Párrafos impúdicos (2da parte)

La siguiente obra es una prosa poética erótica escrita con la intención literaria de transmitir sensaciones y no tiene como fin mayor la narración de hechos. Se recomienda leerla pausadamente, en silencio y en solitario, estando sentado o acostado en un lugar cómodo, preferiblemente de noche o en u

“Arranque pasional, lleno de irracionalidad”, escribiría una escritora de cuentos con pretensiones de poeta sobre nosotros si estuviera aquí, en su trabajo más largo. “Sus pieles se rozaban, y sus sentidos se iban turbando nuevamente, atenaceados y llevados por la pasión. Hay ternuras vocales, agua que se ve y agua que se escucha, espuma que se ve y espuma que se escucha. Lenguas comprometidas con sus respectivos deberes, agitaciones manuales se ven en los lugares más perfectos. Besos épicos y profundos, mentones saludándose, rastros de saliva caliente, exaltaciones que exaltan y no me dejan mantener la objetividad. Atributos envidiables, fervientes y prodigiosas erecciones –prominencias carnales–, que se hacen desear, están al descubierto total.

Hay uvas de hombre y de mujer perforando el aire. Pelvis y ombligos apetecibles. Rodillas separadas a la mayor distancia admisible, estocadas hechas del más puro placer corpóreo, se escuchan como truenos de cerca o como temblores de sismos, aunque sin su peligro ni su hostilidad. Cuerpos abiertos se entregan a su presente más emocionante buscando posturas, ropas que tienen un nulo protagonismo, melodiosas exhalaciones y voces de asombro bipartitas se oyen como cantos líricos de príncipe y de princesa. Generosas cantidades de energía, antes guardadas como tesoros en un cofre, son usadas para entrelazar ardientes humedades, haciéndolo el rompecabezas de dos piezas más precioso que existe. Afecto, de efectos multiplicadores y silencios que apenas logran durar unos dos o tres suspiros. Calores que se transmiten impregnan incluso todo el lugar, espaldas moviéndose como serpientes y pechos atrapantes apretándose a un torso ajeno. Pantorrillas besables y caderas hechizantes. Sonidos que no merecen el olvido se repiten hasta el infinito, tonos musicales de hombre y de mujer oprimidos por la lujuria como un encantamiento, que por momentos parece insondable.

Gradual desvío de la vergüenza. Vergüenza que es una molestia para ellos, como esa pequeña y superficial herida abierta en una mano que no ya sangra ni tampoco duele, pero que está lejos de cicatrizar. Vergüenza que termina teniendo menos peso que una semilla de mostaza. Provocadora vinculación, sobrecogedora fusión, excitante unificación. Alientos mentalizados que son esencia. Esencia o fragancia que se quiere pero no se puede comer, recordándome al extracto de vainilla. Imaginaciones indecorosas son llevadas a la realidad más inmediata, sudores derramados son convertidos en un auténtico arte impactante, en una noche de clima inflexible para los resfriados. Frentes son palpadas con la misma blandura que el foami, sedosas mejillas se tocan entre sí, orejas esponjosas se dejan jugar, suaves narices se dan varios mimos, brazos andan en constante movimiento y ojos centellean sentimiento. Fragmentos de hombre y de mujer están moviéndose como la gelatina, suplicantes de continuidad. Resoplos de diva y cabellos que se siguen viendo perfectos aún en su total desorden. Prejuicios que cedieron el paso y expresiones faciales de sorpresa e impetuosidad que se desesperan por querer contagiarme. Brillantes, rutilantes y resplandecientes transpiraciones. Instantes pirotécnicos que en otro contexto serían inviables.

Fabricación en serie de embestidas, él no quiere salirse de ella, ella no quiere salirse de él, y por lo tanto no se salen. Él cree que va demasiado lento, pero yo creo que va bastante bien, aunque ella no dice nada al respecto, dejándonos a los dos con la tortura de la duda. Veo, un lento goteo hacia el clímax, y un torbellino pecaminoso con sus pujanzas vivientes y temerosas de una posible muerte súbita, que encuentran su desenlace con una blanca y copiosa volcada. Llueven gotas fenomenales de buen hombre epicúreo. Sonrisas se dibujan y risas se pintan dentro de un grande y hermoso lienzo, orgullosas de lo que han hecho. Triunfantes, como quien muestra un crucigrama que acaba de resolver.

Fuentes de vida varonil y femenil hacen su espectáculo más memorable, y mis pupilas quieren documentarlo todo. Desnudez duplicada –y hecha prenda–, que hoy me dio el privilegio de contemplarla conmovida, intimando como si yo no estuviera. Libido inclemente y con mucha ración, ni las flores de mi pequeño jardín son tan lindas como la flor que exhibe venturosamente esta mujer. Las sábanas están mojadas, casi como un tejado durante una tormenta, después de haber sufrido tantos arañazos. Hay miradas entradoras que me observan con benevolencia, invitándome a su liturgia sublime, y yo siendo víctima de una timidez que seguramente luego maldeciré, presa de un pudor que luego difamaré casi injustamente, me niego rotundamente.

Tiembla ella por todos lados, tiembla él por todos lados, y tiemblo yo por todos lados. Semblantes bellamente enrojecidos y corazones zumbando de forma tripartita. Enrojecido está él, enrojecida está ella y enrojecida estoy yo. Se agolpan a mis labios nombres de hombre y de mujer que desearía en mi cama en un futuro cercano. Las palabras que usaré para describir lo que acabo de ver serán una inevitable minucia. Nunca le harán justicia a lo que acabo de observar con admiración. Este es uno de mis mejores lugares, aunque sólo sea contemplativo. Dichosa ella, dichoso él, y dichosa yo –más o menos–”.

¿Te gustan las cosas ricas? A mí me fascinan y me seducen, empezando por ti, aunque mis piernas estén temblando por el agotamiento. Aunque mis piernas estén visiblemente temblorosas por la extenuación, aunque estén vibrando por la fatiga, debilitadas por la lasitud, no quiero parar. No quiero detenerme. Quiero que agitemos la cama hasta que se escuchen estruendos, aunque nos estén oyendo las paredes, nos esté oyendo la puerta, nos esté oyendo la ventana, nos estén oyendo las cortinas, nos estén oyendo las luces, nos esté oyendo el ventilador, nos esté oyendo la mesita de luz, nos esté oyendo el armario, nos esté oyendo la silla, nos estén oyendo las plantas de maceta, nos esté oyendo la estufa y nos esté oyendo el aire. ¿Qué más da? ¡Que nos oigan!

Ni bien a cuentagotas me abras todas las puertas, todos los portones, todas las aberturas y todas las entradas de tu cuerpo, quiero hacerte –y que me hagas– el amor sin inhibiciones, meterme en tu templo, penetrar en tu castillo, pasearme adentro de tu palacio. En ese aposento cobijarme. En ese reino que lleva tu nombre y apellido, hospedarme. Conquistar tu cuerpo tallado como la madera, de propiedades casi escultóricas, hasta que nuestra libido contagiosa cumpla con todas las promesas que nos hizo. Hasta que nuestras excitaciones dejen de gritar en voz alta. ¡Mira que empapados estamos!

Amarte durante una temporada prolongada, y no olvidarte por una temporada más prolongada, quiero también, dicho sea de paso. Que no sea más una idea frágil y tenue, como un rayo de sol en una mañana parcialmente nublada de invierno, que me –y nos– impide vivir ilusionado(s). Desbotonar mi honda sensación de soledad y tu punzante sensación de soledad desde adentro, aunque sólo sea por unas horas, tapar ese hueco grande llamado soledad. Parteaguas sentimental. Le faltaba un condimento a mi vida, y ese condimento eres tú. Soy un espíritu que quiere volar lo más alto que nunca voló, y necesito que me hagas un empujoncito.

Sé que tu deseo por mí no será inagotable, y mi deseo por ti tampoco será inagotable. El sexo es algo que nace y fallece en el presente. Sé que nuestro andar confiado de enamorados no va a durar siempre, y nuestras vidas estarán signadas, hasta sus últimos días, por una entereza que nunca va a ser entera. Tengo presente el hecho de que el placer se agota mucho más rápido que el dolor, pero quiero olvidarme de todo aquello mientras inundamos del mejor gusto los escasos minutos que dure nuestro encuentro. Celebrarlo con largueza, que ya el estar siempre cortejando con la melancolía monocroma –y a veces teñida por la sombra de la apatía– se me hizo un auténtico hastío.

Las canas pueden llegar a mi cabello, pero que no se les ocurra aparecer en mi renovada avidez por la cual decidí consumir la vida. Las miradas de la melancolía no las quiero más. No quiero sus besos de tijeras heladas, ni tampoco sus abrazos de nieve, y eso que solía ser la que mejor me besaba y abrazaba, antes de conocerte a ti. La gris melancolía no puede ser balsámica para mi espíritu aunque quisiera, y menos con su voz de acero frío. Tú sin embargo sí cuando estás en tus mejores versiones.

Vamos a mover esto, que debajo de la cintura me siento delicioso como un postre, sabroso como un bombón, exquisito como una barra de chocolate, deleitoso como una golosina, azucarado como el almíbar, por ti. Si la parte más privada de mi cuerpo tuviera un nombre, contigo se llamaría “apetito”. Podrías jugar con ella sin un mínimo de dificultad, que está más ansiosa que tú. Briosa como los ánimos de un caballo corredor, tiesa como un tronco, casi tan levantada como una pared de ladrillo, más despierta que un gallo a la mañana y un grillo en la noche, la puedes agarrar con las dos manos si quieres. Quiero que la trates con el cariño de esos que no se olvidan nunca, especialmente la zona de la corona y el glande, haciendo tales movimientos con tu lengua que no dejarían con frío a nadie, amor mío. Quiero que hagas gestos como si la estuvieras mordiendo mientras estás codiciando lo que tiene guardado adentro para ti. Quiero que conviertas frases como “no siento nada”, o, “no me pasa nada”, en las mayores mentiras del mundo. “Mira como me pones”, te está queriendo decir mientras la estás meneando con ternura a puño cerrado, tesoro mío. Está más desbocado que la ausencia, el éxodo, el exilio de tu blusa y tu sostén, expatriados a lo que es el suelo. Se mueve sola, y no tiene ningún reparo en hacértelo ver. Lubrícamela con tu agua, que me tienes volando mujer, sostenido la evidencia más desubicada y arrogante de ello. ¡Azúcar, azúcar, azúcar! Dame más azúcar, que ni me fijo si te estás pasando. Haz más almíbar con él –a lo que es, probablemente, el reflejo más verídico de lo que generas en mí–, que la temperatura y los ingredientes ya los tenemos de sobra.

Haz que la vida se sienta más corta de lo que realmente es. Más breve de lo que debería ser. Más reducida de lo que quisiera. Haz que su tiempo de duración se sienta más y más escaso de lo que es, ahora que la pasión nos está haciendo una indiscreta visita dándole alas al apego. Haz que mis esperanzas, algunas de ellas, dejen de ser una utopía. Haz que mis decepciones, algunas de ellas, dejen de ser recuerdos y se conviertan en parte de la nada misma, en parte de lo que es el vacío en su definición más estricta. En parte de lo que es la nulidad en su concepto más conservador.

Quiero que tu boca generosa me diga “te quiero mucho” de esa forma, de esa manera también, sin decir una sola vocal, con la naturalidad y la confianza de lo impresionante. Que hagas de ella un instrumento para adormecerme las nociones de espacio y tiempo por un rato, bañándome con su cálida humedad uno de mis puntos más débiles, cuyas venas están temporalmente más marcadas que las de mi muñeca. Que me la escupas sin miedo. Que te sientas una diosa poderosa aún estando arrodillada y apoyando los codos en donde los estés apoyando, usando como única prenda de ropa el aire. Y ya con sólo besarme la punta del pirulí o haciendo en ella círculos con tu lengua, te estás convirtiendo en una, dejándome bien en claro que tus talentos de orden erótico son mejores que los míos. Al fin y al cabo serás tú quien mantenga por más tiempo la sonrisa imperial.

“Estimula, estimula, estimula”, “frota, frota, frota”, “así, así, así”, “sí, sí, sí”, te está diciendo con su absoluta disponibilidad. Toma aire y luego prosigue, mi serafín terrenal, toma aire y luego continúa, atraviesa todas sus resistencias y redúcelas a su mínima expresión, hasta que sean más pequeñas que el ojo de una aguja. “Mmm, mmm, mmm”, “¿mmm? ¿mmm? ¿mmm?”, es lo que más quiero escuchar mientras me lo estás haciendo. Respira sobre ella. Presiona mi miembro con tus labios, ángel mío, aminora su obstinación a no querer hacer explosión. ¡Te dejo, te dejo y te dejo! Sólo te faltarían los grandes y alocados lengüetazos de abajo a arriba, y de arriba a abajo. Se desvive por estar y refugiarse adentro tuyo, su necesidad más apremiante es esa, cielo mío. El revoloteo agradable que percibo en el interior de mi estómago, es grande y profundo. Mira cómo me estoy tocando el pecho –riéndote orgullosa de cómo reacciono–.

Tu lengua es atrayente, es seductora, es encantadora. Cautivante. Satisfactoria. Complaciente. Simpática, alegre, risueña. Graciosa hasta en los momentos más infartantes. Afectuosa, cariñosa, afable. Adorable, deliciosa, apetitosa. Tu lengua es ahora mi momento, haciendo con ella increíbles trazos de pluma mojada. ¿Dónde está la inocencia? ¿Qué es la inocencia? ¿Existe la inocencia? Aquí y ahora, eso no existe. Tengo una pequeña picazón, un hormigueo más chiquito que una mariquita de siete puntos, justo en la punta de mi falo, y me gustaría que me la rascaras con tu lengua.

No aguantaría si a lo siguiente te sentaras arriba mío como si fuera tu silla favorita y empezaras a moverte aleatoriamente, sin desprenderte de mí y menos de mi bulto sólido y consistente, ni por un minuto. Eso sí que no lo resistiría.

Continuará...