Paris, más allá del límite

Una mujer sumisa explorará de la mano de un experto amo, en un viaje iniciático a Paris, qué se siente cuando se cruzan los límites...

Ding, dang, dong. Ding, dang, dong.

Departure of flight Air France four nine one, to Paris. Please passengers proceed to gate number sixty-five.

Con el anuncio de la salida de mi vuelo desperté del semi-letargo en el que estaba sumido desde que se había diluído la cafeína que me había inyectado en vena para intentar sobrellevar dignamente esos madrugones a los que me obliga la empresa.

Sí. Voy regularmente a París a presentar y defender los balances de la compañía. Es una ciudad que, trabajo al margen, me encanta y a la que nunca me canso de volver. Y más en otoño; los colores cálidos de las hojas mustias, casi muertas, que caen de los árboles unido a los reflejos que el atardecer le confiere a la Seine dota a determinados rincones de esta ciudad una atmósfera casi mística

Dos toquecitos suaves sobre la espalda me devolvieron a la tierra.

-Disculpe, creo que se ha dejado este libro. ¿Es suyo verdad?

-Sí, sí, gracias. Muy amable.

Vaya por Dios. Siempre me voy dejando las cosas por ahí. Menos mal que aún quedan personas con la consideración suficiente. Claro que, puestos a mal pensar, ¿a quién le importa un libro? Hubiera sido mi iPhone no sé yo si

La cuestión era que había recuperado mi Misterio del Bellona Club, de Dorothy L. Sayers. Me encanta la novela negra, y a la altura de lo que llevo leído de ésta intuyo que la parte más interesante está muy próxima.

Entregué mi tarjeta de embarque, cogí un par de ejemplares de prensa escrita y me dirigí al avión a través del finger. Eramos relativamente pocos pasajeros y en el controlado silencio de nuestro deambular sobresalía, detrás de mí, el repiqueteo de unos tacones. Así que en un disimulado gesto, como si la cosa no fuera conmigo, giré ligeramente la cabeza.

Y entonces la ví. Había una considerable distancia entre su posición y la mía. Seguramente habría provocado un pequeño "tapón" en el momento de coger los periódicos, pensé. Bajaba a paso lento pero acompasado. Rondando la cuarentena, no muy alta, media melena ondulada castaño claro, traje chaqueta gris perla y zapatos granate de tacón, a juego con la blusa.

Sí, era la misma persona que había rescatado, unos minutos antes, a mi libro de su seguro destino de perecer en el anómimo olvido de las salas de espera.

A lo largo de mis viajes acostumbro a cruzarme con infinidad de mujeres de todo tipo; ejecutivas, la mayoría, jóvenes, maduras, atractivas e insustanciales. Y mis consideraciones no pasan de ahí, de ser meramente circunstanciales. Sin embargo esta vez parecía distinto. No sé cómo explicarlo. Era como una extraña sensación que me invadió al verla.

Se situó justo detrás de mí, mientras aguardábamos para cruzar la puerta de la avión, y de inmediato me asaltó esa desagradable situación que se me reproduce periódicamente de pérdida del control.

-¿Qué, a París?, le dije, esbozando la mejor de mis sonrisas. Y de inmediato, al percatarme de la pregunta, quise que la tierra me engulliera, por gilipollas. ¿Cómo se me había podido ocurrir preguntarle semejante obviedad?

Sin embargo su respuesta fue condescendiente.

-Sí. Voy para participar en un cursillo de perfeccionamiento de violín.

En aquel momento me percaté de que llevaba un extrañamente alargado maletín. Agradeciéndole internamente de que su respuesta no hubiera sido "Sí. ¿Y tú?" me apresuré a intentar enmendar la plana:

-¡Qué interesante! ¡Siempre me han maravillado las personas que son capaces de desarrollar su sentido artístico!, le solté.

-Gracias. Pero no me dedico a ello. Trabajo para un organismo público y el violín es sólo un hobby. Lo que ocurre es que dispongo de una semana de vacaciones, que la empresa me debía, y he decidido invertirla en mejorar mis prestaciones musicales.

Avanzamos por el pasillo de la aeronave y, sacándola del bolsillo exterior de mi americana, le eché un vistazo al resguardo de la tarjeta de embarque: 17C

Coloqué mi bolsa en el compartimento superior y cuando me disponía a sentarme, de nuevo la misma voz, por tercera vez ya, se dirigió a mí, esta vez acompañada por una amplia sonrisa: 17A!

La dejé pasar no sin antes haberla ayudado a colocar su equipaje.

Las primeras luces del dia nos saludaban justo cuando el avión entraba en pista para despegue. Dejando Barcelona bajo nuestros pies, sobrevolando el mar, vi su reflejo en la ventanilla. Miraba fijamente el orto, como no queriéndose perder ni un segundo del ascenso del astro rey. Y dejaba una imagen sobrecogedora de serenidad y de placidez que era contagiosa. Por un instante yo también me sentí bien, confortable en mi asiento como en mi vida.

Cuando las luces del cinturón se apagaron y a la vista de que su actividad se había limitado hasta el instante en mirar por la ventanilla me lo desabroché y acercándome a ella, levantando el reposabrazos y ocupando el asiento libre que quedaba entre ambos, le dije:

-¿Me permite?

-Mmmm, sí, claro. Estaba a punto de quedarme dormida. ¿Y usted a qué va a París?

-De tú, por favor.

-Jajaja. De acuerdo.

-Soy abogado. Trabajo para la filial de una empresa francesa y periódicamente voy a la central a "rendir cuentas".

-Ya.

No me pareció que tuviera un especial interés en mi profesión… Quizás hubiera tenido que decirle que yo tampoco. Que a mí me hubiera ilusionado ser periodista pero que tuve que seguir con la pesada tradición familiar de estudiar Derecho. Padre y abuelo abogados no permitían "descarríos" así que, cómo en el Auca del Senyor Esteve, en la que el nieto quiere ser escultor y el abuelo le responde que sí, que de acuerdo, pero que él le pagará el mármol, no tuve otro remedio que continuar con la tradición familiar

-Los abogados soy un poco rarillos, ¿verdad?

-¿Rarillos?, pensé. Y queriendo dar un giro a la conversación le espeté:

-¿Y a ti de dónde te viene la afición por la música?

-Pues mira, me viene de hace mucho tiempo. Considero la música como una prolongación de mí misma. De la misma forma que hay personas que son capaces de plasmar sus sentimientos a través de la pintura o de la escritura existimos otras que expresamos nuestras vidas a través de la música. Nuestras alegrías, nuestras penas, nuestros miedos, nuestras fortalezas… Todo resumido en un acorde. Es la mínima y, al mismo tiempo, la máxima expresión de uno mismo.

He de reconocer que me quedé un buen rato, pasmado, escuchando las harmoniosas palabras de aquella mujer. A medida que nos hacemos mayores, por lo menos en mi caso, aprendemos a dar valor a un tipo de parámetros años atrás desconocidos o ignorados. Si quiero ser sincero he de decir también que un buen físico ayuda a centrarte en lo "químico" y a fe que aquella mujer reunía ambas características.

De pronto, una frase entre las miles ya pronunciadas me obligó a levantar la mirada:

-… claro que una parte importante de mi afición se la debo a la dependencia emocional que la música me proporciona.

-¿Cómo dices?, la interrumpí.

-Sí. Es muy simple… y muy complejo a la vez. Verás, yo soy una persona que necesito que mi vida tenga un sentido. Como todo el mundo, me dirás. Y, en mi caso, ese sentido es el de la protección a través de la obediencia.

Supongo que debió ver mi expresión de asombro pero siguió como si nada.

-Me siento a gusto cuando, de forma voluntaria, descargo mi voluntad, mi mente y se la entrego a otra persona. Es como si le estuviera diciendo: aquí estoy, soy toda tuya. Cógeme, ordéname, úsame. Mi felicidad pasa primero por la consecución de la tuya. Si quieres ser mi Amo yo seré tu esclava. En cierto modo yo soy el violín y me subyugo al director de orquesta para que arranque de mí mis mejores notas.

Me sobrepuse al instante y, asimilando rápidamente la sorpresa, le pregunté:

-¿Y actualmente tienes partitura o, por el contrario, improvisas?

Sonrió. Con una de esas sonrisas que le arreglan a uno el dia porque van acompañadas de ese fulgor en el fondo de los ojos que te devuelven las ganas de vivir.

-Tengo partitura pero cada vez me apetece menos interpretarla. Ha sido muy importante para mí porque me ha permitido comprender la necesidad que tenía de entregarme pero ahora pienso que ha llegado el momento de embarcarme en nuevas melodías.

-¿Embarcarte? Comprendo tu símil. Yo soy un apasionado del mar y cada vez que inicio una nueva singladura no puedo evitar reflexionar sobre la conveniencia de regresar siempre al mismo puerto de partida. Hay ocasiones en la vida en que hay que saber coger los vientos favorables del momento.

Buff, creo que me estaba liando demasiado así que decidí pasar a la acción.

Llevaba una blusa rojiza, oscura, de una seda muy fina que dejaba entrever perfectamente, por su botón desabrochado de más y por las marcas de sus pezones endurecidos, que no se había puesto sujetador. Pero curiosamente me había fijado sobretodo en sus manos. Unas manos delicadas, como no podía ser de otro modo en quién toca el violín, largas, delgadas y huesudas, con las venas marcadas y carentes, casi, de artificiosa ornamentación.

-Tienes unas manos preciosas, le dije, cogiéndole una suavemente. ¿Cuál es tu nombre?

-Teresa. ¿Y tú?

-Alberto

Y sin añadir nada más alargué su mano hacia mí e introduje su dedo anular en mi boca, chupándolo con fruición. Tenía aún el sabor salado de los cacahuetes. La miré fijamente a los ojos y empecé a morder a la altura de la falangina; primero suave, para ir incrementando paulatinamente la presión.

Aguantó un momento la mirada pero cuando el dolor hizo acto de presencia bajó los ojos, cerró el puño de su otra mano y moduló su ritmo respiratorio para controlar los naturales espasmos que, desde el dedo, iniciaban su recorrido ascendente por la mano y el antebrazo.

Aflojé la mandíbula y al sacar su dedo de mi boca me percaté que le había hecho una pequeña herida de la cual manaba un minúsculo hilillo de sangre.

Iba raudo a usar la servilleta cuando Teresa se puso su propio dedo entre los labios y, simulando que degustaba sus propios efluvios corporales me preguntó:

-¿Y a ti cómo te gustan las mujeres?

-Transgresoras y depiladas, contesté sin dudarlo.

-Jajaja. Lo segundo es fácil, contestó mientras seguía con una carcajada sostenida. Mira

Y sin ningún tipo de reparo levantó su falda para mostrarme su precioso sexo rosado y perfectamente rasurado.

Vaya, tampoco llevaba bragas. Eso ya empezaba a gustarme más, a acercarse al modelo de mujer que me gusta

-Lo primero es más subjetivo, continuó. ¿Si se tiene voluntad y consciencia de ello, se está realmente transgrediendo? ¿O la verdadera transgresión trasciende los límites?

-Desde mi punto de vista se acerca más a lo segundo, repliqué. Lo que ocurre es que en función de esos límites, de los propios, de los ajenos y, si fuere el caso, de los pactados, las acciones que se derivan de dicha trascendencia son de un tipo u otro, más vistosas o más simples

Mi disertación sobre el inframundo de la dominación y de la sumisión iba a entrar en su momento culminante cuando nos sorprendió el altavoz: Mesdames et Monsieurs, nous allons aterrir dans quelques minutes à l’aéroport de Paris-Orly. Veuillez accrocher vos ceintures et

-Teresa

-Dime, Alberto

-Creo que sobre las 17 horas habré terminado mi reunión de trabajo. Te espero media hora más tarde en el Duc des Lombards. Es un club de jazz que está en la calle del mismo nombre, cerca del Centro Pompidou.

-De acuerdo, intentaré estar ahí. Pero tienes que prometerme una cosa

¡Quiero cruzar los límites!

(continuará)

Sir Rubens