Párrafos impúdicos (4ta parte)

Cuarta (y por ahora última) parte de una prosa poética erótica que tardé casi un mes en escribir.

Amo esas noches escarchadas –en las que, por obvias razones, estás enteramente vestida– en donde te pones a bailar o a moverte como una total desprejuiciada en la habitación, y el aroma de la sensualidad –de tu sensualidad– se convierte en algo casi tan omnipresente como el nitrógeno. A esas noches les tengo casi el mismo amor que siento por la mejor música, el mejor cine y el mejor teatro. Me enloquece cuando juntas y aprietas tus glúteos con mis partes bajas, como si de la nada se hayan convertido en imanes de gran carga magnética. Me rocían en la mente ideas de querer sacarte algo de lo que tienes puesto, y digo “algo” para no decir “todo”.

Pienso en meter mi mano dentro de tus bragas como si fueran una bolsa con monedas de oro, en meter mi mano dentro de tu corpiño como si fuera un pequeño maletín con dos gemas de diamantes en su interior, es así como quiero verlo. Sueño con sacarte las bragas como si fueran la envoltura de una golosina, sacarte el corpiño como si fuera la envoltura de un regalo, introducir mis dedos en tu boca como si los estuviera metiendo en un recipiente de agua tibia, es así como me lo quiero imaginar.

Disfrutar de nuevo y lentamente, de la desnudez de tu cuello. De la desnudez de tus hombros. De la desnudez de tus pechos. De la desnudez de tu vientre y tu espalda. De la desnudez de tus piernas y tus glúteos. De la desnudez de tu entrepierna besándola como a un girasol. De la desnudez de tus pies. De la desnudez de tus mejores sentimientos por mí. Hacer otra vez del erotismo un gran telón de fondo, hasta bombear nuestras vidas con más vida, palpitándonos bilateralmente. Volver a trazar delicadamente con mis manos, caminos imaginarios que vallan desde tu frente hasta tu espalda alta. Desde tu nuca hasta tu espalda baja. Desde tus orejas hasta tus codos. Desde tu cuello hasta tu pelvis. Desde tus hombros hasta tus caderas, con la respiración de tu boca y tu nariz en mi oreja. Desde tu clavícula hasta tu ombligo. Desde la vibración más viva del surco entre tus pechos, hasta tus glúteos. Desde tus muslos hasta tus tobillos.

Gigantescas ganas me dan de darte un largo e intenso morreo. Un morreo extenso y potente. Un prolongado y enérgico morreo. Y al final un soñoliento morreo. Pausado, amodorrado. Un aletargado morreo. No sólo en la boca, sino también en tus mejillas, en tu cuello, en tus pechos, en tus hombros, en tu espalda, en tu vientre, en tus muslos, en tus glúteos. En tu zona más íntima y personal también, hasta que llegues a agarrarte una de tus piernas con tus brazos, juntando tu boca a tu rodilla y cerrando los ojos, alejando con todas las fuerzas de tus pies la distancia que existe entre sus dedos, agradables al tacto como piedras semipreciosas y del tamaño de uvas negras y blancas para vino de botella.

Tus pies, limpios como una sartén de teflón esmaltado sin usar –y perfectos como para meterles una violeta africana en cada surco–, son ideales para ir consumiendo oralmente sus dedos uno por uno, lamer sus plantas o acariciárselas con la misma amenidad con que lo hacen las sábanas durante los días gélidos al dormirte cristalizada, como más lo prefieran ellos. Besarle los tobillos ascendiendo o descendiendo por tus pantorrillas y alternándolas. Tus piernas, limpias como un vestido de seda que nunca salió del maniquí, son ideales para acariciar con mis dedos la parte de atrás de tus rodillas, lamerlas, besarlas, y seguir ascendiendo. Con tu piel más erizada de lo normal, quiero agudizarte lo más entrañable que tenga que ver con tu tacto.

Cada acción que hago para excitarte, y cada acción que haces para excitarme, es una gota más de apoteósica felicidad que voy sintiendo, y espero que sea recíproco. Qué lástima que no sepa escribir poesía, así te dedicaría las palabras más bonitas del idioma español, usando como real inspiración tus emociones al descubierto. Tu tierno cabello, hambriento de besos y caricias. Tus ojos refulgentes y llenos de humanidad. Tus mejillas demandantes de cariño. Tu boca entusiasmada. Tu lengua traviesa, buscadora de un buen cómplice. Tu mentón pidiendo suavidad. Tu cuello y tus hombros arropados únicamente por el aire. Tus brazos queriendo rodearme. Tus pechos vestidos por la nada misma, suplicantes de unas buenas manos inquietas y una buena boca de hombre. Tus pezones resaltantes como la luz que emiten los lampíridos y jactanciosos de su estado. Tu ombligo expectante. Tu vientre, ansioso de sentir ese calor excepcional desde adentro. Tu espalda que ruega por una temperatura más cálida. Tus glúteos que apetecen de ardientes embestidas. Tu húmeda y a la vez sedienta entrepierna, tapada exclusivamente por el aire, deseosa de tener todas las agradables sensaciones posibles, y que ya se cansó de jugar monopólicamente con tus dedos. Tus piernas implorantes de una buena compañía. Tus pies exigiendo expulsar el frío de piel nívea.

Surrealistamente hablando, quiero abrir agujeros en el cielo nocturno, tanteando las estrellas, hasta que empiece a llover dentro de esos agujeros y, tanto el gozo como el placer que salen de esos grandes orificios, penetren en tu cuerpo descubriéndote más a ti misma, impúdicamente.

Estrecharme a tu dulzura sin desprenderme de ella durante un buen lapso, y después dormirme una siesta –antes de que vuelva a tragarme el anonimato de la ciudad–, es para mí mejor que agarrar a todos los semáforos en verde en mi camino, mejor que comerse una buena ensalada, mejor que levantarme unos minutos antes de que suene la alarma del despertador, mejor que disfrutar de una buena parodia, mejor que ducharme sin premuras, mejor que escuchar a los pájaros cantar por las mañanas y sintiendo el olor a café con leche, mejor que escuchar las canciones que me traen buenos recuerdos, mejor que estar en un restaurante y ver que traen mi comida, mejor que hundir la mano en una bolsa con legumbres, mejor que llegar justo en el momento en que el colectivo, el subte o el tren hacen aparición en donde iba a hacer la parada.

Es mejor, que meter los pies en la arena y escuchar el sonido de las olas, mejor que quitarme el calzado cuando llego a casa, mejor que recibir el cumplido de alguien a quien admiro, mejor que reírme por algo que he recordado, mejor que salir del trabajo y que todavía haya luz, mejor que sentir cómo la lluvia me eriza la piel en un día sofocante y escucharla estando acostado, mejor que sentir el olor a jazmín, a libro nuevo o la fragancia del pan recién horneado. Mejor que taparme en el sillón con una manta suave, mejor que tomar chocolate caliente en una tarde fría o comer una barra despacio, mejor que ver un amanecer, un atardecer, un arcoíris o la sonrisa de un extraño. Mejor que sonreírle a ese extraño o tener una conversación amable con él, mejor que ver una puesta de sol en la playa y correr en ella, mejor que voltear la almohada en el lado frío. Casi mejor que reír hasta lagrimear.

Te venero mujer, te venero por cada beso que te doy y que te daré, con tela o sin tela, en alguna parte de tu cuerpo. Por cada abrazo con tela o sin tela que te doy y que te daré. Por cada palabra positiva que te digo y por cada sensación de bienestar que te transmito. La violencia, con su turbia marea y su calamitoso tufo a hierro, no cabe, no tiene acceso a nuestra cama. Las burlas no entran en nuestra cama. Los insultos no entran en nuestra cama. Las amenazas no entran en nuestra cama. Las humillaciones no entran en nuestra cama. El menosprecio no entra en nuestra cama. Las bofetadas no entran en nuestra cama. Los puñetazos no entran en nuestra cama. Las patadas no entran en nuestra cama. Los estrangulamientos no entran en nuestra cama. La ridiculización no entra en nuestra cama y las miradas agresivas no entran en nuestra cama.

Las bofetadas duelen en un cuerpo. Los puñetazos duelen en un cuerpo. Las patadas duelen en un cuerpo. Los estrangulamientos duelen en un cuerpo. Las burlas pueden quebrar la auto-imagen de toda una persona. Los insultos pueden quebrar la auto-imagen de toda una persona. Las amenazas pueden quebrar la auto-imagen de toda una persona. Las humillaciones pueden quebrar la auto-imagen de toda una persona. El menosprecio puede quebrar la auto-imagen de toda una persona. La ridiculización puede quebrar la auto-imagen de toda una persona. Por eso y muchos otros motivos más, nada de eso ingresa, se mete o se adentra en nuestra cama, jamás de los jamases –cosa que debería suceder en todas las camas que se usan, se usaron alguna vez o se usarán para hacer el amor–. Nuestra cama es un nido de paz y respeto, y el odio está demacrado aquí.

La libertad se convierte en un ente melifluo cuando te acuestas desnuda y te acaricias el cuerpo con las sábanas, mi reina. No duermo cuando gimes o cuando aceleras tu respiración por algo. No duermo cuando rozas tu eufórico clítoris con las telas creando un pequeño volcán de gran alcance, provocándome un almibarado efecto que crece como hierba fresca debajo de mi ombligo, hasta empezar a sentirlo con fuerza arrasadora en todo mi cuerpo. Mientras empiezo a tratar de recostar mi bulto duro entre tus posaderas, dejándote hacer y dejándote venir, para más adelante rozarte la punta del pirulí con tu espalda o con uno de tus muslos.

Quiero tomarme, si me lo permites, el atrevimiento de introducir los dedos en tu anillo más confidencial, previamente dilatado, para averiguar si logro provocarte esa diminuta corriente electrizante que viaje por tus piernas hasta los dedos de tus pies, hacer un poco de presión y a ver si empieza a deslizarse dentro. Ganarme tu deseo, hasta que se extienda cómodamente como una carpa de circo, es para mí como ganarme el mejor de los premios.

Hagámosle honor a esta lujuria dulcificada como la leche merengada. Hagámosle honor al coito del bueno y del mejor –cien por ciento consentido–, que tu boca está para la gula, tus pechos están para la gula, tus muslos están para la gula, tus glúteos están para la gula, tu manzana de Eva está para la gula, y la vacuidad tiene menos presencia que granizo en el desierto. La vaciedad tiene menos presencia que glaciar en una selva. La insignificancia tiene menos presencia que nieve en un humedal. La marginalidad emocional tiene menos presencia que niebla o neblina en un arrecife. Ardiente yo, siendo tú el motivo, y ardiente tú, siendo yo el motivo, afirmándolo y reafirmándolo con nuestras miradas, con el sonido de nuestras voces –la tuya es melódica– y con la cercanía de nuestros cuerpos. El amor debería ser siempre (o casi siempre) el ícono de la sexualidad humana, un atributo común entre la fusión de dos cuerpos decididos a sexualizarse mutuamente.

El amor y el respeto son, metafóricamente hablando, un cúmulo de luces blancas dentro de la oscuridad del odio generalizado y la violencia endémica. El amor y el respeto no son como sus opuestos, éstos no construyen bombas de tiempo y no saben fabricar salvavidas de plomo. Más amor y respeto en las poblaciones ayuda a que más personas humanas, justamente eso, empiecen a reconocerse como personas humanas, y engrandezcan con sus acciones el espíritu humano. Ayuda a que haya menos personas sobre las cuales se pueda sentar y aplastar, con una existencia bombardeada de brutalidad, con una paz que no sienten y que es sólo una palabra bonita, abocadas a la más cruel desesperación. Provoca que haya menos seres con tendencia sólo a la destrucción, dignos de repulsión y del más grande desaire, y que haya menos montañas de miseria, más amargas que el denatonio. Una vida sin amor y respeto es como un reloj añejo: sigue con su tic tac, decayendo poco a poco.

Una existencia sin amor en ninguna de sus formas, es una existencia desvencijada, como la de aquél vehículo oxidado cuya vida útil expirada no es parte del recuerdo de nadie –porque su más histórico dueño falleció hace tiempo–, pero que sigue estando por ahí ocupando un espacio.

No se podría engalanar el día más lluvioso de la ciudad, de ninguna forma, sin tu presencia, mientras perdemos y recuperamos casi a la misma sintonía nuestras respiraciones. Siendo la naturaleza la que nos da y nos quita nuevas energías. No se podría hermosear el día más ventoso de la ciudad, en ninguna forma, sin tu compañía, rozando tus pezones en mi torso, mientras te cosquilleo los hombros. En un invierno de pálida luna que es casi tan terrible como la desolación. No se podría embellecer el día más álgido de la ciudad, sin ti, mientras toco tus pezones y tu clítoris como si fueran el teclado de un piano. En un invierno que es casi tan espantoso como el desamparo.

¿FIN?