París, más allá del límite (3)

Teresa acudirà al hotel de la mano de Alberto sin sospechar lo que allí le espera: Monique transformada en cruel domina...

Salimos del Duc des Lombards en dirección al hotel. Paris es imprevisible en este sentido; tan pronto encuentras taxi en la primera esquina como tienes que andar media hora para pillar uno. Y fue lo segundo. La noche era fresca pero una preciosa luna llena, de aquellas que propician los más aberrantes crímenes y las más apasionadas historias de amor, invitaba a caminar así que fuimos avanzando por Sebastopol hasta Turbigo y luego Réamur. Desde aquella posición se divisaba Saint-Dénis

-Sabes Teresa, un poco más arriba, en Saint-Dénis, podría dejarte un rato en una esquina. No nos irían mal unos euros suplementarios. Además, allí, entre las otras putas, pasarías desapercibida. ¿Qué opinas?

-Lo que usted mande, Sir. Pero creo que sería un poco peligroso. A los chulos de la zona e, incluso, a las otras chicas podría no agradarles la idea, Sir.

-Mmm, me gusta tu modo de responder; sabes zafarte con argumentos . ¿Sabes? Para mí doblegar la voluntad de una persona inteligente tiene un valor añadido, un plus de satisfacción. De todos modos me excita mucho la idea de cederte a otra persona. Ya sabes que me perteneces y debes obedecerme en todo.

Su silencio fue revelador. Normalmente cuando a las personas se las pone ante una situación que estiman inaceptable se rebelan, se revuelven en un intento de evitar lo que imaginan insoportable. Si no es así puede significar dos cosas: o lo que se les plantea no es suficientemente "duro" como para rechazarlo de entrada o han alcanzado un grado de sumisión tal que entregan su mente al dominante que las guía.

Por las reacciones de Teresa me inclinaba más por lo segundo.

-Sir, tengo el hotel aquí cerca. ¿Podría, por favor, ir a cambiarme de ropa? Con estos pantalones empapados de orina estoy francamente incómoda y me estoy helando.

Íbamos bien de tiempo y asentí.

-De acuerdo. Te espero en Chez Prune, en el Quai de Valmy. De todos modos, apresúrate.

-Gracias, Sir.

-Mmmm, recuérdame que me debes la concreción de una petición de gracias.

No podía dejarle pasar por alto las normas pero hacía sólo media hora que me había corrido en su boca y, a mi edad, ya no estaba para tanta alegría continuada.

Así que me fui andando hacia mi bar preferido por el camino que más me gusta: el Canal de Saint Martin. Siempre que puedo me paseo por allí. Es el lugar donde, casi siempre, Maigret encuentra sus cadáveres y aquella noche, como si fuera uno de los personajes de Simenon, caminaba con el cuello de la chaqueta subido y las manos en los bolsillos mirando de reojo sus turbias aguas. De pronto me paré en uno de sus puentes para fijarme bien en mi propia sombra que, gracias a la luz de la luna, se reflejaba deformada por los movimientos ondulatorios del agua. Y en aquella silueta creí reconocer también la del solitario que espera encontrar una respuesta a su existencia; la de la pareja de amantes furtivos que se regalan el último beso de la noche antes de que su cielo vuelva a poblarse de pesadas nubes grises; la del despreocupado que se pasa el rato escupiendo para contar cuantas anillas producen la onda que se propaga; la del infeliz que tira, trocito a trocito, la última carta recibida, aquella que llegó ya sin remitente; la del borracho que, mirando primero a lado y lado en un absurdo gesto púdico, se baja la bragueta y alivia su estado etílico; la del niño, o la niña, que impregnado de ilusión, de bondad y de ingenuidad alarga su mano para coger esa luna

Cuando llegué Teresa ya estaba ahí, sentada en un taburete de la larga barra de madera. Había mantenido sus botines pero había cambiado su anterior atuendo por un espectacular vestido rojo de satén, dejando entrever esos preciosos pechos que, con sus pezones erguidos, se insinuaban bajo el escote. Imaginaba que no se habría puesto bragas y sólo esa idea hizo que notara un ligero cosquilleo conocido en la entrepierna. Además se había recogido el pelo en un moño estudiadamente desarreglado y se había pintado bien ojos y labios. Dios sabe que me fascinan las mujeres con el pelo recogido. Siempre he imaginado, en mi universo de dominante, que ellas prefieren llevarlo suelto, porque quizás les favorece más estéticamente, pero en un acto de sumisión sacrifican su imagen para satisfacer mi capricho. En dos palabras: ¡estaba radiante! A su lado un jovenzuelo intentaba iniciar una estéril charla y me acerqué hasta ella hasta que percatándose de mi presencia se giró y, sin dudarlo, me lancé a sus labios en un beso interminable digno de Lancaster y Kerr en "De aquí a la eternidad". Un beso profundo, húmedo, salado; un beso como el mar, azul .

Brindamos con dos Ricard y salimos en dirección al Hotel Avalon en el taxi que, esta vez sí, habíamos pedido desde el bar.

Nos dejó justo enfrente. Entramos y en la recepción ya nos estaban esperando:

-¿Monsieur Albert? Habitación 505.

-Gracias

Mientras subíamos en el ascensor saqué un pañuelo negro de seda del bolsillo.

-Ahora voy a vendarte los ojos. Con los ojos cerrados pierdes uno de tus sentidos básicos y eso te permitirá sentir más intensamente con los demás, le expliqué.

-De acuerdo, Sir.

Llegamos a la habitación. Llamé y Monique, enfundada en una elegante gabardina gris, abrió la puerta. Poniéndome el dedo índice de forma vertical en los labios le hice el típico gesto de "silencio" y dirigiéndome a Teresa le dije:

-Ahora tú vas a esperar aquí, fuera de la habitación, de pie frente a la puerta. Pase quien pase y te diga lo que te diga no contestes. ¡Y no se te ocurra quitarte la venda de los ojos! ¿Has entendido bien todo?

-Sí, Sir.

Crucé el umbral y antes de cerrar me percaté que Teresa estaba temblando ligeramente. Me gustó esa situación. Significaba que estaba completamente metida en su papel de sumisa y que la expectativa de lo desconocido la descentraba lo suficiente como para no dominar su cuerpo y rendirse a la imposición de sus actos reflejos.

¡Una vez dentro fui yo el que se quedó de piedra! En el escaso tiempo que había tardado en hablar con Teresa, Monique se había quitado la gabardina… Y delante de mí tenía una imagen para soñar… o para temblar. Una mujer altísima, con unas botas negras hasta más arriba de las rodillas, medias de rejilla también negras sujetas por un liguero de encaje y un sostén tipo "balconet" que realzaban sus grandes y redondeados pechos dejando a la vista dos barras acabadas en punta, insertadas cada una de ellas en sus respectivos pezones. Sostenía en sus manos una fusta y cuando levantó un poco unos de sus brazos para indicarme que me acercara a ella pude ver una abundante pelambrera negra que sobresalía de su sobaco.

Ufff. El súmmum, el nec plus ultra de la imagen erótica por antonomasia que circula por mi mente. Es como una obsesión para mí. Me paso el día, sin querer, observando de reojo los sobacos de las mujeres porque me excita en sobremanera que los lleven peludos. Lo considero, descartando por supuesto el motivo de la dejadez, uno de los signos mayores de "transgresión oculta y latente" que pueden darse en nuestra sociedad. Que una mujer se atreva a dejarse crecer el pelo en las axilas para, después, enseñarlo me pone enormemente. Es más, si esa mujer tiene un físico "aceptable" y desea conquistarme sólo con ese detalle ya me tiene casi a su disposición.

Me acerqué a ella conteniendo la respiración, pero al llegar a su altura no pude aguantarme más y recogí, en una profunda inspiración, todo el olor, agrio, a sudor que desprendía. En aquel momento, cual animal en celo, presentaba ya una erección completa, de aquellas que hacen recordarle a uno que todavía está vivo… Sobre todo por el dolor del miembro doblado dentro de los calzoncillos buscando salir a la superficie

Iba a lanzarme sobre ella cuando me recordó:

-¿Y Teresa?

-¿Teresa? Sí, claro, la tengo fuera esperando.

-Pues pásala y déjamela ya. Me lo has prometido.

Abrí la puerta y allí estaba, de pie esperando. Había dejado de temblar pero me fijé que estaba sudando y que unas cuantas gotas bajaban desde sus axilas tronco abajo. La agarré por el brazo y entró con el paso dubitativo del que carece de visión.

-Te he preparado una sorpresa, le dije. He invitado a una amiga para que juegue un rato contigo. Recuerda que eres mi esclava y debes obedecerme en todo, así que ahora lo que quiero es que te entregues por mí. Tu cuerpo, igual que tu alma, me pertenece.¡ Quítate el vestido!

Y Teresa, sin mediar palabra alguna, como una autómata, dejó caer los dos tirantes por sus hombros y el vestido resbaló suavemente hasta sus pies dejando al descubierto sus apetitosas redondeces. Tenía un cuerpo precioso, bien formado, equilibrado, ni muy grueso ni muy delgado, con unos pechos ideales para pinzar, un culo perfecto para azotar y un coño preparado para… No tuve más tiempo para admirarla porque Monique se acercó a ella y cogiéndola con dos dedos por un pezón la hizo avanzar hasta la parte central de la habitación.

-Ven aquí, putarrona, le dijo.

Y situándose detrás de ella le pinzó con las manos ambos pezones. Al principio Teresa aguantaba, no decía nada, pero cuando Monique imprimió, con sus dedos, un giro de 45º soltó un primer chillido.

-Cállate puta. Te quiero en silencio. Si te oigo gemir el castigo será mucho peor.

Y giró 45º grados más, hasta los 180, hasta provocar que Teresa se pusiera de puntillas, en un acto reflejo para mantenerse en silencio y controlar el dolor.

Yo, de momento, estaba de mero espectador pero era un tipo de espectáculo muy atractivo, excitante. Con cada mueca de dolor contenido de Teresa una especial y agradable sensación recorría mi cuerpo. El cerebro mandaba, como siempre en mí, sobre el corazón y la satisfacción psicológica por la entrega de Teresa a mi voluntad era superior a cualquier orgasmo posible, porque el orgasmo es un instante, es la culminación física de un acto también físico pero la mente… Ah, la mente, cuando se pone de tu lado es una aliada que te proporciona placer de forma permanente. ¡Qué poderosa es! Capaz de la mayor de las satisfacciones y de la más cruel de las decepciones.

Entretanto Monique, sentada, había colocado a Teresa sobre sus rodillas, boca abajo y la estaba "preparando" para el siguiente de sus numeritos. Se había puesto un guante de látex y estaba procediendo a dilatarle el ano con lubricante; primero un dedo, imprimiendo círculos en sentido horario; después, aprovechando el cambio de sentido, dos; hasta conseguir que sus cinco dedos, agrupados en forma de cuña, penetraran hasta el interior del culo de Teresa que, dejándose llevar por esa especial sensación de la dilatación anal, parecía gemir tímidamente ya más de placer que de otra cosa.

De pronto la colocó de rodillas sobre el sillón y le hizo separar bien las piernas al tiempo que la obligaba a inclinar su cuerpo sobre el respaldo, apoyándose en el abdomen, y le decía:

-Ahora coloca las manos a la espalda, levanta bien tu culo y estate quieta.

Monique desapareció un instante al baño y volvió a salir con un espectacular strap-on ceñido a su cintura. Una enorme polla negra de 25 cm de largo por 12cm de ancho que daba miedo sólo de verla, sin llegar a pensar que aquel "monstruo" podía acabar en el fondo de tu culo. Se acercó, untándola de lubricante como si se estuviera haciendo una paja, y al llegar a la altura de Teresa le susurró al oído:

-Ahora, guarra, es cuando no quiero oírte para nada. Silencio absoluto.

Y separándole con los dedos pulgar e índice las nalgas, a la altura del ano, empezó a penetrarla. Primero entró sólo el glande, un poco más ancho, y cuando comprobó que el esfínter se cerraba un poco, síntoma que estaba "aceptando" bien la penetración, empezó a empujar más y, en un movimiento de vaivén continuo, fue metiendo aquel bicho hasta el fondo del culo de Teresa. Ésta no abrió ni un solo instante la boca para quejarse pero a los dos o tres minutos de estar siendo follada sus lágrimas hicieron acto de presencia y resbalaron, por debajo del pañuelo de seda, por sus mejillas dejando un rastro negro de rimmel.

En aquel momento no supe si esas lágrimas eran representativas del dolor que estaba soportando o de una mezcla de ese dolor –era imposible que no lo sintiera- con la vejación y la rabia contenida que podía estarle provocando su entrega, por mí, a esta, para ella, tan desagradable situación.

Me puse delante de ella y lamiéndole las lágrimas de sus mejillas la besé intensamente mientras su cuerpo se movía cada vez más fuerte debido a los embates furiosos de Monique. Correspondió a mi beso con otro igualmente profundo, cargado de la saliva que había acumulado en su esfuerzo por mantenerse en silencio. Y mientras le decía:

-Te estás portando como una campeona. Estoy orgulloso de ti,

Monique gritaba ya como una posesa fuera de sí. No acertaba a entender cómo ni porqué pero la realidad es que se estaba corriendo y de qué manera.

Cuando hubo acabado la sacó y se fue directa a tumbarse sobre la cama. Cayó exhausta y quedó boca arriba de tal forma que su enorme polla parecía un totem plantado sobre el cuerpo del delito.

Levanté a Teresa del sillón. En un primer momento sus piernas flaqueaban un poco pero enseguida recobró la verticalidad. Le quité el pañuelo y sus ojos tardaron unos instantes en poder volverse a abrir. La luz de la habitación era tenue y por la buhardilla asomaba, majestuosa, la luna llena.

-Ahora te falta una penúltima prueba, le dije.

-¿Penúltima, Sir?

-Sí, por esta noche me refiero, claro. Vas a limpiar la polla que te ha follado con tu boca. Es una de las expresiones máximas de sumisión. ¿Te acuerdas cómo te dije que tenía que darme las gracias?

-Sí, Sir.

-Pues ahora tienes que hacer lo mismo, con la ventaja para ti que te ahorrarás tragarte toda su leche… Jajaja.

Teresa se acercó a Monique, se inclinó sobre el strap-on pero de pronto se levantó de nuevo.

-Es imposible, Sir. No puedo de ninguna de las maneras. No tenía el culo limpio y quedan muchos restos sobre esta polla, Sir.

Es cierto que el tema Scat es uno de los límites más difíciles de cruzar para casi todas las sumisas; Teresa no iba a ser diferente… ¿O sí?

-Mira, pequeña, no se trata de que hagas lo que te gusta sino todo lo contrario, ¿entiendes? Comprendo que no es muy agradable comerte tu propia mierda pero peor sería que fuera la de otro, ¿no crees? Vas a volver a intentarlo y estoy seguro que esta vez lo conseguirás. Anda, ve y no me defraudes.

Teresa rompió a llorar desconsoladamente, con largos espasmos respiratorios, abundante lagrimeo y la aparición de unos mocos que dejaban, por un momento, su cara más parecida a la de un miembro de la realeza que a la suya propia. Pero entre sollozo y sollozo fue avanzando hacia Monique hasta que, inclinándose, se metió la polla de goma en la boca y la fue lamiendo y chupando hasta dejarla como nueva

Estos son, de verdad, los momentos especiales. Aquellos instantes que se recuerdan durante mucho tiempo por su intensidad emocional, más que por la física. Esa es la verdadera esencia de la Dominación y de la Sumisión, en mayúsculas; del amo, que es capaz de coger a su sumisa de la mano y llevársela hasta el horizonte para describir los claros y los oscuros que tiene su vida y captar la eternidad de sus emociones

La ventana entreabierta dejaba pasar el sonido de las campanas de la capilla del hospital de Lariboisière: las diez. Monique sacó una botella de Piper-Heidsieck de la nevera del minibar y tres copas.

-¿Este champagne estaba aquí?, le pregunté sorprendido.

-¿Tú que crees?

Evidentemente que no; pregunta absurda, de nuevo. Aquel hotel no podía ofrecer una bebida que cuadriplicaba el precio de una habitación.

Teresa había dejado de llorar y yacía, desnuda sobre la cama, palpándose el agujero dolorido de su culo. Seguro que pasarían varios días antes de que volviese a sentarse sin acordarse de esta noche.

El "pum" del corcho saliendo despedido por los aires nos devolvió a todos a la realidad, como si despertásemos justo en aquel instante de un sueño.

Monique nos ofreció una copa. Llenó la suya, luego la mía y llegado el turno de Teresa le dijo:

-La tuya llénatela tú misma.

Teresa me miró, con un gesto de resignación, buscando la confirmación en mi expresión. Le sonreí levemente al tiempo que movía la cabeza en señal de aprobación. Así que se levantó, separó las piernas y colocándose la copa entre ellas dejó escapar la orina suficiente para llenarla.

Monique levantó la copa vociferando: "Por Nikos"

No entendimos, en aquel momento, el significado de aquellas palabras pero lo cierto es que brindamos los tres apurando de un solo trago el contenido de la copa.

Teresa cayó sobre la cama, exhausta, y aproveché este momento para ir al baño. No podía follármela, su recompensa aún debía esperar, pero yo no aguantaba más tantas emociones vividas y no me quedó más remedio que auto-aliviarme. Cuando escuché los primeros golpes secos de la fusta, señal de que Monique estaba rematando la faena sobre el culo de Teresa, descargué toda mi pasión sobre el espejo dejando un camino blanquecino a modo de firma

(Continuará)

Sir Rubens