Paseo entre muertos, y no tan muertos
Relato de como una desconocida se hace dueña de mí, y hace lo que desea conmigo, entre las lápidas de un cementerio.
Quizás cuando andas entre las lápidas, a la fría luz de la luna, es cuando te das cuenta del respeto que impone tal lugar como un cementerio; santuario de almas perdidas que en su día fueron algo más que un recuerdo gris y distante, evaporado ya para muchas mentes. Dulce es el paseo maldito entre el camposanto que acuna aquellas viejas glorias, vidas que dejaron un rastro apenas evidente, que ahora son poco más que polvo, guardadas en el cajón más escondido del rincón más sombrío de la memoria de sus allegados, luchando contra el olvido. Entre negros caminos, rodeados de hierba descuidada, ¿Quién pensaría en deshonrar aquellos cuerpos inertes que descansan bajo la tenue luz de la noche?, ¿Quién sería capaz de tan siquiera pensar en tal blasfemia?
El aterrador silencio me invadía, tan sólo quebrado por el sonido de mis pasos sobre las hojas caídas en este tan frío otoño. Un lugar tan inusual y frío, pero tan reconfortante a la vez. Sabes que no estás sola, pues sientes como toda una comunión de esas presencias que descansan ya en paz acarician tu alma, dándote ese calor del que carece éste gélido lugar. Sientes miedo, ¿Por qué negarlo?, pero al mismo tiempo algo te ata aquí. No tenía ningún familiar bajo estas tierras, pero sentía a todos ellos como mi familia, ellos sabían que algo bueno me esperaba, y a través del viento, me susurraban: “no corras, no te vayas, por favor”. El incesante canto de los grillos y búhos me abrumaba, ellos solos ya tenían montado su propio festín de melodías nocturnas.
Estaba ya a punto de irme, -nada más puedo hacer aquí- pensé, cuando el rumor de alguien más llegó hacia mí. Salías de entre la frondosa espesura de bosque que rodeaba el cementerio. Habías estado ahí observándome durante largo tiempo, no convencida con que hacer, pero te decidiste a salir antes de que yo me fuera. Yo aún no sabía que venías hacia mí por detrás. Cuando quise darme cuenta te tenía a mi lado. No te conocía, y jamás te llegué a conocer, pero aunque el pánico llegó a mí, mis piernas no respondieron, parecía que no querían que te dejará. Dejaste caer un suave “shhht” como haciendo callar los gritos de terror que sonaban en mi interior, pero que mi boca era incapaz de articular. Te acercaste, y contigo tu olor, que sin saber muy bien porque era tan dulce y sensual que ahogó mi miedo sin demora. Tenías tu rostro a centímetros del mío, pero aún no había tenido tiempo de fijarme en ti. Tus ojos penetrantes fueron lo primero que me cautivó de ti, después de haber caído rendida ante tu olor. Eran oscuros y parecían algo inexpresivos, pero enseguida me di cuenta de cómo ellos me profanaban con su lasciva mirada. He de reconocer que tan pálida piel me sorprendió, me hacía verte como alguien inocente, como una víctima sin maldad; tan blanca como las primeras nieves de invierno… No podía encontrar malas intenciones en ti, algo no me lo permitía. No podía apartar la vista de tus labios, que sin articular palabra alguna me estaban volviendo loca. Eras sólo una desconocida, pero juro que en ese momento habría matado por que me besaras. Pero no lo hiciste.
Observé como te girabas y a continuación empezaste a alejarte y sentí como algo moría en mi interior. No te conocí, y como bien dije antes, nunca te llegaría a conocer, pero en ese instante, te deseaba. No entendí porque te ibas después de haberme hecho eso, -¿Querías hacerme sufrir?-. Dudé un instante, pero enseguida mis pies decidieron por mí qué es lo que quería hacer. Ellos me guiaban hacia ti. Sentía como una cadena invisible me ataba a ti y quería que me dieras lo que me habías negado. Empecé a seguirte unos pasos, cuando tú te giraste y tus facciones mostraron clara satisfacción. Eso era lo que querías, hacer que yo te deseara, que yo te quisiera tener, para poder colocarte en ventaja. Lo conseguiste. Tú eras el ser deseado y yo, yo sólo acataba tus órdenes no dictadas.
Permanecías ahí de pie, sin moverte. Sin duda tú tenías el poder de atraerme hacía ti a tu antojo. Cuando hube atravesado lo que me pareció un largo trecho y me tuviste delante, sonreíste juguetonamente. Ya tenías en tus garras a la presa, pero sin prisa, a ti te gusta jugar con la comida. Extendiste tu mano hacia mí, dirigida a mi rostro, y acariciaste mi mejilla con gran sutileza y luego acercaste el tuyo; esta vez más que la anterior, tocando la punta de tu nariz con la mía, pero no continuaste. Sin duda no ibas a darme lo que yo ansiaba con tanta facilidad.
Estaba ardiendo. Hacía frío allí, pero mi sangre bullía. Cada vez tenía más calor y sentía un sofoco en mi interior que me abochornaba. Busqué en tu mirada y encontré tu asentimiento no formulado. Entonces me quité la prenda superior que llevaba, quedándome en ropa interior, como tú buscabas. Te acercaste y rodeaste lentamente mi cuerpo con tus brazos y con ello mi temperatura subió. Te tenía tan cerca, pero me parecías tan distante… Mientras me abrazabas me empujabas lentamente para atrás y cundo me di cuenta estaba recostada sobre una tumba. En otra situación habría sentido pavor de estar ahí encima, pero tú… tú lo absorbías todo, nada más tenía importancia allí y en ese instante. Ahora ya sobre mí, pero aún enredadas en ese abrazo tan mortal para mi débil persona. Débil, así me sentía yo ante ti, y creía que tú eras la víctima…
Tenías tu cara escondida en el hueco de mi cuello. No querías darme el placer de mirarme a los ojos. Me sentía bien, pero quería más, deseaba más, todo lo que tú podías darme. Me di cuenta del tacto de tus labios sobre el lateral de mi cuello, de cómo los movías lentamente sobre mí, formando círculos sobre mi piel. Los abriste lentamente y entonces noté el contraste de tus fríos labios con tu cálida lengua, que paseaba sobre mí dejando su rastro sin ningún prejuicio. Por si fuera poco, mientras hacías eso, tus dedos jugaban por encima de mi sujetador, haciéndome sufrir como nunca, ansiando algo que nunca creí haber ansiado. Tus labios se apartaron de mi cuello y ahora miraban hacía mí tentadoramente. Se acercaron con gran sigilo a los míos hasta besarlos ligeramente y luego los apartaste. Te gustaba jugar conmigo, hacerme sufrir, disfrutabas con ello, sin duda. Te deshiciste del sujetador con gran facilidad y tus manos tocaban mis pechos ya desnudos. No eran tan grandes como los tuyos pero sé que te gustaban. Me mirabas fijamente, haciéndome sentir sucia por dejarme hacer esto por una desconocida, pero a este punto, ¿Qué importaba ya?
Tu cara estaba otra vez muy cerca de la mía, quizás ahora me dieras lo que en mi interior llevaba tiempo pidiendo a gritos. Tus labios volvieron a tocar los míos, pero esta vez fue distinto, esta vez fue con pasión. Los movías lentamente haciéndome estremecer. Los abriste y tu lengua se adentró en mí y empezó a jugar con la mía, formando círculos, acariciándose la una a la otra entre esa mezcla de salivas. Mientras tanto hacía lo posible por deshacerme de tu ropa. Viendo mis inútiles intentos, te separaste unos segundos y te quitaste la parte superior quedando en sujetador. Volviste a mí para seguir con nuestro juego mientras yo te despojaba de él.
Ahora tenía tus pechos sobre los míos y eso me encantaba. Baje mis manos para tocarlos mientras tú seguías besándome. Me gustaba jugar con ellos, eran divinamente suaves. Te mordía el labio inferior y tú me devolvías la mordida más fuerte, pero sin hacerme daño. Amaba la manera en que hacías de mí tu voluntad. Me sentía atrapada en un trance de indescriptible placer.
Cuando ya creía que no podía ser mejor, abandonaste mi boca para ir descendiendo hacía mis pechos. Empezaste a lamerme uno mientras acariciabas el otro y sentí que con solo eso ya podías haberme sacado un orgasmo, pero no esperaste a ello. Continuaste bajando y me desabrochaste los pantalones para bajármelos. Me dejaste sin nada, aunque no era extraño que no sintiera el frío del mármol bajo mí, dada la situación de extrema calentura que me acontecía. Separaste mis piernas y te deslizaste entre ellas para besarme en mis labios verticales mientras acariciabas mi punto de extremo placer.
Lamías el flujo que ya llevabas tiempo haciéndome emanar. Metías la punta de tu lengua dentro de mí y la volvías a sacar, me estabas matando. Me lo dabas todo, por fin dejaste las restricciones a parte. Yo ya era toda tuya.
Ya no podía más, mi respiración estaba completamente acelerada y las dos sabíamos qué es lo que acontecía. Tenías tu lengua dentro de mí cuando el tan esperado orgasmo llegó, lamiste todo lo que salió, me besaste con tus labios con olor a mí y te alejaste. Te pusiste la ropa de nuevo y te giraste, echándote andar sin mirar hacia atrás, me dejaste allí, deseando más, sin importar quien fueras, y quien fuera yo.