París

En un viaje a la ciudad luz lo encontré. No me lo esperaba, pero así sucedió.

De entre todas las personas que conocía él era a quien menos esperaba encontrarme, pero así es la vida. Las cosas suceden cuando menos te lo imaginas. Había viajado a París por motivos de trabajo. Me dedicaba al negocio de la belleza personal y asistiría a un congreso en el que se presentarían las más novedosas técnicas en la materia. Cuando me hicieron la invitación yo dudé en aceptar. No tenía muchos ánimos de ir, pero mi familia, más por librarse unos días de mi presencia que por otra razón, me convenció. Así me subí al avión y luego de un largo y cansado vuelo, aterricé en la ciudad del romanticismo y los encuentros fugaces.

El congreso comenzó. Presencié cerca de veinte conferencias en tan sólo tres días. Aunque si bien el tema de todas era de mi interés, terminé harta y rogando no escuchar nada más acerca de faciales, masajes o tratamientos contra el estrés. Lejos de disfrutarla, mi estadía en la capital francesa se había convertido en un suplicio que me tenía con los nervios de punta. Y es que el convivir con cientos de mujeres obsesionadas por la apariencia física, además de resultarme asfixiante, me hizo pensar en muchas cosas. Me puse a reflexionar sobre lo que había sido mi vida y, como siempre que los resultados de un análisis no son buenos, sólo conseguí sentirme mal. Cuando se suponía debía regresar a mi casa, estaba tan deprimida que decidí quedarme unos días más, para relajarme. Primer error.

Salí a caminar sin la intención de visitar un lugar en específico. No deseaba conocer la historia de la ciudad o mucho menos, sólo quería caminar sin rumbo fijo y pensar. Pensar en el pasado, en lo que pudo ser y en todas esas cosas que pensamos cuando estamos melancólicos y en lugar de intentar sentirnos mejor nos compadecemos de nosotros mismos. Caminaba entonces sin dirección, cuando el estómago me reclamó por no haberle dado alimento desde la noche anterior. Me senté en uno de los tantos cafés al aire libre y, después de ordenar un americano y un trozo de pastel, mi mirada se cruzó con la suya. Estaba en la mesa de enfrente leyendo un libro, tal y como el día que nos conocimos en la cafetería de la universidad, hacía ya muchos años.

Y justo como aquella vez, se levantó se su silla y se dirigió hacia mí, sin quitarme la vista de encima y haciéndome sentir un hormigueo por todo el cuerpo. Ya no era el mismo de años atrás. No llevaba esa larga cabellera por la que todas las chicas suspiraban. No traía puestos esos jeans rotos o esa playera con el símbolo de la paz. No mostraba sus musculosos brazos con orgullo y ese abdomen plano y bien ejercitado, había dado paso a una barriga que delataba su gusto por la comida. No, sin duda ya no era el mismo, pero aún así me hizo temblar cuando se sentó junto a mí y puso su mano sobre la mía. Su atractiva fachada, como todo con el paso del tiempo, se había deteriorado, pero no su mirada. No lo que me transmitía. Le bastó con saludarme para que cada poro de mi piel le rogara hacerme suya.

  • Que gusto verte. ¿Qué estás haciendo aquí en París? - Me preguntó.

  • Vine a un congreso de belleza. Tengo una clínica en México y quería conocer nuevas técnicas y tratamientos. - Respondí.

  • ¿Una clínica de belleza? ¿Qué pasó con lo de querer ser abogada? - Me cuestionó.

  • Hubo un cambio de planes. Dejé la carrera y hace poco inicié con mi negocio. Ya sabes, lo típico. Mejor háblame de ti. Dime qué haces tú en París. - Sugerí.

  • Lo que siempre quise: escribir. Luego de terminar la licenciatura, gané una beca para estudiar una maestría en una universidad de Inglaterra. Estuve viviendo un tiempo en Londres, trabajando en una editorial. Después viaje a España a Italia y finalmente me establecí aquí. No soy ese famoso escritor que obtiene el premio novel de literatura como en mis sueños, pero no me puedo quejar. Me va muy bien. Se puede decir que lo tengo todo. Bueno...casi todo. - Exclamó con cierta tristeza al mismo tiempo que apretaba mi mano, haciendo clara referencia a lo que pudo haber ocurrido entre nosotros.

  • Me da gusto. - Fue lo único que me vino a la mente, estaba muy nerviosa.

  • Que hermosa eres. Los años no han hecho más que acentuar tu belleza. - Dijo para halagarme, haciéndome las cosas aún más difíciles.

  • Mentiroso, sólo lo dices por ser amable. - Aseguré.

  • No, no lo digo por ser amable. Lo digo porque te amo. - Confesó despertando en mí el temor, el de lo que podría pasar si no salía de ese lugar en ese preciso instante.

  • Será mejor que me vaya. - Afirmé con la intención de abandonar la mesa, pero él me detuvo.

Me tomó de la mano y con un suave pero firme jalón me atrajo hacia él. Me rodeó con sus brazos y acarició la punta de mi nariz con sus labios. Mi corazón no podía ir más rápido y sentía que el aire me faltaba. Deseaba como nunca había deseado algo que continuara, que sus caricias descendieran y se toparan con mi boca. Quería que me acostara sobre aquella mesa y me hiciera el amor, enfrente de todos. Que el mundo se enterara de lo mucho que lo necesitaba, de lo mucho que lo había extrañado todos esos años. Lo quería más no era correcto. Mi mente se esforzó en ahogar esos sentimientos, pero sobre él no tenía control. Sin siquiera saber lo que mi conciencia me decía, me besó. Me besó y sentí toda esa emoción y toda esa felicidad que sentí la primera vez que lo hizo. Me besó y supe que estaba completamente perdida ante él, por él.

Nuestras lenguas permanecieron entrelazadas por una eternidad y cuando finalmente se separaron, no fue necesario decir algo más. Pagó la cuenta y salimos del café, con rumbo a su departamento. Recorrimos las pocas cuadras que nos separaban de su hogar, tomados de la mano. Él me miraba, yo le sonreía. Él me acariciaba la mejilla, yo le sonreía. Él me decía "te amo", yo le sonreía.

El tiempo pasó volando y cuando mi cerebro apenas comenzaba a asimilar lo que ocurría, llegamos a su casa. Entramos y lo único que pude notar fue un desorden general. No reparé en detalles porque de inmediato se lanzó sobre mí y volvió a meter su lengua en mi boca. Ya sin testigos que pudieran ofenderse o arruinar el momento, sus manos me tocaron por todos los años que no lo hicieron, haciéndome recordar esa deliciosa sensación que te provoca el estar con alguien que te enciende con un simple roce. Esa sensación que sube por tu espalda y explota en tu cabeza, obligándote a echarla hacia atrás y suspirar.

Con lentitud y sin parar de decir que me amaba, me fue desvistiendo. Yo hice lo mismo con él y dedicamos unos segundos a la tarea de admirarnos el uno al otro. Su mirada brillando al observarme me hizo sentir de nuevo hermosa, deseada. Esa flacidez y esas estrías que ni las cremas más caras habían podido quitar, él las desapareció. Al menos por un momento, él borró todas las inseguridades y miedos que en ocasiones te invaden cuando alguien te ve al natural. Para él yo no era una mujer de cincuenta años que ha perdido todo el encanto. Él no veía un cuerpo que ha sufrido los embates de la gravedad. Ante sus ojos yo era simplemente su amor, ese al que siempre ves perfecto y bello a pesar de los años. Ese con el que quieres estar sin importar nada. Y yo también lo veía así. Para mí seguía siendo aquel jovencito de largo cabello y apariencia rebelde que me enamoró con la primera frase. Para mí aún era mi primer amor, mi primera vez, esa que nunca se olvida.

Satisfechos de recorrer nuestras lastimadas anatomías, juntamos nuestras pieles y el calor nos envolvió. Tirados en la cama continuamos diciéndonos cuanto nos amábamos, pero sin hablar. Tocándonos, mirándonos, besándonos, haciéndonos vibrar. Nuestras piernas enredadas, nuestros sexos compartiendo humedades y de pronto, fuimos nuevamente uno. Entró en mí sin el dolor de aquel día, pero con la misma pasión. Entró en mí y en lugar de lágrimas involuntarias, me arrebató sonidos de placer.

Y como si estuviéramos bailando un vals, nos movimos delicadamente, buscando alargar el momento lo más posible. Y todo se sentía tan bien, que por un instante me pareció escuchar los violines. Y el tiempo pasó y su humanidad se fue ensanchando en mi interior. Sus ojos se clavaron en los míos, como queriendo entrar hasta mi alma para acariciarla al mismo tiempo que con su masculinidad gozaban mis entrañas. Su rostro se coloreó de rojo y su garganta explotó en un grito que anunciaba se había derramado. Y sentí la tibieza de su esencia inundando mis adentros. Y yo también me derrame y como sellando nuestro encuentro, nuestra entrega, lo besé otra vez. Quedamos exhaustos, pero sobre todo complacidos. Felices.

  • Fue maravilloso y no quiero arruinar la magia, pero... ¿por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste sin siquiera decirme adiós? - Preguntó, una vez recuperado el aliento.

  • Eso ya no importa, es pasado. Estamos juntos y eso es lo único que cuenta. - Afirmé.

  • Tienes razón. - Estuvo de acuerdo.

  • Duérmete. Duérmete como lo hacías aquellas tardes en la cabaña. Me gusta ver tu cara con los ojos cerrados, soñando entre mis brazos. - Dije.

  • Está bien. Sólo que antes quiero pedirte una cosa: prométeme que estarás aquí cuando despierte. - Me pidió.

  • Lo prometo. - Le mentí.

Y con esa falsa promesa de mi parte cerró sus ojos y se quedó dormido entre mis brazos, justo como a mí me gustaba. Y mientras con mis dedos le daba un masaje en la nuca, le canté un bolero, ese que solíamos escuchar cuando estábamos a solas. Y con cada palabra que salía de mi boca, mis ganas de llorar se hacían más grandes. Y cuando la canción llegó a su fin, yo ya estaba vestida y a unos pasos de la puerta. Él seguía durmiendo, creyendo que me encontraría a su lado la mañana siguiente. Y lo observé por última vez de pies a cabeza, memorizándolo todo. Cada arruga y cada seña. Me habría gustado quedarme a su lado y tener más de aquellos encuentros, más de aquel amor, pero tenía una familia y una vida. Una en la que no era dichosa, pero al fin y al cabo, mía. Salí del departamento dejándole mi corazón, ese que por unas horas, entre sus sábanas, volvió a vivir. Era hora de regresar a la monotonía que por miedo había escogido y a la cual por cobardía no pude renunciar. Llegué a casa peor de cómo había salido. Lo había perdido por segunda vez, pero al menos por ésta...siempre tendría París.