Paredes de papel (2)
Una mujer madura descubre la intensa vida sexual de su joven vecino a través de unas paredes mal insonorizadas. Ese descubrimiento despertará en ella reprimidos deseos que le llevarán a ser la coprotagonista de esa placentera vida.
2
Habían pasado unos días, y Agustín había vuelto a casa tras su último viaje al extranjero. Ni que decir tiene que, tras varios días de ausencia, y aquella experiencia nocturna que me incendió, fue agradecido beneficiario de mi estado de especial excitación. Follamos casi todos los días, recordándole a sus cincuenta y cinco años, que estaba casado con una mujer trece años más joven que él, y que como el buen vino, había madurado para encontrarme, para todo aquel que me conocía, en el punto álgido de mi belleza.
Yo siempre había sido considerada una mujer atractiva, nunca me faltaron los pretendientes y las conquistas, con mis intensos ojos y curvilínea silueta como tarjetas de presentación. Pero ahora, a los cuarenta y dos, el natural agraciado de mi rostro, a juicio de mis amistades, se había ensalzado con unas facciones más marcadas: pómulos algo más pronunciados, carrillos más hundidos y barbilla más afilada, con alguna inevitable marca dejada por la edad, y un ligero retoque quirúrgico de mi tabique nasal para estrecharlo y hacerlo más armonioso con el resto de mi rostro. Añadiendo a mis rasgos los verdes ojos que siempre habían levantado admiración, y mis carnosos labios de pronunciado perfil. Completándose el conjunto que me caracteriza con una ondulada melena negra que cae, justo, por debajo de mis omoplatos.
¿Para qué lo voy a negar?, soy guapa, y orgullosa de haber alcanzado la madurez en tan buenas condiciones. Aunque reconozco que, también, me lo he trabajado para encontrarme a mí misma mejor que veinte años atrás. Soy asidua al gimnasio, al que acudo religiosamente tres o cuatro veces por semana desde hace cinco años. Y eso ha influido directamente en los pequeños cambios que he comentado antes para mostrar un rostro menos “rellenito” y, ya de paso, esculpir un cuerpo ya naturalmente bien proporcionado, aunque ahora más tonificado y compacto, al que a mis abundantes, redondos y aún firmes pechos, se ha sumado, como consecuencia de mi entrenamiento y motivo de orgullo, un culete bien proporcionado, de piel tersa y cachetes consistentes.
Así que, Agustín, encantado con su sensual mujercita y el especial apetito sexual que tenía en esos días, me echó unos buenos y pasionales polvos que me hicieron olvidar al hijo de mis vecinos y su actividad nocturna.
Sin embargo, a pesar de no cruzarme con él en esos días, el chico volvió a mis pensamientos de forma casual e inesperada.
Aquella tarde había invitado a tomar café a Pilar, mi vecina y amiga. A pesar de que eran mayores que yo, de la quinta de mi marido, había entablado una sana amistad con el matrimonio vecino, que se veía reflejada en los frecuentes encuentros con mi amiga para tomar café en mi casa, o para ir con Agustín a comer a la suya, pues Pilar era una excelente cocinera.
Entre varios temas de conversación, ese día se me ocurrió comentarle a mi vecina que estaba desesperada con mi ordenador portátil, ya que iba lentísimo y me costaba mucho abrir cualquier documento. Lo cual era un incordio para trabajar en casa como traductora de una pequeña editorial.
— Fernando podría echarle un vistazo —me propuso—. Ya sabes que es informático…
Solo escuchar aquello activó los recuerdos de su hijo con los pantalones a medio muslo, mientras su novia se limpiaba los labios, y los de los sonidos de cómo la joven pareja había follado después. Algo se agitó en mí.
— Gracias, Pilar, no le molestes por algo tan tonto… —dije sin convicción, sintiéndome nerviosa por la posibilidad de encontrarme con el muchacho—. Ya se lo llevaré al informático de la editorial… Además, seguro que tu chaval está bastante liado con lo de buscar trabajo…
— No es ninguna molestia, mujer, seguro que él estará encantado —contestó, haciendo un gesto con la mano—. Creo que le caes muy bien, y por lo de buscar trabajo, no te preocupes. Como acaba de terminar la carrera, se está tomando el verano de descanso y, mientras tanto, yo estoy moviendo algunos hilos para ver si le consigo algo en mi empresa. Así que tiene tiempo más que de sobra…
— No quisiera ponerle en un compromiso por nuestra amistad…
— ¡Que no, que no es ningún compromiso para él! —exclamó de forma desenfadada—. Seguro que si lo hubieses comentado delante de él, él mismo se habría ofrecido a ayudarte… Estoy más orgullosa de mi niño…
— Muchas gracias —acabé cediendo, con un cosquilleo en el estómago—. No me extraña que estés orgullosa de él, se le ve buen chico…
«Y lo bueno que está, y cómo le hace gemir a su novia…», añadí para mis adentros.
— Pues no se hable más, luego se lo digo, y que se pase mañana por la mañana por aquí —concluyó triunfalmente mi vecina—. Estarás trabajando en casa, ¿no?
— Sí, claro, como siempre —contesté sin poder objetar nada—. Además, volveré a estar sola. Agustín se marcha pronto de viaje, y no volverá hasta el martes.
— Nosotros nos iremos por la tarde al pueblo… ¿Por qué no te vienes? Así no pasas todo el fin de semana sola… —me ofreció con entusiasmo.
— De verdad, gracias, Pilar, pero no quiero abusar de vuestra amabilidad —repuse inmediatamente, algo horrorizada ante la perspectiva de pasar el fin de semana en un pueblo perdido—. Aprovecharé para trabajar tranquilamente, sin que ronde por aquí Agustín, que me distrae mucho. Y seguro que quedo con alguna amiga para tomar algo…
Mi amiga, sabedora de mi poco gusto por la vida rural, no insistió, por lo que continuamos nuestra charla por otros caminos.
A la mañana siguiente, despedí a mi marido cuando, apenas, acababa de amanecer. Así que tuve el buen propósito de ponerme temprano a trabajar, pero, tras una sarta de improperios hacia mi ordenador por tardar tanto en arrancar, recordé que, en teoría, esa misma mañana vendría mi vecinito para echarle un vistazo.
Sentí una súbita subida de temperatura, ¿y si decidía venir pronto? No podía recibirle llevando, únicamente, la amplia camiseta que me había puesto tras ducharme.
Como tenía intención de ir después al gimnasio, me vestí poniéndome, de entre las prendas que usaba para mi entrenamiento, unas mayas violetas y una camiseta entallada de tirantes, color rosa, y recogí mi negra melena en forma de cola de caballo. Así estaría más decente, sin dejar de estar cómoda, y además ya preparada para coger la bolsa y marcharme en cuanto el muchacho acabase el compromiso en el que le había metido su madre.
Aún pude trabajar durante cuatro horas antes de que sonara el timbre, cuando ya había dado por hecho que, al final, a su madre se le había olvidado comentarle mi problemilla.
— Buenos días, María del Carmen —dijo el chico cuando le abrí la puerta—. ¡Pero que, muy buenos días! —añadió, mirándome de pies a cabeza con una sonrisa.
En ese momento, fui consciente de que, en la elección de mi vestimenta no sólo había primado la comodidad y el sentido práctico, sino que, inconscientemente, también había elegido unas prendas que se ajustaban perfectamente a mi cuerpo, remarcando cada una de sus curvas, envolviéndolas perfectamente para dibujar una bonita silueta de la que estaba más que orgullosa.
Sentí cómo me ruborizaba ligeramente. ¿Al chico le había gustado lo que acababa de escanear con la mirada? ¡Menudo halago para una mujer madura!, ¡y más viniendo de un jovencito que estaba como un queso!
— Buenos días, Fernando —contesté, reponiéndome del ligero sofoco—. Por favor, llámame Mayca. María del Carmen me hace muy mayor…
— ¿Mayor? —preguntó, volviendo a escanearme—. Estás más para darte un buen azote que para ofrecerte asiento en el metro…
— ¿Un azote? —dije conmocionada, poniéndome roja como un tomate, y recordando lo que había visto y oído una semana atrás.
— Claro, me refiero a por parecer una niña a la que le gusta hacer trastadas…
Un brillo en sus ojos me dejó bien claro que no era eso a lo que había querido referirse. ¿Cómo podía ser tan descarado?
«Cuestión de inmadurez, supongo», pensé. «Aunque, joder, ¡cómo me ha gustado!».
Le sonreí, siendo condescendiente, como si hubiera creído su aclaración, y yo también le miré de la cabeza a los pies, constatando que ese jovencito de veintitrés años era más que tentador.
Vestía una simple camiseta ajustada al torso, marcándolo ligeramente bajo la prenda para hacerlo intuir fuerte y compacto, con un abdomen plano que hacía imaginar su dureza, como la de los brazos, bien definidos y ligeramente musculados. La prenda inferior era un pantalón vaquero corto, y también ajustado a unas piernas robustas y de músculos definidos, al igual que las extremidades superiores.
Pero rápidamente tuve que subir mi mirada, porque enseguida fui consciente de que marcaba un buen paquete, «¡Uf!», y mis ojos se habían detenido en él unas décimas de segundo más de lo necesario.
Al volver a encontrarme con su sonriente rostro, suspiré internamente al comprobar su atractivo magnetismo. Era guapo, aunque tampoco un adonis, pues su algo pronunciada nariz encajaba perfectamente en un rostro de mandíbula cuadrada, labios carnosos, barba de dos días, frente despejada, y ojos de un enigmático color avellana, a juego con su alborotado cabello castaño claro con brillos rojizos.
— Bueno, Mayca —interrumpió mi contemplación—, mi madre me ha dicho que tienes un problema con el ordenador… Si me dejas echarle un vistazo, tal vez pueda solucionártelo.
— Sí, sí, claro, Fernando —contesté atropelladamente, habiendo olvidado por un momento el motivo de ese encuentro—. Pasa, por favor, sígueme al dormitorio…
— Llámame, Fer —corrigió, entrando y cerrando la puerta tras de sí—. Así me llama todo el mundo, menos mis padres. Y estaré encantado de seguirte a tu dormitorio…
¿Había dicho esa última frase con cierto retintín, recreándose en ella?
Guiándole por el pasillo, no pude evitar echarle una nueva ojeada a través del espejo que había al final de este. ¿Me estaba mirando el culo a cada uno de mis pasos?
Sentí cómo se me erizaban los pezones ante la posibilidad de que mi vecinito se estuviera deleitando con la contemplación de mis nalgas enfundadas, y bien marcadas, en las mayas de deporte.
A una le gusta sentirse guapa y sexy, y el hecho de despertar instintos en un joven y atractivo ejemplar masculino, constituye un subidón de autoestima y, por ende, de excitación.
— Aquí está —dije, mostrándole el portátil sobre el escritorio de la habitación—. Estaba trabajando con él, pero le ha costado arrancar un buen rato y, a veces, se me queda “colgado”.
— Mmmm, de verdad que parece un buen equipo —comentó, sentándose a la mesa—. Se ve potente…
¿Era cosa mía, o había dicho eso mirándome el pecho y cómo se me marcaban ligeramente los pezones, en vez de mirando al ordenador?
Volví a sentir rubor en mis mejillas, y él sonrió, girándose para poner su atención en el portátil.
Estuvo un rato trasteando con la máquina, pasándole un antivirus online, y metiéndose en pantallas de configuración del equipo que yo no sabía ni que existían.
La verdad es que no presté mucha atención a lo que hacía, mis conocimientos informáticos son prácticamente nulos, así que, aprovechando mi privilegiada perspectiva, de pie tras él, eché un buen vistazo a ese paquete que se le marcaba a pesar de estar sentado.
«¡Uf!, él sí que parece que tiene un equipo potente», me dije, visualizando en mi mente el instante en que su novia se había apartado de su entrepierna para dejarme vislumbrar una, más que respetable, polla aún erecta. «Y por lo que oí el otro día, sabe bien cómo usarlo…»
— Bueno, esto ya está —dijo tras unos minutos, girándose hacia mí y obligándome a alzar mi vista hacia su cara.
— ¿Ya lo has arreglado? —pregunté, sorprendida—. Has acabado rápido.
— No soy de acabar rápido —contestó, con una sonrisa de picardía—. Me gusta meterme bien a fondo y tomarme mi tiempo para conseguir un resultado más que satisfactorio…
«¿Será descarado?», pensé, rememorando cómo la pared había retumbado el fin de semana anterior con sus potentes embestidas. «No, no, estoy interpretando… Tengo una mente calenturienta…», traté de autoconvencerme.
— Ahora solo he hecho un apaño para que vaya un poco mejor —añadió—. Pero me gustaría meter mano en condiciones. Creo que puedo conseguir un rendimiento óptimo de tu equipo, Mayca —concluyó, atravesándome con su magnética mirada.
Notaba mis pezones a punto de rasgar el sujetador deportivo y la elástica camiseta. ¿Por qué entendía con segundas todo lo que decía? Sin duda, lo de la otra noche me había trastornado y cambiado mi percepción del hijo de mis vecinos.
— Gracias, Fer, pero no quisiera molestarte más, seguro que estás ocupado —acerté a decir.
— No es ninguna molestia. A ti te lo haría todo encantado…
«Joooodeeeeer….». Noté humedad en mi entrepierna.
— Mañana por la mañana estoy libre —prosiguió, tras lo que me pareció una pausa para comprobar el efecto de sus palabras en mí—. Un equipo tan bueno es todo un triunfo —volvió a mirarme de pies a cabeza, haciéndome estremecer—. Si quieres, puedo venir y te meto mano de verdad, además de una buena herramienta con la que quedarás encantada…
— ¿Cómo? —pregunté, casi sin aliento, sin terminar de creer lo que parecía que me estaba proponiendo.
Sus ojos brillaron, y una nueva sonrisa se dibujó en su rostro.
— Mañana por la mañana quedamos, y le hago una puesta a punto a tu ordenador eliminando los fallos más ocultos —aclaró, dejándome con la incertidumbre de si había sido realmente consciente de lo que me había dicho antes—. También te instalaré un buen programa que tengo, que optimiza el rendimiento del equipo y elimina todos los malwares que se te han ido colando con la navegación por internet.
— Ah, gracias —contesté, visiblemente turbada, sintiendo el tanga mojado—. Estaré en casa, así que vente cuando quieras.
Caminando por el pasillo, de vuelta a la entrada, fui yo quien no pudo apartar la vista de ese joven culito que los vaqueros marcaban. ¡Menudo calentón tonto tenía!
— Por cierto —dijo antes de salir de mi casa—, me he dado cuenta de que tu dormitorio está pared con pared con el mío…
— ¿Ah, sí? —fingí desconocimiento, sintiendo un vacío en mi interior—. No tenía ni idea.
— Sí, seguro. Espero no molestarte cuando pongo música…
— No, no, ¡qué va! —exclamé, sujetando el picaporte para abrir la puerta.
— O algunas noches de fin de semana…
Sentí cómo se me hacía un nudo en la garganta.
— No, no, en absoluto —repuse, sintiendo cómo mi cara ardía delatando que no era sincera—. Yo duermo como una marmota.
En su rostro volvió a formarse una pícara sonrisa.
— Genial, entonces no tendré que esforzarme en ser más sigiloso… —concluyó, bajando su tono de voz.
— ¡Uf! —se me escapó un suspiro, a la vez que le abría la puerta.
— Hasta mañana, Mayca.
— Hasta mañana, Fer.
Nada más cerrar la puerta, todo el aire escapó de mi cuerpo. Jamás había vivido una situación de tanta tensión sexual, al menos por mi parte. ¿Habría sido todo tal y como yo lo había percibido, o no había sido más que una interpretación propia por una mente recalentada? Tenía que ser lo segundo, ¿no? Hasta ese día solo había cruzado con el chico “hola y adiós”, y pocas palabras más cuando había coincidido con él en casa de sus padres.
«Joder, no puede ser tan desvergonzado», me dije a mí misma. «Soy veinte años mayor que él, su vecina, amiga de sus padres, casada, ¡y encima él tiene novia! Lo del otro día me ha vuelto loca, ¡tengo que quitármelo de la cabeza!».
A pesar de que no era lo más recomendable antes de ir al gimnasio, mi estado de ansiedad era tal, que tuve que salir a la terraza a fumarme un cigarrillo que calmase mis nervios, tras el cual acudí a mi entrenamiento para terminar de descargar toda la tensión.
Esa noche me acosté un poco más tarde de lo habitual, era viernes y ponían una película en la tele que me apetecía ver, así que aguanté hasta el final.
Cuando ya comenzaba a coger el sueño, empecé a escuchar sonidos del otro lado de la pared. Agudicé el oído, y reconocí una conversación de voces masculina y femenina, llegando incluso a captar las palabras, pues ambos tonos iban en aumento, como si en ese momento le hablasen a la pared.
— Mmm… me tienes atrapada —escuché a la voz femenina—, así no voy a poder moverme…
— Porque te voy a mover yo —reconocí la voz de Fernando—. Estás muy buena… ¿notas cómo me pones?
— ¡Joder, como para no notarlo! ¡La tienes enorme y durísima!
Al momento, todo mi cuerpo entró en combustión.
— Te la voy a clavar entera —anunció él.
— Mmm, sí por favor, me tienes como una perra…
Junto a sus voces se escuchaban roces en la pared.
«¡Dios, los tengo aquí pegados!», me dije mientras uno de mis dedos se colaba bajo mi tanga.
— Pero por ahí no, es muy grande y me da miedo que me partas —aseveró la voz femenina.
— Tranquila, preciosa, si te da miedo, te ensarto bien por donde más te guste… Abre un poco más las piernas.
— ¿Así?, joder, me vas a empotrar. ¿Y los vecinos?
Mi dedo corazón ya acariciaba sin recelos mi clítoris, produciéndome un más que agradable cosquilleo.
— Mi vecina estará dormida, pero aunque la despertemos, creo que le gustará oír cómo te follo. Es mayor, pero es una cachonda, como tú…
Aquello me puso a mil, e hizo que mi dedo corazón, junto con el anular, se deslizase hacia abajo para penetrar con ganas la empapada y caliente gruta que los recibió con satisfacción.
De pronto, simultáneamente, un golpe amortiguado en la pared y un sorprendido, pero placentero “Ooohh” femenino, resonaron en mis oídos.
— ¡Joder, hasta el fondo! —informó la chica.
Otro golpe amortiguado y un profundo gemido acompañado de un gruñido masculino.
— ¡Uf, qué bueno! —exclamó ella—. Me aplastas las tetas contra la pared cuando me embistes, ¡y me encanta! Dame más, cabrón…
En ese instante visualicé, como si la estuviera presenciando, la escena que ocurría en el dormitorio contiguo. Fer, desnudo, con su atlético cuerpo en tensión, empotraba la juvenil y agraciada anatomía de su chica contra la pared, teniéndola completamente atrapada entre yeso y músculo mientras embestía vigorosamente con su pelvis contra el culo de la afortunada, penetrando el ansioso coñito con su potente barra de carne, haciéndola gemir y gritar de profundo placer.
Escuchando el incesante ritmo de golpes amortiguados, acompañado de jadeos, gritos y gruñidos, horadé con los dedos mi ardiente vagina a la vez que masajeaba mi perla, masturbándome con ahínco mientras mi imaginación se desbordaba para convertirme en protagonista de ese enérgico polvazo.
— ¡Oh, oh, oh…! —profería la joven con cada empellón.
Mientras mi mano derecha me llevaba al paraíso entre mis muslos, la izquierda estrujaba mis abundantes senos ensalzando mi propio goce, escuchando el incesante retumbar de sexo salvaje que en mi mente se dibujaba con mi cuerpo aplastado contra ese muro compartido, mientras el joven macho me taladraba haciéndome chorrear.
Un profundo aullido femenino me anunció el poderoso orgasmo alcanzado, pero el ritmo de tambores no se detuvo, prolongando la agonía de la joven para desquiciarme de pura excitación, a la vez que los gruñidos del semental escalaban en volumen.
Me corrí con un estallido que hizo convulsionar todo mi cuerpo, y mientras mi respiración volvía a la normalidad y todo mi ser se relajaba, escuché cómo el ritmo retumbante se aceleraba y, entre sollozos declarantes de otro orgasmo femenino, el rugido triunfal del clímax del macho taladró mis oídos para incrustarse en mi cerebro.
Se hizo el silencio, tras el cual sólo pude percibir algunos murmullos incomprensibles.
«¡Menudo fiera está hecho el chaval!», pensé. «No sólo está bueno y parece tener una buena polla, sino que encima tiene aguante y folla como un dios…»
Aún sudorosa, me levanté para calmar la sed provocada por mis propios jadeos acompañando a la pareja, tras lo cual me fumé un relajante cigarrillo en la terraza antes de volver a la cama.
Justo antes de acostarme, volví a escuchar voces, pero esta vez no provenían de la habitación contigua, sino del portal. Parecía que mi vecino se estaba despidiendo de su novia, y no pude evitar acercarme a echar un vistazo a través de la mirilla.
Efectivamente, Fernando se despedía de la chica, que en ese instante se giraba hacia mí para bajar por la escalera. Era muy guapa, delgada y con un cuerpo de bonitas formas, pero lo que me sorprendió fue que, a pesar de que no recordaba su cara de la vez anterior, lo que sí tenía seguro era que aquella chica tenía una larga melena rubia, y esta otra lucía una media melena morena.
«¡Se ha llevado a otra a su cama!», exclamé para mis adentros. «Menuda caja de sorpresas está hecho el informático éste…Ojalá fuese yo…»
La mañana siguiente la pasé nerviosa, esperando la visita de mi vecino para que me pusiera a punto el ordenador tras el diagnóstico del día anterior. No dejaba de darle vueltas a nuestro anterior encuentro, analizando cada frase que me había dicho sin aparente malicia, pero con un doble sentido que, tras haberle escuchado por la noche volviendo loca a su nueva compañera, me resultaba más evidente. ¿Había sido ese jovencito tan atrevido como para flirtear conmigo, una mujer casada, veinte años mayor que él? La respuesta, rememorando las palabras que le había escuchado esa noche: “Mi vecina estará dormida, pero aunque la despertemos, creo que le gustará oír cómo te follo. Es mayor, pero es una cachonda, como tú…”, fue un rotundo sí, y eso me provocó un agradable cosquilleo.
Si ese seductor chico quería tontear conmigo, ¿por qué no seguirle el juego? Era muy agradable sentirse atractiva, y más si quien me halagaba con sus comentarios era un jovencito tan tentador. Además, sólo era eso, un juego. No tendría ninguna implicación en mi matrimonio. Aunque muchas veces me sentía sola por los continuos viajes de Agustín, ambos éramos felices, y en ningún momento había pasado por mi cabeza la posibilidad de una infidelidad. ¿Fantasías?, por supuesto, pero nada más.
Ante la evidencia de cómo ese informático me había mirado el culo el día anterior, demostrándome que le había gustado cómo me quedaban las mallas del gimnasio que la casualidad había querido que llevase puestas para recibirle, decidí seguir sacándole partido a mi trabajado y prieto trasero enfundándome en unos leggins de cuero rojo brillante, y como prenda superior, elegí un top blanco ajustado a mis femeninas formas, con un escote redondo por el que se divisaba un evocador canalillo que, aunque solo se mostraba ligeramente, sabía que atraía las miradas de los hombres para perderse en él y las voluptuosas formas de mis rotundos pechos.
Justo cuando me miraba en el espejo del dormitorio, comprobando mi juvenil y sensual aspecto, con mi negra melena suelta y mis verdes ojos brillando por el nerviosismo, sonó el timbre.
— ¡Buenos días, Mayca! —exclamó Fernando al abrirle la puerta, observándome con los ojos como platos y haciéndome un rápido escáner integral.
— Buenos días, Fer —contesté con una sonrisa, encantada con su forma de mirarme—. Pensé que no te acordarías de venir, siendo sábado por la mañana…
— ¿Cómo no iba a acordarme? —se defendió, pasando al recibidor y cautivándome con su sonrisa—. Es un lujo venir a verte —remarcó su respuesta mirándome nuevamente de arriba abajo, con más detenimiento—. Acabas de alegrarme la mañana…
— Qué amable eres, encima de que vienes a hacerme un favor…
— Más de un favor te hacía yo —soltó con descaro.
Sentí cómo el rubor teñía mis mejillas.
— ¿Cómo? —pregunté, haciéndome la loca.
— Que puedes pedirme lo que quieras, es un placer poder ayudarte con el ordenador.
— Ya, claro, eres un encanto —dije, sintiendo una combustión interna—. Tengo al enfermo en la habitación…
Sin duda, ese chico era un auténtico Casanova, desvergonzado y seguro de su atractivo. Cada vez me atraía más, sumiéndome en deseos que nunca habían sido más que fantasías, pero que empezaban a materializarse como algo hipotéticamente posible.
De camino al dormitorio, marcando conscientemente mis pasos con un balanceo de caderas, me sentí más sexy que nunca y, al igual que el día anterior, comprobé en el reflejo del espejo del pasillo cómo mi vecinito, mordiéndose el labio inferior, no perdía detalle de mi culito bien resaltado por los leggins.
Cuando llegamos a la habitación, en el momento en que se sentaba para tomar posesión de mi equipo de trabajo, no pude evitar la tentación de mirarle la entrepierna.
«¡Dios, qué pedazo de paquete!», exclamé interiormente, alborozada y sintiendo el calor acumulándose en mis mejillas.
En el pantalón del chico se marcaba un descarado abultamiento, de incuestionables y atractivas dimensiones, que evidenciaba una buena erección de un más que respetable instrumento.
Un leve suspiro escapó de entre mis labios, y él lo percibió, cazándome con la vista clavada en su entrepierna. Su sonrisa, ante el avergonzado alzamiento de mi mirada, fue reveladora y seductora, manteniendo sus ojos avellana clavados en el verde de los míos.
— Si quieres, te dejo trabajar tranquilo, puedo esperar en el salón— dije, tratando de aligerar la tensión que sentí en ese momento.
— No hace falta, no tardaré nada —contestó—. Además, no me gustaría renunciar a una compañía tan estimulante —añadió, ampliando su sonrisa y descendiendo lentamente con su mirada hasta mis labios para seguir bajando y recrearse unos instantes en mis prominentes pechos, a pocos centímetros de su rostro al quedar sentado y yo de pie junto a él—. Estaré encantado de que puedas admirar mi herramienta por encima de mi hombro… Incluso te dejaré manejarla para que te vayas acostumbrando a ella…
Me quedé sin aliento, notando humedad en el tanga.
— Aquí la tengo— aclaró, sacándose un pendrive del bolsillo y denotando picardía en su mirada y sonrisa—.Hago un par de cosillas para ponértelo a punto, y te la meto…
Mi calor interno se acrecentó, quedándome muda y expectante, ante lo cual, Fernando se puso manos a la obra trasteando con el ordenador.
Tras unos segundos viéndole saltar con maestría de pantalla en pantalla, con irrefrenables miradas hacia su entrepierna para comprobar que no había menguado su imponente tamaño, me repuse del impacto inicial de sus palabras recordándome a mí misma que la madura era yo, y que estaba dispuesta a seguirle el juego desde antes de que llegara. Esos juegos de palabras con connotaciones sexuales me resultaban muy divertidos y excitantes.
— Bueno— dijo con aire triunfal, volviendo su rostro a mí y cazándome nuevamente con mis verdes ojos posados en su paquete—, ya lo tengo como quería, caliente y listo para meterte lo que tengo para ti…
— Uhm, sí —contesté con un tono tan meloso que a mí misma me sorprendió—. Seguro que me entra bien… Méteme todo lo que quieras…
En ese momento, a quien se le escapó un leve suspiro y quedó descolocado por las palabras, fue él.
— Será un auténtico placer— repuso finalmente.
Introdujo el pendrive en el ordenador y, mirándome de reojo, instaló el programa de optimización del equipo y protección frente a amenazas, haciendo las comprobaciones sobre su funcionamiento.
— ¿Ya está? —pregunté cuando cerró el programa—. ¡Qué rápido! Como parece tan potente —añadí, queriendo prolongar el divertido juego un poco más—, pensé que, tal vez, no me cabría todo… Pero la verdad es que ni me he enterado…
Una breve y sincera carcajada escapó del atractivo joven.
— Eso es porque para que te enteres de verdad, tienes que ser tú la que lo maneje…—arguyó con su cautivadora sonrisa.
Entonces, para mi sorpresa por su increíble atrevimiento, rodeó mi estrecha cintura con su brazo izquierdo y me sentó sobre su regazo. Me quedé paralizada, sintiendo el innegable y duro bulto de su pantalón en mi culo, apoyado directamente sobre su erección.
Sin dejar de sujetarme por el talle, aprovechando mi desconcierto, tomó mi mano derecha con la suya, y la llevó hasta el ratón del ordenador para manejarlo juntos.
— ¿Ves? —dijo, casi en un susurro, con su aliento colándose en mi oído y produciéndome un cosquilleo que terminó por encharcar mi coñito—. Tienes que apretar aquí— añadió, haciéndome clicar con el ratón—, y luego aquí…
Con la respiración casi suspendida, le dejé guiarme por el programa informático, mostrándome todas sus opciones y explicándome cuándo utilizarlas. Todo ello sin dejar de sentir su mano derecha dirigiendo suavemente la mía, la izquierda acariciándome sutilmente la cintura y, sobre todo, su tremendo paquete, duro como una roca, bajo mis posaderas. No pude evitar acomodarme, en acto reflejo, para que aquella enloquecedora barra que el pantalón no podía contener, se instalase entre las redondeces de mis prietos leggins de cuero, lo cual él agradeció con un gemido prácticamente inaudible.
Cuando, por fin, terminó de recrearse dándome hasta la más mínima explicación, me tenía totalmente trastornada, con mi libido disparada. No me había enterado de nada que no fuesen sus manos, su aliento en mi oreja y cuello, y su pétrea carne instalada entre mis glúteos.
Estaba a punto de hacer una locura, pues mi cuerpo lo pedía a gritos, cuando la melodía de mi teléfono sonando sobre la cama con una llamada entrante, me hizo dar un salto.
— Perdona, es mi marido— dije apurada, cogiendo el móvil—. Tengo que contestar, llama desde el extranjero…
— Claro, claro— dijo Fernando, levantándose él también—. Te dejo atenderle tranquila… Ya nos veremos…
Evidenciando la portentosa empalmada a la que no pude quitar el ojo de encima mientras se marchaba, el chico me hizo un gesto de despedida con la mano, sin perder su cautivadora sonrisa. Tan solo pude devolverle el gesto a la vez que contestaba la llamada, quedándome sola.
— Sí, cariño… Pues nada, aquí, eh… trabajando con el ordenador.
CONTINUARÁ…