Pasión con la tribu Etoro
De cómo un naufragio en el Pacífico sur me llevó a conocer a los Etoro y sus prácticas sexuales.
Me llamo Miguel, tengo 45 años y soy madrileño. Siempre me ha gustado la navegación, y en mi velero he recorrido todos los mares del mundo. Hace unos años viví una experiencia inolvidable que voy a proceder a narrarles. Me hice a la mar con mi velero de 40 pies presto a recorrer los mares del Sur. Mi objetivo era navegar por el Suroeste del Pacífico, visitando los numerosos archipiélagos de la zona.
Llevaba ya muchas singladuras cuando una tormenta me atrapó en el Mar de Arafura, al suroeste de Papúa Nueva Guinea, pese a mis esfuerzos, mi velero naufragó y a duras penas, en una embarcación auxiliar conseguí llegar a una costa cercana. Había perdido todos mis instrumentos de navegación, y estaba exhausto, sin víveres en una isla situada entre Australia, Indonesia y Papúa Nueva Guinea. Después de descansar decidí realizar un reconocimiento de la isla, para averiguar si se trataba de la costa de una de las islas mayores o de una isla menor. Si la tormenta me había arrastrado hacia levante, podría haber llegado hasta el estrecho de Torres, entre Australia y Nueva Guinea, estando, como finalmente concluí, en una de las pequeñas islas que forman parte de Papúa Nueva Guinea. Me sentí inquieto, porque había leído acerca de la existencia de tribus aisladas de la civilización que incluso practicaban el canibalismo.
Después de dos días de recorrer la isla por la costa y alimentarme de frutas y cangrejos, decidí aventurarme al interior. La isla parecía grande, pero sin duda no era la propia Papúa, sino que debía tratarse de una isla sita al sur de la principal que formaba el país.
Llevaba varias horas caminando cuando de repente oí ruidos acercándose a mí entre la espesura. Me puse en tensión, podría ser un leopardo. De repente surgieron ante mí cerca de una docena de indígenas. Eran todos hombres, de entre 20 y 60 años de edad aproximadamente. Llevaban pequeñas lanzas, como de metro y medio, y arcos y flechas muy pequeños. Eran de aproximadamente 1,70 metros, más bajos que yo, salvo uno de ellos que mediría como 1,85 metros, unos dos o tres centímetros más que yo. Todos ellos llevaban pinturas en su cuerpo, pero iban completamente desnudos (y alguno calzaba un buen aparato tengo que decir). Hasta ahora no he dicho nada de mis preferencias sexuales. Me considero bisexual, y aunque no tengo pareja estable, ni soy muy promiscuo, disfruto de relaciones muy placenteras con otros hombres. Me considero pasivo cuando estoy con otro hombre, y me gusta que sean fuertes y viriles. Así era este formidable guerrero que tenía ante mí. Eran negros, pero distintos de los de África, tenían unos rasgos exóticos muy atractivos. Mi guerrero era musculoso y tenía una verga bastante interesante.
Creo que nunca habían visto un blanco en su isla, mostraron curiosidad, pero no fueron agresivos. Me llevaron a su poblado. Era un poblado sencillo, en un pequeño claro en la selva. Serían unos 50 guerreros, y junto con las mujeres, ancianos y niños, unas 150 personas. Me acogieron en la tribu con amabilidad, dormía en una choza común con un grupo de 20 o 30 jóvenes (he de decir que al principio me sorprendió, pero luego entendí porque me ubicaron allí). Todo el mundo tenía tareas asignadas. Yo, junto con los jóvenes, ayudaba a los ancianos y mujeres. Los guerreros combatían entre sí, cazaban y pescaban, y así transcurrían los días. Poco a poco aprendí su lengua, mezcla de gestos y un vocabulario limitado. Yo de vez en cuando buscaba con la mirada a mi guerrero, al que había bautizado como Lebrón, por su tamaño y fortaleza. Cada vez que le veía no podía evitar dirigir mi mirada a su enorme polla (urka, en su lengua), de hecho, creo que se dio cuenta y se exhibía ante mí riéndose. Le pregunté si podía ir con ellos a cazar y él me dijo que esperara.
De repente, un día nos convocaron a todos los jóvenes de la choza y nos llevaron ante el jefe de la tribu. Entendí que ya era el momento de aprender a ser guerreros. Así, nos asignaron un guerrero a cada grupo de cinco o seis aspirantes y nos mudamos a su choza con él. Yo tuve suerte y me toco con Lebrón (aunque creo que fue él quien me eligió y no el azar). Lebrón nos llevó a su choza, y lo primero que nos enseñó fue a fabricar y preparar las armas. Estuvimos un par de horas practicando, y entonces nos llamó a todos. Nos hizo recoger unos cuencos y nos dijo que era hora de probar su néctar. Yo no sabía a qué se refería, pero me senté con mi cuenco junto a los otros aprendices y entonces Lebrón se plantó frente a nosotros, y como el que no quiere la cosa se empezó a masturbar. Yo estaba atónito. No podía creer lo que veía. Ahí estaba ese dios de ébano pajeándose frente a nosotros y todos allí sentados. Su polla era enorme y bellísima. El me miraba fijamente mientras se masturbaba. Yo tenía el rabo más duro que la quilla de mi barco. Entonces empezó a correrse, y los aprendices acercaron su cuenco. Lebrón apuntó su polla y comenzó a caer su leche en los cuencos. Yo espabilé y acerqué el mío también. Cuando terminó, los seis cuencos tenían una pequeña cantidad de semen, y de repente comenzaron a bebérselo. Yo no daba crédito a la situación. Se me quedaron mirando así que, por temor, y por deseo, me bebí mi parte. El semen de Lebrón era bastante líquido y tenía un agradable sabor agridulce (luego aprendí que bebían una infusión de hierbas de la zona para ello). Después nos fuimos a dormir. Entonces recordé haber leído una historia de una tribu, los Etoro, que vivían en la zona y que alimentaban con semen de los guerreros a los jóvenes para darles su fuerza. Que suerte la mía pensé.
El ritual se repetía todos los días, pero yo estaba más caliente que un mono y quería más de Lebrón. Para ello fui trazando un plan. Un día me hice el remolón y mi cuenco se quedó sin llenar. Los otros aprendices se marcharon y quedé yo con el cuenco vacío arrodillado ante Lebrón. Con la verga aún dura y palpitante a escasos centímetros de mi cara. Él me miraba con curiosidad, como esperando a ver qué hacía yo. Le dije que quería mi ración de leche y él se abrió de brazos como diciendo “ya no queda”. Le dije que seguro que algo quedaba en su gran urka, la mayor de la tribu (eran muy vanidosos y los halagos resultaban muy eficaces) y que podría sacarla. Me dijo que adelante. Así que tomé su polla con mi mano derecha, la acaricié un poco, aún estaba tiesa, como el mástil de mi barco. Puse la lengua bajo el capullo y la exprimí con la mano. Un par de goterones de semen cayeron sobre mi lengua. Los saboreé con vicio y los tragué. Pero ahí no paré. Me metí el glande en la boca y seguí pajeando y chupando a la vez. Creí que Lebrón se desmayaba. Se corrió otra vez, ahora en mi boca. Saboreé ese jugo con gran placer. Lebrón sonrió, dijo que él me daría todo el néctar que quisiera para que me hiciera un gran guerrero como él. Menudo cabroncete está éste hecho, pensé para mis adentros.
A partir de ese día, Lebrón pidió al jefe de la tribu reasignar al resto de aprendices. Dijo que yo tenía un gran potencial y que sólo podía dedicarse a mí. Desde ese momento, todas las tardes al anochecer, mi gigante de ébano me ofrecía su sabrosa polla. Yo la chupaba y la chupaba, y él se derramaba en mi boca. Sus jugos no sé si me hacían más fuerte, pero sí desde luego más feliz. Su dulce sabor era un manjar para mí, y notar su grande, caliente, dura y sudorosa verga en mi boca era un éxtasis de placer para mí.
Un día le dije que había otra forma de darme parte de su fuerza. Le dije que lo hacíamos en mi tribu. Sintió curiosidad. Le explique que su rabo tendría que entrar en mí por detrás y derramarse dentro. Que así mi espalda se volvería ancha y fuerte como la suya. Él me dijo que había visto una vez a un orangután viejo hacérselo a uno joven y que no sabía por qué, pero que ahora lo entendía. Así que nos preparamos. Le unté su polla con un ungüento como lubricante y me metí un par de dedos untados para ir ensanchando. Me puse en cuatro patas en el suelo y él se arrodilló tras de mí. Cuando empecé a notar su capullo en la boca de mi ano casi me corro del gusto. Él lo hizo con suavidad, me dijo que así lo hacía con las vírgenes de su tribu. Cuando entró el capullo empezó a bombear. Casi me desmayo del gusto. Notaba su fuerte vientre y sus huevos enormes chocando contra mi culo. Estuvo cinco minutos hasta que se corrió en mi culo. Cuando paró de correrse caímos ambos tumbados bocabajo sobre el suelo. Nos dormimos agotados, con su polla dentro de mi culo. Al cabo de unas horas despertamos. No pude evitarlo y besé su boca dormida. El me respondió metiendo su lengua en mi boca. Fue sensual. Era un amante perfecto.
Al día siguiente fue a ver al jefe de la tribu otra vez. Yo estaba asustado por lo que pudiera contar. Les explicó que yo era una especie de dios: guerrero de día y esposa de noche. Así que desde ese momento me convertí en su mujer. Joder, vaya tribu más moderna pensé.
Así que me quede unos años con los Etoro. De día cazaba, pescaba, luchaba con otros guerreros. De noche iba a mi choza con mi marido, Etoro, que me amaba y me daba placer.A veces incluso, durante el día nos perdíamos en algún estanque y nos bañábamos juntos. Yo le lavaba cada parte de su cuerpo, como una buena esposa Etoro. Después el se tumba desnudo ena la orilla y yo besaba y chupaba esa precisoa verga. Eramos con Tarzán y Jane, sólo que Tarzán era negro, y Jane un tío de Madrid. A veces me sentaba sobre él y me deslizaba sobre su verga hasta que entraba del todo en mi culo y subía y bajaba hasta que se corría dentro de mí. Luego le limpiaba la verga con la boca. Nada podía desperdiciarse. Era insaciable y me daba su leche dos o tres veces al día, entre la boca y el culo.
Disfruté de esta vida idílica hasta que un día decidí partir. Los Etoro me ayudaron a construir un barco de vela sencillo con el que poder llegar a una isla mayor, a unas 60 millas, donde había un pueblo con radio y me rescatarían. Pasé mi última noche de amor con Lebrón. Me folló con pasión y por última vez bebí su sabrosa leche. Nos despedimos y le juré que su fuerza venía conmigo y que ella me haría volver. Nos despedimos y nunca volví. Han pasado cinco años, y quizá, quien sabe, el año que viene vaya a visitar a los Etoro.