Paredes de papel (3)
Una mujer madura descubre la intensa vida sexual de su joven vecino a través de unas paredes mal insonorizadas. Ese descubrimiento despertará en ella reprimidos deseos que le llevarán a ser la coprotagonista de esa placentera vida.
3
Esa misma noche, estaba completamente desvelada. Aunque la conversación telefónica con mi marido había bajado mis ánimos y libido, había pasado todo el día nerviosa, incapaz de centrarme en nada, únicamente pensando en los juegos de palabras con mi vecinito, y en la terriblemente excitante sensación de estar sentada sobre su joven, dura y enorme polla.
Serían las dos de la madrugada, y no se oía ningún ruido procedente de la habitación de al lado que me diera un nuevo aliciente para descargar mi tensión con una relajante paja de oyente, así que salí a la terraza a fumarme un cigarrito sintiendo la leve brisa que se había levantado.
Consumí el cigarrillo, pero no me pareció suficiente, así que encendí otro. Cuando estaba soplando el mentolado humo suavemente hacia arriba, me pareció escuchar un leve gruñido, despertando mi interés, así que presté más atención y capté unos sonidos de movimiento procedentes de la terraza de al lado.
En la penumbra, a la que mi vista ya se había acostumbrado, seguí a la pequeña nube de humo blanco que había salido de entre mis labios mientras flotaba hasta la terraza contigua, como guiando mi curiosidad.
Cuando llegué a la separación entre las dos viviendas, otro gruñido ahogado y lo que parecía una silueta que se intuía a través de los pequeños agujeros de la celosía de madera, me confirmaron que había alguien del otro lado.
Sigilosamente, me pegué a la pared, junto a la celosía, en el punto exacto donde ésta no llegaba a tapar la separación entre los dos pisos, dejando una rendija a través de la que, si una se acercaba lo suficiente y se colocaba en el ángulo correcto, se podía observar casi toda la terraza vecina.
Sintiendo el corazón en la garganta y dando una nueva calada por puro nerviosismo, eché una ojeada. Efectivamente, encontré a alguien al otro lado. Allí estaba Fernando, completamente desnudo y de perfil a mí, con su largo miembro «¡Oh, Dios, sí que la tiene grande!», entrando y saliendo de entre los labios de una chica que, arrodillada ante él, se estaba dando un festín con tan excelso pedazo de carne.
«Madre mía, menudo follador está hecho este muchacho…», pensé, espiando sin reparo. «¡Y qué bueno está!», me dije, estudiando su atlética anatomía de musculatura definida pero no hiperdesarrollada. «Y ese pedazo de polla…», atestigüé cuando la chica se la sacó completamente de la boca para lamerla mirando fijamente a su dueño.
Como secreta espectadora, sujetando el cenicero con una mano y consumiendo pausadamente el cigarrillo recién encendido, me deleité con el inesperado espectáculo de aquella chica (ninguna de las dos anteriores con las que le había visto) haciéndole una tremenda mamada a aquel que ese día se había confirmado como protagonista de todas mis fantasías, y objeto de mi deseo.
Fernando emitía leves gruñidos con la labor de su nueva compañera, quien, a pesar de no poder tragarse más que la mitad de ese imponente miembro, debía ser muy buena chupándolo, a juzgar de cómo mi vecinito gozaba, y además se veía que la felatriz disfrutaba con ello.
Todo el apetecible cuerpo del joven estaba en tensión, tan delicioso con sus glúteos contrayéndose con cada succión de la chica… Un auténtico bombón que me encantaría ser yo quien se lo estuviera comiendo.
Sus gruñidos de satisfacción aumentaron de tono, y cogió la cabeza de su amante para, con rítmicos movimientos pélvicos, follarle la boca con mayor intensidad, haciéndola tragarse su gruesa verga para alcanzar mayor profundidad, a lo que ella respondió con un gemido de aprobación ahogado con carne.
Yo ya tenía el coño hecho agua, recreándome con una escena que unos pocos días antes solo había podido vislumbrar, pero que en esta ocasión se me ofrecía con todo detalle. Me resultaba terriblemente morboso y excitante ver en la penumbra cómo esa poderosa polla entraba y salía de la boca de la chica, haciéndome relamerme; ver cómo Fernando comenzaba a agonizar de placer metiendo su lanza hasta la garganta; contemplar cómo ella saboreaba cada centímetro de duro músculo hundiendo los carrillos… Y todo ello aderezado con el picante de la contemplación furtiva, del pícaro encanto de ver sin ser vista, terminándome un cigarrito como quien come palomitas disfrutando de una buena película, y con la adrenalina corriendo por mis venas ante la posibilidad de ser cazada.
Había llegado al espectáculo cuando éste ya hacía un rato que había empezado, y la actitud de ambos jóvenes, en pocos minutos, me vaticinó que aquello estaba a punto de acabar.
Apretando los dientes, el chico detuvo sus empujes de cadera, dejando que fuese la chica quien controlase la velocidad y profundidad de la mamada. Lo cual hizo comiéndose sólo la mitad de la brillante lanza, pero a una velocidad endiablada, masajeando vigorosamente con su mano, a la vez, la porción de carne que no engullía.
Fernando suspiró con fuerza, y su amante, se sacó la polla de la boca para situar el glande ante su rostro, a pocos centímetros de sus labios, frotando la vara con insistencia.
— ¡Dámelo todo, guapo! —exigió, para mi asombro—. A ver cómo te corres…
«Um, sí, a ver cómo te corres», repetí yo internamente.
— Oooohh —obtuvo como respuesta.
De la punta de aquel imponente falo salió un denso chorro blanco que se estrelló contra la nariz y labios de la beneficiaria, lo que me resultó hermosamente pervertido y excitante, dejando un brillante reguero en su rostro y labios. Y acto seguido, deteniendo el frotamiento para solo presionar, aquella advenediza se colocó el glande sobre el labio inferior, permitiéndome solo vislumbrar cómo, entre gruñidos del macho, más potentes chorros desaparecían propulsados hacia su boca abierta.
«¡Qué pedazo de zorra!», pensé, sorprendida por un intenso sentimiento de envidia.
El semen comenzó a rebosar de la boca de la joven, cayendo en lechosos regueros por la comisura de sus labios, y ella tiró de la verga hacia dentro, succionándola, mientras Fernando enloquecía terminando de descargar su abundante corrida directamente en su lengua, haciéndosela tragar entre resoplidos.
Ante la evidencia de que aquello llegaba a su fin, apuré la última calada de mi cigarrillo para apagarlo, observando cómo la chica mamaba de aquel pedazo de carne hasta obtener de él la última gota de su néctar y sacarlo de su boca relamiéndose.
— ¡Umm, qué rico! —dijo, limpiándose el chorretón de leche del rostro para lamérselo de la palma de la mano—. ¡Y menuda corrida! Ibas bien cargado, ¿eh?
— Uf, sí— contestó Fer, con una sonrisa de oreja a oreja—. Llevaba conteniendo la corrida desde esta mañana… —añadió, girando su rostro hacia donde me encontraba yo.
Me quedé petrificada. ¿Sabía que estaba ahí?, ¿me estaba mirando?
«Yo puedes verlos, pero ellos no pueden verme a mi…», traté de tranquilizarme. «Están demasiado alejados como para verme a través de la rendija, y está oscuro…»
El joven volvió a girarse hacia su compañera, quien se levantaba recogiéndose los regueros de la barbilla para chuparse los dedos.
— Por eso me has llamado hoy, ¿no? —preguntó la chica, con una mirada maliciosa—. Después de un mes sin saber de ti… Alguna te ha puesto la polla bien dura y necesitabas que yo te aliviase como esa no ha hecho…
— Sí, algo así —confesó, encogiéndose de hombros—. Y porque echaba de menos tus mamadas y correrme en esa cara de viciosa que tienes…
«Algo así», repetí para mis adentros. «Esa alguna soy yo… Fui yo quien le puso la polla dura…», me congratulé, sin atreverme a mover un músculo que delatara mi presencia.
— Eres un cabronazo —le espetó la muchacha—, pero cómo me pones… —añadió, pegándole su cuerpo enfundado en un ceñido vestido, de profundo escote y minúscula falda, para rodearle el cuello con los brazos—. Te aprovechas de mis vicios…
— Lo sé, porque te encanta comerme el rabo y que te riegue con mi leche, ¿verdad? Te pone como una perra tragártela toda, ¿a que sí?
La chica afirmó con la cabeza, emitiendo un profundo suspiro de excitación.
— Y ahora estás cachonda perdida, deseando que te folle para correrte tú, ¿eh? Querrás que te la meta entera en cuanto vuelva a tenerla dura...
— Joder, sí, Fer, sabes que sí… Venga, fóllame, cabronazo —casi suplicó, agarrándole la verga, que apenas había mermado y ya recuperaba su vigor.
— Anda, vamos para dentro, que te voy a dar lo que te has ganado —sentenció mi vecinito, tomándola de la cintura y arrastrándola hacia el interior con una última mirada en mi dirección.
Sentí cómo me ponía roja como un tomate, aunque estaba segura de que él no podía verme.
«¡Menudo caradura y semental está hecho!», me dije a mí misma, entrando yo también en mi dormitorio. «Y cómo me pone a mí también…»
Tras un trago de agua en la cocina, volví a la habitación. Apenas llevaba unos minutos tumbada sobre la cama, acariciándome suavemente por encima del tanga como consecuencia de lo que acababa de presenciar, cuando los golpes en la pared comenzaron a atronar, acompañados de interjecciones femeninas aumentando de tono.
— Joder —susurré, metiéndome la mano bajo el tanga para clavarme dos dedos en mi encharcado coño—, si es que me obligáis…
Masturbándome con más ganas que cuando era adolescente, en pocos alaridos y retumbar de pared, escuché cómo la viciosa mamadora alcanzaba un brutal orgasmo, lo que avivó la movilidad de mis dedos jugando con mi flujo.
— Vamos, zorrita— oí la voz de mi vecino tras un breve silencio—. No querrás irte con una sola corrida… Vas a cabalgar hasta que no puedas más…
Los golpes en la pared pasaron a ser más leves y pausados, acompañados de suspiros femeninos.
— Uf, cómo se me clava… —escuché entre gemidos.
Yo ya no podía más, demasiada excitación reprimida durante todo el día, así que estallé en un intenso orgasmo que hizo todo mi cuerpo vibrar, mientras del otro lado de la pared se intensificaban los golpes y gemidos femeninos con algún gruñido masculino.
Estaba rendida, sintiendo cómo el sueño, por fin, me abrazaba, pero en la habitación contigua la cabalgada estaba llegando a un punto álgido, y unos minutos después, volví a escuchar, entre alaridos de placer, cómo la amiga de mi vecino se corría de nuevo.
«Qué suerte tienen algunas», pensé, con envidia.
— Ahora seré yo quien te monte a ti— escuché la voz del joven—. Ponte a cuatro patas, jaca viciosa…
En un momento, el retumbar en la pared se reanudó, más pausado pero contundente, con gemidos largos acompañados de un sonido como de palmadas, inequívoca evidencia sonora de la pelvis del joven golpeando rítmicamente las nalgas de su amante.
«Joder, qué aguante tiene el chaval…»
Poco a poco, el ritmo se fue incrementando, volviéndose aún más sonoros los azotes pélvicos en el culo de la montura, hasta que sus gemidos, convertidos nuevamente en gritos de puro gozo, se amortiguaron, indicándome que la chica hundía su cabeza en la almohada.
Sin haber sido realmente consciente de ello, un delicioso calor y agradable cosquilleo me desvelaron que había vuelto a esquivar el sueño para masturbarme con dedicación, pellizcándome los pezones como pitones, y haciendo vibrar mi perla sin dejar de escuchar cómo, al otro lado, el escándalo se enriquecía con los gruñidos del macho en pleno esfuerzo follador.
— ¡Dioosss! —le oí clamar—, ¡te voy reventar…!
— ¡Síííí! —obtuvo como respuesta perfectamente audible.
Los golpes se volvieron atronadores, y entre un dúo de gemidos masculinos y femeninos en sintonía, no perdí detalle auditivo de cómo Fer se corría gloriosamente, llevando a su compañera a un nuevo orgasmo, y provocando el mío propio como efecto colateral.
Se hizo el silencio, y ya no pude saber si aquello era el gran final o habría otro asalto, porque el sueño cayó sobre mí como una losa. Hacía años que no me masturbaba dos veces seguidas.
Los días siguientes pasaron sin volver a tener noticias de mi vecino. La verdad es que, en cuanto el fin de semana pasaba y sus padres volvían a casa, casi ni me enteraba de que vivía al lado. Sin embargo, en mis pensamientos estaba continuamente presente.
No podía sacar de mi cabeza la imagen de su joven y atlético cuerpo, de su magnífica polla siendo devorada por aquella golosa amiga, la sensación de haberme sentado sobre su pétreo miembro instalándose entre mis glúteos, el bombardeo en la pared, la sinfonía de gemidos, gruñidos y gritos, el chasquido de la piel golpeando piel, cada palabra y frase que me había dicho con doble sentido…
Sí, pasé tres días masturbándome como una loca y haciendo largas y agotadoras sesiones de gimnasio para poder apartar los dedos de mi propio cuerpo.
Cuando volvió mi marido de viaje, le di un repaso que le dejó casi agonizando, con mi mente fantaseando que, quien me follaba, era Fernando. Y, prácticamente, le exigí una ración diaria de sexo, con encuentros de mañana y noche si aguantaba, provocándole continuamente para que me diera lo necesario para apagar mi fuego. Pero no era suficiente, lo mío era un auténtico incendio sin control, y Agustín, a sus cincuenta y cinco años y con sus costumbres sedentarias, ya no tenía la potencia y resistencia por las que todo mi cuerpo y mente clamaban. Por no mencionar que él no era capaz de excitarme tanto como había sido capaz de excitarme el vecinito, quien se me antojaba como el bombero con la manguera que podría extinguir mis llamas.
— Bueno, entonces, Fernando te arregló el ordenador, ¿no? —me preguntó Pilar una tarde que le había invitado a casa para tomar café.
— Sí —contesté con cierto nerviosismo al mencionarlo su madre—. Fue muy amable… Gracias por pedírselo…
— De nada, mujer, estamos para ayudarnos, y él está encantado de haber podido echarte una mano.
«Sí, a la cintura para sentarme sobre su polla», confesé para mí misma.
— Sin duda, tienes un hijo con una buena… iniciativa —dije, frotándome inconscientemente un muslo contra el otro.
— Lo sé —expresó Pilar con orgullo—. A ver si consigo que entre en mi empresa, creo que podría desarrollar una gran carrera en ella, y la empresa se beneficiaría mucho de su iniciativa y sus múltiples talentos.
«Creo que no te imaginas ni la mitad de talentos que tiene…»
— Pues, ojalá —le deseé sinceramente—, aunque por lo poco que le conozco, creo que no le faltarán oportunidades.
— No, claro que no. Y si no sale lo de mi empresa, seguro que consigue algo tan bueno o mejor, sabe “venderse” muy bien.
— Sí —confirmé, recordando su descaro—, esa impresión me dio.
— Además, cuando se propone algo, siempre lo consigue. Tiene sus objetivos muy claros, y no le gusta dejar nada a medias…
Sentí cómo un escalofrío recorría mi espalda. ¿Estaría yo entre sus objetivos, habiendo visto cómo le gustaba ir de flor en flor, y cómo se me insinuaba sin vergüenza alguna? ¿Sentiría que había dejado algo a medias cuando me tenía totalmente cachonda, sentada sobre él, y mi marido llamó por teléfono? El escalofrío se convirtió en una súbita subida de temperatura.
— Como lo de tu ordenador, por ejemplo —prosiguió—. Me comentó que, a lo mejor, se pasa otro día por aquí para asegurarse de que te lo deja como nuevo.
Tuve una leve sensación de vértigo. «¿Será el ordenador, o seré yo a quien quiere dejar como nueva?», me cuestioné con nerviosismo. «Y si soy yo, ¿seré capaz de resistirme a la atracción que ejerce sobre mí para no caer en la tentación?, ¿seré capaz de mantener impoluto mi matrimonio ante la posibilidad de cumplir mis fantasías?».
— Es un encanto —fue lo único que me atrevía a decirle a Pilar. Tras lo cual, ella cambió de tema de conversación preguntándome por el último viaje de Agustín.
Los días pasaron, sin poder evitar cierto nerviosismo ante la posibilidad de que Fer se presentase en casa, especialmente por las mañanas, cuando, tanto Agustín, como sus padres, estaban fuera trabajando mientras yo trataba de concentrarme en casa con mis traducciones.
La visita no se produjo, lo cual, no sabía si era un alivio o una decepción. Cada vez estaba más obsesionada con el joven, con cómo me gustaba y excitaba, con sus actividades nocturnas de fin de semana… Fantaseaba una y otra vez con su forma de mirarme, los juegos de palabras, su descaro, su cuerpo desnudo y duro para mí… Y en secreto deseaba, tratando de negármelo a mí misma, que me convirtiera en una de sus conquistas para darme lo mismo que a ellas les hacía enloquecer.
Sin embargo, lo que conseguí fue tener muy satisfecho a mi marido, quien, en la medida de sus posibilidades, acabó echándome un buen polvo todas las noches.
El viernes, sabiendo que Pilar y José Antonio (su marido) se habían marchado al pueblo, y tras una pausada mamada a Agustín, con la que disfruté observando cómo se corría sobre su barriga para acabar durmiéndose como un tronco, esperé despierta para no perderme la sinfonía del otro lado de la pared. Pero, para mi frustración, esta no tuvo lugar.
El sábado lo pasamos de compras, y por la tarde-noche de cañas y vinos con unos amigos, haciéndome olvidar por unas horas mis fantasías.
Llegamos tarde, después de cenar, algo afectados por las bebidas y dispuestos a caer agotados en la cama, pero al llegar al portal, nos encontramos con nuestro vecino, acompañado de una bonita chica de ondulada melena negra y ojos de color verde.
— Buenas noches, Agustín —dijo, abriendo la puerta para franquearle el paso a mi marido—. Buenas noches, María del Carmen —añadió, cautivándome con su sonrisa tras dejarme pasar y, disimuladamente, mirarme el culo (o eso me pareció a mí).
— ¿Qué tal, Fernando? —preguntó mi marido, sin darme tiempo a mí para contestar más que con una sonrisa—. Aprovechando que tus padres están en el pueblo, ¿eh? —añadió, guiñándole un ojo en gesto cómplice.
Vi cómo la chica sonreía con una timidez que, a la luz de mi experimentada mirada, supe que era totalmente fingida. Y me fijé unos segundos en ella, corroborando que, efectivamente, no era ninguna de las chicas con las que ya había visto a mi vecinito. Y no solo era bonita, tenía un cuerpo curvilíneo que no dudaba en lucir con unas prendas bastante ajustadas.
— No se te escapa una, Agustín —contestó Fer, devolviéndole el guiño para, después, clavar unos instantes sus ojos en los míos, provocando mi combustión interna.
Mi marido ni se enteró de ese breve, pero intenso, contacto visual. Estaba demasiado ocupado en realizar el escáner completo de la preciosidad que acompañaba a nuestro vecino.
— Je, je, je —rio—. Disfrutad la noche, jóvenes, que estáis en la edad.
Y dicho esto, tomó mi mano para conducirme escaleras arriba.
— Hasta mañana —solo pude decir, algo ebria e impactada por el encuentro, viendo de reojo cómo la mirada del joven volvía un instante a mi culo al comenzar a subir, atizando mi hoguera interna.
— ¡Qué pájaro el Fernandito! —exclamó Agustín cuando entramos en casa—. Este sí que sabe… ¿Te has fijado en la chica?
— Pues claro que no —mentí, caminando por el pasillo para conducir a mi marido hasta el dormitorio.
Estaba un poco borracha, y ese encuentro no había hecho más que reavivar en mí las ganas de echar un polvo.
— Pues era todo un bombón —prosiguió mi esposo—. Se parecía bastante a ti…
— ¿Ah, sí? —me sorprendí por no haberme percatado, calentándome más ante esa posibilidad— ¿Yo también soy un bombón? —le pregunté, melosamente, rodeándole el cuello con mis brazos y pegando mi cuerpo a él.
— Tú eres un bombonazo —me susurró, dándome un beso y haciéndome sentir que ya tenía el paquete duro. ¿Se lo habría puesto yo así o habría sido por la amiguita del vecino?—. Esa chica podría pasar por una versión veinteañera de ti, aunque, en realidad, se parecía más a cómo estás ahora que a cuando tenías su edad.
— ¿A qué te refieres? —pregunté intrigada, desabrochándole la camisa.
— A que cuando tenías su edad, tú estabas más rellenita, y aún no te habías retocado la nariz —contestó, cogiéndome con fuerza del culo mientras mis dedos desabrochaban su pantalón.
— ¡Vaya! —exclamé contrariada, separándome de él—.¡Gracias por recordármelo!
— No, no me entiendas mal, cariño —trató de disculparse—. Quería decir que tú ahora estás mejor que nunca, y que esa chica se daba un aire más que razonable a tu aspecto actual…
— Eso no suena tan mal— acepté su disculpa, orgullosa porque me comparase con una atractiva veinteañera a la que el protagonista de mis fantasías, seguro, iba a dar una buena ración de sexo, como a todas sus conquistas.
«¿Se habrá ligado Fer a esa jovencita por su supuesto parecido a mí?», me planteé. «¿Imaginará que soy yo mientras la folla duro?». Esas ideas me incendiaron.
— Estaba buena, ¿eh?, ¿como yo? — provoqué a Agustín, bajándome la cremallera del vestido para que este cayera a mis pies y mostrarme con la lencería elegida para esa noche.
— Estaba buena, pero tú lo estás más —aseguró, devorándome con la mirada—. Más quisiera tener esa chiquilla el par de tetas que tienes tú —sentenció, sacándose la ropa desabrochada por mí para mostrarme su erección atrapada en el calzoncillo.
— ¿Te refieres a estas? —subrayé lo evidente, dejando mis generosos y redondos pechos libres.
Mi marido, como siempre, se quedó boquiabierto ante mi poderío pectoral, aún turgente a pesar de ser más abundante de lo que cabría esperar en mi complexión, con mis pezones en punta denotando mi estado de extrema excitación.
— Las tetazas con las que cualquier hombre soñaría —aseguró—. Las que al vecino le gustaría que tuviera su “novia”…
Sin saberlo, Agustín había echado gasolina al fuego. Me lancé sobre él, haciéndole caer en la cama y, prácticamente, le arranqué la ropa interior con los dientes, sin darme tiempo siquiera a quitarme la mía.
Apartando la fina braguita a un lado, me clavé de sopetón en su estaca, y le cabalgué como si no hubiera mañana, haciendo oídos sordos al mundo que me rodeaba mientras mi imaginación se desbordaba con la fantasía de estar montando al vecino mencionado.
A pesar del entrenamiento al que llevaba toda la semana sometiéndole, mi esposo se corrió enseguida, llevado por mi incontenible lujuria, y fruto de la misma, yo también alcancé la catarsis al sentirle derramándose en mis entrañas, acompañándole en su grito triunfal.
«Joder», pensé, recobrando la cordura. «¿Nos habrá oído Fer al otro lado como yo le he oído a él con sus amiguitas?».
Desmonté a mi satisfecho maridito, percibiendo por primera vez que, absorta en mi propia fantasía y disfrute, no me había dado cuenta de que no se escuchaba nada del otro lado de la pared. Los únicos gemidos que se habían escuchado esa noche habían sido los míos.
«¿No echa un polvo con esa que, supuestamente, se parece a mí?», me pregunté, decepcionada. «No, a lo mejor es que, como hoy estaba seguro de que yo estaba despierta y con Agustín, se han cortado y están en plan silencioso. O en el salón, o en la cama de sus padres…»
Me puse el vaporoso camisón veraniego para salir a la terraza a fumarme el “cigarrito de después”, comprobando que, fruto del ajetreado día fuera de casa y del rápido pero intenso polvo que acabábamos de echar, mi esposo había caído rendido, durmiéndose como un bendito.
Había luna llena, y a pesar de que corría un poco de viento, éste era cálido, como vestigio de un día que había sido abrasador. Encendí el cigarrillo, y exhalé plácidamente el humo, disfrutando de mi malsano vicio en la circunstancia que me resultaba más placentera, justo después del sexo.
— Ah, ah, ah, ah… —escuché unos ahogados gemidos femeninos entre el canto de los grillos.
«¿En serio?, ¿están follando aquí fuera?», me pregunté, incrédula. «¿Por eso no se oía nada en el dormitorio?». Tenía que comprobarlo.
Me acerqué a la celosía, y desde la rendija a través de la cual pude espiar la otra vez, eché una ojeada a la terraza de al lado. Efectivamente, sobre una de las dos tumbonas, hallé a mi joven doble montada sobre Fernando, meciéndose adelante y atrás sobre sus ingles, mientras él le acariciaba los pechos.
«¡Otra vez espectáculo!», me dije, dándole una calada al cigarro y experimentando una mezcla de excitación y morbo.
Desde mi oculta perspectiva, apenas podía ver al chico poco más que sus brazos y manos trabajándose a su amante. Sin embargo, a ella la veía perfectamente, cabalgando entre gemidos que trataba de contener, pero que escapaban sin remedio de su boca abierta, mirando fijamente a su macho, despatarrada para clavarse en su mástil insistentemente y devorarlo con su coño. Sentí una profunda envidia.
«¡Joder, sí que se me parece!».
El ritmo estaba aumentando, con los gemidos subiendo de volumen mientras las manos masculinas estrujaban los pechos de la amazona, hasta obligarla a incorporarse y empalarse a tope con un aullido de placer.
Las manos descendieron recorriendo el bonito cuerpo de la joven para atenazarla por las caderas, y la pelvis masculina comenzó a subir y bajar con fuerza, haciendo botar a la chica y permitiéndome ver, por momentos, una porción de la lanza que le clavaba sin compasión.
La afortunada convirtió sus gemidos en auténticos gritos entrecortados, con su rostro vuelto hacia el cielo mientras sus pechos saltaban sacudidos por el ímpetu del macho.
Por cierto, mi marido había acertado en su apreciación, el tamaño de esas dos turgentes mamas danzarinas no alcanzaba al de mi exuberante busto. Mi doble tenía un buen par de tetas, una talla noventa o noventa y cinco “B”, le calculé, pero no eran rival para mi “pechonalidad” de talla noventa y cinco “D”, que siempre había atraído la mirada de los hombres y que yo lucía con orgullo.
— ¡Vamos, guapa, córrete! —escuché, por primera vez, la voz de mi vecino
Escudada en mi parapeto, y disfrutando de mi “cigarrito de después”, no perdí detalle de cómo Fer catapultaba hacia un aullante orgasmo a su nueva conquista.
«¡Qué bueno es el cabrón!», me dije. «Ha hecho que se corra enseguida. Lástima que apenas haya podido verle».
Como respondiendo a mi mudo lamento, mi vecino se incorporó, obligando a la chica a levantarse para ponerse ambos en pie. Al fin pude verlo de cuerpo entero, en su espléndida desnudez, con su cimbreante y portentoso miembro brillando a la luz de la luna, enfundado en un condón recubierto de fluidos femeninos. Se me hizo el coño agua.
— Ponte a cuatro patas —ordenó a su compañera—, que te voy a dar bien lo tuyo…
— ¿Pero tú no te has corrido? —le preguntó, sorprendida y visiblemente entusiasmada.
— ¿Tú qué crees? —le dijo con autosuficiencia, poniéndose tras ella para apoyarle su tremenda erección entre las nalgas—. Con la mamada que me has hecho antes, ahora tengo cuerda para follarte hasta que te desmayes.
— Uuufff… —suspiramos al unísono la chica y yo.
Ella volvió a subirse sobre la tumbona, colocándose en posición de perrita, y yo apagué el cigarro, sintiendo que casi me quemo los dedos.
— ¡Menudo culo tienes! —exclamó Fer, dándole un azote que resonó en la noche, ante el que ella respondió con un “¡Aummm!” cargado de excitación— Y por lo que veo, ya está estrenado… Te gusta que te lo llenen de carne, ¿eh?
— Aumm, sí —contestó la joven al recibir otro sonoro azote—. ¡Métemela!
Ante mi mudo asombro, mi vecino apuntó su engomado y lubricado ariete entre los glúteos de su anhelante hembra y, de un certero empujón, la ensartó hasta que su pelvis hizo vibrar las tersas nalgas, con el consiguiente grito femenino de placer acompañado de un triunfal gruñido masculino.
Sin dilación, el macho, con todo su duro cuerpo en tensión, comenzó a bombear la grupa de su montura, rebotando contra sus carnes mientras la sujetaba por las caderas y la hacía jadear, con sus colgantes pechos meciéndose al ritmo de las embestidas.
Me giré un momento para encender otro cigarrillo, ocultando el resplandor del mechero, y observé exhalando el aromático humo cómo la pareja gozaba con una práctica que yo nunca me había atrevido a realizar, pero que en aquel momento me dio una profunda envidia por lo excitante, morboso y placentero que parecía.
Fer estaba espectacular, una auténtica máquina folladora que penetraba sin compasión el culo de su amiguita, castigándolo a caderazo limpio mientras su barrena lo abría en canal, haciendo bajar la cabeza de su víctima, totalmente sometida por el placer.
Por un momento, y con una sonrisa en los labios, el joven se quedó mirando fijamente hacia donde yo estaba, dejándome paralizada por la vergüenza.
«Ellos no pueden verme», traté de tranquilizarme.
Y lo hizo el hecho de que mi vecino no se detuviera en su empeño. Siguió y siguió golpeando rítmicamente las cachas de su montura, haciéndola gritar mientras él mismo apretaba los dientes, denotando que su catarsis era casi inminente.
Mi joven doble anunció su clímax apoyándose sobre los codos, aullando y riendo a la vez, ante lo cual el macho detuvo su ímpetu para observar, desde su dominante perspectiva, cómo el cuerpo de su amante temblaba de gusto.
El humo salió de entre mis labios con un mudo suspiro, como expresión del anhelo de ser yo quien gozara de ese orgasmo.
«Acabo de echar un buen polvo con mi marido, y estoy deseando que me folle salvajemente mi vecino… ¡Deja de mirar y sácate esas ideas de la cabeza!», me reprendí.
Pero permanecí inmóvil, observando cómo el objeto de mi deseo pasaba a coger a su pareja por los hombros y reanudaba el martilleo de su trasero con mayor intensidad, componiendo una ancestral melodía de restallido de piel contra piel, gruñidos y gemidos.
«¡Dios, qué bueno está!», me repetía una y otra vez, saboreando mi pequeño vicio del mismo modo que saboreaba el espectáculo. «¡Cómo la embiste!, ¡y cómo disfruta ella! Joder, ¡qué envidia!».
Los gritos de la jovencita, sofocada, con la boca abierta y los ojos en blanco, me anunciaron que iba a alcanzar otro orgasmo, así que apuré el cigarro para escabullirme sigilosamente en cuanto todo acabase.
— ¡Me corroooo…! —gritó Fernando, tirando de sus hombros y empalándola como en una tortura medieval.
Con el corazón desbocado por la excitación, asistí a cómo la chica alcanzaba el éxtasis con su enculador bramando en pleno orgasmo, ofreciéndole toda su potencia, pero con su mirada fija en mi posición.
«Es imposible que me vea», tuve que repetirme mentalmente. «Y menos cuando se está corriendo dentro de esa guarrilla…»
Al fin, los fuegos artificiales concluyeron, así que aproveché el momento en el que los dos jóvenes se desacoplaban para volver a la seguridad de mi dormitorio, donde Agustín ya roncaba como un oso, volviendo a bajar mi libido hasta dejarla en mínimos que me permitieron conciliar el sueño.
CONTINUARÁ…