Paraíso Escondido

Las aventuras de una chica de primera en el autobús rumbo a la playa y en la playa misma.

PARAÍSO ESCONDIDO, por Aramís.

San Ángel, D. F., 18 de agosto de 2005.

1.

-Me llamo Héctor y soy adicto...

Dijo desde la tribuna, el único chaval que había llegado a gustarme, entre todos los del grupo. Subía pocas veces y hablaba siempre en abstracto, de modo que no había forma de recrear su historia, sin duda dolorosa pues, de otro modo, no estaría ahí, no llevaría casi un año en el programa.

Desde el valle, yo lo veía. Aunque no se daba cuenta, era bastante guapo. Las pocas palabras que en tribuna soltaba denotaban una inteligencia poco común y una historia que me moría por conocer. Pero cuando salíamos de junta, me rodeaban siempre media docena de moscones, los galanes del grupo, y Héctor se quedaba aparte, de modo que en cuatro meses, con trabajos habíamos intercambiado quince o veinte palabras.

Pero ese día el salón estaba semivacío. Apenas tres veteranos, dos recién llegados, él y yo, lo que se explicaba por la fecha: 22 de diciembre. Eso puede explicar, también, que por una vez Héctor, desde la tribuna, pasara de lo abstracto a lo concreto..

-Ya saben –decía-, como son estas cosas: una cervecita, un toque de mota, un saque de coca... ir a Real de Catorce a comer peyote, y cuando caes en la cuenta, ya está fuera de control.

"La culpa nunca la tienes tu –siguió, luego de una pausa-. Crees que no haz perdido el control. Y los desastres se suceden... hasta que tocas fondo.

"Podría responsabilizar a la chica que yo amaba –dijo- y que a su manera, cruel, decía que me amaba... como amigo. Andaba, rezarían los idiotas de Timbiriche, con todos menos conmigo, salvo para lamerse las heridas, para confiar en alguien, para cuidarse.

"Casi me mato por ella, sin premeditación–dijo-. Una de tantas, volviendo de una fiesta donde bailó cachondamente con el más guapo del reventón, que encajaba su pierna entre las suyas, que la tocaba, la besaba, que se la llevó a su habitación mientras yo bebía un vodka tonic tras otro, y otro mas."

Siguió hablando en ese tenor. Su cara reflejaba dolor y angustia. Sus grandes ojos negros, tras los redondos anteojos, miraban asustados. Yo no sabía si se interrumpía para recordar mejor, para escarbar en la herida o para admirar mi figura, que, aunque mal disimulada por las holgadas y descuidadas ropas que solía vestir, seguía siendo la de la reina de la noche.

El caso es que ahí estaba la de la voz, oyéndole hablar de la ansiedad y el miedo... contando historias, esperando el momento del rezo (y yo, atea marxista, ahí, con todos, pedía serenidad, valor y sabiduría al Dios de los cristianos, coño) y luego a vip´s, para estar largas horas frente a un líquido de color turbio y sabor infecto al que, para que me entiendan, llamaré café.

Por aquel entonces yo tenía 21 años y estudiaba en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Tres años y meses atrás había huido de casa, en una puritana ciudad de provincias con una mano atrás y otra adelante. Había progresado pero la soledad es cabrona y para llenar ciertos vacíos no son suficientes las vergas de todos tamaños, colores y sabores que en esos 40 meses me comí, de modo que estaba ahí, casi arruinada, casi muerta, en el grupo.

Pero seguía siendo la reina. Si no fuera canción de machos, podría cantar con José Alfredo: "No tengo trono ni rey/ni nadie que me comprenda/pero sigo siendo la reina". Y los casi cuatro meses que llevaba en el grupo me habían permitido, pasada la descontrolada furia inicial, recuperar un poco de peso y perder las profundas ojeras azul-moradas que me habían acompañado en el periodo anterior.

Se acercaba Nochebuena, otras tristes navidades sin compañía ni calor de hogar, otras en las que estaría sola, y esta vez sería peor, porque las tres anteriores navidades las había pasado absolutamente ebria y colocada, desde el día 22 o 23 de diciembre hasta el 2 o 3 de enero. De esas tres, sólo una fue realmente memorable, pues tenía dos "noviecitos" judíos, que me encantaban, y con los que me reventé una semana en Cancún. Los dos eran bellos, resistentes, cogían sabroso y me hicieron olvidar el mal momento. Pero esa es otra historia.

De eso debí hablar en tribuna: de mi miedo a recaer, de mi miedo a la soledad navideña, de la fragilidad de mi "recuperación" a cuatro meses de llegada al grupo, pero no lo hice: preferí escuchar a Héctor y no hablar esa vez.

Buena parte del aterrador y oscuro vacío de las noches sin sueño lo llenaba entonces en el vip´s, bebiendo eso que, para que me entiendan, seguiré llamando café. Esa noche de mediados de diciembre fue especial porque Héctor se acercó a mi. Quizá es que, casualmente, me senté sola pues habían desaparecido los perros que solían cercarme, nunca menos de tres chicos del grupo que buscaban afanosamente llevarme a la cama y que la tenían clara, porque además de suspender la droga y el alcohol, yo me había prometido abstenerme de sexo durante, al menos, seis meses.

Héctor se acercó, pues. Era un chico tímido que llevaba casi un año en el grupo. Calificaba en "canasta básica" (es decir, alcohol, mariguana y cocaína), aunque me parecía que, más bien, habían sido los excesos etílicos los que lo habían llevado al pozo y de ahí al grupo.

A mí, "metodista episcopal" (los que le entramos parejo a todo: ácidos, yerba, coca, crack, heroína... y terminamos más rápido que los otros), los "canasta", los "enfermos" (pastillas) y los "naturistas" (yerba, hongos, peyote) me parecían muy fresas, pero ese chico, con su sempiterno libro, sus gafas lennonistas (o trotskistas, supe, cuando conocí sus tendencias políticas), su indescifrable mirada, me llamaba no poco la atención, aunque en cuatro meses apenas hubiésemos cambiamos doce o quince frases, y los abrazos de rigor a fin de junta tras la oración de la serenidad y el "sigan viniendo, ¡si se puede!"

La charla con Héctor fluyó suave como un río de aguas claras. Habíamos leído cosas parecidas, éramos universitarios ambos, estuvimos en la huelga aunque en bandos opuestos, y a pesar de que sólo tenía dos años más que yo sus experiencias vitales eran ricas y abundantes, salvo, según creí erróneamente en ese momento, en el rubro "mujeres" (en el rubro "amor", debí pensar).

Horas después, cerca de la medianoche, hablé por fin de mi miedo a las cercanas fiestas, a la soledad, a la nostalgia. Héctor me miró largo y finalmente me dijo:

-Querida. Varios del grupo que odiamos las navidades familiares, salimos mañana en la noche a Playa Paraíso, Guerrero, a acampar ahí hasta el año nuevo. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Acepté. Lo pensé diez minutos y acepté. Acepté tras ver a Héctor a los ojos y decidir que, en caso de ser necesario, podría interrumpir mi ayuno de sexo con él, que no estaba mal, que una cosa es hacerlo tiernamente con un buen chico y otra andar de puta cara por la vida.

Héctor y cinco mas del grupo partirían esa misma madrugada. Yo le prometí alcanzarlos allá un día después, aunque, en mi interior, no estaba muy segura de hacerlo.

2.

Aquella madrugada, a pesar de lo avanzado de la hora, tardé en conciliar el sueño, como si el simple hecho de decidir que probablemente cogería con Héctor hubiera despertado mis instintos reprimidos. Mis fantasías de duermevela estuvieron pobladas de "cuerpos desnudos entre sábanas de espuma" y desperté bien entrada la mañana, agitada y ansiosa. Una larga meada y una mucho mas larga ducha me permitieron recobrar cierta estabilidad.

Era un día frío y salí a caminar a Coyoacán, con una novela policiaca en la mano. Más tarde, sentada en la terraza de un café, miraba pasar a la gente inmersa en sus compras navideñas, corriendo a un compromiso, a una posada, llena de felicidad falsa. Mantenía a distancia a los chicos con mis gafas oscuras y mi gruesa chamarra, mientras pensaba en el nuevo rumbo que había tomado mi vida en los últimos meses y en los excesos autodestructivos que ahí me condujeron.

Al caer la tarde, la melancolía y los recuerdos me mataban. "Una cerveza, una sola cerveza antes de irme a la playa no me hará ningún mal", pensé, mirando la entrada de "La Puerta del Sol", una de mis cervecerías de antaño.

Dos chicos guapos empujaron los batientes de la puerta, entrando al lugar. Me imaginé sentándome con ellos, bebiendo la fresca, amarga, deliciosa cerveza negra; añoré la sensación de saberme deseada y al alcance de la mano. Desee con fuerza sus vergas dentro de mi, las caricias de sus manos, la locura, a la distancia de una puerta batiente.

Sentí cómo se me humedecían las sienes y las axilas. Casi paladeé el sabor de la malta y el lúpulo. Reviví la alegría artificial y sentí un vacío en el estómago.

"Solo por hoy –me dije, haciendo un esfuerzo-. Solo por hoy no me la tomaré. Mañana, en la playa, beberé esa cerveza. Mañana, en la playa, me cogeré a dos lindos desconocidos". Di media vuelta con el vacío en el estómago, una extraña resequedad en el sexo y los ojos húmedos.

Me castigué con un spaguetti al pesto en "La Salamandra" y regresé a casa a arreglar mi maleta. Mis dudas se habían evaporado con la angustia frente a la cervecería y tres horas antes de la salida del autobús, ya estaba yo en la Central de Taxqueña, con dos boletos en la mano para la única corrida diaria a Atoyac de Álvarez, Guerrero, la población más cercana a playa Paraíso Escondido. Dos boletos, porque quería descansar en la noche y no tenía ninguna gana de que un ranchero seboso o un chaval urgido se sentara a mi lado.

3.

Trataba de conciliar el sueño mientras el autobús recorría las frías cumbres del Ajusco, escuchando los conciertos para flauta y arpa de Mozart (en la vieja versión de Rampal-Laskine-Guschlbauer), cuando me soliviantó una inusitada actividad en el asiento que, pasillo de por medio, quedaba junto al mío, donde dos adolescentes que, evidentemente iban al mismo lugar que yo, bebían wisqui (malditos) y se besaban.

Los besitos de pico y las leves caricias que mis vecinos de asiento se daban fueron suficientes para avivar la agitación que me consumía desde hacía 24 horas. Tapados con una manta para combatir el frío y ocultarse de miradas indiscretas, solo dejaban ante mis ojos sus caras en penumbras, el brillo de sus ojos y sus dientes... y fingí dormir, cubriéndome con mi amplia chamarra para no espantar sus movimientos.

Un dulce calor me invadía bajo la improvisada manta, bajo mis ropas de ciudad, bajo el techo del ruidoso autobús. Me había quitado las botas industriales de aquellos días y discretamente, amparada por la oscuridad y la chamarra, me deshice del sostén. Me acaricié los pechos, blusa de por medio, y empecé a sentirme a tono.

No veía mucho, pero mucho imaginaba. Escuché sus suspiros y sus sordos gemidos en la oscuridad de la noche, sonidos sutiles que apenas se elevaban, de vez en vez, por encima del concierto que seguía escuchando; sutiles movimientos que en ocasiones rebasaban el vaivén del camino.

No sin trabajos, me quité la blusa y logré deslizar los pantalones de mezclilla hasta medio muslo, dejando al descubierto mi pelvis y mi vientre, bajo la cálida chamarra. Una braga de sutil tela prestaba su textura a los movimientos de mi mano sobre el clítoris. Lo acariciaba despacio mientras los espiaba.

Cuando la chica, aún cubierta por la manta, se montó a horcajadas n el chico, mi mano se deslizó dentro de las bragas. Cuando su gemido indicó que había recibido dentro suyo el miembro de su hombre, mis dedos índice y medio se deslizaron dentro de mi empapada vagina.

Con los dos dedos entrando y saliendo de mi sexo, envié con la otra mano un mensaje a uno de mis antiguos esclavos, uno que me seguía buscando luego de cuatro meses, pidiéndole que marcara a mi móvil varias veces, durante la siguiente media hora. Introduje medio celular, sin prisa, en mi ansiosa vagina. Las esmeradas lecturas de la magistral Guerapirada me recordaban que debía tener cuidado, no se fuera a deslizar entero, aunque me imaginé unos momentos en manos de tres forzudos paramédicos de Atoyac de Álvarez, sacándome un celular de salva sea la parte.

Vibró y casi se me escapa de las manos. Vibró y tuve que contenerme para mantenerlo bien agarrado, la mitad en mi mano, la otra mitad atrapada por mi vagina. La chica de al lado, perdido todo recato, cabalgaba sobre su galán, que contenía apenas sus gemidos.

Terminó la vibración y me concentré en mis vecinos, que cogían a gusto entre el resto de los pasajeros dormidos. Imaginé la verga del adivinado chico entrando y saliendo a buen ritmo, al ritmo de los movimientos de la chica, que de pronto aceleraba y de pronto se paraba con un audible suspiro.

Vibró el teléfono otra vez y sentí una sacudida que llegó hasta las dedos de las manos y los pies. Parecía una descarga de alto voltaje. La penetración no era profunda, de hecho, tenía apenas encajado el teléfono en la entrada de mi vagina, pero la sensación era brutal y novedosa y, aunque se que duró pocos segundos, la sentí eterna.

El final de la llamada me dio un breve respiro. Jugué con mi clítoris, acaricié mis ingles y eché otra mirada a la febril parejita, que seguía en lo suyo. Dejé volar la imaginación, soñando que algún pasajero guapo y viril me arrancaba la chamarra, descubriéndome casi desnuda en la penumbra, con el móvil ensartado en la vagina y la otra mano tocando mis partes más sensibles.

Soñaba cuando el teléfono vibró por tercera vez y, apenas lo hizo, me arrancó un largo orgasmo que llenó de fluidos el teléfono, mis manos y el sillón del autobús; uno de esos orgasmos en los que pierdes la noción del tiempo y del espacio.

Me tapé la cara, tratando de normalizar la respiración. hice a un lado el teléfono y me acaricié suavemente los labios externos y el monte de venus, jugueteando con el sedoso vello castaño que lo cubre. Sin sacar la cabeza, sin vestirme, sin dedicar más atención a mis provocadores vecinos, me fui durmiendo, arrullada por el movimiento del autobús.

4.

El sol, penetrando por las rendijas que dejaban las cortinillas, me despertó horas después. Sin abrir los ojos fui cobrando conciencia de la situación. Sentí frío en mi pecho desnudo y recordé donde estaba. Supe que una generosa porción de mi tetamen (del izquierdo, para ser precisa) quedaba bien a la vista y al darme cuenta de ello, entreabrí discretamente los ojos.

El chaval de al lado, sentado junto al pasillo, me miraba fijamente y se acariciaba el paquete del pantalón mientras su chica dormía. Bajo su mirada, tratando de no hacer ningún movimiento que me delatara, me acaricié con la uña del dedo índice la entrada del sexo, muy despacio, solo con afán de inundarme de suave calorcillo y estar un poco a tono con la cálida mirada que me envolvía.

Me moví un poco, fingiendo que aún dormía, dejando que la chamarra descendiera hasta el diafragma, mostrando ambos pechos. Solo sería un momento, porque tenía que orinar y mi uña acariciado el sexo aumentaban las ganas, así que, tras dejarlo apreciar esas sensibles partes, empecé a moverme y a hacer ruiditos antes de abrir los ojos. Cuando lo hice, ya estaba sentado en su lugar, mirando para otro lado.

No sin trabajos subí mis pantalones, me puse la blusa y dejando la chamarra en el asiento, caminé hacia el fondo del autobús, hasta que el olor nauseabundo que el baño despedía me hizo repensar mi propósito... y entender por qué la parte de atrás del autobús estaba vacía. Me di media vuelta para volver a mi lugar y casi choco con el chico.

-¿No ibas al baño? –preguntó descaradamente.

-No es cosa que te importe –contesté.

-Es que necesito averiguar si los que vi son de verdad.

En un acto impulsivo, que me sorprendió a mi misma, me levanté la blusa y le dije:

-Puedes tocarlos, pero si haces algo mas, grito.

Ahí, en medio del umbrío pasillo, me acarició torpemente los pechos mientras yo lo miraba. Cuando su respiración empezó a agitarse de más y yo misma sentí que el momento podía pasar a mayores, le dije:

-Ya comprobaste que son reales. No te gastes, que tu chica acabará contigo... y conmigo, supongo, si nos ve.

Puse la blusa en su lugar y lo aparté para pasar. El aprovechó el momento untando su verga, durísima, en mi vientre y tocando mis nalgas. Pensé por un momento cogérmelo ahí mismo, pero la luz del día y las ganas de mear me hicieron prudente y seguí mi camino hacia el frente del autobús. Pasé de largo por mi lugar, vi a la chica de al lado aún dormida, y llegué al lado del conductor.

-¿Faltará mucho, chof? –le pregunté.

-Veinte minutos, niña –contestó el hombre -¿te urge parar?

-Si son veinte minutos, espero-. Y me quedé ahí, platicando con él, disfrutando sus anhelantes miradas a mi blusa, que resaltaba mis pecho y dejaba adivinar claramente mis erectos pezones.

Unos diez minutos después, con voz ronca, el chofer, gordo y feo, me pidió:

-¿Me los enseñas a mi también?

Accedí a su deseo mientras un volcán comenzaba a arder entre mis piernas. Sin duda Héctor me gozaría, y más pronto de lo que él se hubiera imaginado.

5.

Una hora después, tras bajar del autobús, tomar un taxi junto con mis vecinos de asiento, el chico que había sobado mis pechos y la chica que ignoraba el hecho, y cruzar en lancha treinta metros de laguna, llegué a Paraíso Escondido y encontré a Héctor y el resto de la pandilla.

Héctor me acompañó al campamento del grupo, que constaba de tres tiendas de campaña con capacidad para tres o cuatro personas cada una. Verlo en traje de baño, brillante su piel morena por el sudor, con el abdomen plano y los pectorales delgados y fibrosos reactivó el volcán encendido en la mañana. Miré con cuidado sus piernas, delgadas y musculosas, y el bulto de regular tamaño que lucía en el centro preciso de su traje de baño rojo.

Me cambié en el interior de una de las tiendas de campaña. Tras pensarlo brevemente, me puse un bikini minúsculo en lugar del sobrio traje de una pieza que pensaba usar... al menos al principio. Mis nalgas quedaban casi al descubierto, igual que mis pechos. Otra breve meditación me llevó a llamar a Héctor, con el más manido de los tópicos:

-¿Me untas bronceador en la espalda?- le pregunté, tendiéndole el frasco y recostándome boca abajo. dentro de la tienda, que era ya un sauna a pesar de la temprana hora de la mañana.

No dudó, por supuesto: habría ido en detrimento del voltaje sexual que tras el viaje en autobús emitían mis glándulas. Habría sido un desperdicio haberme aguantado para él.

Sus manos, suaves, de dedos largos, se posaron delicadamente en mis hombros. Sus caricias eran suaves, distintas de los torpes toqueteos del chico del bus que, por cierto, habían sido los primeros en muchos meses.

Combinando suavemente fuerza con suavidad y desmintiendo la primera impresión que me había hecho sobre su escasa cultura sexual, Héctor bajaba por mi espalda. Cuando llegó a las vértebras lumbares rodeó mi cintura delicadamente y pude sentir su aliento cerca, muy cerca de mis omóplatos.

-Más abajo-susurré.

Sentí el calor de su mano sobre mi nalga como una descarga eléctrica y, a punto de darme vuelta para jalarlo hacia mi y consumar ahí mismo, sobre la bolsa de dormir, el acto sexual, oímos una voz cercana.

-¡Héctor, Aurora, dejen de hacer cochinadas y asómense, que hay una ballena gris a la vista!

-Vamos –dije.- No quiero que nos vean.

El, sin decir palabra, se quitó de encima, disimuló su erección bajo una amplia camiseta, no sin que yo notara la sólida envergadura de su miembro bajo el traje de baño, y salió, seguido por mi.

Pasaron las horas, nadando, caminando en la playa, en medio del grupo de amigos. Nos rozábamos como al descuido en cada oportunidad, nuestras pieles se impregnaban una de la otra. Fueron unas horas muy extrañas, en las que exploré la sensación de ansia y espera, con súbitos ataques de deseo y ardientes miradas al bulto de Héctor... y de otros.

6.

Al caer la tarde, cuando el sol menguaba su fuerza, Héctor me preguntó:

-¿Quieres ir a remar en la laguna?

Estoy segura de que eligió cuidadosamente la lancha: una pequeña, de fibra de vidrio, a remos, con solo dos bancos, una a popa, donde él se sentó, y otro a proa, donde quedé yo, a un poco mas de un metro de él, mirándolo de frente mientras remaba.

Si la playa estaba semivacía, faltando siete u ocho horas para Navidad la laguna estaba desierta. Mientras nos internábamos en sus estrechos brazos, admiraba la exhuberancia del manglar, los infinitos tonos de verde y las coloridas aves que lo poblaban tanto como el torso desnudo de Héctor, sudoroso y brillante bajo el sol. Cada uno de sus músculos, delgados y fibrosos, se marcaba con el suave movimiento que imprimía a los remos.

El rumor de las olas que llegaba de allende el manglar, algún graznido de pato o guacamaya y su rítmica respiración eran los únicos sonidos que interferían en la calma total de la solitaria laguna, de hermosas y cambiantes tonalidades verdeazuladas.

En mitad del sobrecogedor silencio, mi mano, aposta, rozó la suya, y ese leve contacto bastó para desatar el fuego tanto tiempo reprimido. El capturó mi mano en la suya, subió los remos y los dejó a un lado, llevando a su boca la mano que tenía en su poder. Chupó los dedos con fruición, uno a uno, y siguió por mi antebrazo hasta llegar al hombro, donde se engolfó un rato antes de pasar a mi cuello, ya rodeándome con sus brazos, y de ahí a mi boca.

Nos besamos un largo rato, descubriendo mutuamente la sabiduría y dulzura de nuestras lenguas y luego él bajó otra vez al cuello y, beso a besito por mi torax, sin prisa, hasta la línea que divide mis pechos.

Deshice el nudo del sostén del biquini para eliminar ese minúsculo obstáculo y permitirle saborear mis pechos y pezones, disfrutando el placer que me daba en cada lengüetazo. Pero no se quedó ahí: bajó sin prisa por mi estómago, su infatigable lengua recorrió todos los rincones de mi ombligo mientras sus manos me bajaban la última y mínima prenda.

Su lengua pasó por mi clítoris, acelerando las conocidas sensaciones que me embargaban, y luego recorrió los gruesos labios mayores entre los que se introdujo, buscando con la punta la entrada de mi sexo.

Ahora estaba hecho un ovillo sobre el suelo mientras yo seguía en el banquito, que se elevaba apenas unos treinta centímetros. Acaricié su cabeza para incitarlo a continuar su labor y cerré los ojos para evitar que la lujuriosa vegetación me distrajera de la lujuriosa lengua que me estaba dominando.

El movimiento de su lengua aumentó de intensidad, haciendo círculos sobre mi clítoris, escarbando en mi vagina, lamiendo los labios, deteniéndose en el ano, mientras yo, totalmente abandonada ya, a su merced, cerrados los ojos, lo dejaba hacer, hasta que alcancé las estrellas y lo bañé con mis fluidos.

Todavía perdida en mi orgasmo fui violentamente penetrada. Sentí como su dura verga resbalaba suavemente hasta el fondo de mi bien lubricada vagina con un movimiento que no se si me sacó otro orgasmo o prolongó el primero, mientras él me penetraba sin compasión.

Algo recuperada sentí la incomodidad de sus embates, pues el ángulo de penetración era muy complicado, y la dureza del asiento en mis nalguitas, así que en una de sus retiradas me hice para atrás sin avisarle y quedé libre del palo que me unía a él.

Sin darle tiempo a reaccionar, me giré, apoyando mi estómago en el banquito y poniéndome a cuatro, abiertas las piernas hacia él, palpitante y jugosa la vagina, que fue penetrada por segunda vez.

-Dame duro, papi –le dije, ya en plan guarro.

El, obediente, iba y venía a placer dentro de mi, a su ritmo y aire, a veces con fuerza, a veces deteniéndose para acariciar mis pechos, luego en círculos y parando potra vez para tomar aliento. me sorprendía encontrar un amante tan ducho detrás de su pinta de nerd mariguano y yo, por una vez, gozaba sin buscar el goce de mi pareja, gozaba recibiendo placer y sabiendo que él también lo recibía. Mi siguiente orgasmo, sin inhibición de ningún tipo, fue acompañado de un largo aullido cuyos ecos se esparcieron por los estrechos canaletes de la laguna.

Instantes después sentí su semen inundar mi vagina y él, quieto, con la respiración agitada, e recostó sobre mi espalda llenándola de besos, dejándome sentir dentro de mi la retracción de su viril venablo, que salió de mi por su propio peso.

7.

La Cruz del Sur brillaba a lo lejos, imponiéndose sobre el resto de los astros. Recostada sobre la arena, semidesnuda, sentía en mi piel la dulzura de la suya, la caricia del fuego, la cercanía de los amigos, que habíamos pasado la medianoche contando nuestro miedo a las navidades llenas de alcohol y droga y necesité, sí, necesité un churrito.

"Solo un toque –me dije-. Solo un toquecito de mota".

Sabía que bastaba con caminar hacia cualquier otro campamento para obtener una dosis, solo una dosis de mariguana, a cambio de un "por favor" o un beso, cuando mucho. Un beso.

-Dame un beso –le pedí a Héctor.

Un beso dulce, que fue convirtiéndose en una nueva invitación al amor.

-Ven –le dije, jalándolo hacia la tienda de campaña, mientras repetía para mí:

"Solo por hoy no me fumaré ese churro".

No había mucho que desvestir. Lo acosté boca arriba, sobre la bolsa de dormir, y tomé su verga en reposo. Sabía a sal y a mar y sentí su lento endurecimiento dentro de mi boca. Pensé cabalgarlo pero, recordando el juego de su lengua en mi sexo, horas antes, en la laguna, me di vuelta para ofrecerle otra vez mis partes más íntimas, recién bañadas por el mar.

Mientras él repetía, mejoradas, nuevas, las acciones de la tarde, hundiendo mas de una vez su nariz en mi ano y acariciándolo con los dedos que separaban mis nalgas, yo me embebí en su verga, lamiendo el tronco, jugando con su punta, succionando a veces y otras mordisqueando.

Un calorcillo muy agradable me invadía. No el fuego arrollador de la tarde sino algo más profundo y sostenido. Su ritmo era pausado, lento, su lengua acariciaba apenas, sus dedos se hundían en mi con mucho cuidado.

Cuando mi calor fue creciendo y los gemidos que salían de mi boca se lo mostraron, abandonó su delicado juego en mi vagina para succionar mi clítoris y penetrarme con dos dedos, que jugaban dentro de mi con la fuerza de un buen miembro. Sus labios, sus dedos, su verga palpitando en mi boca, me llevaron al tercer (¿o cuarto?) orgasmo del día. Cuando pasó, me acosté boca abajo, con las piernas abiertas, dejando en paz su verga, y le dije.

-Si quieres cogerme por el culo –se que quería: mucho jugaron en mi ano sus lbios y sus dedos- hazlo ahora, que estás a punto de turrón.

Aflojé el cuerpo y el esfinter para recibirlo sintiendo como me untaba abundante saliva para recibir luego su verga, el dolor conocido, casi olvidado, placentero y extraño, saboreando esa apertura de alma y cuerpo que implica darle el culo a alguien, ser inundada, llenada por un miembro, bautizada por dentro con la savia de la vida.

Se corrió dentro, con un ahogado gemido y, totalmente agotado, se recostó a un lado de mi. Nos cubrí a ambos con una delgada sábana y me arrullé en sus brazos, entre sus besos, oliéndolo, deseando la frase que llegó:

-Te amo.

8.

Así se celebraron las honras de Héctor, domador de potrancas.