París, 1877
La muchacha miró acobardada a su dueña y titubeante, llevó sus manos temblorosas a la cuerda que sujetaba los pantalones, la aflojó y los empujó hacia abajo. Un pequeño pene relajado, pubescente y sin apenas vello apareció ante sus ojos.
Permítanme que les presente a Jean Baptiste DuForet. Joven parisino de 34 años, nació en el seno de una familia acomodada y tuvo una infancia feliz. Pudo estudiar medicina gracias a la fortuna del padre y a unas extraordinarias dotes intelectuales. Hace más de 10 años que ejerce como médico, pero es atraído por igual por todas las áreas del saber, pues es un entusiasta del conocimiento. No sólo es uno de los mejores médicos de París, sino que también es miembro de la Sociedad Francesa de Ciencias y forma parte de las élites más destacadas de la sociedad del momento.
Pero la capacidad intelectual es sólo una de sus muchas virtudes. Si por algo es conocido en sus selectos círculos de amistades y colegas Monsieur DuForet es por su incorregible humanidad y su bondad desmedida. Estas y otras muchas virtudes adornan a este joven doctor, lo que hace inexplicable su soltería para todas las muchachas de alcurnia que aspiran a conquistar su corazón. Lo que desconocen todas estas personas de la alta sociedad parisina son las aficiones privadas que ocultan los modos exquisitos y el carácter amable del buen doctor. Los fumaderos de opio y los prostíbulos son su destino habitual al amparo de la noche. La única persona que conoce estas salidas es Madame Rousteau, su asistenta personal, que vive en un pequeño cuarto trasero de la pequeña casa de dos alturas de Monsieur DuForet, y se ocupa de todas las contingencias domésticas.
Nuestro joven héroe tiene extrañas preferencias. Educado en las mejores instituciones del país, sigue siendo un misterio qué azar del destino le llevó a iniciarse en tan lascivos placeres, pues gusta de disfrutar de sus encuentros sexuales envuelto en los vapores del cargado ambiente de las casas de chicas. Así mismo disfruta del sexo embriagado por los humores de las drogas que fuma. Sus sentidos se ven alterados por tales estupefacientes, lo que hace que experimente todo un abanico de orgasmos de distinta índole: el explosivo, de semen saltarín y escaso; o el suave y prolongado de profuso reguero. Para dar rienda suelta a su depravada imaginación, DuForet elige todo tipo de compañeros de alcoba: mujeres y hombres de todas las edades, mujeres enanas, travestidos y toda suerte de personajes y artilugios tienen cabida en las orgías de nuestro amigo. Las señoras regentes de los pecaminosos establecimientos conocen muy bien los extraños gustos del joven y se esfuerzan por complacerlos con el fin de tener contento a tan generoso señor.
Una noche cualquiera, DuForest descendió de su carruaje y cuando iba a alcanzar la puerta del local, una vieja sucia y pestilente le abordó diciendo:
- Monsieur, tengo algo que le gustará, se lo aseguro. Si me acompaña se lo mostraré.
- Aparte buena mujer, tenga una moneda y déjeme paso.
- Monsieur no se ofenda, pero lo que tengo para usted vale más que una moneda, y le aseguro que estará encantado de pagar.
El joven miró extrañado a la mujer y durante unos segundos pareció sopesar el ofrecimiento.
- Anímese, es aquí al lado; conozco sus gustos y le garantizo que quedará satisfecho -exclamó la mujer mirando en derredor como cerciorándose de que nadie la escuchaba. Duforet seguía mirándola sin dar una respuesta, preguntándose cómo demonios conocía aquella harapienta sus gustos, si es que era verdad-. ¿Qué puede perder?
Tras unos segundos, por fin respondió:
- De acuerdo, cinco minutos.
La mujer dio media vuelta y susurró “De acuerdo, jejeje, sígame”. Le condujo a un oscuro y maloliente callejón lateral en el que tuvieron que sortear algunos vagabundos borrachos tendidos en el suelo. La mujer se introdujo en una cochambrosa construcción de tres plantas y DuForet la siguió. En la planta baja atravesaron una puerta y se encontraron en una habitación de unos 15 metros cuadrados. Una pequeña estufa de leña caldeaba la ruinosa estancia en la que aparecían dispersos por el suelo todo tipo de enredos. Como único mobiliario, junto a la minúscula ventana había una vieja mesa y un sillón. Al otro lado de la estancia había un gran colchón en el suelo, y sentada sobre él, una mugrienta muchacha abrazada a una almohada los escrutaba muy seria. Sus preocupados ojos almendrados de inocente corderillo despertaron una inmediata oleada de afecto en el corazón del joven. La vieja se acercó a la chiquilla y le ordenó que se levantase. Obedeció de inmediato. Aunque sus ropas eran evidentemente grandes, se adivinaba bajo ellas un cuerpo delgado y esbelto.
- Bájate los calzones - casi gritó la mujer.
La muchacha miró acobardada a su dueña y titubeante, llevó sus manos temblorosas a la cuerda que sujetaba los pantalones, la aflojó y los empujó hacia abajo. Un pequeño pene relajado, pubescente y sin apenas vello apareció ante sus ojos. Apenas pudo disimular su sorpresa. El largo cabello desgreñado y las dulces facciones del rostro del joven le habían hecho presuponer que era una chica pero se había equivocado. Aún así no era el primer mancebo extraordinariamente agraciado que veía en su vida y se preguntó qué había llevado a la mujer a presuponer que aquello realmente merecía todo su esfuerzo y atención.
- Ahora súbete la camisa - exclamó la extraña mujer.
El muchacho volvió a obedecer sin rechistar y alzó el blusón hasta casi ocultar su rostro. Ahora sí que estaba confuso y maravillado. Dos incipientes pechitos de perfecta forma redondeada asomaron bajo la camisa. Pequeños pezoncitos sin apenas aureola apuntaban con juvenil perfección al rostro del doctor. Casi no abultaban pero no había duda: aquel muchacho tenía senos.
- Le gusta, ¿eh? - dijo la mujer con una mueca-. Sus padres murieron cuando era un crío y yo le cuido desde entonces. No sé qué edad tiene. Se llama Rufus, aunque ahora no sé cómo debería llamarle. Siempre le había gustado jugar con muñecas pero esto es demasiado - y señaló los pechos que la muchacha aún mostraba, obediente.
DuForet estaba confuso. Por supuesto, estaba interesado en conocer mejor a aquella joven pero aún no sabía qué tipo de trato quería alcanzar semejante mujerzuela. Los genitales masculinos habían llevado a todos a tratarla como un chico desde que nació, pero por lo visto siempre había tenido actitudes femeninas, y en realidad salvo los órganos reproductores, nada en aquel cuerpo incitaba a pensar en ella como un chico. Mientras la muchacha se recomponía la otra rompió el silencio:
- Se lo presto unas horas por un módico precio. No le dará problemas; ya sabe lo que usted quiere y no se resistirá. No es su primera vez. Además, no ha dicho ni una palabras en los seis años que lo conozco.
Sopesó la oferta unos instantes pero su pecaminosa imaginación ya había empezado a maquinar las deliciosas posibilidades que aquella criatura ofrecía, y estaba dispuesto a regatear con aquella rata por disponer de algo más de tiempo. Tras una sencilla negociación consiguió el traslado de la chica a su propia casa por una semana. Pagó a la madame, cubrió a la chica con su abrigo y salieron a toda prisa en busca de un coche. Durante el trayecto trató de ser amable con ella, dedicándole afectuosas palabras y haciendo alguna sutil pregunta, pero sólo halló el silencio como respuesta. Bajo la mugre y los harapos, la actitud desvalida de la muchacha, y sus delicadas facciones habían despertado sentimientos de ternura en el alma del joven doctor. Por supuesto, pretendía convertirla durante la próxima semana en la protagonista de todas sus fantasías sexuales, pero un paternal instinto protector también le incitaba a ser delicado con ella.
Cuando llegaron a casa fueron recibidos por Madame Rousteau. DuForest presentó a Rufus como un joven paciente cuya enfermedad requería observación total. La señora miró con aire desconfiado a la muchacha cuando oyó su nombre, pues no concordaba para nada con su delicado rostro de chica. Pidió que preparase un baño caliente y se retirase. Llevó a la chica a la cocina y le ofreció un vaso de leche y un trozo de pan. Lo comió y subieron a la planta de arriba. La sirvienta salía del baño cuando llegaron. Dio las buenas noches y se marchó escaleras abajo.
Entraron en la estancia y se vieron envueltos por la humedad y la calidez del aire. Junto a la pared del fondo, una gran bañera de latón humeaba acogedora. Le ordenó quitarse la ropa y empezaron a desvestirse. Ardía en deseos de poder disfrutar tranquilamente de su bellísima figura, pero a la vez sería cuidadoso y tierno; de alguna manera, le importaba el bienestar de la chica. Los cuerpos humedecidos por el vapor relucieron a la tenue luz de las bujías. Por primera vez pudo examinar aquel bello cuerpo desnudo. Era esbelta, de huesudas clavículas. Las caderas no eran muy prominentes, pero sus satinadas nalgas brillaban húmedas y tersas. Salvo una leve pelusilla sobre su miembro, no tenía un solo pelo en todo el cuerpo. Diríase que lo único que aquella anatomía tenía de masculino eran sus adorables genitales; el resto de su figura y su rostro correspondían mejor a una chica que a un chico. El doctor mostró sin reparo sus amplios pectorales velludos, sus brazos y piernas moldeadas y su flácido miembro, evidentemente más grande que el de la chica.
La cogió de la mano y la invitó a entrar en la bañera. Así lo hicieron y se sentaron uno frente al otro en el líquido humeante. Entrelazaron las piernas flexionadas a los lados de sus cuerpos para acoplarse y caber mejor en el pequeño espacio. El miembro de la chica permanecía inerte, quizá por el pudor, pero la morbosa situación y el agua caliente hizo que el pene del joven médico reaccionara poco a poco. Le mojó el pelo ayudado por una jarra; conforme iba desapareciendo la suciedad de su cara, sus facciones se iban dulcificando aún más. Larguísimas pestañas humedecidas, ojos almendrados y nariz achatada y pecosa. Observando los carnosos labios, DuForet temió que su dentadura pudiera introducir un elemento desagradable en aquel bello conjunto. Para comprobarlo acarició los tersos labios con el pulgar y los retiró un tanto. Para su alivio, no parecía faltar ninguna pieza, síntoma de salud. Al notar la caricia, la muchacha abrió la boca engullendo el pulgar del doctor. Pudo notar la acogedora lengua rodeando su dedo unos instantes y prosiguió con su examen. Acunó sus perfectos pechitos, que respondieron endureciéndose en el acto. Pellizcó ambos pezones con dos dedos durante un rato mientras las sobaba, y el tacto de tan delicada y suave piel, hizo que su pene fuera emergiendo poco a poco de las profundidades, enhiesto, duro y morado. Siguió acariciando las líneas de su fibroso abdomen hasta que alcanzó su zona más erógena. La muchacha presentaba una semierección, estado perfecto para una inspección médica, y casi automáticamente la tomó con una de sus manos y retiró el prepucio. Pudo sentir cómo se endurecía palpitante en su mano ipso facto, creciendo unos centímetros. Acarició el escroto con la otra mano y comenzó una suave paja, a lo que la muchacha respondió cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás. El silencio se vio roto por el chapoteo en el agua. Los pechitos vibraban trémulos ante las maniobras de DuForet y decidió alargar una mano y pellizcar un pezón. No tardaron en llegar los jadeos y bajo el agua turbia pudo ver unos hilillos blanquecinos salir del pene y disolverse mientras arqueaba la espalda y se agarraba con fuerza al borde de la bañera. No tardó en abrir los ojos y disponerse a hacer su parte.
El doctor apoyó la espalda echándose hacia atrás, lo que provocó que su glande volviera a emerger casi por completo. La chica alargó las manos y aferró su miembro. Le masturbó dulcemente, sin apenas chapoteo. A pesar de su juventud, no lo hacía nada mal. Sin duda, había perfeccionado la técnica consigo misma. No tardó en sentir cosquilleos de placer desde sus ingles, y unos chorros de semen volaron por los aire aterrizando en el agua. Delicioso. Y aquello sólo era el principio.
Tras terminar de asearse entraron desnudos en la alcoba sin pasar por el rellano gracias a la puerta que unía las dos estancias. Ella quedó junto a la cama cogiéndose las manos a la altura de sus genitales en candoroso gesto de timidez. Él abrió el gran cofre del armario, en el que guardaba bajo llave sus prendas y juguetes fetiche. Buscaba algo en concreto. Volvió hacia ella con unas prendas y le dijo que se las pusiera. Luego orientó el gran espejo hacia donde ella estaba para que los dos pudieran verse reflejados. El conjunto lo formaban unas medias blancas que llegaban justo por encima de las rodillas y un salto de cama transparente de tirantes. Cuando se lo puso y se encaró al espejo, DuForet pensó que no había visto nunca una cosa tan bonita. El pelo húmedo caía sobre sus esbeltos hombros. A través del camisón se veían los pezoncitos rosados y erizados por el suave tacto de la prenda. Por debajo del borde rizado asomaba el pene de la niña. Las medias estilizaban las ya de por sí delgadas y bonitas piernas. Por primera vez, ella sonrió.
- ¿Te gusta?- dijo él mientras se sentaba en la cama junto a ella apareciendo así en el espejo. Afirmó enérgicamente con la cabeza.
- Parece que lo hayan hecho para ti. Es tuyo.
Volvió a sonreír al sentir las suaves caricias en los cachetes. Manoseaba las nalgas y los muslos con dulzura hasta que se aventuró entre ellos rozando ano y escroto. El pequeño aparato empezó a reaccionar levantando la prenda. La mera contemplación de semejante respuesta enervó su lívido. Lo alcanzó pasando el brazo entre los muslos e inició una nueva masturbación. Miraban toda la operación en el espejo, y para hacer la imagen perfecta ella cerró los ojos como para disfrutar mejor de las caricias y se mordió el labio inferior. DuForet no pudo contenerse y girando a la chica abrazó su pene con los labios y empezó a succionar. Chupó y lamió sin reservas. No era la primera vez que lo hacía, pero sí era la primera vez que le sabía tan bien. Olía a juventud y a sexo. La acariciaba con labios y lengua, engulléndola por completo. Los gemidos fueron acelerando y notó cómo se apoyaba con las manos en su cabeza al tiempo que sentía una pequeña descarga azotando su paladar. Se lo tragó todo. Ella se dejó caer en la cama y se tumbó rendida. La observó unos instantes con el rabo ansioso, pero el baño caliente, la sesión de sexo y la cama suave y blanda indujeron un pesado sueño en la chica. La contempló. Era la belleza encarnada. Realmente le apetecía mimarla y no la despertó; a cambio, se colocó de rodillas sobre la cama junto a ella y machacandosela rápidamente consiguió derramarse sobre el camisón y las calcetas.
Se tumbó a su lado, y barajando bonitos nombres femeninos para ella, se durmió.
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