París, 1877 (II)
Pero lo más sorprendente era el bello cuerpo del pequeño Rufus. Núbiles senos brillaban por el sudor, y un pequeño pene saltarín surgía entre los muslos.
Cuando Madame Rousteau oyó la puerta principal de la casa abriéndose se sobresaltó. Monsieur DuForet acostumbraba regresar ya muy entrada la noche cada vez que salía, y no esperaba verlo hasta el día siguiente. Como solía ser habitual, había limpiado y recogido todos los cacharros implicados en la cena de Monsieur y se encontraba en su modesta estancia zurziendo unas prendas. La débil luz del quinqué caía sobre su perfil matizando sus duras facciones en el momento en que oyó los ruidos procedentes del vestíbulo.
Sophie Rousteau era natural de Lille. Como todos los norteños era delgada y nervuda; tenía por mejor virtud la nobleza de corazón, y rara vez se la había oído bromear o contar un chiste. Tras 20 años de matrimonio, una fiebre se llevó al esposo sin haber dejado descendencia, a pesar de que lo intentaron cada día. Se mudó a París para servir en casa de Monsieur DuForet (una prima suya llevaba años trabajando para la familia y le consiguió el trabajo). Ahora, a sus 43 años, llevaba ya 8 de luto, y no pensaba quitárselo en memoria de su esposo, quien siempre la respetó, la cuidó, y estuvo a la altura de sus insaciables exigencias de alcoba.
Madame Rousteau no era fea en absoluto: tenía grandes ojos de un azul intenso, que hacían contraste con sus cejas negras como el carbón. Buenos pómulos, labios carnosos y esbelto cuello la hacían una señora muy atractiva, pero sus sempiternos moños y la monótona ropa negra la envejecían.
Cuando llegó al vestíbulo vio que Monsieur DuForet venía acompañado por una cría sucia y harapienta, que apenas le llegaba al hombro. Fue presentada como Rufus, lo que la desorientó, pues no parecía un muchacho en absoluto. Intentó mantener la flema que se presupone a un ama de llaves y cumplió las órdenes con diligencia y sin abrir la boca. No habría sido la primera vez que Monsieur traía algún paciente a casa, pero nunca tras una de sus escapadas nocturnas (ella sabía perfectamente dónde iba por las noches), por lo que la mentira era evidente. Eso, y las harapientas ropas terminaron de descolocarla; siempre había imaginado otro tipo de compañías para un hombre tan culto y bien posicionado; ¿desde cuándo se sentía atraído por jóvenes vagabundos de larga melena?
Durante los siguientes días, el muchacho no salió de la cámara del doctor, pero evidentemente seguía allí, pues DuForet llevaba provisiones a menudo, y pasaba las horas allí metido. Además le fueron dadas instrucciones precisas de que no entrara nunca en la alcoba. ¿Sería de veras un paciente? ¿A qué venía el aislamiento? Cuando pasaba por delante de la puerta miraba de soslayo, preguntándose qué pasaba allí dentro. La tercera noche la curiosidad pudo con ella, se acercó con sigilo a la puerta de la habitación y pegó la oreja. Escuchó lo que le parecieron ahogados lamentos. Esto, más que satisfacer su curiosidad, le avivó el interés. Tomó la decisión más audaz de su vida y entró en el baño. La puerta que lo unía con la alcoba de Monsieur nunca tenía la llave puesta, por lo que podría espiar por el ojo de la cerradura. Se arrodilló sin hacer ruido y acercó el ojo al agujero. Lo que vió le provocó tal impacto que no pudo evitar abrir la boca de par en par. No muy lejos, se divisaba el perfil de la cama del joven doctor. Sobre ella yacía éste desnudo boca arriba. Sentado sobre él cabalgaba el tal Rufus, con el pelo suelto, y también completamente desnudo a excepción de unas calcetas largas. Evidentemente estaba siendo penetrado. Lo que le habían parecido lamentos no eran otra cosa que los gemidos de placer que pronunciaban ambos amantes. Pero lo más sorprendente era el bello cuerpo del pequeño Rufus. Núbiles senos brillaban por el sudor, y un pequeño pene saltarín surgía entre los muslos. En un acto reflejo llevó su mano derecha a la entrepierna apretándose la vulva con ella. El corazón le galopó y un calor febril la obligó a seguir mirando. Ambos cuerpos se movían rítmicamente mientras el doctor acariciaba el de la chica por doquier. Sin ser tocado en ningún momento, el pequeño pene explotó en un orgasmo tan profuso en cantidad como débil en energía. La muchacha se desplomó e inició un movimiento circular de caderas que no cesó hasta sentir sus entrañas rellenadas con el espeso líquido del doctor. El rostro de los amantes era de satisfacción y lujuria cuando se fundieron en un beso y siguieron abrazándose y acariciándose. Manipuló fácilmente el cuerpo de la muchacha hasta que la volvió a acoplar sobre sí, pero esta vez vuelta sobre sus pies, de manera que ambos rostros quedaron a la altura del miembro del otro. La chica se introdujo tanto pene como pudo en la boca y comenzó a chupar; imaginó que DuForet hacía lo mismo. Se acariciaba los labios vaginales pues estaba excitadisima. El vigor del doctor era impresionante. Le sorprendió que la naturaleza hermafrodita de la bella muchacha añadiera aún más morbo a la escena, pero así era. De condición humilde, donde se suele hablar sin remilgos, estaba acostumbrada a historias inauditas, y pocas cosas la sorprendían; pero aquello era algo de lo que nunca había oído palabra. La viuda experimentó sensaciones ya olvidadas espiando al joven y su concubina. Cuando monsieur volvió a derramarse huyó en silencio hacia su cuarto.
Se humedeció la nuca con el agua de la palangana tan pronto entró en la estancia, pero el sofoco persistía. Las imágenes se agolpaban en su memoria, y las emociones en el estómago y la entrepierna. Se soltó el moño ante el espejo; las canas de sus sienes quedaron ocultas por el resto de la melena. Los ojos de un azul intenso la escrutaban. Se sintió bella y se despojó de las ropas. Su cuerpo delgado y en ocasiones huesudo ansiaba ser abrazado. Hacía siglos que no se desnudaba por completo ante el espejo. Como para contribuir a la depravación en la casa, decidió acostarse desnuda y masturbarse.
Los repetidos orgasmos no consiguieron sacar el demonio de su cuerpo, y el sueño fue inquieto y agitado. Pasó todo el día ausente, y algo debió notar el buen doctor, pues por la tarde la llamó a su despacho:
- Siéntese Madame Rousteau- ella obedeció sin rechistar.- Debe estar usted preguntándose qué pasa con el muchacho que traje la otra noche.
- No monsieur, esos asuntos no me incumben.
- Va, va, no disimule; cualquiera sentiría curiosidad- dijo DuForet con una sonrisa cómplice. Madame tragó saliva y entró en pánico: ¿había sido descubierta de alguna manera?.- No se preocupe, confío en usted a ojos cerrados, por eso le voy a explicar lo que pasa con el pequeño Rufus.
El ama de llaves intentó mantener la calma.
- Como usted quiera monsieur.
- Verá… la realidad es que Rufus no está enfermo… pero tiene un problema- el silencio los envolvió. El doctor parecía estar buscando las palabras adecuadas.- Madame Rousteau… Rufus tiene un problema de identidad.
- No comprendo señor- mintió.
- Se lo diré sin rodeos: “ella” tiene órganos reproductores masculinos, pero es una chica, y se siente como tal. De hecho sus senos han empezado a crecer. Físicamente es mitad varón, mitad mujer, pero espiritualmente es completamente femenina.
- ¿Cómo es eso posible monsieur?- preguntó sin necesidad de actuar.
- No tengo ni idea, pero me encantaría investigarlo; por eso voy a intentar que Rufus se quede tanto tiempo como sea necesario con nosotros. Además, presenta un mutismo que quizá esté asociado a su condición sexual.
- ¿La chica es muda?
- Creo que es completamente psicológico, por eso necesito que se sienta lo más cómoda posible en la casa. Necesito que usted la trate tan bien como a mi, y con toda la comprensión y afecto posible.
- Cuente con ello monsieur.
- Además, le ruego discreción con este asunto.
- Descuide monsieur.
- ¡Perfecto!- exclamó el médico con una sonrisa.- Quería pedirle un favor.
DuForet se incorporó, y Rousteau lo imitó. Los nervios la azotaron mientras él se acercaba a una puerta lateral. Hizo un ademán y al poco apareció la muchacha con gesto tímido. Tal actitud, acompañada de su angelical belleza, la convertía en la más preciosa criaturita. El ama de llaves le mostró una sincera y acogedora sonrisa mientras la chiquilla hacía una genuflexión apenas perceptible. Vestía ropas del propio doctor, por lo que su aspecto era extraño.
- Madame Rousteau, necesitamos una mano femenina - exclamó jovialmente DuForet.- ¿Cree que podrá ayudarla a encontrar una ropa más adecuada?
- Por supuesto. No te preocupes querida, mañana te probarás alguno de mis viejos vestidos.
- ¿Ves?- dijo el médico a la niña.- Ya te dije que Madame Rousteau es muy simpática.
Rufus sonrió con pudor y alivio a la vez. El ama de llaves se sentía fascinada y excitada por aquella extraña y tierna criatura. Su belleza y su peculiaridad la hacían de lo más atractiva. Aquella noche no sólo se oyeron gemidos a través de la puerta del doctor. La viuda siguió azotando su entrepierna con el recuerdo de los cuerpos sudados y pecaminosos de sus compañeros. La controlaban ciertas sensaciones turbadoras ante las que se sentía indefensa.
A la mañana siguiente, tan pronto como el doctor salió hacia el hospital, Rufus apareció por la puerta de la cocina sin decir palabra con su eterno aire tímido. La amable ama de llaves le había preparado un completo desayuno que devoró en cuestión de minutos. Pronto le indicó que debían ir a su cuarto, pues aun guardaba en la maleta algunos viejos vestidos. Una vez allí, Rousteau dispuso un taburete y le ordenó que se desnudara y se subiese. La chica pareció sopesar la orden, pero obedeció. Se desnudó por completo salvo los calzones de su benefactor y subió fácilmente al taburete. La mujer sacó la maleta y rebuscó mientras de reojo podía vislumbrar a la muchacha quitándose las grandes ropas del doctor. Dejó dos vestidos sobre la cama y se volvió hacia la chica.
- De manera que no hablas…- dijo mientras la observaba de arriba a abajo sin pudor. El largo calzón le llegaba hasta las rodillas, pero la fina tela evidenciaba un bultito delator.- Eso lo hará todo más fácil.
Rufus no sabía cómo tomarse aquellas palabras. Estaba inquieta, pero su adorado doctor había dicho que aquella señora era de fiar, así que reprimió las ganas de salir corriendo.
- Veo que ni siquiera tienes ropa interior; ¿de dónde sales tú pequeña criatura?- sabía que no le iba a responder, pero se sentía más cómoda hablando.- Esos son los calzones de monsieur, quítatelos.
Revolvió la maleta en busca de algo apropiado, y cuando la miró de nuevo ya estaba desnuda. Hacía más de ocho años que no tenía un pene tan cerca, y su mera contemplación la ruborizó. Todo en el cuerpo de Rufus era perfecto: la leve hinchazón de los pechos, los brazos delicados, las vigorosas venitas del pene, los coquetos y pequeños testículos, los muslos suaves y delgados… Tuvo que reprimirse para no alargar un brazo y acariciarla. Por contra le lanzó una prenda.
- Ponte eso de momento. No te estará tan grande y al menos es de mujer.
La chica se lo puso. Era un calzón similar al de monsieur, pero le estaba algo más ajustado y estaba adornado por encajes y lazos en los bajos, que se ceñían a sus rodillas. Ahora el bultito era más evidente, aunque el pene seguía sin crecer. Un fuego ardía en el interior de la viuda mientras palpaba cintura y entrepierna para ajustar bien la prenda. Después cogió una cinta métrica del cofre de las costuras y ordenó que alzase los brazos.
- Aún no tienes mucho pecho pero quizá necesites corpiño-. Pasó la cinta por las axilas y la juntó en la espalda, aplastando los pechitos justo por la mitad.- Querida, en realidad no te hace falta, pero un cuerpo así de bonito se merece ser adornado, ¿no crees?
Rufus respondió a la sonrisa de madame Rousteau con otra sonrisa y afirmó con la cabeza. Así que se pusieron manos a la obra con los lazos y cordeles de la sensual prenda íntima. La niña se sentía como en el aire. Ni en sus sueños más optimistas habría imaginado que una sirvienta la vestiría con lo que para ella, eran ropas dignas de la nobleza. Además, los cumplidos y toqueteos de aquella señora estaban empezando a pasar factura y se sentía con el corazón algo acelerado, al borde de la excitación sexual. La viuda por su parte estaba atravesando su particular “infierno”. Después de tantos años de obligada castidad, la delicada desnudez de Rufus y los leves toqueteos le estaban ruborizando las mejillas. Tenía calor y deseaba poseerla.
El sutil busto de la muchacha quedó estrujado por la prenda, de la cual colgaban tiras a modo de liguero. Rousteau dio un paso atrás como para tomar perspectiva, pero no podía dejar de mirarla a los ojos. Se sostuvieron la mirada unos segundos eternos y sin pensarlo le atusó el pelo a la niña. Con las mismas se acercó y la besó en la boca. La besó otra vez y le pareció que respondía. Volvió a separarse de ella un paso pero esta vez sin soltarle la mano. Allí en su pedestal, parecía una ninfa, salvo por el detalle del creciente bultito de los calzones. Como hipnotizada por él, la viuda acercó la otra mano, pero la chica giró las caderas negándole el acceso.
- Oh vamos querida… no te hagas de rogar…- y apretó con fuerza la muñeca que aún mantenía agarrada.- ¿Acaso crees que no sé lo que hacéis los dos ahí dentro?
El rostro de la chica se ensombreció y volvió a impedir un nuevo avance de Rousteau. Entonces soltó su brazo y por sorpresa le dio un fuerte tirón de pelo hacia abajo lo que la hizo tambolearse en el taburete con la cabeza hacia atrás y el bulto de su entrepierna aún más obvio.
- No te preocupes querida, no voy a hacerte daño- y por fin alcanzó el miembro de Rufus. Lo acarició a través de la tela. Era duro y turgente. Por fin un rabo en su mano después de tantos años.
Rufus intentó timidamente apartar la mano de su miembro, pero otro fuerte tirón de pelo la persuadió
- Vamos, vamos, ¿por qué te resistes? A juzgar por cómo la tienes de dura, no parece que te esté molestando mucho- dijo mientras seguía frotando con lenta cadencia.- Hagamos un trato: si se te deshincha me creeré que te estoy molestando y te dejaré en paz, pero mientras la tengas dura te la seguiré tocando.
Y así lo hizo. Con la mano derecha sujetaba su melena a la altura de los omóplatos para sofocar fácilmente cualquier atisbo de rebelión. Mientras la mano izquierda, dedos juntos y extendidos, continuaba frotando y jugando con el bulto del calzón. Rufus, ya acostumbrada a que todo el mundo quisiese jugar con ella, se dejó hacer una vez más; de hecho, la situación también era morbosa para ella y las caricias no le estaban desagradando. Le encantaba sentirse tan deseada por tan distinguidos señores. La punta del cono que su miembro formaba en el calzón no tardó en humedecerse con el líquido preseminal de la muchacha.
Madame Rousteau era un volcán en erupción, pero estaba tan absorta jugando con la deliciosa protuberancia que no le costó sofocar sus ansias, dispuesta de sacar todo el provecho de tan pecaminoso juego: habría tiempo para más
Rufus no hacía gesto alguno. Se dejaba manosear por aquella señora disfrutando de las caricias. Miraba hacia abajo por entre el forzado hueco que el corpiño había producido entre sus pequeños senos. A veces la sirvienta de DuForet se olvidaba de que aún tenía su pelo agarrado, y daba tirones sin querer, pero resultó que no le molestaba, más bien le gustaba de una forma que no podía explicar.
Repentinamente, la mancha del calzón dobló su tamaño, y justo después lo triplicó. Era el único síntoma de que Rufus estuviera teniendo un orgasmo, porque a juzgar por la expresión de su rostro podía estar jugando a las cartas; ni un gesto, ni un gemido, ni un estremicimiento. Sólo el semen empapando profusamente la tela, que incluso goteó.
- Delicioso querida. Y esto es sólo el principio-. Sentada al borde de la cama con las piernas abiertas (ocultas por la enorme falda negra), la cara de Rousteau quedaba justo a la altura del pringoso bulto, así que se acercó y lo besó.
Le pareció escuchar un ruido, así que se volvió bruscamente hacia la puerta del cuarto, para comprobar con terror que Monsieur DuForet las observaba desde allí.
Continuará...