Paseo de sábado

Un hombre sale a pasear por su barrio y se encuentra con una mujer que, silenciosamente, lo invita a su casa. Él ni se imagina lo que le ocurrirá allí adentro en los próximos dos días.

PASEO DE SÁBADO

I.

Vi sus ojos pero no reparé en ellos, solo los vi y continué mi caminata, sin embargo, su mirada parecía  acariciar mi nuca y no pude evitar darme vuelta, fue cuando la observé.

Su rostro casi perfecto estaba calmo, sus ojos se habían introducido en mí como dos estacas, su cuerpo apoyado sobre la pared era delgado pero armónico, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los labios le brillaban humedecidos.

Quedé unos segundos mirándola, aunque en realidad debería decir mirándonos, hasta que me acerqué  al punto de quedar a menos de medio metro de ella. Pude observarla en su totalidad. Sus piernas demasiado delgadas, apareciendo desde unos pantaloncitos, parecían suaves. Su piel aceituna, sedosa y cálida. Extendió su mano, la tomé. La rugosidad de su palma me sorprendió. Me llevó dentro de la casa.

No sabía por qué había entrado. No la conocía, sin embargo pensé que entre estar solo y poder charlar con alguien agradable, prefería lo último. Además, era una situación muy extraña, y eso me cautivaba. Me pareció que insinuar un saludo o intentar alguna pregunta podía estropearlo todo, entonces callé.

Se fue, dejándome sólo en una sala de estar, me senté en un sillón muy cómodo que había en un rincón mientras ella desaparecía por una puerta. Cerré los ojos imaginando cuál podía ser la causa de su muda invitación. Así, con los ojos cerrados, pude sentir el perfume que vagaba por el ambiente, que recorría cada rincón de aquella sala y venía hacia mí como un bálsamo. De pronto se me ocurrió que podía ser muda. No sé por qué lo pensé, pero creo que me inquietó.

No sabía a dónde había ido ni con qué propósito, pero me dic el tiempo suficiente como para pensar en mi determinación de haber aceptado esa invitación.

Al rato volvió con dos tazas de café humeante, de un aroma estupendo. Las apoyó en una mesa ratona que había frente al sillón. Me parecía fascinante y extraño que una mujer me atendiese, sin saber absolutamente nada de mí, simplemente porque era hombre, y ella, como mujer, seguramente podía comprender y atender a un hombre.

Le agregué azúcar y ella hizo lo propio. Siempre mirándonos, revolvimos la infusión y bebimos.

Mientras lo hacíamos, quise realizar una prueba. Saqué un cigarrillo, lo coloqué en mi boca y la miré. Le hice el gesto de encenderlo. Ella sonrió, buscó sobre la mesa, tomó el encendedor y me dic fuego. La prueba había funcionado.

Continué bebiendo mi café. Me estiré un poco en el sillón y le hice el gesto de querer un cenicero. Volvió a sonreír, meneó la cabeza y salió de la sala.

Nuevamente cerré los ojos y me concentré en el aroma de su perfume. Podía dejar que me sirviese café, pedirle fuego, exigirle un cenicero, sin embargo, había un halo atrapante de compasión en el ambiente.

Volvió con el cenicero mientras yo terminaba mi café. Se acercó a mí, colocándose de rodillas y sosteniendo el cenicero con la mano. Tiré la ceniza golpeando suavemente el cigarrillo. Ella era mi cenicero. Mi sonriente y hermoso cenicero.

Mientras hacía esto, comencé a sentir que todo daba vueltas y no podía fijar la vista en ningún sitio, fue entonces cuando comprendí que en mi bebida podía haber alguna droga, tal vez un somnífero muy potente, ya que lo último que recuerdo de ese momento es su sonrisa mientras yo caía sobre la derecha.

Cuando desperté, absolutamente confundido, sin saber cuánto tiempo había pasado, me encontraba encadenado a una cama, cada mano a un extremo, los pies juntos, también encadenados a la cama y totalmente desnudo. Si bien era una sorpresa mayúscula, en cambio, cuando mi mente se despejó algo, sentí agrado de hacer el juego que ella había elegido.

La vi entrar a la habitación, sus pequeños y gráciles pechos movían la volátil blusa meciéndose al paso. Cuando me vio despierto sonrió, se aproximó y sin hablar comenzó a acariciarme.

  • No esperaba esto de vos - le dije sonriendo.

  • Shh... - fue su respuesta, acompañando el gesto con una sonrisa tenue, limpia.

Mientras lo hacía, acercó dos o tres veces su cara, como oliendo. Luego dejó de acariciarme y olerme. Se alejó algo y empezó a tocarse. Se acariciaba los pechos a través de la ropa, bajando una mano hasta el pubis y moviéndose con continuos espasmos. La deseé.

Volvió a acariciarme, ahora más suavemente, y yo podía sentir el aroma a sexo que emanaba de la humedad de aquel cuerpo. Entonces dejó de hacerlo otra vez.

Primero se quitó la blusa. Pude ver sus pezones endurecidos y oscuros. Luego el pequeño pantaloncito y por fin la bombacha, quedando totalmente desnuda.

Me pareció que esa piel aceituna podía ser una oasis para mi piel, que el fuego de esa superficie podía quemarme hasta la desesperación. Volví a sentir el perfume de su sexo. Sin hablar le dije que viniera.

Ella se arrodilló sobre mí. Introdujo lo que quería darle en el estuche más perfecto y comenzó a moverse. Cerró los ojos y sentí como tenía dos o tres espasmos casi continuos, luego me miró sonriente y lo volvió a hacer.

Como continuación de sus orgasmos, mi miraba y sonreía, luego cerraba los ojos y lanzaba una carcajada al techo. No era la primera mujer a la que hacía feliz, sin embargo, ésta parecía disfrutar de lago más, que yo desconocía.

De pronto, sin darse vuelta, mirándome con su sonrisa constante, comenzó a acariciarme los testículo. En ese momento no pude ni quise aguantar, y le entregué todo mi jugo, agasajando su belleza. Aunque para ella no fue así. No se sintió halagada ni algo parecido. Me dic dos cachetazos tan violentos que cuando los recuerdo, aún me duelen las mejillas.

Me pareció que se levantó con algo de enojo. Me dejó solo, encadenado a la cama, hasta que volvió con más cadenas, candados, una toalla y ropas que no me pertenecían.

  • II.

La habitación se encontraba en penumbras, por lo tanto, no podía visualizar muy bien el mobiliario. Igualmente, a medias sombras, noté que había pocos muebles, en cambio había tres sillas o sillones. También frente a mi, había algo que en una primera impresión me pareció un potro, pero pensé que la oscuridad que me estaba jugando una broma.

Molesto y cansado del juego, que hasta ese momento me había parecido divertido, le dije:

  • Por favor, ¿podés desencadenarme?

  • Es lo que voy a hacer - me dijo sonriendo nuevamente.

El tono de su voz me agradó. No recuerdo porqué, sin embargo era un tono que transmitía cierta seguridad de su parte, y a la vez conjugaba la calidez de una bella voz femenina, sensual, brutal.

Comenzó a hacer lo que me había prometido, pero de una manera extraña. Me desencadenó los pies, luego de limpiar el semen que me quedaba entre el bello de mi pelvis. Cuidadosamente me colocó un slip muy pequeño que, recuerdo, su parte anterior se introdujo entre mis nalgas y apretaban muy ceñidamente mis testículos y el miembro.

Luego me colocó una especie de mayot muy ajustado y encadenó nuevamente mis pies, pero esta vez no a la cama, sino solo entre sí, dejando un espacio de unos veinte centímetros entre cada pié.

  • ¿Qué hacés? Para mí el juego terminó. Sacá eso - le ordené.

Como si no hubiese escuchado, continuó con su tarea. Se acercó a mi mano izquierda y la desencadenó, colocándole otra cadena que pasó por detrás mío y culminándola en mi mano derecha que luego también desencadenó de la cama, con lo cual quedé libre de la cama, pero encadenado por la espalda, mano con mano.

  • Sos una tonta. El jueguito me había gustado, ahora empezó a molestarme.

A cada frase mía, su silencio.

Evidentemente no era la primera vez que lo hacía, ya que aunque lento, el procedimiento lo realizaba sin titubeos.

Luego me tomó del brazo haciéndome levantar de la cama y me llevó a la sala donde habíamos estado al comienzo, me sentó en un sillón y comenzó a hablar.

  • Bueno, habrás notado que te he tomado - su tono era seguro, firme, sin temores ni dudas. Siguió :

  • No sé cuanto te tendré, tal vez hasta que me aburras. Hasta entonces vas a ser mi esclavo, eso significa que solo vas a hacer lo que yo te ordene, te guste o no. No voy a pedirte tu opinión, no me interesa, por lo tanto, yo te diría que ahorres quejas. Otra cosa, no vas a poder escapar, por varias razones, primero porque nunca vas a tener ni manos ni pies libres, segundo porque no hay manera de que puedas salir de la casa sin que me dé cuenta y tercero porque vas a estar casi siempre encerrado.

  • ¿Cómo es el juego? ¿Puedo gritar? - comenté como un niño.

  • Y yo te fajo.

  • Bueno, tampoco exageremos. Una cosa es jugar un poco y otra es - no me dejó terminar.

  • ¿¡Qué juegos ni que ocho cuartos!? Por un tiempo, vas a ser mi esclavo - dijo con tal seriedad y convencimiento que casi lo creí. Sin embargo, tenía alguna duda, y un poco para seguir con la broma y otro poco por las dudas, le hice algunas preguntas.

  • ¿Por qué yo?, ¿por qué me hacés esto?

  • Te dije - me respondió - que no quería quejas ni preguntas, pero te voy a contestar por única vez, te elegí a vos porque me gustas, y porque pasabas justo en ese momento, y lo hago porque me gusta tener esclavos.

  • Pero, ¿para qué? - pregunté nuevamente temiendo, ahora, estar frente a una loca.

  • ¿¡Cómo para qué!?, ¿para que creés que son los esclavos?, te vas a ocupar de  mis necesidades, debo estar satisfecha en todo sentido.

A la palabra todo le había dado una entonación especial, la había acentuado en sus dos sílabas y me había mirado de manera amenazante.

  • Entonces, espero que nos hayamos entendido, no me gusta ser violenta para hacerme entender, prefiero las palabras, aunque no voy a dudar si tengo que castigarte por algo que hiciste mal o que no hiciste, en general no me gustan los castigos, prefiero que obedezcas, porque cuando yo castigo, te aviso, no tengo límites.

Esta última advertencia parecía, pese a lo que había dicho antes, la llenaba de regocijo, sus ojos brillaban y se había casi incorporado.

Comenzaba a entender mi situación, sin querer aún convencerme. Tenía que hacer todo lo que me pidiera salvo que prefiriese ser castigado. Aunque no podía creer que de aquellas suaves y tiernas manos que había salido las caricias más excitantes y sensuales, pudiese escaparse, siquiera, un ademán apenas brusco.

  • Bien, a los hechos, lo primero que vas a hacer es la cocina, hay algunos platos sucios y no le vendría mal un trapo por el piso, un poco la mesada, cuando terminás me avisás inmediatamente, vení.

Se incorporó y yo tras ella, así sería por un tiempo, hasta que realmente me cansase del entretenimiento. Llegamos a la cocina, me colocó un delantal negro con pechera, colocó alrededor de mi cintura una cadena que asió por delante mío con un candado, dejándole las puntas largas para, a cada una de ellas, encadenar una mano, pero antes de liberarme las manos detrás llevó una punta, girando la cadena de mi cintura, hasta mi mano derecha y la asió con un candado.

Fue entonces, cuando me vi frente a la obligación de realizar una tarea que no deseaba, cuando intenté nuevamente con el diálogo.

  • Bueno, ya está bien. Sacame esto. Me estoy poniendo un poco nervioso.

  • Si, como no, en cuanto termines esto y otras cosas y, por supuesto, yo me canse, te saco todo y te vas a tu casa. Mientras tanto: ¡A trabajar, carajo!

Siguió con la tarea. Soltó la cadena que me contenía las manos en mis espaldas.

En ese momento, y ante aquélla expresión, que me parecía de muy mal gusto, aproveché para empujarla, e intenté tomar las llaves del candado de mi mano derecha, ella se incorporó con frenesí y me pateó la cara dejándome casi inconsciente, tomó el otro candado y encadenó mi mano izquierda que quedaba libre, se llevó las llaves de los candados y las guardó, cuando volvió, en su mano derecha sostenía un látigo.

  • III.

Cuando volvió no pude evitar sonreír.

  • Te faltan las botas de Yuya - le dije señalándole con la mirada, el látigo que traía en la mano.

  • ¡Qué canchero que sos! - me dijo con algo de falso reconocimiento a mi buena ocurrencia.

Y agregó:

  • ¿Todavía te quedaron ganas de joder? Ya te las voy a sacar.

Mientras decía esto último, golpeaba su muslo suavemente con el mango del látigo.

  • Escuchame, hasta acá estuvo todo bárbaro. Exageraste un poco con la patada, pero bueno, ya pasó, ahora...

En el momento que decía eso, recibí el primer latigazo que me hizo tambalear y gritar de dolor. Luego recibí muchos más.

Cuando desperté, gracias al agua que ella me había arrojado a la cara, me encontraba en la habitación. Tenía las manos y la cabeza colocadas en un potro. Estaba parado, me dolía la espalda. Ella estaba sentada en la cama, frente a mí.

  • Te dije que no hicieras estupideces, y sobre todo, que no hablaras. Creí que nos habíamos entendido, pero veo que no, aunque espero que reflexiones, tenés toda la noche para hacerlo, el potro es muy bueno para pensar - me dijo y se fue, cerrando la habitación con llave.

Quedé solo y a oscuras, aún me dolía la espalda debido a los latigazos. Intenté soltarme del potro pero era imposible, tres candados lo impedían y la cadena de mis pies estaba asida a  un eslabón central en el piso del potro.

Así pasé toda la noche, debo admitir que en un momento lloré, pero, también eso era inútil, hasta podría haber incomodado a mi carcelera y me hubiera costado otra paliza.

A la mañana se abrió la puerta de la habitación, estaba cansado, tenía sueño, me dolían los pies y las piernas, pero ella ignoró mis quejas. Abrió una parte del potro para sacar una de mis manos y la unió a la cadena que aún pendía de mi cintura, luego hizo lo mismo con la otra y por último liberó la cabeza, nuevamente me llevó a la cocina y me dejó ahí. Además de cansado, estaba muy confundido. No sabía si me había encontrado con una maniática antihombre, o una demente. De lo único que no tenía dudas, era de que debía limpiar la cocina si no deseaba algún otro tipo de castigo. Pensar en eso me erizó la piel. Sentí como una suerte de impotencia y tristeza a la vez. Como si ese momento de mi vida fuera una pesadilla. Recordé el café y el dulce cenicero que había tenido para mi servicio, y no podía creer semejante cambio. Así, apoyado en la mesada, me observé.

Entre la cadena que rodeaba mi cintura y las manos había aproximadamente unos cuarenta centímetros, de forma tal que tenía cierta libertad para moverlas y así hacer la tarea que me había sido encomendada el día anterior. Pensé que quizás, si hacía lo que me había pedido, terminaría el juego.

Lavé la vajilla, pasé un trapo por el piso y limpié la mesada, luego de eso debía llamarla. Fue cuando recordé que no sabía su nombre, pensé durante un instante y la llamé.

  • Eh, flaca, terminé.

Vino inmediatamente un tanto ofuscada.

  • ¿¡Cómo "eh, flaca"!?, ¡arrodillate! - fue su orden y la cumplí - A partir de ahora, me vas a llamar de alguna de estas tres formas : "mi dueña", "mi ama" o "mi diosa", repetí

Dudé un instante y me gritó, acompañando su grito por un cachetazo que me dolió más en el orgullo que en mi pómulo, que se había enrojecido. Aunque no sabía si había sido por el golpe o por el calor que comenzaba a subir por mis venas.

  • Mi dueña, mi ama, mi diosa - repetí antes que me golpeara nuevamente.

  • Así está mejor, bueno, levantate, veo que terminaste todo y está bastante bien, te merecés un desayuno, me imagino que tendrás hambre. Anoche por tu estupidez te quedaste sin cenar. Fijate en la heladera, seguramente hay algo, preparate lo que quieras. Cuando terminás, lavás todo y lo ordenás, después vení a la sala a recibir más órdenes, ¿entendiste?

  • Si - la miré con algo de inseguridad, hasta con un poco de temor.

  • Si ¿qué? - me dijo apretando los labios.

  • Si, mi dueña - contesté bajando la vista.

-¡Ah! ahora está mejor.

Me preparé un buen desayuno, realmente tenía hambre. Comencé a pensar en mis amigos, llamándome por teléfono. Al no encontrarme, desde luego pensarían: Ah. No está, seguramente  una mina lo raptó y lo está usando de esclavo, ¿qué otra cosa podían pensar?. Me reía de sólo imaginarlo. Si ni siquiera yo podía creerlo, y lo estaba viviendo.

Cuando terminé de desayunar lavé todo, ordené y fui a la sala, ella estaba acostada en el sillón leyendo, cuando me vio se quitó la bombacha, se levantó la pollera y me dijo.

  • ¿Te lavaste los dientes?

  • No

  • No ¿qué? - replicó molesta.

  • No mi dueña.

  • Bueno, andá al baño, lavate los dientes, usá el cepillo rojo, y volvé. ¡Ah!, el baño está allá - agregó señalándome el lado opuesto a la cocina.

Cumplí su orden un tanto perplejo y volví.

  • Arrodillate frente a mí, no, no, más, más cerca, no, más. Eso, así, bueno, ahora vas a chuparme la conchita hasta que yo te ordene lo contrario, dale.

  • IV.

Estaba arrodillado entre sus piernas lamiéndole los labios de la vagina y el clítoris. Por lo menos, esa tarea no era tan molesta. más bien diría que me resultaba placentera. Además, era una mis mejores virtudes, ¿para qué negarlo?. Claro, que esa virtud, la había hecho a fuerza de práctica, y ésa práctica la hacía siempre con muchísimo agrado, así que no pude evitar una increíble excitación. Tanto que tuve que bajarme el mayot y el pequeño slip porque me dolía todo el bulto, no podía precisar qué de todo me dolía más. Ella, que de vez en cuando levantaba la vista sobre el libro para vigilarme, al verme así se enfureció, se incorporó un poco y me subió el slip y el mayot.

  • ¿Alguien te dijo que hicieras eso?

  • No, pero me dolía porque se me paró, y esto me apretaba.

  • ¿Qué más?

  • Mi dueña.

  • ¿Y a mí qué?, te lo dejás así, yo te tengo para mi goce, no para el tuyo, seguí chupando.

Cumplí su orden, el dolor y la incomodidad eran terribles, sin embargo no pude evitar eyacular, recién entonces calmó el dolor.

Estuve cumpliendo su pedido durante un tiempo mucho más que racional, mientras ella por momentos leía y en otros se retorcía de placer y tenía orgasmos. Hasta que en un instante se levantó, se puso la bombacha y fue al baño sin decirme absolutamente nada. Poco a poco comenzaba a comprender. Yo era un mueble útil y práctico, es decir, en ese momento no tenía que hacer nada, solo quedarme arrodillado en ese sitio, ya que ella no me había dado ninguna orden.

Cuando volvió quedó mirándome un momento.

  • Vení - me dijo y me llevó a la habitación, que en realidad comprendí que era mi celda. Encadenó mi cuello a una cadena que colgaba de la pared sobre un costado de la cama, me desencadenó los pies y me quitó el mayot y el slip. Aquello era un enchastre de semen, me limpió bien con una toalla húmeda y me secó. Me quitó las cadenas de las manos y cintura, me retiró el delantal y así desnudo me dejó. Se fue cerrando con llave.

Entonces pude ver con detenimiento la celda. Por supuesto estaba la cama, de la cual colgaban cadenas por varios lugares, (de las puntas y en el medio tanto en la cabecera como a los pies), un sillón con brazos de los cuales colgaban unas muñequeras de cuero, otro sillón que tenía un agujero en su asiento y un cinturón o algo parecido a un cinturón de seguridad de automóvil, además de las infaltables muñequeras, las cuales también existían a los pies del sillón, en sus patas, y tenía un collar también de cuero a la altura del cuello de una persona que se sentara ahí. El tercer sillón tenía las muñequeras como los otros dos, pero además tenía otra muñequera en el medio del asiento tomada por dos correas que se perdían a cada lado del sillón, aquello me llamó poderosamente la atención, además, observé que era reclinable. Luego vi el potro, con quien ya había sido presentado. A su lado un cinturón de castidad amurado, en la pared en que me encontraba encadenado, había otras cadenas colgando, una lámpara colgaba del techo y había una mesa de luz con un velador, ese era todo el extraño decorado.

Meditaba en él y lo revisaba una vez más cuando oí ruido de llaves y al abrirse la puerta entró mi dueña, trayendo consigo una muda de ropa que, para mi sorpresa, se trataba de ropa femenina.

Ordenadamente fue dejando sobre la cama, bombachas, medias de nylon, portaligas, bodys de encaje, algunos vestidos y polleras, apoyó un par de sandalias con tacos sobre el piso y por último un pote de crema y una máquina de afeitar. Sin mayor explicación, comenzó a pasarme la crema por las piernas, el pecho, los brazos y un poco alrededor de mi pelvis, y también sin decir nada, comenzó a afeitarme.

  • ¡Eh! Bueno. ¡Esto es demasiado! Después tarda un toco en volver a crecer, pará.

No me contestó. Apenas sus labios dibujaron una tenue sonrisa. Siguió con su tarea como si yo hubiese dicho exactamente lo contrario.

Ya me había depilado casi por completo (solo faltaban las axilas) cuando comenzó a hablar.

  • Hoy tengo una reunión de amigas y necesito una mesera

  • Pero se van a dar cuenta de que soy hombre.

  • Puede ser, aunque va a ser difícil después de mi trabajo. Y aunque se dieran cuenta, no les va a molestar, ¡por el contrario!, ellas también tienen sus lacayos.

  • V.

No pude evitar una erección mientras me depilaba. Ella, al notarlo, apoyó un pié en la pared, tomó mi pene introduciéndolo en su hermoso recoveco. Me cogió intensamente. Casi diría con cierta dedicación.

Mientras esto ocurría, la miré a los ojos. Ella sonrió. La sonrisa le iluminó la mirada. La besé. Me besó y se puso un poco seria. No podría decir que se sonrojó, pero algo me hizo pensar en una mujer tierna, carente de afecto. Quise abrazarla, pero no podía. No tenía ninguna cadena que me lo impidiese, pero no podía. Sin embargo, pasé la mano por su pelo. Ella cerró momentáneamente los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la habitación se volvió a iluminar. En un momento apoyó sus labios suavemente sobre los míos y no pude evitar acabar. Luego siguió con la tarea, pero tuve otra erección.

  • ¿Otra vez, nene? - me dijo sonriendo pero con algo de cansancio.

Entonces me encadenó las manos por delante y me llevó al sillón que tenía la muñequera en medio del asiento. Me sentó allí, sujetó mis manos a los brazos del sillón, y fue cuando descubrí la función de la muñequera central. Con ella sujetó mi miembro, que para ese momento se encontraba al máximo de su erección, me reclinó levemente sin recostarme del todo y oprimió un botón que había en uno de sus laterales.

La muñequera central comenzó a vibrar hacia un lado y hacia el otro a causa de las correas aquellas que se perdían a los costados, eso me enloqueció. La miré casi con desesperación, rogándole con los ojos que detuviera ese maldito aparato. Sin embargo, ella sólo miraba como esperando algo. Cuando estaba a punto de eyacular, oprimió nuevamente el botón y detuvo la máquina. La miré sin entender. Ella rió, estiró las correas que sostenían la muñequera de forma tal que no pudiera moverme, y se fue.

Mi excitación era tal que intenté por todos los medios moverme para eyacular, pero era inútil, no podía hacerlo, mientras mi pene aumentaba de ancho y la muñequera comenzada a causarme dolor, ésta hacía de torniquete. Hasta que no soporté más y comencé a gritar, entonces volvió, liberó mi pene. Lo tomó entre sus manos, tan suaves como sus ojos en aquel momento que habíamos hecho el amor, y empezó a juguetear con él. Me observaba con algo de ternura, pero a la vez con cierta rudeza, y esa mezcla me producía una atracción hacia ella, así pude acabar nuevamente.

Luego colocó otra vez mi pene en la muñequera, accionó la máquina, y nuevamente mi pene se endureció, aunque esta vez logré llegar al orgasmo. Ella, que se había acostado en la cama observando, cuando vio que llegué a la culminación no hizo absolutamente nada, solo sonreía y se masturbaba.

La escena me excitaba mucho y tuve otra erección, mientras la máquina seguía su funcionamiento. Ya estaba realmente satisfecho y se lo hice saber, pero tampoco hizo nada, solo seguía tocándole la conchita, pasándose los dedos , suavemente por los labios y el clítoris mojado que podía ver desde el sillón. No logré otra eyaculación, le pedí con ruegos que apagase la máquina, le expliqué que me dolían los testículos. Se acercó a mí, puso sus piernas a los costados de mi cabeza, y me obligó a chupar su vagina. Volví a sentir el sabor agridulce de su jugo, eso me tranquilizó.

El dolor era insoportable. Fue cuando mi pene se había contraído tanto que se salió de la muñequera y pude respirar aliviado. Detuvo la maldita máquina, me soltó una mano del sillón, me encadenó una mano a otra, me soltó la otra y me llevó, como pudo, hasta la cadena de la pared, me encadenó el cuello y soltó las manos.

  • ¿Seguro que no tenés más ganas? - me dijo.

La miré creyendo que se estaba burlando. Hasta ése momento, estaba convencido de que yo era el esclavo, y que estaba a su servicio, y no al revés. Por alguna causa, empecé a sospechar.

  • No, quedate tranquila que estoy bien.

  • Ufa, que estoy bien ¿qué?

  • Mi - pensé - ...diosa - concluí.

  • Bien - dijo mirándome con desconfianza -. Acá tenés distintos tonos de ropa y distintos modelos, te dejo elegir, empecemos, ¿qué color de ropa interior querés?

Me dolían los testículos, y estaba más preocupado por otras cosas. No podía ni quería pensar en la ropa.

  • Cualquiera - dije.

  • Bueno, entonces elijo yo, negro te va a quedar muy bien y me gusta.

Tomó el portaligas negro y me lo ciñó a la cintura, luego tomó un par de medias de lycra negras y me las puso, asiéndolas al portaligas, colocó luego una bombacha pequeña, muy cavada, que por detrás solo tenía una tira que se me introdujo entre mis nalgas, luego me colocó un body, bien ceñido, sin breteles.

  • ¿Vestido o pollera y blusa? - me preguntó.

  • Lo que quieras - contesté resignado y me miró amenazante.

  • Lo que quieras mi; diosa - corregí rápidamente y su amenaza se trocó en una sonrisa.

  • Bueno, te voy a poner esta mini bien cortita y esta blusa floreada que me gusta, a ver.

Y terminó de vestirme, me colocó las sandalias con las cuales me costaba mantener la vertical porque, lógicamente, no estaba acostumbrado a usar tacos.

Luego encadenó mis manos por delante y me llevó a un sillón al cual me aseguró con muñequeras y tobilleras, salió de la celda, volvió con una caja de cosméticos y comenzó a maquillarme. Me pintó las uñas, depiló las cejas, maquilló el rostro y me perfumó. Nuevamente, como cuando tuve que limpiar la cocina, colocó una cadena alrededor de mi cintura dejando las puntas largas para las manos, las cuales encadenó, siempre de a una, dejando entre mi cintura y cada mano, unos cuarenta centímetros.

  • Vení a verte - me dijo.

Soltó las tobilleras y me llevó a su habitación, frente a un gran espejo. No lo podía creer, frente a mí había una mujer, y esa mujer era yo. Mientras me miraba, ella colocaba una cadena de tobillo a tobillo dejando un espacio para que pudiera caminar.

  • ¡Estás hermosa! - dijo satisfecha.

Luego me dejó ahí un momento y volvió.

  • Entonces, ya sabés, no hables durante toda la reunión, si no cumplís esa orden te vas a arrepentir. Como te vas a arrepentir de no comportarte como corresponde y de no hacer lo que te ordene, ya sabés, tenés que servirnos, y hacer todo lo que te pidamos, las órdenes de los invitados son como las mías, y su desobediencia provocan el mismo castigo, ¡ah!, timbre, andá a atender.

  • VI.

Me encaminé hacia la puerta como pude, ya que entre la cadena de mis pies y los tacos no tenía mucha libertad ni comodidad.

Llegué y abrí. Ante mí había dos mujeres jóvenes  de unos treinta años, muy elegantemente vestidas y muy bien maquilladas, tal vez demasiado como para una reunión en horas de la tarde.

  • Permiso - dijeron casi al unísono y entraron.

Cerré la puerta y cuando di vuelta estaba ya mi dueña en la sala saludándolas.

  • ¿Les gusta? - preguntó ella señalándome.

  • No está mal - dijo una -, linda chica, aunque que tiene mucha espalda y algo de nuez.

  • Y vos ¿qué opinás? - le preguntó a la otra.

  • Sí, está bien, pero quisiera escucharle la voz - contestó mientras sonreía.

  • Bien, a ver, saludá a las señoras de rodillas, como te enseñé.

Me puse de rodillas y saludé.

  • Buenas tardes.

Ambas se miraron y sonrieron.

  • Supuse que era un hombre, ¡bah! lo que queda de él - dijo la morena. Las tres rieron.

  • Hacenos un buen té y traenos las masas - fue la orden que recibí de mi dueña.

Me levanté y fui a la cocina. Cuando volví, estaban las tres en la sala charlando. Les serví el té en la mesa ratona y coloqué una fuente con masas secas en el centro. Mientras hacía eso, mi dueña charlaba con la rubia, y la morena, mirándome, comenzó a acariciarme las nalgas. Intenté alejarme de ella, pero me apretó un cachete con su mano izquierda y me miró fijamente, como diciéndome que no me moviese. Me quedé parado a su lado un momento, que ella aprovechó para acariciarme el sexo, que aún me dolía.

  • Me gustaría cogérmelo - dijo en voz alta.

Mi dueña la miró.

  • Lo lamento, pero hace apenas una hora que lo vacié.

  • ¡Ah! ¡Qué pena!, bueno, entonces le voy a hacer la colita.

  • ¡Ah! Eso sí. Si querés, es todo tuyo - le dijo mi dueña.

La miré sin comprender. Yo era de ella y para ella, me indignaba que me prestase como si fuera una cosa pública. Sostuve la mirada tratando de convencerla de que no rompiese el pacto. Quizás lo entendió, porque al momento bajó la vista. Me pareció ver en sus ojos, una fracción de arrepentimiento. Entonces, ya más tranquilo, pensé en mí.

Sabía que no podía cogerme por atrás, salvo que fuera travesti, pero dudaba que así fuera. Era demasiado mujer para serlo, aunque sabía que podía llevarme alguna sorpresa.

Sin embargo, tomó mi mano y me llevó a la celda. Era evidente que ya conocía el lugar, porque se encaminó a un mueblecito, en el cual yo  no había reparado. Tomó un pote de crema y un extraño aparejo que a medida que se lo colocaba empezaba a comprender, y a ponerme un poco nervioso.

Se sacó el vestido y la bombacha. El aparejo tenía algo así como dos penes yuxtapuestos, separados por un trozo de cuero al cual le colgaban tres tiras. Colocó uno de los bultos dentro de su concha, llevó una tira de cuero por debajo de sus piernas y las otras alrededor de su cintura, tomando las tres en su espalda, a la altura de la cintura. De esa manera quedaba el otro erecto hacia afuera, al cual untó con crema. Luego vino hacia mí, y me puso una mano sobre la espalda insinuándome que me agachara, levantó mi pollera, con sus dedos corrió la tirita de la bombacha y comenzó a cogerme. El dolor era intenso, y no pude evitar un grito, en ese instante, se sacó el corpiño y me amordazó con él.

  • Ahora gritá todo lo que quieras - me dijo.

Comenzó a moverse y a tener orgasmos. A cada compás, ese trozo se me metía aún más y me causaba un intenso sufrimiento. Lloré por el dolor y por la vergüenza, pero nada la conmovía, ella estaba en su juego y su juguete era yo.

Cuando se cansó, salió de adentro mío muy lentamente, me quitó la mordaza, se puso el corpiño, se sacó el aparejo, se vistió y se fue. Quedé un momento tirado en la cama. Me dolía la cola de una manera increíble y no podía cerrar las piernas. Creo que me adormecí por un rato, hasta que llegó mi dueña.

  • Bueno, te felicito, te portaste muy bien, quedó satisfecha. Ahora andá, levantá la mesa y lavá todo. Te ganaste la cena.

-VII

Cuando terminé de lavar y ordenar, me quedé en la cocina esperando a mi dueña que no tardó en llegar. Me tomó del brazo y me llevó a mi celda. Encadenó el cuello a la cadena amurada para tal fin, me quitó todas las cadenas y me ordenó que me desvistiera, orden que cumplí con verdadero agrado.

Mientras ordenaba la ropa que me quitaba, comenzó a hablar.

  • Creo que les caíste bien, podés estar satisfecho, casi seguro que van a volver, y no será por mí que lo harán - al decir esto último rió.

Terminó de ordenar las ropas y se fue cerrando la puerta con llave. Quedé nuevamente desnudo, ahí parado hasta que volvió. Colocó sobre la cama, en un sitio a donde yo podía acceder, un slip como el que tenía en un principio, y un mayot también igual al anterior. Me ordenó que me vistiera, y lo hice inmediatamente. Luego encadenó mi cintura y mis manos a la misma cadena y ordenó que la siguiera. Al llegar a la cocina, vi sobre la mesa, dos platos, en uno una tortilla de papas y en el otro un bife.

  • Comé, te lo ganaste - me dijo y se fue.

Devoré esos dos platos en cuestión de minutos, estaba realmente hambriento. Cuando terminé, volvió a aparecer.

  • ¡Bueno! Parece que tenías hambre. Ahora una buena ducha y a dormir, mañana será un día muy agitado para vos.

  • Si puedo preguntar, ¿por qué muy agitado mi dueña?

  • Porque viene una amiga a quien le gusta la equitación, y ¿adiviná quién va a hacer de caballo? - dijo riendo.

Me bañé como pude a causa de las cadenas, y me sequé también como pude. Luego, así desnudo me llevó a la celda. Ordenó que me acostara y cuando lo había hecho, encadenó mi cuello a la cadena central de la cabecera, la cual era lo suficientemente larga como para permitirme cierta libertad. Me quitó la cadena de las manos y la cintura, y se fue sin olvidarse de cerrar con llave la habitación.

El sueño me venció en pocos minutos, estaba agotadísimo.

-VIII

Tuve unos sueños terribles. Yo iba a caballo, pero éste no se movía, entonces le pegaba con un látigo o una fusta. En ese momento el caballo era yo y arriba mío estaba mi dueña, entonces despertaba asustado. Ese sueño se repitió durante toda la noche con escasas variantes. De pronto, mi dueña reía, estaba desnuda encima mío, o  yo estaba recostado en el piso, boca abajo, y ella sobre mi, pisándome, mientras me pegaba con la fusta que yo tenía que besar luego de cada castigo, en esos momentos despertaba agitado y transpirado.

Hasta que oí ruido de llaves y la puerta que se abría para dejar paso a mi dueña, quien me encadenó las manos a la cintura y me ordenó que fuera al baño a asearme.

Cuando salí, volví a mi celda. Mi dueña esperó a que entrara, y se fue cerrando con llaves.

Había pasado una media hora, y la puerta volvió a abrirse, esta vez para dejar paso a mi dueña y a otra mujer, menuda, de ojos claros, que vestía botas de montar y chaqueta, y tenía en su mano derecha, un fusta y en la izquierda una montura de caballo, frenos, y todo aquello necesario para ataviar a un animal.

  • Mmm no está mal. ¿Cuánto?

  • Veinte pesos la hora.- contestó mi dueña.

Si no entendía mal, ¡estaba alquilándome!

  • Bueno, no es caro, veremos cómo se porta, encadenale las manos entre sí, y los pies, dejale bastante distancia entre unos y otros.

Mi dueña lo hizo, le preguntó si de esa manera estaba bien, a lo cual la jinete dijo que sí.

Acto seguido me ordenó arrodillarme y colocar mis manos en el piso, es decir ponerme en cuatro patas. Luego comenzó a ataviarme, colocando la montura, asiéndola por mi pecho, luego los frenos con las riendas y así quedé listo para ser montado.

Ella se sentó en la montura y me dio un fustazo en el muslo, que me dolió mucho, pero me hizo comprender que debía caminar, y eso hice, aunque no satisfecha con eso, me propinó otro fustazo más violento que el anterior y gritó :

  • ¡Corré carajo! O creés que vine a boludear ¡Ah! ¡Arre!

Mientras gritaba, me taqueaba las ingles. Para no ser castigado, comencé a andar lo más rápido que pude por la casa, ella me guiaba con las riendas llevándome hacia un patio que había en el fondo. Allí me hizo trotar durante casi una hora. Mis muñecas y mis rodillas ya no lo soportaban. Estaba a punto de retobarme cuando tiró de las riendas para que me detuviese. Se bajó de mi lomo, se desnudó y me ordenó que lamiese su vagina. Mientras yo cumplía su orden, ella golpeaba mis nalgas con la fusta.

Siempre andando en cuatro patas, ella se ubicó por delante mío y dándome la espalda me ordenó que la penetrara, cosa que hice con placer, ya que estaba muy excitado. Durante la operación ella tuvo varios orgasmos y yo no pude evitar uno mío. Satisfecha, tomó las riendas y me llevó a mi celda, yo siempre en cuatro patas y ella desnuda con la fusta en la mano derecha. Al llegar, vi a mi dueña sobre la cama, totalmente desnuda. Mi jinete se acostó a su lado, comenzaron a acariciarse y se hicieron el amor en mi presencia. No pude evitar excitarme y comencé a masturbarme, pero cuando mi dueña me vio, se levantó, me quitó la montura y el freno, me llevó a uno de los sillones, más exactamente aquel que tenía un agujero en el asiento. Me asió las manos y los pies, abrochó el cinturón de seguridad, me amordazó y comenzó a jalar una palanca. Fue cuando empecé a sentir que algo me penetraba por debajo, saliendo del agujero del asiento. Intenté evitarlo pero no pude, estaba totalmente amarrado al sillón. Aquello que salía por debajo mío, me penetró lo suficiente como para causarme dolor, entonces ella dejó de accionar la palanca y siguió con lo suyo.

Se hicieron el amor durante dos o tres horas, mientras yo sufría la penetración de aquello. Cuando terminaron, se fueron dejándome en el maldito sillón. Así estuve toda la tarde hasta que mi dueña apareció.

Me quitó la mordaza, le dije que estaba muy dolorido y que tenía ganas de defecar. Entonces me encadenó mano con mano y pié con pié, me llevó al baño, tapó la bañera, me acostó en ella, me amordazó nuevamente y me dejó allí. Intenté levantarme y al verlo, mi dueña tomó la cadena de mis pies y la sujetó a las canillas, de manera que no pudiera moverme.

  • Ahora cagá y meá todo lo que quieras, yo también tengo ganas.

Y quitándose la bombacha se colocó en cuclillas sobre mi, defecó y orinó sobre mi pecho y mi cara, luego tomó su excremento con la mano y lo repartió por todo mi cuerpo. En tanto yo no pude aguantar más y también defequé y oriné. Ella tomó mi excremento y repitió la operación. Luego se lavó las manos y se fue, dejándome en un estado deplorable por el resto de la noche.

-IX

A la madrugada entró al baño, soltó mis pies de las canillas, destapó la bañera, abrió la ducha y me ordenó que me bañase, orden que cumplí con algo más que felicidad. Cuando terminé de secarme, ella volvió, me quitó la mordaza y me retornó a la celda. Me desencadenó manos y pies. Creí que se había olvidado de asegurarme a algún lugar, pero no, mi ropa estaba sobre uno de los sillones y ella se acostó en la cama.

  • Vení, hagamos el amor - me dijo.

Cumplí esa, su última orden. Dormimos juntos esa noche.

A la mañana siguiente, desayunamos, y al término sentí nuevamente aquella sensación de mareo, hasta que perdí el conocimiento.

Cuando desperté, estaba vestido con mis atuendos, en mi casa, sobre mi cama.

Tomé las llaves y salí. Eran las cinco de la tarde. Caminé algunas cuadras.

Ahí estaba, su rostro casi perfecto y calmo, sus ojos se habían introducido en mí como dos estacas, su cuerpo apoyado sobre la pared era delgado pero armónico, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los labios le brillaban como si los hubiese humedecido poco antes.

Quedé unos segundos mirándola, aunque en realidad debería decir mirándonos, hasta que me acerqué  al punto de quedar a menos de medio metro de ella. Extendió su mano, la tomé y me llevó adentro de la casa.

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