Para romper mi soledad

Era mi cumpleaños y estaba sólo. Ella me dio su cuerpo como un regalo precioso, y rompió mi soledad durante aquel verano.

Re.

En mi clase, empezó a destacar claramente Rebeca, por su chispeante vivacidad, su alegría contagiosa y su capacidad expresiva.

Siempre que yo pedía algún ejemplo, alguna explicación, ella tenía la respuesta a punto, y levantaba su mano al tiempo que mostraba una amplia sonrisa de satisfacción. No era la única en inteligencia y conocimientos, pero si aventajaba a todas en simpatía. En apenas un mes de clase me tuteaba con ella como si la conociera de toda la vida.

Era también la más asediada por el sector masculino de la clase, todos jóvenes, clasemedieros, peinados a la moda, pantalones ajustados y camisas modernas, sin inhibiciones.

Aquel séquito la seguía desde el salón de clases a la cafetería, se aglutinaban en torno a la mesa que ella ocupaba, acudían solícitos a la barra para traerle sus bebidas y algún bocadillo.

La primeras veces que me llamó a su mesa me sentí cohibido ante tanto joven con evidente actitud de asedio. Sabía que no podía competir con ellos, si bien apenas les llevaba unos diez años, cuando mucho.

En las pláticas de pasillo con los jóvenes, me enteré de que una de las razones del asedio era su candidatura al título de belleza de su estado natal, que había estado a punto de ganar. Era una belleza singular y además famosa, casi rubia, de tez muy blanca, de dientes regulares y brillantes, de labios sensuales. Demasiado para mí, me dije, y traté de no pensar en ella como una mujer conquistable. Entre los jóvenes de la clase estaría mejor.

El día de mi cumpleaños, No pude conseguir que mi esposa consintiera en que hablara con mis hijos, y la sensación de soledad que me embargaba desde mi separación matrimonial hacia un año se hizo más fuerte. Bajé por la escalera de la escuela como un verdadero autómata, con la cara enrojecida por el coraje contenido. Entonces, ella salió a mi encuentro, y me abrazó: Felicidades, me dijo. Me vio el gesto en la cara, y con un tono que intentaba tranquilizarme, agregó: No se preocupe, profesor... vengo por usted para llevarlo a una fiesta que da el grupo...

Animado por la idea de tomarme unos tragos y ahogar en alcohol la pena reciente, me dejé llevar. En un pequeño auto compacto nos subimos 6 gentes, y nos enfilamos hacia una casa perdida en la periferia de la ciudad, donde habían preparado una pequeña fiesta sorpresa, de la cual Rebeca era una de las organizadoras.

Todo muy bien, la cena y los tragos, pero estaba triste y retraído. Entonces ella me sacó a bailar, y se pegó a mi cuerpo. "Así se baila en mi tierra", dijo. Sentí una corriente eléctrica que recorría mi cuerpo, y una sensación indefinible en el bajo vientre cuando ella rozó con sus labios los míos, en algo que todavía no era un beso, pero que parecía serlo.

En la barra de bebidas, Algunos hombres discurrían sobre la forma de ligársela esa misma noche. Yo no le entré a la competencia, pero algo me dijo que no tendrían éxito. Me quedé callado.

Era ya tarde, y la reunión empezó a dispersarse. Ella le indicó al propietario del auto compacto que debían de llevarme de regreso a mi departamento. Dos jóvenes de aquellos se subieron atrás conmigo, y ella adelante, con el estudiante que hacía de chofer. Ninguno de ellos perdía ocasión de hablarle a Rebeca, de hacerle chascarrillos y proposiciones indirectas. Ella se reía.

Rebeca propuso la ruta para dejar a cada quien en el camino, y el chofer, que había tomado parte activa en la discusión sobre quién se ligaría a Rebeca, ya se sentía un triunfador. Sin embargo, no contaba con que ella le dijo, en un tono que no admitía discusiones: El profe vive muy lejos, y esta noche se quedará en mi casa. Al cabo ya faltan unas pocas horas para que amanezca. Al joven se le fue el alma al suelo.

Bajamos donde ella indicó, y me invitó a pasar a su casa. Vivía sola, con un perrito escandaloso que ella tomó en los brazos para que no siguiera riñéndome. ¿No lo conoces, eh? Le decía... Es mi profesor, no te espantes, Muñeca... ¿A poco no es lindo?

Me abrazó, y así abrazados llegamos hasta la sala. ¿Quieres una cerveza? Me preguntó. No, no era ya tiempo de cervezas. La abracé y la besé, primero un poco tímidamente, y ella correspondió, con algo más de fuego.

Hacía algo de calor, así que me propuso darnos un baño, y acepté rápidamente. Entramos a la ducha bajo una luz suave, muy acogedora, y nos desvestimos lentamente, sin prisas. Primero su vestido, enseguida mi camisa, su sostén, sus bragas, mi slip, todo fuera. El contacto frío del agua se mitigaba un poco con el calor de su cuerpo pegado al mío, su lengua iba recorriendo mi pecho, mi boca aferrándome a sus pezones erguidos, suavemente coloreados, mis manos subiendo y bajando por su piel blanca y hurgando en sus lunares. Mi excitación estaba en toda su envergadura, y ella tocaba mis genitales por debajo, y yo introducía en dedo en su triángulo rosado, coronado por un vello rubio, labrado en oro, contrastando con la mata oscura que ornaba mi sexo.

Nos secamos apresuradamente, y nos fuimos a la recámara. Dulcemente preguntó que lado de la cama deseaba ocupar. "arriba de ti, preciosa", dije, y ella se rio. La abracé por detrás, y el contacto de mi barba de dos días con su cuello delicado la hizo doblarse, como tocada por un rayo. Sus nalgas firmes se apretaron contra el mástil que debajo de mi vientre palpitaba con vida propia. La deposité en la cama y la aplasté bruscamente con mi peso. Sentí como mi espada crecía en grosor y tamaño.

Tienes un cuerpo precioso, le dije, y ella me contestó: tú también. Lamí sus glúteos y luego bajé hasta la gruta del deseo, mi lengua recorrió de arriba abajo las caras interiores de sus preciosas nalgas, de sus labios casi incoloros, de su húmeda cueva. Ella emitía gemidos de placer, levantaba la cabeza, arqueaba su lengua, su espalda, mientras yo buscaba ansiosamente el despertar de sus zonas erógenas más recónditas. Se volteó para mostrarme sus pechos generosos, sus aureolas teñidas de un color rosa pastel, sus pezones firmes. Mi lengua y mis labios trabajaron sus pechos, subieron a sus labios y bajaron por su cuello, por sus costados, su vientre, hasta encontrarme de nuevo con la tupida selva de oro brillante y sedoso de su pubis. Pequeñas gotas de mi saliva se quedaban temblando en el trigo suave de aquellas praderas. Levanté sus piernas y saboreé la piel de sus piernas, mordí sus talones, y aprovechando que se retorcía del placer me alojé casi de su golpe en su gruta. Mi sexo hendió el suyo mientras ella de plano emitía un pequeño grito.

Estaba hecho. Era mía, mía, toda mía. Mi cuerpo estaba firmemente aferrado al suyo, mi piel morena se apretujaba contra la suya en una profunda acometida. Pero aquello sólo era una probada. Me salí, y mi verga brilló en la luz suave de la habitación en penumbra, humedecida ya por el líquido de su arroyo interno. Ah, que hermoso era sentir el vientecillo del ventilador sobre aquel glande hinchado que acababa de penetrarla. Una sensación de inenarrable frescura se apoderó de mí, y temblé de la emoción y del frío agradable. Cambiamos de posición, y ella se abalanzó sobre aquel cilindro de carne, recorriendo con su lengua el contorno de aquel objeto duro, enhiesto, revelado en su toda su extensión. Ahora el que gritó fui yo; más bien no grité, emití un fuerte gemido de placer que sacudió mis fibras más íntimas. Me doblé retrayendo mi sexo como si estuviera escapando de tanto placer. Pero ella, ávida, golosamente me siguió con su boca abierta y su lengua certera para seguirme provocando espasmos. La prendí por detrás con mis manos, hurgando en su sexo con mis dedos, que se hundían en aquella abertura húmeda y caliente.

La tendí de frente, y me coloqué arriba de ella. Su cuerpo debajo se inmovilizó, tenso como si esperara algo. Entreabrió las piernas, y el segundo encuentro de nuestros sexos se produjo. Mi verga se precipitó como en un tobogán. Me sorprendí de tanta calidez en su vagina. Volvió a arquear el cuerpo, ligeramente liberado por mí mientras me sostenía con los brazos para empujar mi pelvis contra la suya. Esta vez la penetración fue profunda. Y la prolongué todo lo más que pude. Su cuerpo correspondió se levantó ligeramente, y por unos segundos parecía que yo estaba suspendido en el aire. Cuando bajamos, al unísono emitimos un profundo gemido de placer. Pero la noche todavía no terminaba. La penetración apenas había empezado. Volví a empujar, y una y otra vez me sumí en aquel abrazo profundo que remitía mi cuerpo hasta el fondo del suyo. Ella recibía mi porción abriendo los ojos y la boca, conteniendo la respiración mientras entraba y exhalando fuertemente cuando salía. Que lindo estaba gozando. Durante unos minutos establecí un ritmo preciso: meter, sacar, meter, sacar. Pero en uno de sus espasmos placenteros me salí completamente.

Entonces Volví a la carga levantando sus piernas y sosteniéndolas contra mi pecho. Levanté un poco mi falo ardiente, con su glande hinchado y húmedo, tan sólo para que ella me viera. Y luego apunté mi flecha en su guarida. Me dejé ir, aplastando su cuerpo con el mío. La penetración resultante fue nuevamente tan profunda que los dos volvimos a gritar, ahogadamente, al unísono. Y luego otra vez. Y otra. Embestí varias veces aquel sexo precioso, aquel coño húmedo y caliente, hasta que sentí un cosquilleo en mis entrañas. La ví a ella, y sin preguntarle supe que estaba a punto. Apuré mis movimientos acompañándolos de fuertes resoplidos que me salían del alma. Una serie de grititos me indicaron que se estaba viniendo, y unos segundos después me acoplé a ella, todo lo que pude, alojándome en el fondo, deteniendo mis movimientos, mis latidos, mi respiración, concentrándome en aquella sensación que fluía de mí enérgicamente. Cerré los ojos, y un montón de estrellitas titilaban en aquellas tinieblas. Por un momento me sentí transportado a una dimensión ultraterrena. Qué dulce, que profundo.

Me devolvió al mundo la sensación de que temblaba todo mi cuerpo, agitado por una corriente eléctrica que me sacudía de pies a cabeza. Mis jugos se mezclaron con los suyos, y la humedad que sentía mostraba cuán abundante había sido la entrega. Me derrumbé, agitado, sudoroso, al lado de mi bella doncella seducida. Mi pecho y el suyo bajaban y subían frenéticamente. Rebeca, te amo, le dije. Era cierto. Esa noche dormí a su lado, abrazándola, aferrando mi cuerpo al suyo, acaso para sentir como mi soledad se iba disipando a medida que iba cayendo la noche mientras ella dormía a mi lado.

Fue mía ese verano, muchas noches más, y nos despedimos apenas entraba el invierno. Ella dejó la escuela para regresar a su tierra. Tenía un esposo y una hija, que había depositado con su madre para venirse a estudiar. Su padre había fallecido y lloró largamente durante la despedida. Al día siguiente se marchó, prometiendo escribirme. Después de la navidad recibí una carta donde anunciaba que volvía con su esposo, que tan amablemente se había portado con ella a su regreso. Mi dulce Rebeca. Que te vaya bien, le dije, y volví a mi soledad.