París, 1877 (III)
Continúan las aventuras de la pequeña Rufus y sus nuevos amigos, el doctor y la asistenta.
Adele. El nombre resonaba en su cabeza con suavidad. Cuando era pronunciado por su querido doctor provocaba una llamarada. En boca de Madamme Rousteau era una caricia maternal pero llena de deseo. Adele. Sin duda aquel nombre le iba como anillo al dedo.
No podía dejar de dar gracias por la enorme suerte que había tenido, pues su vida había cambiado de manera radical en apenas cuatro meses. El día que el buen doctor la sorprendió en la alcoba de la asistenta subida en aquella butaca y con el calzón empapado en semen, fue el inicio de una escalada de sexo. Pasaron el resto del día en aquella estancia, acariciándose, lamiéndose y penetrándose unos a otros, alcanzando numerosos orgasmos hasta altas horas de la madrugada. Desde ese día, aquella casa se convirtió en una especie de refugio del sexo en el que sus tres moradores protagonizaban todo tipo de fantasías.
Monsieur DuForest la había rescatado de la vida de miseria que había llevado hasta el momento y la había acogido en su casa. Ya no tendría que soportar más a aquella vieja podrida que la utilizaba para ganar dinero, obligándola a acostarse con hombres asquerosos. Ahora por el contrario, era instruida por el doctor en el arte de la lectura y la escritura, vestía caras y bonitas prendas y comía ricos platos calientes. A cambio, solo tenía que satisfacer los caprichos perversos de Monsieur y Madamme, y nunca era obligada a ello (hasta la fecha, tampoco había hecho falta obligarla a nada). De acuerdo, a veces tenían unos caprichos algo raros, pero siempre eran amables, y cariñosos con ella, además de limpios y educados. Ya había vestido todo un abanico de prendas, disfraces, correas y complementos de cuero o de seda, y su pene y todos sus orificios habían sido utilizados repetidas veces como juguetes sexuales por sus dos viciosos valedores. Ella se dejaba hacer gozosa, y no albergaba ninguna aspiración mayor que la de proporcionar todo el placer que fuera capaz a Monsieur y Madamme.
En honor a la verdad, los primeros días en su nueva casa fueron algo estresantes para Adele. Fue duramente adiestrada en los modales y buenas formas de la alta sociedad parisina. Ella se esforzaba mucho, pues de ninguna manera quería decepcionar a su queridísimo doctor y pronto él pudo sentirse orgulloso de los grandes progresos que mostraba.
Pronunció sus primeras palabras tras años de mutismo una fría tarde de febrero. Adele se encontraba en la cocina merendando distraída un racimo de uva cuando fue llamada al sótano. Allí la esperaban sus tutores dispuestos para un nuevo juego. Él desnudo salvo por una camisa de lino abierta; ella con el sempiterno moño, y desnuda salvo por un liguero y unas medias. Se le ordenó que se quitase la ropa y se pusiera las escuetas prendas que habían preparado. Obedeció sin rechistar, claro. El conjunto se resumía en un antifaz de dormir, muñequeras de cuero y medias. Tanto en las muñequeras como en el borde de las medias había unos aros metálicos. El doctor y la sirvienta se sonrieron mutuamente al contemplar el maravilloso espectáculo: unicamente ataviada con tales prendas y ofreciendo sumisa su breve cuerpo a cualquier cosa que se les ocurriera. Un exquisito capricho de la naturaleza había querido que aquella deliciosa niña de incipientes pechos naciera provista de pene, y éste se mantenía terso y tranquilo sobre los pequeños testículos. Adele (entonces aún la llamaban Rufus) no podía saber lo que pasaba merced al antifaz, pero no mostró nervios ni miedo, ni siquiera cuando oyó ruidos metálicos como de cadenas. Tenía plena confianza en sus nuevos amigos.
La subieron a algún tipo de taburete. Sintió que manipulaban el aro de una de las medias. Una fuerza le obligaba a subir la pierna: algo tiraba de la argolla hacia arriba. Inmediatamente le hicieron subir la mano y manipularon la argolla de la muñeca. Comprobó que si tiraba hacia abajo con la mano, su pierna subía. Repitieron la operación con las otras extremidades y sumida en la oscuridad, se encontró a sí misma colgada por manos y piernas, en una impúdica postura de rana. A sus oídos llegaban cuchicheos y susurros. Repartió su propio peso de la forma más cómoda posible: suspendida en el aire, en cuclillas y los brazos en alto. De repente Madamme (eran sus dedos finos y hábiles) manipuló sus partes. No eran caricias… más bien empezó a sentir una fuerte presión que le apretaba desde la parte posterior de los testículos hasta el pene: el conjunto había sido recogido en un manojo por algún tipo de cinta. El miembro comenzó a reaccionar. ¿Qué iban a hacer con ella?
Sintió una respiración cerca de su rostro un segundo antes de que la poderosa lengua del doctor se introdujera en su boca. La besó con pasión y al separarse, introdujo un pañuelo que llenó su boca por completo y la amordazó. No tardó en sentir lubricadas caricias en sus nalgas y los contornos de su ano, ya bastante abierto por la forzada postura; eso sólo podía significar que iba a ser sodomizada. Le encantaba ser penetrada, y parecía tener cierta predisposición natural para ello, pues el pene del doctor (que no era pequeño) había explorado ya en varias ocasiones sus oscuras profundidades sin ningún problema. Mientras que uno de ellos (parecía Monsieur), le lubricaba concienzudamente el ano y sus proximidades, el otro comenzó a pellizcarle los pezones sin piedad. Notó que se le hinchaban como fresones y el dolor placentero aumentó la temperatura de su cuerpo aún más. Un dedo intrépido y desvergonzado ya se había deslizado hasta sus entrañas cuando su pene alcanzó su máximo desarrollo (que no era gran cosa) mientras sus pezones ardían ante los despiadados pellizcos y mordisqueos de Madamme. Los limitados movimientos que su cautiverio permitía provocaban ecos de cadenas en aquel sótano. Por momentos le fueron estimuladas todas sus zonas erógenas a la vez salvo el pene, pues Madamme le acariciaba los lóbulos de las orejas mientras que algún objeto mordía sus pezones.
La ceguera provocada por el antifaz (humedecido por lágrimas de dolor placentero) añadía morbo y deseo pues cuando descansaban las caricias unos segundos, esperaba con ansia para comprobar por qué parte de su cuerpo se retomaría la espiral de placer. No podía hacer otra cosa que ahogar los gemidos en su mordaza (tuvo dos o tres arcadas que provocaron más lágrimas) y dejarse acariciar y frotar por todas partes. Salvo en el pene. Era un auténtico pelele en sus manos. Los dos viciosos adultos se intercambiaban las posiciones para disfrutar de las reacciones de todo su cuerpo.
Perdió la noción del tiempo allí colgada, con los deseos de eyacular aumentando a cada minuto, pero sin nadie que frotara su dulce miembro. Fue penetrada por varios objetos de forma fálica que variaban en longitud, tamaño e incluso temperatura. Sí, su ano (que a esas alturas ya había cedido tensión y permanecía abierto) recibió amablemente un objeto cilíndrico, que a juzgar por el tremendo calor que emanaba, llevaba un buen rato junto a la estufa. Esto le provocó unas irrefrenables ganas de orinar, así que sin poder evitarlo, su pene eyectó con inusitada presión un tremendo chorro de orín que sin duda impactó de pleno en Madamme, quien en esos momentos se encontraba frente a ella acariciándole los muslos y los testículos. Por el sonido le pareció que no se apartaba, sino que recibió toda la descargar. A falta del orgasmo que sus compañeros le negaban, Adele vivió este trance como una auténtica eyaculación, con un prolongado temblor de placer en todo el cuerpo. Pero el auténtico climax no llegaba, y su deseo aumentaba.
Debía llevar una hora allí colgada cuando se percató de que no sentía las manos. Oyó arrastar de muebles y guiaron sus pies hasta el taburete, lo que le permitió estirar algo las piernas y bajar los brazos. El cálido cilindro permanecía en su recto, y el pene, duro como una roca. La vida volvía a sus extremidades cuando el doctor retiró el antifaz y pudo verlos, ambos desnudos la miraban con sonrisas lascivas. A juzgar por el tamaño de su pene, DuForest seguía muy excitado. Rousteau no se había quitado el moño; sus pechos brillaban gracias al orin de la muchacha. Rufus se miró a sí misma. De sus pezones colgaban dos pinzas de madera y en la base de su miembro, un lazo rosa lo juntaba a los testículos. En el centro de la estancia habían dispuesto una mesa sobre la que se agachó la asistenta, dejando sus cuartos traseros en ansiosa espera. El joven le ató las muñecas y los tobillos a las patas de la mesa y las contempló a ambas, dispuestas para su placer. Cogió uno de los múltiples objetos con forma fálica que había junto a la caldera, y lo insertó sin problema en el ano de Madamme. Ésta suspiró y meneó las caderas, suplicando por un trozo de carne caliente en su vagina. El doctor, sin ninguna prisa, sacó de un estuche una jeringuilla metálica que llenó de un líquido misterioso y se lo inyectó a Rousteau en una vena marcada en su cuello. Entonces se acercó a la muchacha, retiró el taburete sobre el que descansaban sus piececitos y por primera vez en toda la tarde, le acarició el pene. La masturbó lentamente, acaparando con su manaza todo el miembro, agitando suavemente la piel que cubría el glande. Se arrodilló y la introdujo en su boca. Rufus por fin sentía unos labios amables y una lengua acogedora en su ardiente apéndice. En su postura de ranita, el placer comenzaba a invadirla cuando DuForest se retiró. Ahogó gemiditos de desazón en su mordaza ante la privación del placer prometido. Líquido preseminal resbaló hasta su escroto lampiño y goteó.
La asistenta por su parte presentaba una calentura en las mejillas que no era normal. Parecía no poder parar de mover las caderas. El líquido misterioso debía de ser algún afrodisíaco. Cuando el doctor rozó su clítoris con la punta del miembro, una descarga eléctrica atravesó el cuerpo de Rousteau. Aquella droga debía potenciar los sentidos. Rufus estaba excitadísima, nunca habría imaginado que estas prácticas pudieran proporcionar tales placeres. Le ardía el culo, y su pene y sus pezones estaban a punto de explotar. Además, la escena de la que era testigo la enervaba aún más. Sus ansias por eyacular llegaron al límite.
Su amado señor empujó la mesa con la asistenta encima hasta que la cara de ella quedó justo delante del pene de la muchacha. “Chúpasela” susurró, y justo cuando la señora empezaba a chupar, él introdujo el gran pene en su vagina y bombeó. Los gemidos de los tres inundaron aquella mazmorra de la depravación. Rufus llevaba al borde del orgasmo ya un rato, así que sólo hicieron falta unas chupadas para sentir que el placer volvía a inundarla, pero una vez más en el momento crítico, el doctor agarró el moño de la señora y le impidió seguir con aquellos placenteros trabajos. Se agitó colgada de sus cadenas, a punto de llorar, pues otra vez se había quedado al borde.
Tal perversidad se repitió hasta en tres ocasiones más. El doctor semejaba un demonio capaz de intuir el momento exacto en que debía retirar la boca de Rousteau del miembro de Rufus, quien llegó por tres veces hasta el punto de mayor excitación al que se puede llegar sin eyacular. Llevaba casi dos horas recibiendo los más excitantes estímulos imaginables sin alcanzar el orgasmo, así que un leve dolor apareció dentro de sí.
DuForest seguía embistiendo sin piedad, hasta que sus gemidos se convirtieron en gritos, la sacó de dentro de Madamme y lanzó chorros de leche caliente sobre la espalda de la asistenta. La desató, apartó la mesa, y ambos adultos se acercaron a la chica, quien gemía en su mordaza. Se la quitaron y por primera vez en años, Rufus habló: “Por favor… por favor…”. El doctor la acarició mientras decía “Mi niña querida…” y comenzó a masturbarla con dulzura a la vez que iba desencajando el falo de su ano pausadamente. Gritos desesperados desgarraron la estancia mientras entre espasmos, numerosos chorros de semen atravesaron el sótano antes de aterrizar sonoramente en el suelo. Exhausta, quedó colgando de las cadenas.
Madamme Rousteau la liberó, la cubrió con una bata y se la llevó al baño.