero estoy disfrutando como una chiquilla.

———DIEZ DÍAS ANTES———

Los momentos más embarazosos de tu vida surgen de repente, cuando te crees más protegida, más a salvo de la lejana posibilidad de que el oprobio y la vergüenza te golpeen.

Pero, aquella tarde, me busqué yo solita la encerrona.

Mi marido Genaro libraba ese viernes. Le debían unos cuantos días en la fábrica y, aunque no es un fanático del trabajo, cuando llegan esos fatídicos días, incongruentes con su habitual desarrollo diario de “dormir-trabajar-comer- otra vez trabajar-cenar-dormir”, Genaro se desespera. Es como una fiera enjaulada porque mi marido es bastante activo. No soporta más de media hora sentado sobre el sofá viendo la televisión (excepto en los partidos de fútbol, claro): se levanta de improviso, flexiona las piernas, retuerce su cintura en ambos sentidos y, tras esta rutina, da vueltas sin rumbo fijo por la casa adelante, deteniéndose en cualquier sitio. Le seguí durante unas cuantas veces y no cambia sus hábitos: suele dirigirse primero a la habitación de Raúl, nuestro hijo, buscando algo de conversación (que si el fútbol, que si los estudios, que si la novia, que si los amigos). Luego acecha en la cocina y ataca el frigorífico sin ningún remordimiento, zampándose sin despeinarse un paquete de yoyures, uno tras otro, o ventilándose una cuña de queso a mordiscos (al igual que yo, tiene la suerte de que su metabolismo le impide coger un exceso de peso). Una vez liquidado el hambre, se me planta a mi vera, allá donde esté, haga lo que haga, y me coge de la cintura y empieza a regalarme besos por el cuello mientras sus manos buscan el bajo de mi camiseta o de la blusa o de lo que lleve en ese momento (es muy pertinaz; siempre encuentra un hueco). Me hace cosquillas en las tetas amasándolas con sus manos mientras continúa plantándome besos a diestro y siniestro. A mí se me escapa la risa porque sus dedos me hacen cosquillas en los pezones pero luego siento su sexo crecer  entre sus piernas, bien arrimado a mi muslo o a mi culo o a mi vientre, y dejo de reír.

—Ay, no seas pesado, que no estoy para tus jueguecitos, ¿no ves la de cosas que tengo que hacer?

Pero sí que quiero. Claro que quiero. Sus dedos hacen que mis pechos se hinchen y que me suban los calores de entre las piernas; el pálpito de su sexo sobre mi cuerpo me provoca escalofríos y me hace temblar de arriba a abajo.

Él lo sabe, claro. Pero también sabe que no podemos follar así como así, con Raúl en casa, estudiando en su habitación, o con la colada por tender, o con la comida por hacer…, siempre hay algo que hacer.

Pero esa tarde Raúl ha salido con Esther, su novia —una chica estupenda aunque demasiado alocada para mi gusto—, no hay ninguna tarea doméstica a la vista y la cena aún está a dos horas vista. Mi marido acaba de volver del asalto al frigorífico y sus dedos ya reptan debajo de mi camiseta, buscando unos pechos que encuentra rápido, debajo de un sujetador. Le miro a los ojos y contemplo risueña el destellar pícaro de sus pupilas.

No puedo resistir su mirada, la misma que me enamoró hace tiempo y que aún me sigue enamorando. Le tomo la cabeza entre mis manos y le como la boca como si fuese la primera vez, hundiendo mi lengua dentro de él, saboreando su saliva como si fuese un néctar que acabase de descubrir. Genaro sabe que beso muy bien, que mis labios y mi lengua se mueven de una manera casi autónoma, independiente de mi estado de ánimo, porque sabe que cuando beso, pongo toda mi alma en el gesto. Me entrego y me descubro sin esconder nada para después. Mis labios y mi lengua son parte de lo que soy y, durante el beso, son un embajador de mi cuerpo en el cuerpo ajeno.

—¿Cuándo vuelve Raúl? —preguntó Genaro entre jadeos.

No le respondí. Al menos no con palabras; le despojé de su camisa con una sonrisa malévola en mis labios, sacudiéndome como una culebra cuando las puntas de sus dedos tropezaban con mis pezones hinchados sobre el sujetador. Abrí su camisa como si fuesen las hojas de un libro y busqué con mi lengua su pecho desnudo, sembrado de un vello mullido y suave, tierno al tacto, cálido al contacto con mis labios, palpitante al encuentro de mis mejillas. Busqué con premura sus pezones y los mordisqueé con ansia, regocijándome en su respiración tumultuosa, en sus jadeos contenidos; mi marido no quería admitir que se excitaba enormemente cuando le estimulaban los pezones —lo consideraba algo impropio de un macho—. Me divierte ver sus ojos entornados, el rubor teñir sus mejillas y su frente de un rojo encendido, sus orejas inflamarse y tornarse de color rubí. Me encanta hacer sufrir a mi marido, ver como se excita y notar como su polla crece sin remedio cuando le sorbo los pezones.

—No sigas, mujer —jadeó con esfuerzo, intentando imprimir en su voz un tono molesto y de macho doliente que no le salió.

Yo reí sin disimulo. Genaro me tomó de los hombros, apartándome de sus tetillas, y me miró con gesto grave. Reía con su gesto de macho dolido, de macho excitado al ser estimulado en sus pezones. Su mirada enconada se clavó en la mía y sus dedos me acariciaron mis mejillas encendidas y sus pulgares rozaron las comisuras de mis labios.

Nos besamos como dos chiquillos que saborean el beso por primera vez, como dos amantes que se sorprenden al encontrarse en mitad de la noche, como dos adultos que, así, de improviso, se topan con la razón por la que un día decidieron pasar el resto de su vida en compañía del otro.

Nos levantamos del sofá y caminamos entre besos y arrumacos, entre abrazos y sobeteos, hacia el dormitorio. Genaro me cogió en volandas y me depositó encima de la cama como si fuese una princesa dormida.

Pero él no era el príncipe casto y soñador de los cuentos. Se colocó encima de mí y, tras quitarse la camisa y el pantalón con dificultad (mira que los hombres siempre tienen que hacerlo difícil) me atenazó la cintura entre sus piernas y me arrancó la ropa literalmente a mordiscos. Como un perro rabioso, como un amante desbocado, como un animal que ha olido el aroma desquiciante del coño de la hembra, su raciocinio está anulado y solo el impulso de procrear dirige sus actos y sus maneras.

Confieso que me asusté al oír la tela de la camiseta desgarrarse entre sus dientes. Tuve miedo de que se rompiese y uno y la broma terminase en el dentista. Cuando tomó entre sus dientes los pantalones de mi chándal y mis bragas a la vez y tiró de ellos piernas abajo, dejé de preocuparme. Solo fue un instante, cuando su aliento encendido se posó sobre mi coño al bajarme la ropa. Pero bastó para que cogiese aire y suspirase largamente, sintiendo mis piernas temblar de emoción y mi vientre revolverse ante lo inesperado.

Genaro terminó de desnudarme tomando entre sus dientes la tira central que unía las copas y subiéndome la prenda hasta donde mis axilas permitieron, dejando mis senos al descubierto.

Yo ya no sabía qué hacer ni qué decir ni cómo comportarme ni nada de nada. La polla de mi marido pugnaba por escapar del elástico del calzoncillo y mis manos fueron directas a la cintura de Genaro para despojarle de la única prenda que se interponía entre nuestros sexos.

—La quiero ya —susurré con voz temblorosa mientras acariciaba con las yemas de los dedos el falo de mi marido.

Genaro asintió, también excitado hasta el límite y sacó un condón del cajón de la mesita. Se lo colocó con rapidez y se tumbó encima de mí, colocándome un cojín bajo mi cintura para facilitar la penetración.

El pene se introdujo sin ningún obstáculo, estaba tan húmeda que un objeto de rugosidad más acusada habría entrado con la misma facilidad.

La penumbra que dominaba el dormitorio nos envolvió y facilitó la cópula, imprimiendo a nuestro sentido del tacto y del oído una importancia mayor que la visual. Sus dedos recorrieron mi cuerpo convulso y apresaron mis pechos meciéndose con cada embestida; Genaro se alimentaba de mis gemidos y mis jadeos y me respondía con los suyos. Su aliento candente me abrasaba la mejilla cuando colocaba su cabeza junto a la mía. Yo solo era capaz de seguir su ritmo de penetración con los movimientos de mis manos por su espalda y su cintura y sus nalgas.

No sé cuánto tiempo llevábamos haciendo el amor. El orgasmo me rondaba el coño como un perro dando vueltas sobre el lugar donde aposentarse para dormir. Genaro —tengo que admitirlo: mi marido es único— sabe cómo contenerse durante el tiempo que sea necesario sin venirse dentro de mí. A mí eso me mata y me remata; acabo derrengada, pero saciada de sexo durante mucho tiempo.

El sudor hizo su aparición inevitable en nuestros cuerpos. Sus aromas y los míos se intensificaron. Sus labios buscaron el lóbulo de mi oreja izquierda y yo me sentí desfallecer al notar su saliva caliente bañando mi carne.

Entonces abrí los ojos y descubrí a Raúl espiándonos, asomando la cabeza por la puerta del dormitorio.

Me mordí el labio inferior y abrí los ojos asustada. Mantuve la mirada fija en mi hijo. Genaro continuaba comiéndome la oreja y él solo esperaba un gesto mío, un jadeo hondo por mi parte y empezaría la debacle final, el último asalto. Mi marido incrementaría el ritmo de la penetración y provocaría la eclosión de nuestros orgasmos.

Quizá eso es lo que debiera de haber hecho: poner fin a nuestro placer lo antes posible. Precipitar nuestro orgasmo para impedir que Raúl participase de nuestra coyunda. No entiendo por qué hice lo que hice, pero el ver a mi hijo Raúl, espiándonos, mirando con atención a sus padres hacer el amor (o eso quise pensar entonces), me excitó lo suficiente para seguir manteniendo el ritmo de penetraciones de Genaro sin forzar el final.

Raúl solo asomaba la cabeza por el marco de la puerta pero su cuello se ladeaba de una forma  inconfundible —dentro del contexto de la situación—, imaginándome que estarían haciendo sus manos tras la puerta, adonde se dirigirían, que parte de su cuerpo estimularían.

Su mirada estaba fija en la confluencia de las piernas de su padre y las mías, en la penumbra que ocultaba a duras penas el pene enterrarse con ritmo sosegado dentro de mi cuerpo. De repente, sus ojos ascendieron hasta mi cara y nuestras miradas convergieron.

Fue un momento único. Sentí como sus pupilas se clavaban en las mías. Raúl me miró unos instantes sin parpadear y luego entornó una sonrisa y se pasó la punta de la lengua por el labio superior. Era un gesto inequívoco, una declaración de intenciones que no podía malinterpretar.

Imagino que a cualquier madre en mi lugar se le habría revuelto el estómago. Se le quitarían las ganas de seguir haciendo el amor con su marido. Pondría, de repente, cualquier excusa y, aunque provocaría la ira de su pareja, salvaría la integridad de su familia.

Yo no lo hice. Yo no sé por qué hice lo que hice. Respondí a mi hijo lamiéndome las comisuras de mi labio superior mientras Genaro seguía hundiendo su miembro en la profundo de mi vientre. Un escalofrío me sacudió entera al hacer el gesto y recibir un asentimiento por parte de mi hijo. Era mi respuesta un gesto que no pensé, una réplica que no valoré en todas sus consecuencias. Respondí sin pensar, no sé qué se me pasó por la cabeza. Me dejé llevar por mis emociones, como solemos hacer las mujeres.

Mi hijo me mostró el resto de su cuerpo asomándose más en la puerta y constaté que tenía el miembro al aire, empuñado con una mano, mientras con la otra amasaba el contenido del escroto. Se masturbaba metódicamente, siguiendo el ritmo que su padre imprimía al penetrarme. Mi mirada iba y venía en ráfagas de su cara a su sexo, de su sexo a su cara.

No sabía qué estaba haciendo, Dios mío. Mi marido me estaba haciendo el amor mientras permitía que mi hijo se masturbase viéndonos. El temor a que Genaro volviese la cabeza de improviso hacia Raúl, porque aquél hiciese algún ruido o porque siguiese la dirección de mi mirada, mi trastocó. Temblé con la simple consecuencia que pudiera tener el enfado de mi marido o el descubrimiento por su parte de mi permiso para que Raúl nos viese.

Le conminé con la mirada a que se alejase de la puerta, a que escondiese su miembro y, si fuera posible, olvidase los cuerpos desnudos de su padre y su madre uniéndose en la cama.

Raúl me miró a los ojos entornándolos y sonrió. Distinguí la misma mirada de pillo que heredó de su padre, la misma mirada con la que Genaro me enamoró, la misma con la que me robó el corazón.

Algo en mi interior se desgarró. No lo entendí en toda su amplitud entonces. Solo sentí como una sacudida en mi cuello que me trastocó completamente.

Raúl asintió con la cabeza y marchó hacia el cuarto de baño.

Cuando solicité a Genaro que finalizase nuestra cópula mediante el hondo jadeo que teníamos convenido tácitamente, cerré los ojos, tragué saliva y mi corazón latió desbocado. Sentía como el orgasmo se desataba en mi interior como una yegua salvaje que rompe la cuerda que la mantiene sujeta.

La visión de mi hijo eyaculando sobre el bidé, el inodoro, el lavabo o sobre la pared de azulejos, inundó mis pensamientos y esa visión me acompañó durante mi orgasmo. Abracé a Genaro imaginando que era a Raúl a quien estrechaba entre mis brazos. Dejé que los labios de mi marido depositaran besos sobre mi rostro enrojecido y sudoroso y yo imaginaba que era mi hijo el que me besaba, el que me había llevado por la senda del placer, por el regocijo del sexo.

Nuestros orgasmos no fueron parejos, pero no anduvieron muy desencaminados.

—Dios de mi vida —jadeó Genaro—. Estamos sudando a mares.

Era cierto. Sentía las sábanas debajo de mí completamente húmedas. Abrí los ojos y, en la penumbra del dormitorio, vislumbré la frente y las sientes perladas de sudor de mi marido.

Genaro se tumbó a mi lado, se quitó el condón, hizo un nudo y lo dejó encima de la funda de plástico de donde lo había sacado. Nos abrazamos y nos besamos.

Pero yo no podía dejar de pensar en Raúl.

—Vístete, cariño. El niño puede estar al caer —dije en voz alta, lo suficiente para que Raúl me oyese.

Genaro me sonrió y asintió. Yo le imité y nos vestimos a tiempo para oír la puerta de casa abrirse y cerrarse.

—¡Ya estoy aquí! —dijo nuestro hijo.

Genaro me miró y silbó en silencio.

—Vaya, por un pelo —susurró sonriéndome.

Le devolví la sonrisa y me ocupé de adecentar la cama para ocultar las evidencias de nuestro encuentro marital. Pero, ¿ocultar a quién? No tenía sentido. Tampoco me preocupé demasiado al cambiar las sábanas.

¡Cuán distinta habría sido la sonrisa de Genaro de saber que su hijo Raúl se había masturbado viéndole follarse a su madre! Mi corazón se volvió loco al pensar en la posibilidad de que algún día llegara a la luz esa posibilidad. Me fallaron las piernas y me senté en el borde de la cama para tomar aire con calma. En el salón, a mucha distancia de donde me encontraba ahora, mi hijo Raúl y su padre reían y hablaban sobre fútbol. Miré de reojo la puerta casi cerrada del dormitorio y permití que a mi mente volviese el recuerdo de los ojos de mi hijo, fijos en la oscuridad instalada entre mis piernas, una oscuridad horadada por el miembro de su padre. Mis recuerdos vagaban por su mirada fija en la mía, en su sonrisa de seductor compulsivo. Me entraron los calores de nuevo y tuve que agitar la camiseta —me había puesto otra nueva porque la otra me la rompió realmente Genaro con los dientes— para airearme el pecho. Mis manos se movieron con rapidez hacia el interior del pantalón en repuesta a la demanda de alivio que mi sexo reclamaba. No comprendía el por qué mi cuerpo demandaba placer al rememorar la sonrisa de mi hijo, el sexo de mi hijo, la mirada pilla de mi hijo. Los dedos entraron dentro de la braga y se encontraron con una hendidura húmeda y dispuesta a acoger de nuevo lo que fuese necesario para calmar el fuego que me consumía por dentro.

Me mordí el labio inferior y me pasé la otra mano por la frente. Estaba ardiendo. Notaba además mi vagina receptiva e inusualmente excitada. Las humedades de mi interior desbordaban el coño y se me desparramaban por la braga. Mis dedos fueron directos a proporcionar un alivio inmediato al clítoris. Recorrí con los ojos por última vez la puerta entornada del dormitorio. Me estaba exponiendo sin razón alguna; solo yo y mi excitación creciente eran las causantes de que fuese descubierta masturbándome en el dormitorio: mi marido se alejaría dolido al pensar que había fallado al proporcionar placer a su mujer. Pero no quise parar, seguía añorando con los ojos cerrados el recuerdo del miembro de mi hijo entre sus manos, agitándose entre sus dedos, imaginando su semen caliente —humeante en mi delirante imaginación— salpicando los azulejos de la pared del cuarto de baño, cayendo entre las yendas los goterones blancuzcos. Mi hijo brindaría su orgasmo a su madre; mi cuerpo desnudo estaría en su imaginación y mi hijo imaginaría tenerme para él, sus manos me recorrerían el cuerpo entero, explorando cada recóndito lugar de mi anatomía, buscando acrecentar mi excitación, rompiendo las ataduras de mi raciocinio, dejándome llevar por el placer de ser estimulada por las manos de mi niño.

A cada segundo que transcurría me iba caldeando más y más.

¡Qué locura, Dios mío! Me estaba dejando llevar por una imaginación que atravesaba sendas prohibidas, que exploraba lugares que no debían permanecer ocultos.

Cuando abrí los ojos, Raúl estaba sentado a mi lado. Se había bajado la bragueta de sus vaqueros y empuñaba su miembro erecto con una mano. Y con la otra mano, en el aire, entre él y yo, dudaba si posarla sobre mi hombro.

Mis ojos se movieron veloces de su miembro a sus ojos, de sus ojos a su mano dispuesta a tocarme. Sus labios entreabiertos, su mirada lánguida, su respiración agitada, su miembro hinchado y reluciente… casi me da un ataque al corazón. Busqué con la mirada la puerta del dormitorio y la encontré cerrada.

—¡Estás loco! —le susurré sin sacar mi mano de entre mis piernas, dotando así de una locura mayor a mis palabras— ¿Qué quieres,  que tu padre nos descubra?

—Papá está engullendo varios yogures —me contestó tras unos segundos. Su mirada bajó hasta el lugar que había entre mis piernas, allí donde mi mano continuaba amasando mi sexo con furia desmedida.

Su otra mano se posó al fin sobre mi hombro y el contacto fue electrizante. Pegué un respingo y casi me caigo del borde de la cama. Raúl me sujetó de la cintura, dejando libre su miembro. Casi desfallezco al ver el tamaño de la polla de mi hijo, un ejemplar magnífico, algo más grande que la de Genaro, ligeramente curvada hacia adentro, dotando al tallo del miembro de una figura sinuosa, hipnotizándome sin poder evitarlo.

—Me vas a matar del disgusto —acerté a decir con el aire saliendo a trompicones de mi boca. No podía apartar la mirada de su polla. Mi vida entera se reducía a arrancar de mi coño un orgasmo viendo como la polla de mi hijo se mantenía erecta delante de mí.

Sus manos recorrieron mi espalda y se detuvieron sobre mis hombros cuando estuvo seguro que no me caería. Sus dedos presionaban sobre mi carne con una firmeza especial. Levanté la mirada hacia sus ojos y sus pupilas me devoraron  sin poder defenderme. Sus párpados entrecerrados escondían un destello que me hechizaba y su sonrisa de pillo no hacía sino provocar en mi interior una agitación difícil de mantener.

Cuando el éxtasis me invadió, cuando mis dedos presionaron hasta llegar a la cima, todo mi mundo se vino abajo. Entre los brazos de mi hijo, con su miembro implorando un consuelo labial que me costaba reprimir, sintiendo la firmeza de sus manos sobre mí. Todo aquella amalgama de sensaciones hicieron que mi cuerpo se redujese a un mero revoltijo que se agitaba y se revolvía al son de los latigazos del orgasmo.

—Dios, dios, dios —me decía en voz baja sintiendo como desfallecía sin remedio.

Apreté con fuerza los muslos para intensificar la sensación gloriosa del placer desparramándose por todo mi ser. No me preocupaba de mi verticalidad ni de mi seguridad. En brazos de mi hijo me sentía segura y confortable y me dejaba llevar por la experiencia del goce auténtico, del goce de dejar que el cuerpo hiciese lo que quisiese. Me daba igual todo, nada importaba sino el dejar que el placer rebosase mis sentidos y todo se redujese a una explosión de colores que se manifestaban bajo mis párpados al son de las contracciones de mi vagina.

Cuando volví en mí, me levanté despacio. Estaba disgustada conmigo misma. Sentía que algo en mi interior había traspasado una frontera que jamás debía haberse franqueado.

—Aparta eso de mi vista —le espeté a mi hijo mientras me secaba el brillo de mis labios con el dorso de la mano que había utilizado para darme placer.

Raúl me miró sin comprender. Pobre niño mío. Estaba confundido y no sabía qué hacer ni qué decir. Y toda la culpa era mía, enteramente mía.

—Vístete y olvida lo que hoy ha sucedido. Borra de tus recuerdos lo que has visto, lo que has tocado, lo que has olido. Bórralo todo.

—Pero, mamá…

Al oír aquella palabra, “mamá”, algo en mi interior se desgarró. Aún tenía el dorso de la mano sobre mis labios y el aroma del interior de mi sexo inundaba mis fosas nasales. La mezcla de emociones que me produjo nombrarme así y, a la vez, oler las humedades de mi sexo provocó en mi fuero interno un cortocircuito.

Le solté un guantazo en la cara.

—Bó-rra-lo —repetí articulando las sílabas.

Se llevó una mano a su mejilla golpeada y el alma se me partió en trocitos diminutos. Retrocedí mientras me agarraba el cuello de la camiseta y pugnaba por dejar escapar de mis labios una palabra de perdón.

No lo hice. Salí del dormitorio y me refugié en el cuarto de baño, a salvo de su mirada inocente, de su mirada emocionada, de su mirada dolida, de su mirada acusatoria. De la mirada de mi niño.

Me senté sobre el inodoro y enterré la cara entre mis manos, dejando que las lágrimas desbordasen los cauces de mi estabilidad. Todo mi mundo se venía abajo, todo mi ser se fragmentaba y se descomponía a una velocidad pasmosa. ¿Qué me estaba pasando, cómo era posible que pusiese en peligro mi matrimonio, el cariño de mi marido, por un amor que me costaba digerir pero que no tenía más remedio que aceptar? Un amor que estaba prohibido desde su inmediato nacimiento, un amor procedente de un sentimiento antinatural.

Pero no podía negarlo ni dar la espalda a ese amor que me paralizaba y me emocionaba como ningún otro, un amor que, quizá, debido a su prohibición natural, resultaba aún más atrayente, un amor por un hombre que había gestado en mi vientre, había alimentado de mis pechos y había educado con paciencia. Un hombre al que yo misma había inculcado la idea de que era mejor dejarse llevar a veces por los sentimientos antes que por la razón.

Lloré amargamente. Lloré porque sabía que ante un gesto mío, ante un susurro de mis labios, mi hijo Raúl se postraría a mis pies. Obedecería mis palabras sin ponerlas en duda, seguiría mis pasos sin vacilar. Mi niño me daría placer sin fin si yo lo quisiera. Pero no lloraba porque tenía pleno convencimiento de que él me obedecería.

Lloraba porque sabía que yo tampoco podría negarme a obedecer sus órdenes.

Los días posteriores a aquella tarde se fueron convirtiendo en una tortura que se desataba en mi interior. Mis pensamientos terminaban por converger en mi hijo, lo quisiera o no. Al hacer la compra, al hablar con las vecinas, al hacer la comida, al salir a dar un paseo… todo convergía en Raúl de un modo u otro. Y siempre que ello sucedía, mi cuerpo respondía del mismo modo; atacándome mediante un sofoco intenso que me paralizaba en mitad de la tarea que estuviese realizando, dominándome el recuerdo de aquella tarde con sus brazos alrededor de mí mientras el placer me sacudía el cuerpo. Su miembro estuvo en aquel momento al alcance de mi mano y juro ante quien sea que nada me hubiese gustado más que empuñar aquel sexo, carne de mi carne, estimularlo con mis labios y sorber hasta la última gota de semen que contuviese. Daría mi vida por yacer junto a mi hijo y besarle todo el cuerpo, acariciar los contornos de su cara, aspirar el aroma de su piel, dejarme llevar por los latidos de su corazón, embriagarme con su aliento encendido.

Y cada vez que me dejaba llevar, cada instante en que permitía que aquel pensamiento, aquella situación imposible, se adueñase de mi mente, me mortificaba de mil maneras y me hacía doblarme sobre mí y debía sentarme en cualquier sitio o apoyarme en algo o alguien porque sentía que la vida se me escapaba, que mi imaginación me llevaba por sendas que solo podían desembocar en pesares y amargos desenlaces.

Pero ya no podía negarlo, ya no podía desentenderme de la idea innegable que se había adueñado de todo mi ser: a cada día que pasaba más crecía el amor por mi hijo.

Seguía enamorada de Genaro y de ello estaba completamente segura. Mi marido representaba todo mi sustento emocional, un asidero donde apoyarme, los cimientos de mi vida, y sin él la propia vida no tenía sentido. Pero, en muy poco tiempo, antes de lo que pensaba, mi hijo se había afianzado como un nuevo asidero en mi vida, un segundo punto de apoyo sobre el cual cimentar mi  atribulada vida emocional. Raúl se había convertido en alguien imprescindible para mí.

Un único pensamiento me mortificaba y oscurecía la imagen de mi hijo amándome, tomándome una y otra vez, sin descanso, deshaciéndome y desmenuzándome entre sus brazos. Y ese pensamiento mortificante lo ocupaba Esther, la novia de mi hijo. El imaginar que esa jovencita, un año más joven, fuese la depositaria de todas las caricias, de todas las ternuras, de todos los abrazos, de todos los besos de mi hijo, encendía mi cólera y liberaba mi envidia hasta límites que me asustaban.

Había pasado una semana. Era sábado, de madrugada y Genaro y yo estábamos durmiendo. Un ruido me despertó. Mi marido dormía profundamente, totalmente ajeno a aquello que me había desvelado.

Eran ruidos casi inaudibles, tintineos ocasionales, una risa contenida, el sonido de unos labios propinando un beso.

No era la primera vez que Raúl, refugiándose en la aparente salvaguarda de la noche, amparándose en un oscuridad que, tarde o temprano, siempre acababa, traía a Esther a casa, se metían en su habitación y hacían el amor hasta quedar reventados para después marcharse, acompañando mi hijo a Esther hasta su casa. No aparecían todos los fines de semana. Supongo que debían alternar las casas para no despertar demasiadas sospechas. Cuando me encontraba con la madre de Esther no hablábamos sobre ello. En realidad no hablábamos mucho de nuestros hijos ni de su relación. Creo que, precisamente por no querer tocar el tema, ambas participábamos de la complicidad que la noche, el fin de semana y nuestras casas proporcionaban a nuestros hijos.

Pero ese sábado era diferente. En otras ocasiones habría sacado los tapones para los oídos y me refugiaría en el indolente eco de los latidos de mi corazón, durmiéndome y rezando para que mi hijo y su novia estuvieran lo suficientemente sobrios para interponer un condón entre sus sexos. Pero este sábado era distinto.

Me levanté despacio, cuidando de no provocar ruidos que delatasen mis intenciones. Me calcé las babuchas y me estiré la camiseta larga que usaba como ropa de dormir. Debajo de ella no llevaba más que unas bragas. Anduve en silencio y abrí la puerta de nuestro dormitorio evitando causar el más mínimo ruido. Me acerqué por el pasillo pegada a la pared, envuelta en la oscuridad, hasta la habitación de Raúl. A medida que me acercaba las risas contenidas y algún que otro gemido se iban haciendo más evidentes. Mi hijo y su novia estaban preparando una sesión de amor de madrugada.

La puerta estaba cerrada. Me fijé en la rendija que había bajo la puerta y noté como la luz se filtraba hacia el pasillo. La habitación de mi hijo tenía cerradura; al inicio de su adolescencia, Raúl comenzó a descubrir el poder de la intimidad y su padre le había cambiado el cerrojo de su habitación por uno de cerradura. Con la entrega simbólica de una llave de la que le aseguramos que solo existía una copia, conseguimos que aquel maremoto de hormonas que era nuestro hijo estuviese calmado por una buena temporada. Una vez pasada la adolescencia, la cerradura siguió allí; nos habíamos acostumbrado a llamar a su puerta antes de entrar, a esperar una palabra suya para permitirnos el paso —tanto que a veces, cuando él no estaba, temíamos invadir su habitación sin su permiso, aunque solo fuese para hacer su cama o para pasar el polvo—.

Lo que Raúl no sospechaba era que la cerradura no era tal ya que si, en vez de presionar hacia abajo la manivela del pomo para abrir la puerta, se levantaba hacia arriba, se salvaba el escollo del cerrojo, liberando el pasador sin obstáculo alguno.

Mi marido y yo jamás habíamos osado hacer uso de aquel otro movimiento. Cometer aquel sacrilegio, levantando la manivela del pomo, habría provocado la pérdida de confianza de nuestro hijo para con nosotros. Algo que sabíamos que no podríamos volver a recuperar.

Pero aquella noche, oyendo a mi hijo y su novia disfrutar de los placeres del sexo, del poder del beso, del bálsamo de un abrazo, no pensé en las consecuencias. Simplemente, sin detenerme a meditarlo, levanté el pomo sin dudarlo.

El cerrojo no hizo ningún ruido, señal de que no estaba echado: habían cerrado la puerta únicamente. Entorné la puerta con suavidad, creando una rendija casi invisible, pero suficiente para que pudiese atisbar con un ojo en el interior de la vida de mi hijo y su novia, para que pudiese colarme en aquel remanso de intimidad que aquellos dos jóvenes necesitaban para satisfacer sus ansias exploratorias de la sexualidad y el amor humanos.

Fue algo instantáneo, casi eléctrico. Todo mi cuerpo vibró al descubrir la escena que se desarrollaba en la habitación de mi hijo. Eché mano del interior de mi braga y no creo que sacase esa mano de entre mis piernas durante un buen rato.

Tenían encendida la luz de las dos mesitas que flaqueaban la cama de mi hijo. Raúl se había sentado en el fondo de la cama, apoyando la espalda en el cabecero, mientras Esther se había arrodillado entre sus piernas, realizándole una magnífica mamada mientras ella misma se estimulaba su sexo con la otra mano.

Raúl me descubrió en pocos segundos. Su mirada preñada de satisfacción y consuelo gratificante se desplazó del rostro de su novia hacia la puerta, entornando los ojos. Sus labios, que antes entornaban una sonrisa a la vez que dejaban escapar gemidos y jadeos, adquirieron otro sentido al mantener la vista fija en la fina abertura de la puerta.

Esther se aplicaba con maestría en proporcionar a mi hijo y a su coño un regalo de saliva y frotamientos dignos de la felatriz más experimentada. La novia de mi hijo tenía un culo redondo, bien proporcionado, y estaba igual de desnuda que mi hijo.

Tras varios minutos en los que Esther continuó la felación y yo amasaba mi sexo bajo la braga, alcancé mi orgasmo. No fue un placer desbordante ni cuajado de fuegos artificiales, como ocurría frecuentemente con Genaro. No había podido expresar mi placer por medio de ruidos y gemidos ni había sentido el turbador avance de un miembro en mi interior, desatornillando mi coño, descerrajándome una polla en el centro de mi alma. No me enorgullezco de haberme corrido viendo como se la mamaban a mi hijo. Y mucho menos si descubriesen que durante los minutos en los que mis dedos escarbaron en el interior de mi hendidura, apenas vislumbré el aparato de Raúl, teniendo que conformarme con su mirada cómplice, su lengua asomarse juguetona entre sus labios y sus gemidos roncos. Durante toda  la felación mis dedos desbrozaron mi interior, de un modo parecido a como lo hacían los de Esther con su coño, en el centro de un culo tiznado, como un melocotón maduro cuyo interior desbordaba jugos y néctares a la misma velocidad que su boca embadurnaba con saliva viscosa el pene de mi hijo.

Me escabullí hacia el cuarto de baño casi de rodillas pues mis piernas aún reflejaban con un temblor acusado el extremo placer que yo misma me había provocado. No había sido un placer extremo pero si fue suficiente para manchar mi braga con una humedad bastante incómoda.

Me deshice de la prenda interior tirándola al cesto de la ropa sucia y me senté en la taza del inodoro. Necesitaba calmarme. A diez metros escasos mi hijo estaría ahora haciendo muy feliz a una mujer. El problema no era que lo pudiese hacer mejor o peor. El problema era que yo no era esa mujer.

Ese pensamiento me desasosegaba enormemente y me provocaba taquicardias porque sabía ver la inviabilidad de mis anhelos pero no podía desoír a mis emociones ni mis sentimientos. Amaba a mi hijo, deseaba poseerlo y que él me hiciese suya y me castigaba por tener esos pensamientos antinaturales.

Enterré la cara entre mis manos y me puse a llorar.

No era justo. ¿Por qué ese sentimiento tan perverso había anidado en mi interior? Por qué, quién quiera que fuese, me estaba provocando una pena tan horrenda, un rechazo tan visceral. No era justo. Incluso llegué a pensar que, una semana atrás, cuando Raúl nos descubrió a su padre y a mí haciendo el amor, la actitud de mi hijo fue natural, la de cualquier hombre que se excita al ver a una mujer desnuda, sometida bajo el yugo que un hombre le proporciona en la cama, recibiendo en su interior al miembro masculino, saciando el hambre y la sed a golpe de polla.

Pero yo era una mujer, alguien a quien se supone que las hormonas no dominan. Y ya tengo una treintena larga, casi rondando los cuarenta. Debería estar ya de vuelta con todo esto .Y, sin embargo, no era así. ¡Qué Dios más cruel el que permite que una mujer sea objeto de los vendavales del amor, el que consiente que los sentimientos de una mujer se impongan a sus creencias y su raciocinio!

La puerta del cuarto de baño se abrió y entró Raúl, cerrando tras él.

Supe que mi rostro estaba cubierto de lágrimas, que mi pelo estaba revuelto y caía en desorden por mi cara y que mi cuerpo aún reflejaba las violentas arcadas de un sexo gratificado. Raúl llegó desnudo, con su cuerpo viril y joven mostrándose en toda su amplitud y gloria, con su sexo medio erecto y su cara cubierta de una pátina de sudor.

Me tapé la cara con las manos y caí al suelo arrodillándome, muerta de vergüenza.

—¡Qué haces aquí, por Dios bendito! —gemí dejando escapar más lágrimas. No quería ver el cuerpo desnudo de mi hijo y tampoco quería que él me viese así de fea, así de arrastrada, mendigando un orgasmo mientras violaba su santuario de intimidad.

—Le dije a Esther que necesitaba mear.

—Vete, hijo mío, marcha de aquí, por lo que más quieras.

Escuché como Raúl se arrodillaba enfrente de mí y posaba sus manos en mis hombros.

—Lo que más quiero me pide que me vaya nombrándose a sí misma.

Estallé en un mar de lágrimas al escuchar sus palabras. ¿Cómo decirle, cómo explicarle a tu hijo que tú también le amas pero que no puede ser, que aquello que te carcome y te revienta por dentro debe interponerse entre vosotros? No podía darle una torta como la vez anterior. Aquello fue un error de niña consentida, de una cría irresponsable.

Raúl me tomó la cara por las mejillas y me levantó el rostro hacia el suyo. Sus dedos despejaron mi cara de los mechones foscos que ocultaban mis ojos y sus labios secaron mis lágrimas con suaves besos que caían por doquier en párpados, mejillas, entrecejo, frente, sienes, nariz, comisuras.

No me arrepiento, juro que no me arrepiento. No sé si estuvo bien o si estuvo mal. Pero cuando sus labios se encontraron con los míos, cuando el sabor salado de mi llanto traspasó mis labios, me sentí morir de gusto. Me embargó una felicidad y una dicha comparable a la dicha que aquel chico me regaló cuando se me presentó en el instituto, aquel que insistió e insistió en salir conmigo hasta que consentí allá por COU, hasta que decidí que sería el hombre de mi vida en la universidad, hasta que decidimos tener un hijo cuando tuvo un trabajo estable. Raúl se fundía en mi cabeza con el recuerdo de su padre y los dos juntos formaban el pilar central sobre el que se aposentaba mi vida y mi realidad. Y no podía negarlo.

No podía evitarlo, no podía volver la espalda a algo que resultaba tan evidente. Nuestras lenguas traspasaron los labios y mis manos buscaron su espalda como si fuese un flotador en mitad de un océano revuelto. Sentía su sexo crecer y empalmarse junto al mío y no me importaba, sino que me regocijaba en la incontestable sensación de placer que me provocaba el saber que mi cuerpo maduro excitaba y gustaba y emocionaba a mi hijo Raúl.

—Marcha, por favor, marcha, mi amor —supliqué cuando sus manos levantaron mi camiseta en busca del contacto de mi piel desnuda contra su piel desnuda. Nada me habría hecho más feliz entonces pero no podía ser. Yo debía estar dormida al lado de mi marido y él debía colmar de caricias y amor y placer a Esther.

Pero sus manos me despojaron de la camiseta y yo no hice nada por detenerlas. No lo hice porque a cada segundo de contacto de su cuerpo con el mío, a cada aspirar de su aliento sobre mi cara, mis temores se iban diluyendo en unos sentimientos que yo consideraba imposibles de contener, imparables en su magnitud, sin detenerme a pensar si eran o no compatibles con las reglas de convivencia modernas.

Sus manos se dirigieron hacia mis pechos y mi sexo. No pude discernir si la realidad era sueño o al revés. Solo me preocupaba de seguir haciendo sitio en mi feliz corazón a aquel torrente incontenible de placer que me recorría de la cabeza los pies, que me hacía vibrar como un maremoto de placeres y que hacía recorrer a la velocidad de la luz infinitas sensaciones de cada molécula de mi cuerpo hasta mi cerebro.

—Por tu vida, vete —acerté a implorar, al borde del éxtasis absoluto.

Raúl se levantó y no osé girar la cabeza para mirarlo. Si lo hacía sabía que nada ni nadie en este mundo me impedirían tomarlo entre mis brazos y hacerlo mío hasta perder el sentido.

—Mamá…

—Tu novia te espera… —susurré con tono enconado, sin poder evitar el desagrado de saber que el contacto de su cuerpo, el placer que sus manos proporcionarían, el divino goce que sus labios provocarían, el litúrgico orgasmo que su miembro haría desembocar… todo aquello no sería para mí, sino para otra mujer.

Raúl se marchó sin decir nada más y yo volví a la cama junto a mi marido, con millones de espinas clavadas en mi alma y el tormento abrasador de saber que el hombre al que amaba estaría en los brazos de otra mujer. Me acurruqué en la oscuridad junto al cuerpo de Genaro y suspiré hondamente.

Al día siguiente y al posterior intenté evitar los encuentros a solas con mi hijo. Dejé de hacerle la cama cuando marchaba a las clases de universidad por la mañana porque no quería estar en su dormitorio, aquella habitación en la que había prodigado placeres infinitos a una hembra no era yo. Me refugiaba en los brazos de Genaro como una casta doncella y, si no había más remedio que mirar a los ojos a mi hijo, los encuentros visuales eran cortos y certeros. No quería por nada del mundo que el gran amor que sentía por mi hijo se manifestase de improviso, en medio del peor momento. Así de vulnerable me sentía, sin poder hacer caso ni confiar en los impulsos de mi cuerpo.

Genaro llamó al día siguiente por la mañana, estando yo sola en casa, para decirme que tenía que hacer horas extra, que no vendría a comer y, seguramente, la cena estaría fría cuando llegase. Colgué el auricular del teléfono con lentitud, con el corazón latiendo desbocado y las ansias de saberme desprotegida, a merced de la tormenta de mis emociones, pero libre para decidir.

Solo debía tomar una decisión, solo una. Podía enfrentarme a todo lo establecido y seguir por la senda de la prohibición  cuyo camino sabía sin ninguna duda que me llevaría hasta donde yo quisiera… o podía resignarme a permanecer impasible e indolente.

Me senté en el sofá y miré la pantalla apagada de la televisión. Mentiría si dijese que pasé toda la mañana pensando en ello. En el fondo sabía perfectamente qué decisión tomar. El problema era si mi mente racional lo echaría todo a perder, si los prejuicios que me había inculcado esta sociedad restrictiva y cínica, esta sociedad amoral e individualista, frenarían mis deseos de felicidad.

Cuando llegó Raúl de las clases de la universidad le recibí con un abrazo y un beso largo y profundo, tan lento en el tiempo como intenso en el paladar. Mi hijo tiró la mochila al suelo y me llevó en volandas en dirección a su dormitorio. El recuerdo de su novia me echó para atrás.

—No, en el mío, hijo mío, en el mío que en el tuyo no podría, de verdad.

Nos besamos como los enamorados que somos, conociéndonos a través de la saliva, a través del aliento que traspasa nuestros labios. Sus manos buscan debajo de mi camiseta y liberan el broche del sostén para quitarme luego las dos prendas de un solo movimiento, dejándome el torso desnudo. Hice lo propio con su camisa y su camiseta interior y nos abrazamos sin restricciones, participando mutuamente del calor que desprendían nuestros pechos, del roce de nuestros pezones, de la presión de nuestros vientres al tomar aire desordenadamente. Sus dedos recorrían mis mejillas y mi cuello y se detenían en mis sienes para luego hundirse entre los mechones de mi cabello. Gemí y me retorcí placenteramente, ronroneando palabras de amor, repitiendo un “te quiero” a su “te quiero”, respondiendo con un beso a su beso, un aliento a su aliento, una caricia a su caricia.

Cuando su cabeza descendió por mi cuello, por mi pecho, hundí mis dedos dentro de su cabello. Mi hijo tomó uno de mis senos entre sus dedos y alzó el pezón delante de sus ojos para luego devorarlo entre sus labios. Un latigazo de placer me sacudió la espalda y me hizo arquearla como una gimnasta, ofreciendo mis pechos al designio de su boca, sometiéndome a la condena de su lengua. Sus manos reptaron por mis costados, regocijándose en la espalda tensada, recorriendo con la punta de las uñas la piel estirada y ardiente de mi cuerpo. Ofrecía mi cuerpo a mi hijo como prueba de mi entrega absoluta.

No pude evitar el desasosiego de pensar qué ocurriría cuando Genaro lo descubriese. Porque lo descubriría, es solo cuestión de tiempo. Mi marido no era una persona tonta ni tampoco pretendo ocultárselo. He decidido que ocurrirá lo que tenga que ocurrir.

Mi hijo me empuja con suavidad para tenderme sobre la cama. Termina de desnudarme con lentitud, exponiendo mi cuerpo entero a su designio. Raúl se recrea y detiene y luego continúa, con mirada embelesada, el lento contemplar y oler y tocar todas las curvas de mi cuerpo, en las zonas velludas, en las zonas lisas, en la laxitud que la edad ya no perdona, en las pecas y los lunares. Y yo sonrío y me río al ver su ensimismamiento y su candor genuinos. Me despoja de toda mi ropa y yazco junto a él, tan desnuda como frágil, sometiéndome al arbitrio de unos ojos jóvenes acostumbrados a ver cinturas imposibles, pechos hinchados y levantados, maquillajes cadavéricos, depilaciones integrales y tacones suicidas. En su lugar yo le ofrezco la apacible ternura de la carne dispuesta, la piel ardorosa y el titubeo de la indecisión que los años no mitigan. Le ofrezco mi sonrisa de madre, sonrisa de ternura y amor a partes iguales porque el hombre que ahora desnudo para mí, el hombre que posee un miembro que anhelo tener en mi interior, que palpo y froto y río cuando él se agita riendo, ese hombre sigue siendo mi niño del alma, el hijo de mi corazón. Carne de mi carne, alimentada con mi cuerpo. Entraña de mis entrañas.

Raúl se tumba encima de mí y presiona con su cintura su sexo sobre mi sexo. Sonrío porque me hace cosquillas. Flexiono las piernas y las paso por encima de su culo, para hacerle partícipe de la dicha que siento al tenerle sobre mí, al elegir mi cuerpo de mujer madura, de madre, al elegir mi cuerpo como lugar de descanso y placer.

Le abrazo y le beso. Le beso más y aún más todavía.

Dios mío. No sé cómo acabará todo esto.

No lo sé ni me importa.

——Ginés Linares——