Paris, más allá del límite (y 4)

Alberto lleva a Teresa a una velada sadomasoquista. Vivirá allí unas experiencias que cambiarán su vida para siempre...

riing… riing… riing

-¿Dígame? ¿Quién? Ah, Pierre. ¡Qué alegría! Sí, mucho tiempo ya, demasiado. ¿Cómo? A ver, cuéntame

Pasaban pocos minutos de las once de la noche. Teresa y yo habíamos salido del hotel y andábamos erráticos, cual vagabundo de la vida, por la noche de Paris cuando sonó el teléfono. Era Pierre, un amigo de hace años, crítico literario de profesión y mecenas parisino de las artes y de las, veladas sadomasoquistas. Me invitaba a una cena "temática" en su casa. Al principio me sorprendió la hora aunque inmediatamente recordé que eso de los horarios franceses rige sólo en las "provincias" –como ellos mismos denominan a todo lo que no es Paris-; la capital nunca duerme… Era una buena ocasión para terminar lo empezado y se lo propuse a Teresa. Pero, vamos, fue una de esas proposiciones que suenan más a "sí o sí".

Vivía cerca de Saint Lazare y fuimos paseando. Por el camino Teresa no habló mucho. Se había quitado las lentillas y lucía unas gafas de grandes cristales con montura "al aire" que le conferían un aspecto intelectual. Era una mujer muy atractiva, pensé. Y me asaltaron las dudas que me suelen martillear, de vez en cuando, insistentes, la mente: ¿podía llegar a plantearme una relación "normal" con ella, carente de los elementos propios de la dominación y la sumisión? ¿Hasta qué punto una persona manifiestamente sumisa necesita esa dosis periódica de entrega al otro?

Había tenido, tiempo atrás, una relación continuada D/s que acabó como el Rosario de la Aurora. Había sido una cuestión de límites. ¿Cómo establecerlos? ¿Cruzarlos constantemente es contraproducente? ¿Por qué motivo? ¿Por provocar la pérdida de confianza y el hastío o, por el contrario, por crear una dependencia de mayor exigencia continua?

Con mis elucubraciones llegamos a destino.

Entrar en casa de Pierre y transformarme, olvidando mis dudas existenciales, fue simultáneo. La atmósfera era cautivadora. Una gran estancia de techo alto artesonado albergaba una larga mesa dispuesta con abundante y refinada comida. El anfitrión nos presentó como Sir Rubens y su perrita

A estas alturas de la noche Teresa ya no se sorprendía de nada así que se limitó a bajar la mirada y esperar.

-Encantado de teneros aquí, Alberto-, me dijo.

-Al contrario, el placer es nuestro. ¿Vamos a cenar enseguida?

-En cinco minutos estará todo listo.

Había una decena de personas, hombres y mujeres, muy bien vestidos. No querría caer en clasicismos pero era inevitable pensar que provenían de la alta sociedad.

-Pierre, necesito que me hagas un favor.

-Dime

-¿Podrías conseguirme un collar y una correa para mi perrita?

-Desde luego. Ahora vuelvo.

Bien, Teresa, ya lo has oído, a partir de este momento serás mi perrita. Sólo tendrás que obedecer mis órdenes. Es sabido que las perritas no hablan así que si quieres responder a alguna pregunta que se te haga deberás ladrar; un ladrido significa sí, dos significa no. ¿Lo has entendido?

-¡Guau!

-Bien, muy bien. Y, por supuesto quedas momentáneamente exonerada de dirigirte a mí como Sir… Jajajajaja. Y ahora desnúdate completamente; ¿has visto alguna vez a una perrita con ropa?

Pierre regresó con un bonito collar de cuero trenzado y una larga correa con eslabones metálicos.

-Vaya, qué preciosidad. ¿Es dócil?

-Bueno, depende del momento pero en general se porta bien. Verás

-Levántate el pelo.

Y se lo coloqué, apretando un poco más de la cuenta adrede para observar su reacción.

-Guau, guau.

-De acuerdo, te lo aflojaré un poco. ¡Y ahora a cuatro patas, vamos!

Orgulloso de mi preciosa perrita tiré de la correa para llevarla hasta la mesa, no sin antes arrearle un par de cachetes para recordarle, más aún si cabe, su nueva condición.

La cena transcurrió dentro de los más estrictos cánones D/s. El servicio se componía de chicas jóvenes, ataviadas con un vestido largo hasta los pies que, sin embargo, por su confección, como si de un sujetador abierto se tratara, dejaba a la vista sus pechos. De vez en cuando alguna de las chicas era manoseada por alguno de los comensales, retorciéndole los pezones o levantándole el vestido para hundir un dedo, o varios, en su sexo o en su culo, y ofrecérselo luego a chupar, todo dentro de su más estricto silencio. A lo sumo se oía algún gemido de las más jóvenes, todavía poco acostumbradas a la manipulación digital en lo más íntimo y profundo de su ser.

Teresa permanecía quieta a mi lado, arrodillada y sentada sobre sus talones, y, de pronto, sentí ese cosquilleo en la nuca tan característico de los momentos de extrema felicidad y satisfacción. Sí, debían ser unas gotas de adrenalina que me recordaban que tenía una preciosa sumisa a mi disposición así que me desabroché el pantalón y tirando de la correa acerqué a mi perrita para ordenarle:

-Huele, huele bien a tu amo, como hacen las perras, para que siempre puedas reconocerme.

-Guau.

-Y ahora empieza a lamer, sólo lamer.

Tenía una lengua de seda y a los pocos minutos de recorrer mi polla arriba y abajo, deteniéndose en cada viaje en mi glande, noté el endurecimiento del asunto y ante posibles consecuencias inmediatas le ordené parar.

Estábamos terminando ya de cenar cuando Pierre se acercó a mí para comentarme que pasábamos al salón para tomar el café. Me abroché y tirando de la correa fui con mi perrita hasta esta otra estancia, todavía más amplia, con enormes sofás dispuestos de forma circular y coronada por una majestuosa chimenea encendida. En el centro un taburete alargado muy bajo, de terciopelo rojo y sobre él, descendiendo del techo, una cadena finalizada en un mosquetón.

Nos sentamos todos, más o menos a la vez, y cuando me disponía a pedir un Zacapa mi perrita ladró:

-Guau, guau.

-¿Qué ocurre?

Levantando la pierna, en un ángulo de 45º hacia un lado, representó el movimiento de los perros cuando se disponen a mear.

-¿Quieres mear?

-Guau.

-Ven, te llevaré a un rincón.

La arrastré hasta uno de los ángulos de la habitación, debajo de una lámpara de pie.

-Hazlo aquí. Pero recuerda que eres una perra así que nada de levantar la pata. Así, tal como estás, a cuatro patas, separa tus piernas , perdón tus patas traseras, hasta acercar tu coño al suelo y mea.

Pasaba una de las chicas de servicio por ahí y, a falta de papel higiénico, le ordené que lamiera los restos de orina de la perrita. Teresa hubiera preferido que fuera un hombre pero debía ir acostumbrándose a interactuar con personas de su mismo sexo. A pesar que alguna vez había tenido algún escarceo con otras mujeres yo la presumía heterosexual y, de esta forma, con una mujer entre sus piernas, alcanzaba un doble propósito: ponerla en una situación que no fuera de su agrado, y por ende sí del mío, y evitar que recibiera una dosis de placer cuando no le correspondía. Aunque por la cara que puso mientras duró la "limpieza" deduzco que debió cerrar los ojos y entregarse a esa lengua anónima que, por espacio de unos segundos, había conseguido poner su clítoris en guardia

Regresamos al sillón y dispuse a Teresa, como si de una alfombra se tratara, tumbada a mis pies, boca arriba, piernas ligeramente separadas y brazos detrás de la nuca. Le pasé la correa por la espalda y la hice asomar de nuevo entre sus labios mayores; era tan larga que alcanzaba para esta posición y para llegar su extremo hasta mi mano sin necesidad de realizar ninguna extensión.

Al instante pareció haber movimiento en la sala. Trajeron a una de las sirvientas, completamente desnuda, sólo con los altísimos -e incomodísimos- botines de castigo que había usado durante la cena, de aquellos que presentan una inclinación tal que los pies parece que estén colocados permanentemente de puntillas, y la subieron sobre el taburete. Llevaba unas muñequeras de cuero negro y le ataron ambas manos en alto a la cadena que colgaba del techo de tal forma que apenas si podía mantener el equilibrio. En aquel momento Pierre se me acercó:

-Ahora empieza el ritual. Todas estas chicas que tenemos aquí son aprendices de esclava. Se están sometiendo, por propia voluntad claro está, a sesiones de adiestramiento. Date cuenta que con la bebida te han dejado una tarjeta con un número

-Vaya, es cierto, no me había percatado de ello.

-Cada una de las chicas recibirá distintos castigos y sortearemos quién se los aplica

Miré el cartón y tenía el seis. Me gusta ese número. No sé bien porque. Lo encuentro plástico, sugerente como las curvas de una mujer. Además acepta bien la compañía, la del nueve, por ejemplo.

Y Pierre, como si de un bingo Bdsm se tratara, cantó… ¡el cuatro!

Una elegante señora, adentrada la cincuentena, estilizada tanto por su cuerpo como por su ropa, avanzó hacia la esclava con una larga y fina vara de bambú en la mano. Se situó a su espalda, ladeada a la derecha y sin mediar palabra empezó a golpear el culo de la chica. Al principio aguantó en silencio pero superado el noveno o décimo golpe empezó a mover su cabeza de un lado a otro mientras gritaba -¡Basta, por favor, basta! Ni que decir que no le hicieron ni puñetero caso y la cuestión es que llegó un momento en que cesó de gritar y de llorar y acabó recibiendo en el silencio previamente exigido la cincuentena de golpes que su castigo marcaba.

Teresa había inclinado la cabeza para ver el espectáculo y tirando de la correa, que le pinzó con sus eslabones metálicos el clítoris, la devolví a su sitio entre un par de guauguaus de queja.

-Si vuelves a moverte te saco ahí para que seas tú la siguiente-, le dije.

A la vista de cómo le había quedado el culo a esa pobre chica o, mejor, de lo que había quedado de él, mi perrita regresó a su posición inicial sin rechistar más.

En la hora y media siguiente fueron pasando sucesivas esclavas sometidas, cada una de ellas, a los más variados castigos: fisting, caning, pinzamientos, cera caliente, electricidad… todos ellos culminados siempre en penetraciones forzadas, anales o vaginales, cunnilingus y felaciones varias. Hasta que, de nuevo, Pierre se acercó a mí. Yo ya había dado cuenta de mi tercer Zacapa y cualquier proposición me hubiera parecido bien, quizás cuanto más deshonesta mejor.

-¿Y a tu perrita, no la vamos a castigar?, me dijo.

-Verás, debería encontrar primero un motivo. Me gusta castigarla cuando se lo merece pero me parece inoportuno hacerlo gratuitamente.

-Tienes razón, Alberto. Pero si piensas bien siempre encontrarás una razón. Además, seguro que ella lo está deseando. ¿No es así, perrita?

Teresa, que en aquel momento estaba tumbada boca abajo pues la iba cambiando de posición para no hacerle daño con el apoyo continuado de mis zapatos sobre su piel, contestó con un doble guau.

-Mira, ya tienes una razón: simplemente porque no le apetece. Claro que si hubiera dicho que sí también la habrías castigado así que… jajaja.

En la posición en la que estaba , con las piernas ligeramente separadas, me fijé que se apreciaba una zona más oscura en su culo.

-A ver, perrita, ven un momento aquí.

Tirando de la correa la obligué a levantarse y la situé sobre una de mis rodillas, en equilibrio, mostrándome su culo en la típica posición de spankee. Con ambas manos separé sus nalgas y, si, allí estaba el motivo del castigo: ¡toda la zona perianal estaba infestada de pequeños pelos negros!

-Pierre, s’il te plait, ¿podrías conseguirme unas pinzas de depilar? Sí, de esas de las cejas. Gracias. Y tú, perrita, ahora más callada que nunca.

Uno a uno fui arrancando los pelos que Teresa había acumulado alrededor de su ano. A medida que pasaban los minutos notaba como empezaba a sudar y como incrementaba su ritmo respiratorio y, alguna vez, cuando sin querer le agarraba con las pinzas un trozo de piel, daba un pequeño saltito sobre mis rodillas. Pero, eso sí, no oí ni un solo quejido.

Cuando hube terminado la depilación, y muy a mi pesar, dejé caer unas gotas de mi ron sobre la zona y entonces sí que no pudo evitar un "mmmmm" a modo de grito ahogado.

Ahora que estaba limpita por fuera sólo faltaba el interior y llegó el momento de pasarla al centro de la sala. La colocaron sobre el taburete con medio cuerpo sobresaliendo por la parte delantera y dejando su grupa sobreexpuesta. Al instante hizo aparición un "árbol" con ruedas con su correspondiente bolsa, su alargadera y su cánula y, sin pensárselo dos veces, Pierre hundió el artilugio en su culo y abrió la palometa para el líquido fluyera.

A los cinco minutos un litro y medio de agua templada se había alojado en el cuerpo de Teresa y ésta empezaba a notar los efectos de intentar retenerla en su interior. Era el momento idóneo para empezar a flagelarla y, esta vez, no pude negarme. Agarré el flogger y descargué sobre sus nalgas toda la fuerza de mi amor y mi deseo por ella. Fueron los minutos más intensos que recuerdo. Cada golpe que le infringía, cada chasquido sobre su piel provocaba un estremecimiento mayor en mi persona hasta el punto que cuando acabé de administrarle el castigo me abalancé sobre ella para lamerle las heridas, como el león que cuida a su cachorro, y me abracé a ellas por un lapso indeterminado de tiempo.

Pero Teresa debía todavía evacuar todo lo que llevaba dentro así que la autoricé a hacerlo en una vieja palangana, eso sí, delante de todos los presentes. Habiendo terminado la situé otra vez sobre el taburete pero, en esta ocasión, boca arriba con el cuerpo y la cabeza colgando hacia atrás. Me arrodillé ante ella, desabroché mi pantalón, y metiéndole la polla en la boca le susurré al oído:

-Ha llegado tu momento. Ya puedes tocarte. ¡Tócate!

Teresa empezó a masturbarse al tiempo que chupaba y succionaba mi miembro con la fruición del que se sabe por fin liberado después de un largo cautiverio e intenta saborear cada segundo de su nueva libertad.

Un mundo de sensaciones transita por aquella estancia. Ya no es ella sino su espíritu el que se ofrece para culminar el acto último de entrega a su Amo.

En la inconcreción del espacio, en la ausencia del tiempo, como flotando por el universo sin ningún tipo de referencia los acontecimientos van fluyendo, concatenados. Me siento Bestia poseyendo a la Bella

Por arte de magia alcanzamos los dos un orgasmo de magnitud insospechada, en medio de fuertes espasmos y convulsiones, que nos hizo perder la noción de todo

Y de pronto, la metamorfosis.

Estamos de pie, en la barra de la Brasserie Mollard. Las primeras luces del alba imprimen un reflejo plateado a los mojados adoquines de la calle. Teresa ya no siente el rubor de sus nalgas enrojecidas, no percibe las punzadas de su ano dilatado ni se percata de las libidinosas miradas de los últimos taxistas vespertinos. Deposita su taza de café, coge su gabardina y sin mediar palabra se marcha.

Yo quiero tomarme otro, pero ya es demasiado tarde. Demasiado tarde para un café y demasiado tarde para los remordimientos. Y a pesar de ello lo pido, sin azúcar. Su amargura me quema el alma, me desmonta la coartada y me tira encima las toneladas de incoherencia que he ido vomitando.

Habíamos quedado que nos comeríamos una paella juntos, de regreso a Barcelona. Pero ahora mismo no sé si nunca volveremos a vernos. Sin teléfonos, sin señas particulares, quizás deberemos esperar que el azar vuelva a tendernos una mano.

El cielo se está volviendo muy gris. Ese color gris "Paris" en el que intuyo se está volviendo también mi vida.

Al compás de la canción de Luis Miguel (…contigo ya la noche va cubriendo nuestros cuerpos,aún estamos piel con piel unidos…)la veo alejarse por el Boulevard Haussmann. Mi mirada perdida sólo distingue un letrero luminoso de colores que juega a las intermitencias: primero lento, después más rápido para quedarse, finalmente, fijo. Y comprendo en aquel instante el brindis de Monique ("por Nikos") porque en él se lee, como en la tumba del poeta Kazantzakis, "No espero nada, no le tengo miedo a nada… Soy libre".

Sir Rubens.

NOTA DEL TRANSCRIPTOR: Encontré en la habitación de mi hotel, en uno de sus cajones, los folios, escritos a mano, que he copiado. Pregunté en la recepción, en el restaurante, en el club de jazz y en la escuela de música pero nunca nadie supo darme ninguna indicación respecto a Teresa y Alberto. A mi modo de ver estos personajes son pura ficción, nunca llegaron a existir… ¡O quizás sí!