Parodiando a Ulrica

Basado en un bello cuento sensual del Genial Jorge Luis Borges, ULRICA, del libro de arenas.

Parodiando Ulrica, de Jorge L. Borges

No me llamo Ulrica, me dicen así, tengo cierto vestigios en mi cuerpo de parientes nórdicos, mi abuelo es rubio casi blanco, de ojos grises y mi abuela, un cabello rojizo poderoso, con ojos azules que hacían más intensa sus miradas. Aprendí de ellos el noruego, luego recibí un excelente italiano en la Dante Aleghieri de mi ciudad natal, Rosario, y tras la insistencia devastadora de mis padres aprendí inglés en el prestigioso colegio inglés de la calle Buenos Aires, también en Rosario.

Si De Quincey supo de su destino de ser escritor antes de haber escrito una palabra, yo hice de mi vida académica y profesional la filología donde me doctoré, haciendo ese doctorado acepté la invitación a un importante seminario en Oxford, Inglaterra, dado por el prestigioso académico Phills Thomas. Aprovechando la ocasión, el viaje al viejo continente y a un pedido de mi amado abuelo decidí visitar York, de esa forma, algo de mi genes volvieron a pisar aquella ciudad donde fueron expulsados por los galeses; ahí conocí a un argentino que la iba de colombiano.

Ya se sabe qué clase de gente somos los argentinos, no nos creemos el ombligo del planeta sino del Universo, ese es un pecado abominable que dudo podamos alguna vez expiar. Este que les menciono no era la excepción, algo bajito, con un traje venido a menos, ayudado por un bastón al andar, casi calvo, casi inteligente en su mirada. Por supuesto que yo no había ido York sin compañía, una amiga londinense me acopañaba, feminista hasta provocar dolor pero muy amable y educada a la hora de atender a sus colegas venidos del sur del mundo, ambas nos metimos en una fiesta que se llevaba a cabo en unos de los salones del hotel donde nos alojábamos haciendo gala de la típica viveza criolla argentina ya que la iniciativa había sido mía, por supueso yo hablaba en inglés, como no podía ser de otra manera, y en ese idioma el falso colombiano me ofreció una copa que rechacé con una sentencia de mi amiga Mary de marcado femenismo.

El hombre me gustó apenas lo ví, no me resultaba simpático que fingiera ser lo que no era, pero ambos estábamos ahí haciéndonos lo que no éramos por lo tanto el juego se inició con una mentira funesta. Le llamó la atención que mi amiga me llamara Ulrica, quiso saber el origen de ese nombre, se lo dije, luego se detuvo a contemplar un pequeño pin que llevaba en mi solapa con los colores azules y amarillos, el creyó que era una especie de escarapela o símbolo emblemático de la bandera de la bandera de Noruega, me dió no se qué decepcionarlo, en realidad eran los colores del club de mis amores: Rosario Central, uno de los grandes equipos del fútbol argentino cuya hinchada jamás deja de alentar sin importar en qué lugar del mundo esté.

Ese día había nevado durante toda la mañana, yo tenía ganas de dar un corto paseo, el argento-colombiano se ofreció acompañarme, insistí en hacerlo sola pero a un argentino un "

no

" no es una barrera infranqueable que pudiera hacerlo desistir, mientras caminábamos nuestros cuerpos comenzaron a rozarse, si bien hacía frío y ambos estábamos muy abrigados yo podía sentir cierta vibración en mi piel cada vez que nos tocábamos.

Una hora después, entre charlas banales, sentencias sin sentidos, afirmaciones con falsa dosis de metafísica nos encontramos frente a una posada donde había un simpático anuncio ofreciendo habitaciones, tomé su mano mientras le pregunté su nombre el cual no recuerdo pero si me llamó la atención su apellido: Otárola. Le propuse entrar, no necesité repetírselo, él se hizo cargo de solicitar la habitación que nos tocó en suerte en el piso superior con un enorme ventanal que daba hacia el Oeste; la nieve comenzó a caer repentinamente, me dió la impresión de escuchar un lobo aullar cuando Otárola cerró la puerta pero pronto caí a la cuenta que era una ilusión, pues, como todo el mundo sabe en Inglaterra ya no quedan lobos salvajes.

Me quité los guantes que dejé, uno encima del otro, sobre la cómoda donde había un enorme espejo en el cual se veía la cama que pronto ocuparíamos, Otárola se dejó caer en el sofá sin desprenderse de nada, en especial de su bastón. Me deshice de mi sacón, mi gorro, las botas, desprendí el pantalón de mi jean dejando a la vista el elástico de mis bragas color roja. Otálora me preguntó que hacía en York, se lo dije y también le anuncié que esa misma tarde volvía a Londres para seguir la huellas de De Quincey; él también partiría rumbo a otra ciudad en el continente a la mañana siguiente.

No quise esperarlo demasiado, tenía muchas ganas de meterme en la cama con él, ambos desnudos por completos, para saborear nuestros cuerpos debajo de las sábanas; en un santiamén me quité el resto de mis ropas, incluso mis bragas. Desnuda me acerqué a donde aún él permanecía sentado, parecía que la situación lo había desbordado, se sabe, un argentino tipo le duele en el orgullo la iniciativa femenina.

Nuestra imagen se reproducía en el espejo, Otálara evitaba mirarlo argumentando cierta creencia acerca de la locura y la abominación de los espejos, me reí mucho de su ocurrencia, después nos besamos. Su mano enguantada acarició mi espalda, mis manos de a poco fueron desnudándolo, una vez que quedó por completo sin sus ropas me dió la impresión de estar ante un niño desprotegido, todavía ayudado con el bastón nos acercamos a la cama, en el borde volvimos a besarnos, su sexo no era gran cosa, un poco torcido hacia su derecha, pero nada especial; incluso recuerdo que era finito.

Con infinita paciencia me tendió de espalda en la cama, mi cuerpo se acomdó en el centro, siguiendo las indicaciones de sus manos separé mis piernas, después escuché que dijo algo, luego su lengua se entretuvo entre los pliegues de mis labios vaginales, creí que iba a volverme loca de placer, el repiqueteo en mi clítoris me elevaba con cierta vehemencia hacia la locura, para que mis gritos no llegaran a oidos de los circunstanciales pasajeros que tomaban té en la planta baja mordía la almohada. Mi primer orgasmo no tardó en llegar ni tampoco los otros, se parecían a las oleadas de copos de nieve que se estrellaban en nuestra enorme ventana que daba al Oeste.

Cuando comenzó a chuparme las tetas no pude evitar masturbarme, el deseo se había desbocado en mí y Otálara sabía, aunque fingía lo contrario, cómo hacer sentir a una verdadera mujer. Se arrodilló ante mí, sin que me lo pidiera me engullí su torcida erección que comencé a mamarle con desesperación, con una mano se la sostenía y con la otra le acariciaba las nalgas por entre sus piernas, de arriba hacia abajo en tanto Otálara soltaba suspiros mirando el techo antes que mirarse en el espejo gozando con una mujer.

No quiso terminar en la boca, apenas nos movimos para que él se acomodara entre mis piernas, sin que me lo pidiera las puse sobre sus hombros; después de eso comenzó a moverse dentro de mí con un frenesí que amenazaba arrastrarme a la perdición. Soltó todo su esperma dentro de mí, pero antes tuvo la delicadeza de esperar que yo acabara; después de eso nos quedamos abrazados debajo de las sábanas, mirando el techo mientras nos mentíamos sobre nuestras vidas, yo en Oslo y él en Medellín como catedrático de una Universidad Nacional.

Quise arrastrarme para abajo y así alcanzar su sexo flácido y goteante de esperma, se negó, dijo que si lo hacía no podría volver a besarme, pues, no le gustaban las bocas con gusto a semen; lamenté hacerlo, pero preferí renunciar a sus dulces besos por el exquisito sabor de su simiente. Se acomodó mejor, se sentó apoyando su espalda en el respaldar de la cama, separando sus piernas un poco en tanto que yo me estiraba a lo largo, con mis pies más allá del límite de la cama al desnudo y así saborear su sexo que comenzaba a endurecerse otra vez; en agradecimiento acariciaba mi cabeza con ambas manos haciendo círculos, dejando en la ruina mi peinado.

Cuando su erección estuvo firme me senté en ella, enculándome hasta los pelos, dándole la espalda para que él pudiera acariciar mis endurecidos pezones en tanto yo hacía lo mismo con mi clítoris. Por la estrechés de mi esfinter podía sentir como se movía dentro de mi recto, cuando alcancé mi orgasmo el arito del culo se cerró varias veces en aquel sexo con tanta fuerza que por un momento temí que fuera a cortárselo. Por pedido suyo me salí, me acomodé a lo largo boca abajo, él lo hizo encima mío, con su mano tomó su endurecido miembro, buscó mi dilatado ano y sin dudarlo demasiado, sin encontrar resistencia, me sodomizó a gusto suyo y el mayor goce de mi parte. Se tomó su tiempo, cambiaba el ritmo cada vez que lo necesitaba, por momento entraba y salía de mí con una lentitud dolorosa y al instante todo cambiaba para darle lugar las embestidas intensas y rápidas. Intentó masturbarme mientras me culeaba, no sabía hacerlo, pero no se molestó cuando comencé a hacerlo por mí misma.

Después de nuestros orgasmos nos pusimos de costado, sin permitir que me la sacara, casi tuve que rogarle que no lo hiciera; de esa manera nos dormimos por un rato. Cuando volvimos a despertarnos, una hora después, Otálora evitaba dos cosas: mirar hacia el espejo y todos mis intentos por besarlo. Para entonces yo lo cabalgaba como si estuviera montada en el más brioso corcel conocido, subía y bajaba mis caderas, apretaba con mis músculos vaginales con toda la fuerza posible, estrujándole su sexo. Mis cabellos acariciaban su pecho, sus manos mis tetas, cada tanto chupaba alguna de ellas y eso desencadenaba una serie de sensaciones de goce y placer. Esta vez no esperó mi orgasmo, el suyo sobrevino con tanta intensidad que para acallarse mordió mi hombro derecho en tanto sus manos acariciaron, con un fogozo impulso, mi espalda.

Permanecimos así hasta que su flacidez escapó de mí, limpié sus restos con mi boca, luego nos turnamos en el baño el cual quedaba al fondo de pasillo donde estaba nuestra habitación. Más rejuvenicido y yo más dichosa regresamos a Northern Inn en cuya sala nos conocimos, allí mismo nos despedimos. Regresé a Rosario un més después, no volví a saber de él nunca más aunque cierta vez me pareció verlo caminar por los pasillos de la Biblioteca Nacional camino a la oficina del director, fue en una ocasión que estuve en Buenos Aires participando de un congreso en mi espcialidad.-