Paredes de papel (4)
Una mujer madura descubre la intensa vida sexual de su joven vecino a través de unas paredes mal insonorizadas. Ese descubrimiento despertará en ella reprimidos deseos que le llevarán a ser la coprotagonista de esa placentera vida.
4
Pasaron varios días sin saber nada de mi vecino. La última vez que le vi, fue espiándole como una colegiala, admirando su imponente planta física mientras sodomizaba vigorosamente a una amiguita que, según mi marido, se parecía mucho a mí.
Mi nivel de excitación, casi a cualquier hora del día, condicionaba mi vida. Estaba completamente obsesionada con las actividades nocturnas de fin de semana de Fer, con la imagen en mi cabeza de sus conquistas disfrutando de sacarle brillo a su potente verga con la boca, con los gemidos y gritos de profundo placer que les provocaba, con su magnífico cuerpo desnudo en pleno esfuerzo sexual, con sus descaradas insinuaciones y contacto en mi propio dormitorio…
Me pasaba el día aguzando el oído por si le oía en alguna de sus aventuras, aunque no fuera fin de semana, corriendo hacia la mirilla de la entrada cuando sentía abrirse la puerta de su casa, por si era él… y masturbándome. Masturbándome tres o cuatro veces al día, cuando estaba sola, con su imagen en mi mente.
Mi fijación con él, idealizándolo como a un dios, era tal que, a pesar de estar en semejante estado de celo, no buscaba el alivio con mi marido, como había hecho anteriormente. Agustín no me parecía suficiente en aquellos momentos, no era rival para mi fantasía. Prefería autocomplacerme con mis manos, pensando en la polla de Fer, a follar con aquel cincuentón de abdomen blando, cuyos mejores años ya habían quedado atrás mientras los míos se encontraban en la cresta de la ola y los del vecino estaban en plena ascensión.
Cuando Pilar, su madre, me dijo que el siguiente fin de semana no se marcharían al pueblo, y que nos invitaban a comer en su casa el sábado, por un lado sentí una gran decepción: no tendría la oportunidad de escuchar una nueva sinfonía sexual del otro lado de la pared, ni la loca suerte de encontrarme con un espectáculo pornográfico, en vivo, en la terraza. Pero, por otro lado, también me ilusioné y excité: si íbamos a comer a su casa, lo más probable es que él estuviera allí, y podría recrearme en contemplar, discretamente, ese joven objeto de deseo por el que todo mi maduro cuerpo clamaba en silencio.
Volvía a ser viernes, y había decidido madrugar un poco más de lo normal para ir temprano al gimnasio. Últimamente, prefería ir a primera hora para coincidir con el menor número de usuarios posible, ya que, en mi situación de mente calenturienta, prefería no tentar a la suerte encontrándome con algún que otro chulo, de muy buen ver, que ya se me había insinuado en alguna ocasión. Tal vez, sintiéndome tan vulnerable y propensa a “olvidarme” de mi marido, cayese en un juego del que no sabía si podría salir a tiempo.
Al volver a casa, Agustín ya se había marchado a trabajar, por lo que, ya relajada tras el consumo de adrenalina, me enfrasqué en la traducción que me había propuesto terminar y enviar a la editorial antes del fin de semana.
A media mañana, cuando estaba preparándome un café para retomar el trabajo con energías renovadas, sonó el timbre.
«Seguro que es algún certificado para Agustín», me dije, dejando la taza en la cocina y comprobando en el espejo del pasillo que mi aspecto era presentable. No estaba preparada para visitas, me había quedado con la cómoda ropa con la que me había vestido tras la refrescante ducha en el gimnasio: unos shorts y una camiseta de tirantes que hacían más llevadero el calor que ya comenzaba a arreciar esa mañana.
«Para abrir al cartero, suficientemente decoroso», le dije mentalmente al reflejo que estudiaba mi indumentaria.
— Buenos días, Mayca —dijo Fernando al abrirle la puerta, sonriendo ampliamente ante mi sorpresa.
— Hola, Fer —contesté, visiblemente turbada—. No te esperaba…
— Ya… —dijo, entrando directamente en casa, sin darme tiempo a preguntarle o a invitarle a pasar—. Estaba aburrido en casa, y me he acordado de que tenía algo pendiente contigo —añadió, cerrando la puerta tras de sí.
— ¿Ah, sí? —pregunté, sintiendo cómo se me subían los colores ante el recuerdo de cómo había terminado su última visita.
— Claro, no me gusta dejar nada a medias —su mirada recorrió todo mi cuerpo, haciéndome sentir un escalofrío—. Quisiera comprobar cómo ha quedado tu ordenador, si su rendimiento es óptimo con el uso que le das…
Todo el aire escapó de mis pulmones en un silencioso suspiro. Ese chico no iba a ponerme a prueba, para mi alivio, e inconfesable decepción.
— Bueno, yo creo que ahora funciona bien —cierta inseguridad se notaba en mi timbre de voz—, pero tú eres el experto… Estaba trabajando con él.
— ¡Perfecto!, pues si no te importa, ¿puedo ver cómo lo manejas con un uso normal?
Descolocada por la ausencia de los dobles sentidos de las veces anteriores, y avergonzada por la posibilidad de que estos no hubieran sido más que una lujuriosa interpretación mía, llevada por la fantasía, asentí acompañando al joven a mi habitación.
Me senté ante el ordenador, quedándose mi invitado en pie, a mi lado, y no pude evitar que, antes de centrar mi mirada en la pantalla, mis verdes ojos se posaran en la entrepierna que quedaba un poco por debajo de mi línea visual.
«¡Dios mío, qué paquete!», exclamé alborotada por dentro, tratando de apartar la vista a tiempo. «¿Estará empalmándose?».
— Eso es —le oí decir—. Abre los programas que utilizas habitualmente.
Mi mano comenzó a manejar el ratón, pinchando aquí y allá, pero mi cerebro estaba más centrado en pedirle a mis ojos que volvieran, una y otra vez, a recrearse con el abultamiento que marcaban los pantalones cortos del ejemplar masculino que tenía a mi lado.
— Va todo bien, ¿no? —pregunté, girando mi rostro para subir desde su zona pélvica hasta sus ojos color avellana.
«¡Uf!, ahora parece más grande…»
— Va, justo, como tiene que ir —contestó, esbozando su encantadora sonrisa al no haberse perdido detalle de mi forma de mirarle.
Azorada, volví mi atención sobre el portátil.
— Entonces, cierro todo —dije apresurada, clicando todas las ventanas abiertas y cancelando programas.
Durante unos segundos, por haber querido hacer todo demasiado rápido, la pantalla del ordenador se quedó en negro. Sobre ella nos vi a ambos reflejados, revelándose cómo mi vecino tenía sus ojos clavados, no en el portátil, sino en mi escote, que se había abierto un poco más de la cuenta y, el joven, desde su privilegiada perspectiva cenital, devoraba con su mirada escrutadora.
Una cálida corriente me sacudió desde dentro, y en cuanto el fondo de escritorio del portátil volvió a visualizarse, me giré en la silla encarando a mi asaltador de balcones pectorales. Pero resultó no ser un verdadero cara a cara porque, al girarme, lo que enfrenté fue su abultado paquete, sintiéndome incapaz de alzar la vista de él durante un instante.
«¡Joder, cómo se le marca! Y sí, está empalmado… ¡por mí!».
— Ya está —conseguí decir, haciendo un sobrehumano esfuerzo para apartar mis ojos de tan atrayente región anatómica masculina—. La verdad es que no sé cómo agradecerte el favor que me has hecho, y lo atento que has sido.
«Ofrécele algo de beber, o lo que quiera…», insinuó mi lado más atrevido. «No, dale las gracias e invítale a marcharse», se opuso mi vertiente más cabal.
— Sí que sabes cómo agradecérmelo, y lo estás deseando —dijo él, con un tono de voz íntimo y grave, dibujando su cautivadora sonrisa.
— ¿A qué te refieres? —yo ya no estaba como para jugar a los dobles sentidos, reales o figurados por mi cerebro recalentado.
— Te gusta fumar en la terraza, ¿verdad? —soltó de repente, seguro de la respuesta.
— Eeeh… sí —contesté, completamente descolocada—. ¿A qué viene eso?
— Y te gusta, sobre todo, por las vistas…
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. «¡Lo sabe!».
— Bueno, sí, se ve toda la sierra —dije, ahogada por la vergüenza y tratando de agarrarme a la última esperanza de que realmente estuviese refiriéndose al paisaje.
— Pero, por la noche, lo que se ve son otras cosas que te gustan más, ¿a que sí?
— No sé de qué me hablas —traté de negar, a la desesperada.
— Lo sabes perfectamente, Mayca. Me encanta este jueguecito que nos traemos entre tú y yo —sus ojos brillaban cargados de excitación—. Me pone casi tan cachondo como lo buena que estás…
— ¿Serás descarado? —traté de revolverme, luchando internamente contra la combustión que esa confirmación de mis sospechas me provocaba.
— Descarado es espiarme en la terraza mientras follo con mis amigas, ¿no crees?
— Yo…
— No puedes negarlo porque, aunque no podía verte, sabía que estabas ahí, mirando hasta el final… Hace dos semanas pude sentir el aroma mentolado de tu tabaco mientras Tania me la chupaba y, el sábado pasado, hasta pude ver el humo un par de veces mientras le daba lo suyo a la camarera aquella…
— Joder, es que no eres nada discreto —acabé confesando ante la evidencia.
— ¿Y por qué iba a serlo, sabiendo que tú puedes verme u oírme? Sabiendo cómo me miras y cómo deseas lo que yo puedo darte…
— Pero, ¿qué dices? —traté de manifestar sorpresa, sofocada porque hubiese dado, justo, en el clavo—. ¡Si podría ser tu madre!
— Mi madre no me pone la polla dura, como tú… Si quieres, ahora puedes verla bien…
Ante mi estático desconcierto, Fer se desabrochó el pantalón, bajándoselo junto al bóxer. Su verga saltó como un resorte, presentándose ante mí en espléndida erección.
— ¡Oh! —exclamé, quedándome con la boca abierta.
Aquel miembro viril era realmente portentoso, nunca había visto nada igual en vivo, ni tan de cerca. Mi coño pasó del calor a la humedad, y sentí los pezones tan erizados que hasta me dolieron.
Ese músculo, rígido como una estaca, presentaba un bonito glande de forma redondeada, piel tersa y violácea, coronando un tronco grueso, largo y recorrido por venas que se marcaban sugerentemente, alimentándolo para mantenerlo duro y apuntándome con orgullo. Completamente rasurados, sus testículos colgaban como frutas maduras de proporciones acordes a la enhiesta vara, dando al conjunto el aspecto de los genitales más atractivos y apetecibles que jamás había tenido ante mí.
— Te gusta, ¿eh? —dijo, meneando ligeramente su dotación ante mi rostro.
— S-sí… —me sorprendí respondiendo.
— ¡Ja, ja!, ¡y tanto! Si hasta te muerdes el labio devorándola con esos ojazos que tienes…
El gesto había sido completamente inconsciente, como el suspiro que se me escapó a continuación.
— Sí, unos ojos preciosos… Y unos labios tan sensuales… ¿Te das cuenta cómo me la pones de dura? Seguro que quieres comprobarlo…
Mi cerebro estaba completamente bloqueado, obnubilado por cómo me atraía y excitaba esa lozana polla, erecta por mí. Llevaba semanas fantaseando con ese apetecible joven, soñando despierta con ese instrumento de placer que ahora me acusaba de su estado de rigidez, permanentemente excitada por imaginarme tenerlo para mí…
Respondiendo a mis propios deseos, mi mano fue más rápida que las palabras, alzándose para alcanzar la punta de ese monolito y recorrerlo con las yemas de los dedos hasta alcanzar su base.
— Qué maravilla… —verbalicé un pensamiento.
— Eso es, preciosa, no te cortes. La tienes toda para ti, y la deseas, como yo deseo dártela…
— Fer, yo… —dije, alzando la mirada para perderme en el magnetismo de la suya, mientras mi mano, con voluntad propia, se cerraba empuñando el contorno del pétreo músculo.
Sus ojos brillaban, manteniéndome hipnotizada con su fuego, y apenas fui consciente de cómo su mano me tomó por la nuca, empujando mi cabeza hacia delante, a la vez que su lampiña pelvis se acercaba a mi rostro y su balano se abría paso entre mis jugosos labios, penetrándolos para deslizarse sobre mi lengua y acariciarme el paladar.
— Umm, Mayca, cuánto tiempo hacía que quería meterte la polla en la boca…
Esa aventurada acción, forzada por él y a la vez consentida por mi parte, inundó de jugos mi cálida almeja. Mi libido alcanzó un nuevo nivel.
Aún conmocionada por la sorpresa, la excitación y la sensación de tener mi cavidad bucal invadida por un delicioso falo, sentí cómo mi vecino deslizaba hacia atrás su lanza para volver a llenarme de carne, alcanzándome la garganta mientras mi mano se aferraba a ese cetro con firmeza, como queriendo evitar que se me escapase mientras, con un maravilloso vaivén, Fer comenzaba a follarme la boca.
El sabor de la piel y su suavidad, su consistente dureza, su tamaño que apenas engullía hasta la mitad, el aroma a macho, y sus suspiros disfrutando de mí, me espolearon para degustar, por propia voluntad, el manjar que en bandeja de plata se me había ofrecido y me había visto “obligada” a catar.
— Uufff, así, Mayca, así… —escuché la voz del sinvergüenza, deteniendo el movimiento de su pelvis para disfrutar de cómo mis lubricados labios recorrían, ya por iniciativa propia, el tronco de su herramienta.
Lujuriosa como nunca, pues nunca había tenido para mí nada semejante, colmando todas mis expectativas, chupé la exquisita verga, succionándola con gula, acariciándola en el interior de mi boca con la lengua y explorando mis tragaderas más allá de los límites que había permitido a mi marido. Así que disfruté de hacerle a mi vecino la mamada más golosa y satisfactoria que había realizado jamás.
Concentrada en deleitarme con aquel manjar que me hacía salivar, tanto por arriba como por abajo, ni siquiera me percaté de que el chico se doblaba un poco hacia delante, hasta que, de pronto, sentí cómo oprimía con su mano libre uno de mis pechos.
— Tienes unas tetas espectaculares —me dijo, con su voz cargada de excitación—. La de pajas que me habré hecho pensando en ellas… —reveló, amasando mi pecho derecho, calibrando todo su volumen, tratando de abarcarlo por completo con sus dedos sin lograrlo.
Aquello le dio un punto más a mi, ya desbocada, lascivia. La imagen del joven machacándose ese maravilloso mástil pensando en mí, se materializó en mi mente, trastornándome. El tacto de su mano, estrujando mi mama y pellizcándome el pezón, a pesar del sujetador y la camiseta, me sacudieron como un terremoto. Y su acerado músculo, suave y caliente, entrando y saliendo de mi boca, bañado con mi saliva mezclándose con su lubricación, me llevó al delirio.
Mamé con desesperación, aleccionada por el masaje pectoral, mientras la otra mano me presionaba la nuca y el macho resoplaba embargado por mi glotonería.
Jamás había deseado tanto chupar una verga, jamás había sido tan voraz, jamás mi coñito se había licuado así al realizar una felación…
Cuando fui consciente de ello, mi mano ya no se limitaba a sujetar el falo, lo recorría arriba y abajo mientras mis labios se deslizaba por él. La otra mano había subido hasta agarrar uno de los duros glúteos del chico, comprimiéndolo como él hacía con mi pecho, maravillándome con su maciza consistencia y exquisita redondez. Hasta que Fer soltó mi seno, resoplando y reincorporándose para dejarme hacer a mi voluntad, aunque sin aliviar la sujeción de mi cabeza.
— Aaahh, Mayca, qué calentorra eresss… Es cierto eso de que las maduritas os la coméis con hambre, oohh… Con lo buena que estás y lo bien que la chupas, tienes que tener a Agustín bien contento…
«¡Agustín!», gritó mi cerebro. «¡Le estoy poniendo la cornamenta a mi marido!».
Siendo consciente de un hecho que, por pura excitación ni siquiera había pensado un segundo, abrí los ojos y miré hacia arriba, encontrándome con el atractivo rostro de Fernando redibujado por el placer y su llameante mirada fija en mí.
— Jodeeerrr, ¡qué mirada! —exclamó, apretando los dientes—. No pares…
Su mano confirmó la orden ejerciendo presión, lo cual, junto a sus palabras, el extremo goce que vi reflejado en su cara, y la deliciosa polla que satisfacía mi paladar, hicieron que el sentimiento de culpa, tal como llegó, se esfumó.
Continué mamando, más lenta y profundamente, chupando con todas mis ganas, mientras mi verde mirada mantenía la de aquel que me convertía en una adúltera asaltacunas.
Entre gruñidos masculinos que no hacían sino animarme más, llegó el momento en que Fer no pudo seguir resistiendo mi fija mirada viciosa mientras su gruesa polla era succionada por mis esponjosos labios.
Alzando el rostro con un suspiro, el informático me anunció que se avecinaba el fin de mi banquete, por lo que, haciendo un esfuerzo contra mi voluntad de seguir disfrutando del caramelo, realicé la que consideré que debía ser la última succión antes de que el final fuese inevitable. Sin embargo, cuando mis labios llegaron a su glande, su mano me impidió seguir retrocediendo.
«¡Joder, déjame, que estás a punto de correrte!», grité mentalmente.
No solo no me dejó retirarme, sino que tiró de mi cabeza para que volviera a engullir algo más de la mitad de su plátano.
Aquello me desconcertó. Por un lado me enfureció que quisiera doblegar mi voluntad, pero, por otro, su determinación me sobrexcitó.
Volví a succionar hacia atrás, con más fuerza para vencer la presión de su mano, y de pronto sentí el potente músculo palpitar sobre mi lengua.
«Se va a correr, se va a correr, ¡se va a correr en mi boca!».
Para mi propia sorpresa, esa idea me resultó demencialmente deseable, por lo que dudé. Pero ya no había tiempo para las dudas.
— ¡Oooohh! —escuché al macho en éxtasis.
Una cálida explosión líquida inundó bruscamente cada hueco de mi cavidad bucal.
Esa desconocida e increíble sensación, sabiendo a qué correspondía, me llevó al borde de un orgasmo espontáneo.
Loca de excitación y glotonería, tragué instintivamente la densa leche que se había escanciado en mi boca, sintiendo cómo se deslizaba por mi garganta mientras su intenso sabor, más dulce de lo que había imaginado, satisfacía inesperadamente a mis papilas.
— Oohh…
No me había dado tiempo a tragar todo, cuando un nuevo chorro a presión se estrelló contra mi paladar.
Esa nueva sensación, percibiendo el desahogo del macho como fuego griego estrellándose con furia contra mi cielo bucal, otorgándome el poder sobre su incontenible placer, desató mi orgasmo.
Desde mi coño brotó un calor abrasador que recorrió cada fibra de mi ser, tensando todos mis músculos y obligándome a chupar la convulsionante polla con más ahínco, al ritmo de mis contracciones vaginales, deglutiendo la espesa leche que se vertía en mi lengua
Disfrutando mi propia catarsis, estrangulé la rígida carne que se derretía en mi boca, alimentándome de las nuevas muestras líquidas de clímax masculino que se eyectaban contra mi paladar y garganta, como si de néctar de dioses se tratara.
Alcanzado el zenit de mi placer, la verga terminó de regalarme la abundancia de su elixir, derramándolo suavemente sobre mi lengua para que, acariciando el balano con ella, yo pudiera saborearlo sin tener que tragar apresuradamente.
«Dios, si hasta su semen es delicioso…», me dije, realizando la última succión para que la polla saliera de mi boca, emergiendo el brillante y amoratado glande de entre mis rojos labios con un evocador sonido, ya que la mano que me había mantenido sujeta por la nuca se había relajado.
Abrumada por el impensable goce que acababa de experimentar, me eché hacia atrás, apoyándome en el respaldo de la silla mientras aún saboreaba el final de la corrida que me había visto obligada a degustar, y que, finalmente, me había encantado.
En silencio y con fascinación, observé cómo el joven se recolocaba el bóxer y pantalón para guardar la anaconda que ya comenzaba a languidecer entre las columnas de hércules que eran sus piernas.
— Ahora sí que está todo en orden —me dijo, con su cautivadora sonrisa—. Ha sido un auténtico placer.
Tratando de asimilar cuanto acababa de ocurrir, no fui capaz de articular palabra.
— Ya sabes dónde estoy si necesitas algo más… Hasta luego, Mayca.
Sin más, aprovechando mi mutismo y desconcierto, Fer se marchó, dejándome allí sentada, sumida en una turbulenta corriente de sentimientos contradictorios mientras me reponía del increíble orgasmo espontáneo que nunca antes había experimentado, alucinada por cómo el sabor de la leche del macho sacudía los pilares de mis principios.
Tuve que darme una ducha, rápida y fría, para terminar de apaciguar mi sobrecalentamiento y eliminar cualquier vestigio de mi propia corrida, que había empapado mi tanga hasta el punto de llegar a humedecer los shorts.
Fumando relajadamente en la terraza, saboreando mi vicio con una sonrisa por la ironía de haber sido el delator de mi condición voyeur, no podía dejar de debatir internamente sobre lo que acababa de hacer.
«Al final, todo era real, no eran imaginaciones mías. Ese desvergonzado estaba jugando conmigo desde el primer momento… Y yo entré en el juego… Ha conseguido lo que quería… ¿o era lo que quería yo? ¡Joder, me ha obligado a ponerle los cuernos a Agustín!».
Trataba de culpar al chico de mi desliz, intentando convencerme de que me había obligado. Pero, en mi fuero interno, sabía que no había sido así. Yo le había invitado siguiéndole el juego, había consentido sin oponerme realmente, y lo había disfrutado, ¡mucho!
«El muy cabrón ha sabido jugar sus cartas. Sabe que está muy bueno, y con ese pedazo de polla… ¡Joder, le he hecho una mamada de auténtica puta!, ¡y se me ha corrido en la boca! Ese crío, al que casi doblo la edad, ¡me ha obligado a tragarme su corrida!, y, Dios, ¡cómo me ha gustado!».
Me relamí con ese pensamiento, alborozada por haber cumplido una inconfesable fantasía, pero, a la vez, apesadumbrada por haber traicionado la confianza de mi marido.
«Durante quince años, me he mantenido fiel al hombre que amo, y no ha sido por falta de oportunidades para ponerle una buena cornamenta… ¿Y qué he hecho ahora, caer como una tonta ante los encantos de un yogurín?, ¿dejarme arrastrar por una fantasía? ¡Yo quiero a mi marido! Pero es que ese chaval, ¡me pone como una perra!».
Las contradicciones me estaban volviendo loca. Por un lado, estaba satisfecha por haber vivido la experiencia más excitante de mi vida, ¡si hasta me había corrido sin que él llegara siquiera a rozar mi sexo! Pero, por otro lado, me sentía sucia por haber mancillado mi, hasta ese momento, inmaculado matrimonio.
«Visto lo visto, Fer puede tener a cualquier chica. Está claro que las vuelve locas, como a mí. Y todas con las que le he visto eran unas bellezas… Es un chulo que tiene a su alcance a jovencitas preciosas, ¿y resulta que me desea a mí? Bueno, al menos sé que deseaba que le comiera la polla… ¡Uf, qué delicia de polla! ¿Seré yo ahora una de sus bellezas? ¡Por Dios, soy una mujer casada!, ¡y tengo edad como para ser su madre!».
Sin darme cuenta, ya había consumido el primer cigarrillo, y arrastrada por el oleaje de mis pensamientos, ya fumaba el segundo con la ansiedad que éstos provocaban en mí, habiendo dejado muy atrás la relajación del orgasmo disfrutado.
«Y, aun así, ha ido a por mí. Él mismo ha dicho que estoy buena, que le gustan mis ojos, mis labios, mis tetas… ¡ha dicho que son espectaculares! ¡Y cómo me mira el culo, el descarado! Hasta ha confesado que hacía mucho tiempo que deseaba meterme la polla en la boca… ¿Seré yo su fantasía como él la mía?, ¿será para él un triunfo tener sexo con una mujer madura como yo, como lo es para mí tenerlo con un jovencito como él?».
— Joder —susurré con un suspiro—, deseo tener más sexo con él…
— ¡Hola, cariño! —escuché tras de mí, dándome un vuelco el corazón.
Tan ensimismada estaba, que no había oído cómo Agustín había llegado a casa y había ido a buscarme a la terraza.
— Agustín, por Dios, ¡qué susto! —contesté, girándome para encontrarle junto a la puerta de cristal.
— Perdona, cariño, es que no te encontraba por casa y me he imaginado que estarías aquí fuera.
— No te esperaba tan pronto —le dije, apagando el cigarrillo para ir a darle un beso.
— Como es viernes, y me pasaré toda la semana que viene de viaje, he podido salir pronto para comer con mi preciosa mujercita —aclaró, correspondiendo mi beso cariñosamente—. Quería darte una sorpresa…
— Y tanto que me la has dado —comenté, entrando juntos en el dormitorio y cerrando la cristalera para evitar que el calor entrase en la casa.
— ¿Has hecho ya la comida? —preguntó, rodeándome la cintura con los brazos.
«Umm, sí, por fin, ¡la mejor comida del mundo!, ¡y me lo he tragado todo!», contestó internamente mi yo más perverso.
Esa afirmación, aunque solo fuera escuchada por mí, volvió a calentarme de forma inusitada, obligándome a pegar mi pelvis a la de mi marido. Enseguida noté cómo su verga respondía a mi contacto, lo que me animó aún más.
— La verdad es que no —le dije—. Como no te esperaba, pensaba prepararme luego algo rápido y ligero…
«No como el duro pollón que acabo de comerme y me ha llenado con su leche», se divirtió añadiendo mi demonio interior.
Yo misma me estaba encendiendo sin remedio, los ecos de lo que había ocurrido en ese mismo dormitorio, apenas una hora antes, eran demasiado poderosos.
Mi pelvis comenzó a frotar la de Agustín y, en apenas unos segundos, sentí cómo su falo ya estaba completamente duro presionando mi vulva.
— ¡Pues mejor!, así te invito a comer —propuso él con entusiasmo, obviando la tremenda erección que le había provocado—. Tú eliges, ¿qué te apetece comer?
— ¡Polla! —nos sorprendí a ambos al verbalizar un pensamiento.
— Mayca…
Mi marido tenía el rostro desencajado por la sorpresa y excitación, y yo me dejé llevar por la incontenible lujuria que el vecino había despertado en mí.
Caí de rodillas ante él y, rápidamente, desabroché su ropa para dejarle desnudo desde la cintura hasta las rodillas. Tenía la vara tiesa, ni mucho menos tan impresionante como la de un rato antes, pero, en mi estado, se me antojó más que nunca.
— Joder, cariño, qué alegría haberte sorprendido así…
Sin decir nada, le miré a los ojos y engullí su enhiesto miembro hasta el fondo, sintiendo su cabeza en mi garganta, constatando físicamente que era capaz de tragármela entera, alcanzando una profundidad a la que al informático aún le había quedado una buena porción de herramienta fuera de mi boca.
— Diosss, nena, nunca te la habías tragado toda…
Succioné con la misma gula con la que había succionado el obelisco del joven, aunque no hubiese comparación posible entre ambos. Estaba cachonda perdida, y en mi cerebro no hacía más que reproducirse en bucle la deliciosa mamada que había disfrutado haciéndole al sinvergüenza, por lo que, mis labios, lengua, garganta y cabeza, repitieron la ejecución con la misma intensidad.
— Oohh, Mayca… jodeerrr, Mayca… me matasss… —susurraba el agraciado entre gruñidos.
Mi hombre estaba fuera de sí, resoplando con la felación más ansiosa y agresiva que le había hecho jamás. Trataba de aguantar mi voracidad, poniendo sus manos sobre mi cabeza para frenar mi ímpetu y prolongar el momento, pero no lo conseguía, pues el sentirle tan al límite, a mí me espoleaba aún más.
Su resistencia estaba unos cuantos peldaños por debajo de la del semental que había probado un rato antes y, en apenas tres minutos, pude sentir su verga palpitando en mi boca.
— Mayca,… uufff… estoy a punto de correrme… —me avisó, como siempre hacía para darme tiempo a apartarme y ver brotar el semen de su congestionado glande.
Pero yo hice caso omiso de sus palabras, estaba demasiado concentrada en mi golosina, disfrutándola como si fuera la tremenda polla de Fer. Todo mi ser estaba enajenado por las imágenes de mi cerebro, arrebatado por revivir esa sensación de poder al hacer que el macho se derritiera en mi boca, obnubilado por volver a sentir la efervescente liberación masculina… Por lo que continué succionando sin descanso.
— ¡Cariño, me corro!, ¡joderr, Mayca, que me corrooohh…!
La candente erupción se desató contra mi paladar y, de nuevo, me encantó esa repentina y cálida sensación. Sin embargo, y a pesar de que mi imaginación volaba hacia la situación anterior, aquella no era la polla por la que enloquecía de deseo, así que, en última instancia, no quise tragarme la corrida. Pero seguí mamando, dejando que la espesa leche escurriera entre mis labios y el pedazo de carne que se deslizaba entre ellos, lubricándolo mientras más chorros calientes se iban derramando sobre mi lengua e iban rebosando.
— Oooh, Mayca, oooh, preciosaaahh…
Aunque más amargo que el semen del jovencito, en absoluto me desagradó el sabor del de mi marido. Podría decir que hasta me gustó, teniendo en cuenta que era la segunda vez que probaba la leche masculina, tras una vida de negarme a hacerlo por prejuicios.
Pero esta vez no hubo orgasmo espontáneo por mi parte, mi nivel de excitación no era tal, y supuse que nunca más podría volver a experimentar algo similar.
Seguí satisfaciendo a mi amado, quien, entre bufidos, alcanzaba el nirvana descargándome la corrida más larga y copiosa que le había conocido.
Agustín eyaculó como un caballo, con su esperma embadurnando su erecto músculo y mis suaves pétalos mientras entraba y salía de entre ellos. El denso líquido blanco, mezclado con mi abundante saliva, fluyó por mis comisuras en dos surcos que sentí cómo recorrían mi barbilla y cuello para bajar lentamente por mi escote. Sin duda, aquella fue la corrida de su vida.
— Joder, cariño, nunca me la habías chupado así —me dijo al terminar, resoplando cuando me saqué su decadente instrumento de la boca.
— Será que me ha gustado que vinieras pronto a casa por mí —le mentí, paladeando y, ahora sí, tragando los últimos restos de esencia masculina.
— Ha sido brutal… me has dejado seco… Y verte ahora así, de rodillas, con mi semen mojándote los labios y escurriendo hasta tus tetazas… ¡joder, es que eres una estrella porno!
— ¡Ja, ja, ja! —no pude evitar reírme, mirándome el escote para observar los brillantes regueros—. Pues quédate con esta imagen para cuando estés de viaje —contesté alegremente—. Ahora voy a necesitar una tercera ducha antes de ir a comer.
— ¿Tercera ducha?
— Si… bueno… —dudé, cayendo en la cuenta de mi pequeño desliz verbal—. Es que esta mañana ha hecho mucho calor…
«Y el chaval de al lado me ha hecho mojarme, casi sin tocarme, como si me hubiera meado encima».
— No tardes, mi reina, que ahora sí que tengo hambre de verdad.
— No tardo, mi rey —dije, levantándome y dirigiéndome al pasillo—. Yo también tengo hambre... «Pero del príncipe del reino vecino».
CONTINUARÁ…